Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Vida de don Francisco de Quevedo y Villegas, caballero del Orden de Santiago, secretario de su Majestad y señor de la villa de la Torre de Juan Abad. Escrita por don Pablo Antonio de Tarsia, doctor teólogo, abad de San Antonio de la ciudad de Conversano y académico ocioso de Nápoles”
Autor del texto editado:
Tarsia, Pablo Antonio de
Título de la obra:
Vida de don Francisco de Quevedo y Villegas, caballero del Orden de Santiago, secretario de su majestad y señor de la villa de la Torre de Juan Abad. Escrita por el abad don Pablo Ant. de Tarsia, doctor teólogo y académico de Nápoles
Autor de la obra:
Tarsia, Pablo Antonio de
Edición:
Madrid: Pablo del Val, 1663


Más información



Fuentes
Información técnica





VIDA DE DON FRANCISCO de Quevedo y Villegas, caballero del Orden de Santiago, secretario de su Majestad y señor de la villa de la Torre de Juan Abad. Escrita por don Pablo Antonio de Tarsia, doctor teólogo, abad de San Antonio de la ciudad de Conversano y académico ocioso de Nápoles


Fue loable costumbre de romanos y griegos alzar estatuas a los varones insignes en letras y armas para no perder de vista las virtudes y hazañas con que ensalzaron la República; y, por que todos pudiesen aprovecharse del ejemplo que dejaron a los venideros, ponían en la peana una breve descripción y noticia de las letras que profesaron, de la religión y piedad que siguieron y de los hechos nobles con que granjearon la inmortalidad del nombre. A este fin principalmente miraron los prudentes caballeros, movidos de la virtuosa emulación, descubriendo huellas tan acertadas para encaminarse a lo más encumbrado de la admiración humana. El discreto cónsul Plinio, valido del emperador Trajano, en una epístola alabando a Titinio Capitón por haber levantado estatua pública a Silano y por el particular estudio de tener y venerar las imágines de los Brutos, Casios, Catones y otros hombres grandes, escribiendo la vida de ellos y celebrándolos con sus versos, dice que no es menos glorioso merecer estatua que ponerla; y en la que escribió a Cornelio Tácito, que le había pedido algunas noticias de la vida de Plinio Senior, su tío, para registrarlas en su historia, estima dichosos no menos los que obran cosas dignas de ser escritas que los que escriben lo que merezca ser leído y, sobre todo, dichosísimos en quienes el uno y el otro concurriere. Y habiendo sido don Francisco de Quevedo de los que más se esmeraron en ilustrar a España con la pluma y con los hechos ejemplares, mereciendo por ellos aplauso universal en toda Europa, me ha parecido hacer este pequeño obsequio de los muchos que son debidos a varón tan grande, poniendo delante de los ojos de todos, en el lienzo de estos pliegos, aunque leves por su autor, pero exentos y libres por el objeto de la voracidad del tiempo, el retrato más cabal de un ánimo bien formado como el de D. Francisco, tirando las líneas con el pincel de la fama, avivándolas de colores retóricos, ya con lo claro de acciones a todas vistas aclamadas, ya con lo escuro de lo que padeció en diferentes peligros y persecuciones, con valor antes digno de envidia que de lástima. ¿Qué efigie ni qué estatua habrá que, sobreviviendo a los mármoles y bronces, compita con lo eterno de su original como la que nos forma la pluma en un papel animado con el bálsamo de la tinta, representando en el teatro de la verdad la vida y los blasones de un héroe a la posteridad deseosa? Con esta consideración Agesilao no quiso que le hiciesen estatua, juzgando honor más firme dejar la memoria de sus hazañas grabada en lo secreto de los corazones humanos con el buril del afecto y registrada en los anales con el rasgo de una pluma, que descollar su cabeza de oro u bronce en lo más público de la ciudad. Pues de él refiere Plutarco que, hallándose en el puerto de Menelao, mandó pregonar que nadie le levantase simulacro ni imagen, diciendo que sus obras, si alguna había hecho digna de loa, serían más vivo monumento de su mérito para los venideros, porque donde estas faltaren, no se pueden suplir por obras de escultor ni pintor alguno por excelente que sea. Y de Simónides poeta escribe Valerio Máximo que, habiendo dado sepultura a un cuerpo muerto que halló en el camino mientras iba a embarcarse, por aviso del difunto que se le apareció, habiéndose librado del naufragio en que perecieron los demás que en aquel navío se embarcaron, de agradecido no le correspondió con otra memoria que celebrarle con sus versos, pareciéndole medio más proporcionado para entregarle a la eternidad una pluma bien cortada que los metales y piedras artificiosamente esculpidas. De lo cual y de otros ejemplos semejantes, he hablado largamente en el libro y capítulo cuarto de las Animadversiones ferales, y para la brevedad que me he propuesto en este discurso de la vida de don Francisco, juzgo que, aunque me haya dilatado algo, nunca puede ser bastante lo referido para introducción al bosquejo de un varón que hubiera sido de tanta veneración en aquellos siglos primeros; y ansí he deseado sacar a vista de todos el retrato de sus virtudes, calidad y letras, sin afeite de lisonja ni traje de pasión alguna, cuyas causas, diré con Tácito, las tengo de mí muy apartadas.

Salió, pues, a luz don Francisco de Quevedo y Villegas en la real villa de Madrid el año de 1580, y puedo sin duda decir con más acierto que salió una nueva luz para hermosear con sus rayos a España y al mundo todo, habiendo, con lo escrito y con lo obrado, dejado tanto que admirar al entendimiento y que seguir a la voluntad, que permanecerá su nombre en la memoria de todos con más ventaja que los rayos solares, pues en ningún tiempo podrá temer el ocaso del olvido ni el eclipse de oposición maligna, llevando en el carro triunfal de sus glorias atado el descuido y la envidia, causas de tan perniciosos efectos, que suelen deslucir a los hombres grandes. Su padre fue Pedro Gómez de Quevedo, secretario de la señora reina doña Ana, mujer del señor rey don Felipe Segundo, en cuya ocupación dio singulares muestras de su entendimiento, sazonándola siempre con piedad cristiana; y lo había sido antes de la señora emperatriz María en Alemania con tanta satisfación, que, en abono de sus servicios y mérito, escribió una carta al prudentísimo rey su yerno, desde Praga, a 29 de agosto de 1578, mostrando la mucha estimación en que le tenía. Fue su madre doña María de Santibáñez, que, asistiendo desde sus más tiernos años a la cámara de la reina, no le embarazaron las exterioridades de la corte el intento de formar su interior con frecuentes oraciones, ayunos y otras obras religiosas, haciendo de su pecho una celda, y de palacio, un convento. Tomando después estado, no intermitió este modo de vivir, antes le acrisoló mayormente, haciéndose espejo de casadas, como había sido de doncellas, llevando el yugo del santo matrimonio con su marido muy concorde; con los domésticos, apacible; y con sus hijos, cuidadosa, criándolos con la leche del temor de Dios. En ambos concurrieron prendas de muy antigua calidad y nobleza, pues el secretario Pedro Gómez de Quevedo fue hijo de Pedro Gómez de Quevedo y de doña María de Villegas; el uno natural de Vejorís y la otra de Villasevil, en el valle de Toranzo, donde los Quevedos y los Villegas tienen sus antiguos y nobles solares. Juan Gómez de Quevedo, tío de don Francisco, dejó a la iglesia parroquial de Vejorís gran cantidad de plata labrada, con que hoy se sirve al culto divino con mucho lustre y decencia; y todos sus antepasados con la nobleza de la sangre juntaron el celo de la religión cristiana. Por lo Villegas tuvo D. Francisco por sus ascendientes a Pedro Ruiz de Villegas, adelantado mayor de Castilla y señor de Muñón y Caracena, que casó con Teresa de la Vega, hija única de Gonzalo Ruiz de la Vega, el del Salado; y también a Sancho Ruiz de Villegas, comendador de la Orden y Caballería de Santiago, capitán de la guardia del rey don Juan el Segundo, corregidor de la ciudad de Alcaraz, el cual estuvo casado con doña María Andino e hizo muchos y muy señalados servicios a la corona de Castilla. Y asimismo lo fue don Alonso Ortiz de Villegas, caballero de Toledo, de quien descienden los marqueses del Villar; el cual de su nobilísima mujer doña María de Silva tuvo por hijos a don Diego Ortiz de Villegas, que pasó a Portugal por confesor de la princesa doña Juana, y el rey don Juan el Segundo de aquel reino le hizo su capellán mayor y obispo de Ceuta, y lo fue después de Viseo; y también a doña Mencía de Villegas, que casó con Pedro Fernández de Villanueva, descendiente de D. Luis de Villanueva, muy nombrado en las historias de España. Pasando después estos caballeros a Portugal, llamados del obispo don Diego Ortiz de Villegas, su hermano, asentaron casa en Moura, y el rey don Manuel honró mucho a sus hijos. El año de 1538, el rey don Juan el Tercero, en remuneración de los servicios que le hizo su nieto Pedro de Villanueva, le dio nuevas armas, que son una serpiente llamada tiro, de oro, con pintas negras en campo verde, y por timbre medio tiro del mismo color, que están registradas en el archivo real de aquel reino, que llaman Torre de Tombo. Es su legítimo descendiente don Diego Enríquez de Villegas, caballero y comendador en el Orden de Cristo, capitán de corazas, muy conocido por su calidad y escritos, y fue estimado de don Francisco por su pariente y amigo, y mucho más por sus letras y erudición. La familia de su madre no fue menos ilustre, porque el apellido de Santibáñez es muy antiguo en el mismo valle de Toranzo, donde fue su origen, aunque doña María nació en Madrid, y fueron sus padres Juan Gómez de Santibáñez Ceballos, natural de San Vicente de Toranzo, aposentador de palacio de la señora emperatriz, a quien el año de 1566 le asentaron plaza de contino de la real casa; y doña Felipa de Espinosa y Rueda, natural de Madrid y azafata de la reina, entrambos de noble prosapia y descendencia. Tuvo don Francisco tres hermanas: la mayor se llamó Margarita de Quevedo, que casó con don Juan Aldrete y San Pedro, caballero del Orden de Santiago y caballerizo de su Majestad, de cuyo matrimonio nacieron don Juan Carrillo y Aldrete, caballero del hábito de Santiago, en quien igualmente se compiten prendas muy ventajosas de entendimiento y valor, como lo ha mostrado en todas ocasiones, y ahora sirviendo el puesto de capitán de corazas en el ejército contra Portugal; y don Pedro Aldrete Carrillo Quevedo y Villegas, colegial del Mayor del arzobispo y segundo señor de la Torre de Juan Abad, por su virtud y letras muy digno de sus mayores y merecedor de cualquier puesto de su profesión. La otra fue la madre sor Felipa de Jesús, monja carmelita descalza en el convento de santa Ana de esta Corte, religiosa de ejemplar y santa vida. La tercera y última tuvo por nombre doña María, y fue la primera que se cayó en flor del árbol de la vida perecedera, dando principio a la inmortal desde los primeros años de su edad y del primer ensayo de su virtud.

Desde niño dio muestras don Francisco de su viveza, imprimiendo en los pechos de sus padres opinión muy alta de su ingenio, que después con el aumento de sus años desempeñó tan aventajadamente, que, desgajándose los ramos de su talento, fue mayor la copia de frutos con que abasteció las escuelas de Helicona y las academias más famosas del orbe que lo que ofreció en flores la esperanza. Siendo de tierna edad, se le murió su padre, y, quedando en poder de su madre doña María de Santibáñez, no echó menos el cuidado ni el cariño que hasta entonces con doblada influencia había gozado. Era doña María un vivo símbolo de la mujer fuerte, en cuya descripción concluye sus parábolas Salomón, que, según muy graves expositores y el padre maestro fray Luis Tineo de Morales, del Orden Premostratense, insigne teólogo y versadísimo en las lenguas de la Sagrada Escritura, en el discurso de la vida y salvación de este rey (materia en que tanto han sudado los más doctos) se entiende de su madre Betsabé, ensalzándola por el gobierno de su casa hasta conseguir alabanza de sus hijos, que alude a la crianza de ellos, según la ley divina, y al revistirse de los brillantes reflejos que de la buena educación resultan para ostentar mayor hermosura en las puertas de la censura humana. Volviéronla después de viuda a palacio, en servicio de la reina, estimando todos a tan noble matrona por su prudencia, honestidad, recogimiento y demás virtudes, poniendo su mayor estudio en dejarlas esculpidas en los corazones de sus hijos; y lo alcanzó tan felizmente por la docilidad de sus naturales, que, fuera de la virtud con que instruyó a las hijas, con la de D. Francisco solo pudo coronar sus cuidadosos desvelos, esmaltándolos con la dilatada opinión y aplauso que de todas las naciones muy largamente consiguió su hijo, a quien aplicó desde luego al camino de las letras, no solo por la capacidad que en él conocía, sino también por la grande inclinación que aun en sus primeros años mostraba, casi con impaciencia de madurar sus deseos a plazos del tiempo y sucesivo desvelo, pues fue dotado de ingenio tan dilatado que, no pudiendo contenerse entre los límites naturales, sobresalía con admiración de sus maestros. De que sumamente se alegraba su madre, que, a imitación de la del grande Agustino santa Mónica, echaba de ver que el estudio de las doctrinas no solo no es de estorbo, sino de provecho para el verdadero conocimiento de Dios, allanando el camino de la perfección cristiana y descubriendo nuevas sendas que con seguridad lleven al hombre a su último fin, evitando los enredos y las engañosas anchuras del mundo, como en el libro segundo de sus Confesiones lo insinúa el santo, porque no hay verdadera sabiduría que no esté casada con el temor de Dios, verdad también conocida de los gentiles, pues Teócrito y Virgilio derivaron la religión y las letras de un mismo principio, pero, ciegos, no alcanzaron origen tan soberano. No habrá quien niegue que el estudio es un rocío que, regando las virtudes morales, les da incremento y vida y las defiende de las llamas abrasadoras del vicio; porque S. Jerónimo, en la epístola a Rústico Monje, de sí confiesa que, no pudiendo con ayunos apagar los ardores juveniles, con la ocupación y trabajo de nuevos estudios los venció. Lo mismo afirma de Juan Pico, conde de la Mirandula, Juan Francisco Pico su sobrino, en la vida que escribió de este príncipe, a todas luces admirable, siendo muy constante que las letras son de grande provecho para adquirir las virtudes y de no menor ornamento para después de alcanzadas. Con semejante consideración animaba a don Francisco su madre, por que, apoderándose de las ciencias, enriqueciese con la especulación el entendimiento e inflamase con bien regulados deseos la voluntad, sacando del uno y del otro cosecha de gloria y aplauso.

Grande felicidad se halló en el noble pecho de D. Francisco para todo lo que tocaba a estudios, de suerte que sobraron así las diligencias de su madre como las del protonotario de Aragón don Jerónimo de Villanueva, que, después de muerta doña María de Santibáñez, quedó por su tutor; antes, exhortarle al curso literario era espolear caballo que a toda rienda corría, pues, habiendo aprendido en poco tiempo la lengua latina, trató desde luego levantar sobre tales cimientos muy hermosos edificios de varias ciencias. Pasó tan felizmente los cursos en la Universidad de Alcalá que, apenas teniendo quince años cumplidos, mereció ser graduado en Teología, dejando admirados a los más doctos y ancianos el ver en edad tan verde tanta madurez de ingenio. Y, conociendo la fertilidad de campo tan ameno y liberal, no quiso limitarse con semillas de una profesión sola, antes, aprendiendo varias lenguas, se abrió las puertas para hacerse universal en todas ciencias. Estudió demás de la latina, la lengua griega, la italiana, la hebrea, la francesa y la arábiga, con tanto primor que fue excelente en todas ellas y casi las hermanó con la castellana, en que mostró suma agudeza. En la latina se correspondió con los primeros ingenios de su tiempo, escribiéndose epístolas desde el año de 1604, cuando no tenía más que veintitrés de edad, con Justo Lipsio, varón comúnmente aplaudido; continuando en adelante este noble y erudito empleo con el caballero Juan Jacome Chifletio, protomédico del rey y médico de cámara del señor archiduque Leopoldo, autor muy célebre, que en una epístola que escribió a don Francisco de Bruselas, el 20 de julio de 1629, le dice la estimación con que recibían en Flandes y Francia sus obras, reimprimiéndolas y buscándolas todos con mucha codicia; con el doctísimo Juan Queralt, maestro primario de Humanidad en Salamanca, que, comunicándole sus estudios, da a entender el aprecio de su refinado juicio y censura; con Gaspar Scioppio, con el conde Julio César Estela, con don Mariano Valguarnera, con monseñor don Martín Lafarina, con don Francisco López de Aguilar Coutiño, del hábito de San Juan; con Martín de Sevilla, con don Jerónimo de Ribera, con don Alonso Maranta y otros, los más insignes en todo género de letras, de los cuales hablaremos en el discurso de esta obra.

En el idioma griego fue tan versado que, fuera de haber traducido a envidia de los unilingües Anacreonte teyo y otros autores griegos, haciéndolos cantar en castellano aun mejor de lo que ellos lo habían hecho en su propia lengua, mereció que hombres doctos celebrasen sus alabanzas con epigramas griegas, como entre otros lo hizo el licenciado Vicente Mariner, valenciano muy erudito, de que son pregones sus obras en versos latinos y griegos que ha dado a la estampa. Demás que, escribiendo don Francisco epístolas o otra cosa en latín, engastaba en ellas, como piedras preciosas, muchas palabras griegas; y Justo Lipsio, conociendo su grande ingenio y los progresos que había hecho en este idioma, le escribió de Lovaina el año de 1605 animándole a tomar la defensa del príncipe de los poetas griegos Homero y le asegura que no podía tomar argumento más digno ni más grato a los hombres doctos, a que también le había exhortado D. Bernardino de Mendoza.

En la hebrea hizo tales progresos, que le consultaban en ella autores gravísimos, pues el padre Juan de Mariana, tan conocido por sus estudios y único en todas las lenguas orientales y griega y latina, habiendo sido nombrado por decreto del rey y del Supremo Tribunal de la Santa y General Inquisición para que como juez desapasionado diese su parecer sobre la edición que hizo de la Biblia Regia el doctor Benedicto Arias Montano y la censura que contra él sacó el doctor León de Castro, magistral de la santa Iglesia de Valladolid, y habiendo dado su juicio y sentencia a favor de Arias Montano, con que enmudeció por entonces la oposición que injustamente se le movió, estando después en Toledo, entregó todos los papeles que en esta materia había hecho a don Francisco, por que viese si estaban bien apuntados los textos hebreos, por haberlos escrito un amanuense y hallarse el padre ya ciego, el cual, fuera de sus ojos, no pudo fiar cosa tan dificultosa sino de quien los tenía muy linces en el idioma santo. Escribió también don Francisco el año de 1643 en defensa de Arias Montano un antídoto muy docto a otra censura, que contra doctor tan célebre sacó un autor anónimo en Salamanca el de 1579. Moviole a tomar la pluma en materia tan honda no solo la noticia que tenía de la lengua hebrea, sino también el celo de la Orden de Santiago, por haber sido religioso de ella el doctor Arias Montano, tomando el hábito en San Marcos de León, y después prior del convento de la misma Orden en Sevilla.

Demás del conocimiento que tuvo de lenguas fue versadísimo casi en todas facultades y ciencias, como en las letras humanas, en el Derecho Civil y Canónico, en la Matemática, Astrología, Ética, Política, Medicina y Filosofía natural, con noticia muy individual de las propiedades de yerbas, aguas, piedras, metales y otros minerales. Con las letras humanas juntó las divinas porque, fuera del grado que consiguió en la Teología, hizo particular estudio en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, como bien se divisa en la vida del gran doctor de las gentes San Pablo, y en otras obras muy espirituales que compuso, particularmente en la Política de Dios y gobierno de Cristo, obra tan alabada de los más sabios, que en ella dijo el arzobispo don fray Cristóbal de Torres del Orden de Santo Domingo había redactado don Francisco los siglos primeros, dejando perpleja la admiración entre lo sentencioso de la Filosofía moral y lo admirable de la ciencia sagrada de las Escrituras. Fue, finalmente, en todas letras tan consumado, que algunos autores de esta corte dejaron escrito en sus libros que don Francisco en todas se lucía y en cada una de ellas era maestro. Juan Pablo Mártir Rizo, en la defensa que imprimió del patronato de Santiago, dice que el ingenio de don Francisco fue conocido por milagro de naturaleza. Antonio de Argüelles, celebrando con versos heroicos sus alabanzas, le llama decoro y gloria del siglo nuestro:

Alta petis, saeculi decus, o et gloria nostri.
A lo más encumbrado de las nubes
de este siglo decoro y gloria subes.


Don Joseph Pellicer de Tovar, caballero del Orden de Santiago, señor de la casa de Pellicer y Osau en Aragón, coronista mayor de su majestad y máximo de las ciencias que profesa, erudición y noticia de varias lenguas, como lo muestran los libros que ha escrito, que son tantos y tan doctos, que de ellos dijo el oráculo de las buenas letras, el padre Juan Luis de la Cerda de la Compañía de Jesús, que aun para pensar los asuntos es menester una vida larga; este autor, pues, en el Fénix y su historia natural, poniendo en el diatribe 16 un himno que hizo don Francisco a esta ave, le llama doctísimo en todas letras y en muchas lenguas, y en el principio de la obra le da título de insigne ingenio español. Y, sobre todos, Justo Lipsio en una epístola que le escribió de Lovaina, en 25 de enero de 1605, le dijo: «O magnum decus Hispanorum!» ¡Oh mayor y más alto honor de los españoles!

En la poesía ocupó don Francisco el primer lugar al parecer de los más doctos de su tiempo, pues el muy erudito Juan Queralt, protector de las letras humanas en la Universidad de Salamanca y en las Escuelas Pías que edificó el Sumo Pontífice Paulo Quinto, de quien fue muy estimado, en una epístola llamó a don Francisco príncipe de los poetas, en quien solo se juntaban las gracias y sales de todos los líricos. Igual y mayor alabanza le dio el licenciado Vicente Mariner, valenciano, que en una epigrama griega le señala en el parnaso el primer lugar junto a Apolo; y, así en esta como en otra latina que le hizo, le ensalza por el mayor ingenio del orbe. Y el año de 1625, dedicando a don Francisco el Panegírico del emperador Julián al sol, que de griego tradujo en elegante latín, le llama hijo de Apolo y hermano de las Musas; y luego, llevado de un entusiasmo, le dice que es sol, príncipe, cabeza, emperador y numen de la poesía y de todas las letras: «In hoc Musarum, & litterarum imperio, in hoc equidem divinarum cogitationum aethere tu solus es Sol, tu solus Princeps, Caput, Imperator, numen». Y, sin duda, lo fue de su tiempo, por cuya causa fue tan estimado de tres poetas los mayores de sus contemporáneos, Lope de Vega, Luis Tribaldo Toledano, coronista mayor de las Indias, y Francisco López de Zarate, que con extraordinarias demostraciones siempre le veneraron.

Don Francisco López de Aguilar Coutiño, del hábito de San Juan, sujeto por su calidad y erudición de todos venerado, escribiéndole en versos heroicos, le nombra Delicium Phoebi «deleite y regalo de Apolo». El conde Julio César Estela y Miguel Kelkero, con la ocasión de haber vuelto don Francisco de España al reino de Nápoles, después de muchos peligros de mar y tierra, festejándole con la lira de sus odas artificiosamente templada, dicen que en su sabiduría y prudencia descansaban las Musas y el Hércules de su tiempo, el duque de Osuna. Pero quien más se adelantó en alabar a D. Francisco fue el gran Lope de Vega Carpio, que en el Laurel de Apolo, en la silva séptima, dice:

Al docto don Francisco de Quevedo
llama por luz de tu ribera hermosa,
Lipso de España en prosa
y Juvenal en verso,
con quien las Musas no tuvieron miedo
de cuanto ingenio ilustra el universo,
ni en competencia a Píndaro y Petronio,
como dan sus escritos testimonio;
espíritu agudísimo y suave,
dulce en las burlas y en las veras grave,
príncipe de los líricos, que él solo
pudiera serlo si faltara Apolo.
¡Oh, Musas! Dadme versos, dadme flores,
que a falta de conceptos y colores,
amar su ingenio y no alabarle supe,
y nazcan mundos que su fama ocupe.


Otros muchos, que por brevedad se dejan, ponderando con admiración los colmados méritos de don Francisco en la poesía, le coronaron de inmortales laureles, y, concurriendo con el acertado juicio de tan altos ingenios, esta coronada villa, el año de 1649, en la solemne entrada y recibimiento de la serenísima reina nuestra señora doña María Ana de Austria, con cuyos aparatos y arcos triunfales, dispuestos por don Lorenzo Ramírez de Prado, caballero de la Orden de Santiago, del Consejo Real de su majestad y de la Santa Cruzada, llegó la maravilla al último grado de su esfera, en el monte Parnaso que con suma magnificencia se hizo sobre la fuente del Olivo, acompañaron las nueve musas vivas, ricamente tocadas y vestidas, con otras tantas estatuas de poetas españoles, muy parecidas a sus originales, que fueron Séneca, Lucano, Marcial, Juan de Mena, Garcilaso de la Vega, Luis de Camôes, Lope de Vega Carpio, don Luis de Góngora y don Francisco de Quevedo, que, aunque fue el postrero en la edad, por la agudeza de sus versos no debe nada a los más antiguos. A cada uno pusieron una tarjeta con letras halladas en sus obras. La de D. Francisco, que ascendía al monte, aludiendo a la falta natural que tuvo en los pies, aunque nunca se vio menos zopo que cuando subió a la cumbre del Parnaso, decía así:

Llevadme, musa, que en vano
mis pies lo procuran, pues
ni aun de mis versos los pies
bastarán, sin vuestra mano.


Llegó don Francisco a grados tan eminentes de sabiduría porque nunca estudió con otro fin que para saber, desechando de sí los respetos que llevan los que suelen avasallar tan libre y noble facultad al interés y comodidad del cuerpo; considerando con Lactancio Firmiano en la prefación a las Instituciones divinas que los más hacendados se despojaron voluntariamente de sus riquezas por que no les estorbasen la aplicación a los estudios, mudando los hidalgos deseos de saber en viles diligencias de intereses humanos. No hay duda que don Francisco mereció y pudo tener muchos aumentos, y algunos le fueron ofrecidos, pero nunca los procuró ni los admitió, por parecerle le embarazarían los nobles y altos fines de su entendimiento, siguiendo en esto la doctrina y ejemplo del gran conde Juan Pico de la Mirandola, que nada tuvo por más ajeno que los estados y riquezas que había heredado de sus progenitores, estimando por mayor tesoro el de la filosofía desnuda y de su verdad, sin vestidura de interés; y en la Oración que hizo de la dignidad del hombre afea mucho a los que venden la castidad de Palas, diciendo que quien buscare del estudio galardón y bienes temporales mal llegará al conocimiento de la verdad, desmereciendo aun el nombre de filósofo. Son dignos de reparo los medios con que don Francisco se adelantó a lo más recóndito de las noticias literarias y agudezas de la pluma, pues hallo haber sido tan incesable su estudio que no solo no desperdició momento de tiempo, antes le quitaba a las ocupaciones precisas y necesarias para emplearle en leer libros y en hacerlos. Sazonaba su comida, de ordinario muy parca, con aplicación larga y costosa, para cuyo efecto tenía un estante con dos tornos, a modo de atril, y en cada uno cabían cuatro libros que ponía abiertos, y sin más dificultad que menear el torno se acercaba el libro que quería, alimentando a un tiempo el entendimiento y el cuerpo a imitación del filósofo español Anneo Séneca, que acostumbraba tener su mesa coronada de libros; y del esforzado y valiente rey de Francia, Francisco Primero, que, olvidado a veces del plato en que comía, tomaba en la mano un libro para regalar su ánimo, pues dice Lactancio Firmiano, en el libro y capítulo primer de La falsa religión: «Nullus enim suavior animo cibus est, quam cognitio veritatis» (No hay manjar para el ánimo más sabroso que el conocimiento de la verdad). No diré las noches que, arrobado en el deleite de las especulaciones y en la curiosidad de los libros, dejaba don Francisco de cenar, como lo hacía el gran doctor de la iglesia san Jerónimo, que para leer a Tulio ayunaba. Hasta el sueño hizo tributario y pechero a su ardiente deseo de aprender, cobrando de él muchas horas, y tal vez con apremio, para darlas al ocio literario; y, negando al publicano de la vida humana las injustas usuras que suele con violencia pedir de los menos aplicados, gastábalas liberalmente con graves autores. Me refirieron por cosa notable cuando estuve en su casa de la Torre de Juan Abad el año de 1658 —volviendo de Sevilla a esta corte con D. Francisco de Valdés y Godoy, caballero del hábito de Santiago, por su sangre y virtud muy conocido— que tenía una mesa larga que cogía el ancho de la cama, con cuatro ruedas en los pies para llegársela con facilidad, despertando la noche para estudiar, y en ella muchos libros prevenidos, y pedernal y yesca para encender la luz, pues solía tan a deshora comenzar su tarea que, por no aventurar los ratos de la noche muy acomodados para el estudio, no aguardaba que un criado le trujese recado de estudiar. Y, si alguna vez, interrompiéndole sus achaques el primer sueño, se lo suplía el cansancio con arrebatado desquite, despertaba con el sentimiento que tenía Demóstenes cuando los artífices le ganaban la madrugada.

De todo fue liberal, si no es del tiempo, gastándole por adarmes y con rigurosa cuenta en donde no hallaba conveniencia de aprender cosa nueva; y para mostrar la estimación que hacía de cosa tan preciosa, solía repetir la sentencia de Teofrasto Eresio, que sucedió a Aristóteles en la cátedra «Sumptus praetiosisimus tempus est». Siempre que residió en la corte, por que no le embarazasen los cuidados domésticos el ocio fatigoso de sus estudios, vivió las más veces en posada pública y, ofreciéndosele escribir a sus amigos, ponía en la fecha «de la tablilla», por la que suelen tener semejantes casas sobre la puerta, igualando en la elección el cuidadoso descuido del cínico Diógenes, de quien refiere Laercio que, por no aguardar las prevenciones encargadas a un amigo porque le buscase casa, escogió por su morada una tinaja que halló más a la mano. Y, como este filósofo en tan vil mesón mereció ser visitado de Alejandro Magno, así a la posada de don Francisco concurrían todos los grandes y príncipes de la corte, para quienes tenía horas señaladas, y solían acudir con tanta puntualidad, que no dejaban día en que no le viesen para gozar de su conversación tan docta y de buen gusto, y tan acomodada al genio de cada uno, que se hacía todo con todos. Estaba siempre ocupado, ya estudiando, ya comunicando sus estudios con ostentación de la viveza y prontitud de su ingenio, y nunca menos solo que cuando solo. Andando por las calles en su coche acostumbraba llevar consigo papel y tinta para apuntar lo que podía ofrecerle su continuada aplicación, que solía traerle en el interior tan elevado que, encontrando algún amigo, no reparaba a lo exterior de los cumplimientos y cortesías; lo cual en don Francisco no era falta, sino sobra de atención a cosas más altas. Sucediole un día que, saliendo de una librería, se entró en su coche mandando al cochero que andase sin decirle adónde, y,preguntándoselo a pocos pasos, como iba divertido, le respondió: «Adonde vos quisiéredes». El cochero, escarmentado de haberle muchas veces sucedido lo mismo, para advertir con donaire a su amo que no hiciera de las calles escuelas peripatéticas, llevole al lupanar que entonces había de mujeres públicas. Estando cerca, echolo de ver don Francisco y, ásperamente reprehendiéndole, le dijo que la resolución había sido como suya, pero que tuviese entendido que el coche de su ánimo y aplicación del entendimiento le tiraban cisnes y no palomas, aludiendo a que el cisne era consagrado a Apolo y la paloma a Venus, como lo nota en su mitología Natal Conde. Saliendo de la corte para ir a la Torre de Juan Abad, o a otra parte, y en todos los viajes que se le ofrecieron, llevaba un museo portátil de más de cien tomos de libros de letra menuda, que cabían todos en unas bizazas, procurando en el camino y en las paradas lograr el tiempo con la lectura de los más curiosos y apacibles. Fue tan aficionado a libros que apenas salía alguno cuando luego le compraba; y de los que se imprimían en España le tributaban sus autores con un tomo. Leíalos don Francisco no de paso, sino margenándolos con apuntar lo más notable y con añadir, donde le parecía, su censura. Juntó número de libros tan considerable, que pasaban de cinco mil cuerpos, aunque después de su muerte ni aun parecieron dos mil, por no haberle asistido persona de su confianza. Con la frecuente aplicación se hizo tan versado en los libros, que era dueño de todas las materias y con singular conocimiento de sus autores. Citando adredemente en su presencia don Juan de la Portilla Duque, a quien los doctos y España deben investigaciones recónditas de singular doctrina en honra y defensa de la santa cruz, un texto falso de Quintiliano, dijo luego don Francisco que no podía ser la sentencia ni el latín de tal autor, tan pronto estaba en todo y tan distinta noticia tenía de los libros.

Del amor de las letras se le engendró una particular estimación de los hombres doctos y profesores de cualquiera facultad, procediendo el uno del otro como efecto de su causa porque, según lo que advierte Plinio en las epístolas, no es posible que quien sigue los estudios deje de venerar los estudiosos. En esto don Francisco fue tan excelente, que, teniendo noticia de algún hombre sabio, procuraba hacérsele amigo para comunicarle y, aunque fuese a costa de su descomodidad, le buscaba, sacando de las eruditas conferencias, como el abeja de las flores, ambrosía de provechosas sentencias y néctar de varias y concluyentes razones. Proponíase imitar a los que conocía sobrepujar en alguna virtud o ciencia, y, como fue dotado de ingenio muy claro y dócil, a pocos pasos dejaba atrasado al que más se singularizaba. Tan grande deleite le ocasionaban los estudios, la lección de libros eruditos y la comunicación de palabra y por cartas con los más doctos de su tiempo, que solía decir con muchas veras que hallaba en ellos el antídoto y remedio de sus dolencias; pues, habiendo recibido una epístola de Justo Lipsio en tiempo que él estaba enfermo en Valladolid, por noviembre del año de 1605, respondiéndole con estilo muy erudito, dice que la carta de varón tan docto había sido su esculapio y que la salud que en el sobrescrito le anunciaba se la dio con efecto la lectura de sus eruditos períodos y sentencias. No parezca esto encarecimiento ni lisonja, porque ejemplos se leen más antiguos de muchos que solo con leer libros curiosos convalecieron de sus enfermedades, como de los reyes don Alonso y don Fernando de Aragón se halla registrado en las historias, pues de aquel escribe Antonio Panormita que con la lección de Q. Curcio, y de este Juan Bodino, que con la de Tito Livio, curaron sus achaques. Lo mismo sucedió a Lorenzo de Médicis, llamado el padre de las letras, con la historia del emperador Conrado Tercero. Y es la causa que, siendo el estudio medicina muy eficaz para el ánimo, según lo muestra la experiencia y lo dice Tulio, lib. De Finib., y Séneca, Epíst. 8, redundan fácilmente sus efectos en el cuerpo, como más difusamente lo he ponderado en el capítulo 6 & 3 de mi Memorial Político-Histórico y en el prólogo de la Historia y antigüedad de la ciudad de Conversano. Ni fue menor la utilidad que don Francisco repartió a sus amigos, dándoles preceptos tan saludables, que todos de su conversación salían mejorados. Alababa en grande manera la corte romana, llamándola centro de la sabiduría, porque con la estimación y premio atrae de todas partes a los hombres doctos; y a los que conocía de mucho ingenio y poca fortuna solía aconsejar se fuesen a Roma, donde desterrarían de sí la necesidad, dando a la virtud y letras casa y patria. Amparó a Miguel Kelkero con el duque de Osuna, virrey de Nápoles, solo porque de unas odas y epigramas que le escribió implorando su intercesión conoció su doctrina y mérito.

Entrar en las obras que del refinado juicio y pluma de don Francisco salieron empresa es para los Salustios, Livios, Plinios y Tácitos, pues empeñar mi corta y humilde pluma para explicar el mérito de la que supo a lo más alto con suma gloria, remontarse, fuera juntarla con la del águila, no sin el riesgo que, dice Eliano, experimentase en semejante unión. Conque es preciso dejarlo a su autor, en quien solo se hallará el desempeño de su alabanza, habiendo en cada libro que escribió, levantando para inmortalizar su nombre, un mausoleo, donde no hay período que no sea un joyel de valor inestimable, ni palabra que no sea un alma. Y, pues hablan tanto sus libros, será fuerza callar quien debe con la admiración venerarlos. Ha habido opinión de algunos que fue tanto lo que escribió, que, cotejando los sesenta y cinco años que vivió con lo que dejó escrito, así de molde como de mano, a cada día le cabe un pliego. Pero, como se ha perdido la mayor parte de sus escritos, ya ocultándolos la envidia, ya usurpándolos la malicia, parecerá encarecimiento hiperbólico a quien no tuviere noticia de sus viajes, prisiones y muerte, sin asistirle persona que le tocase. Los libros impresos han sido recibidos con tanto aplauso de todas las naciones, que algunos los han traducido en su lengua para gozar de las agudezas y sentencias engeridas en cada palabra, y muchos se han divulgado en los idiomas latino, inglés, italiano y francés. En cuanto escribió quiso singularizarse, y lo consiguió tan aventajadamente, que sigue la gloria sus libros como la sombra el cuerpo. Es excusado hacer catálogo de sus obras, pues andan entre manos de todos, y no salen del sudor continuado de las prensas tantos ejemplares cuantos gasta la curiosidad. Sin embargo, por ser deuda de este asunto no dejar cosa tocante a su estudioso desvelo, haré índice de las obras impresas y por imprimir, satisfaciendo también a las instancias de algunos que lo desean. Las que han salido de la imprenta son las siguientes: 1. La cuna y la sepultura. 2. Introducción a la vida devota. 3. De los remedios de cualquier fortuna. 4. Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo. 5. Vida de San Pablo Apóstol. 6. Compendio de la vida de Santo Tomás de Villanueva. 7. Doctrina para morir. 8. Vida de Marco Bruto. 9. Fortuna con seso, Hora de todos. 10. Memorial por el patronato de Santiago. 11. Epicteto y Focílides en español. 12. Carta de las calidades de un casamiento. 13. Carta de lo que sucedió en el viaje que el Rey nuestro Señor hizo al Andalucía. 14. Carta a Luis XIII, rey de Francia. 15. El sueño de las calaveras. 16. El mundo por de dentro. 17. Historia y vida del gran tacaño. 18. El alguacil alguacilado. 19. Las zahurdas de Plutón. 20. Visita de los chistes. 21. Casa de los locos de amor. 22. La culta latiniparla. 23. El entremetido, la dueña y el soplón. 24. Cartas del Caballero de la Tenaza. 25. Cuento de cuentos. 26. Libro de todas las cosas y otras muchas más. 27. Tira la piedra y esconde la mano. 28. El Rómulo, traducción del que escribió el marqués Virgilio Malvezzi. 29. Política de Dios y gobierno de Cristo, primera y segunda parte. 30. El Parnaso español, tomo primero que contiene las seis Musas; saldrán con toda brevedad las tres que faltan para cumplir el número de las nueve, tan hermanas de las seis impresas en el estilo y agudeza, que bien se les conoce ser parto genuino de su autor. Por timbre de esta obra va en el fin de ella la carta que don Francisco escribió a don Antonio de Mendoza, donde aconseja que el hombre sabio no debe temer la muerte. Diferentes tratados he visto en el museo de su sobrino D. Pedro Aldrete de Quevedo y Carrillo, que guarda los rasgos de la pluma de su tío con celo muy debido a la estimación que todos hacen de este varón insigne. Entre ellos está uno bien curioso, intitulado Flores de Corte, y otro de las Cosas más corrientes de Madrid y que más se usan, por alfabeto. Hay algunos que, prevenido de la muerte, no los pudo perfeccionar y, no siendo fácil imitar su estilo para cumplirlos, quedarán secuestrados en casa por no parecer en público con sayo de dos telas. Dejó de su letra una memoria de los libros y papeles que le habían ocultado; y, aunque después de su muerte se hayan hecho por su sobrino y heredero muchas diligencias, y con censuras eclesiásticas de dos paulinas para cobrarlos, quedan todavía sepultados sin haber traza de sacarlos. Y por que, si acaso con el tiempo salieren debajo de otro nombre, sepa la posteridad a quién ha de deber el aplauso, no excusaré el referirlos aquí. 1. Teatro de la historia. 2. La felicidad desdichada. 3. Consideraciones sobre el testamento nuevo y vida de Cristo. 4. Algunas epístolas y controversias de Séneca, traducidas y ponderadas. 5. Dichos y hechos del duque de Osuna en Flandes, España, Nápoles y Sicilia. 6. Algunas comedias, de las cuales dos, viviendo el autor, se representaron con el aplauso de todos. 7. Discurso acerca de las láminas del Monte Santo de Granada. 8. La isla de los Monopantos. 9. Un Tratado contra los judíos, cuando en esta corte pusieron los títulos que decían: «Viva la ley de Moisés y muera la de Cristo». 10. Traducción y comento al modo de confesar de santo Tomás. 11. Vida y martirio del padre Marcelo Mastrillo de la Compañía de Jesús. 12. Historia latina en defensa de España y a favor de la reina Madre. 13. Vida de santo Tomás de Villanueva, escrita muy por extenso, pues la que va impresa es un compendio solo, como se ha referido arriba. 14. Tratado de la inmortalidad del alma, que, habiéndole visto y alabado el padre Juan Antonio Velázquez, cuya pluma y prudencia ha dado nuevo lustre a la Compañía de Jesús, queda todavía inmortal después de perdido. 15. Diferentes papeles muy curiosos de otros autores, observados y margenados por D. Francisco.

Con muy debido aplauso recibió España todo lo que salió de la pluma de este autor, alabando sus estudios y estimando sus virtuosos empleos, sin ceder a ninguna de las naciones que se esmeraron tanto en hacer aprecio de las obras de don Francisco, a quien hasta hoy nadie ha llevado ventaja en la noticia que ostentó de todas las cosas, tan cabal que habló y escribió con suma propiedad aun en los oficios y artes más mecánicas de la república, con admiración de sus mismos profesores. Por estos respetos y por sus prendas incomparables de apacibilidad y entendimiento, tuvo la gracia de príncipes y grandes señores mucha cabida; de suerte que despertó envidia en los que al mayor cuidado de sus escritos no vían corresponder la menor parte del aura que granjeaba don Francisco a lo descuidado. No hubo señor en España que con extraordinarias demostraciones no le honrase y, aunque pudiera nombrar a muchos de los que se señalaron en estimarle, es excusado el dilatarme cuando en dos solos de los mayores de esta monarquía, como en dos polos, se volvía la gloria de este varón esclarecido. El uno fue don Pedro Girón, duque de Osuna, que, siendo virrey de Sicilia y después de Nápoles, le honró tanto, que le veneraba como un oráculo, gustando no menos de su pluma y estudios que de su grande capacidad y talento, pues se valió de él para lo más grave y más importante del gobierno de aquellos reinos y servicio del rey, como se dirá difusamente en el discurso de esta obra. Y el otro fue don Antonio Juan Luis de la Cerda, duque de Medinaceli y de Alcalá, príncipe mayor de la mayor alabanza, en quien la sangre real y la antigüedad y grandeza de su prosapia y los grandiosos estados que posee es lo menos que concurre, pues son tan singulares las prendas de su sabiduría y valor, que le llamara con mucha razón el Julio César de nuestros tiempos, si no temiera ofender con esta comparación su religión y piedad que, con ventaja bien desmedida, resplandece no solo en los estudios de teología y sagrada escritura, en que es consumadísimo como en todo género de erudición y noticias literarias, sino también en sus heroicas acciones, reguladas con prudencia y cristiandad, que es la sal de las virtudes, de que hizo glorioso alarde en el tiempo que fue virrey y capitán general en el reino de Valencia, y lo hace agora en el puesto que tan dignamente ocupa de capitán general del mar océano y costa de Andalucía. Este gran príncipe, pues, fue muy amigo de don Francisco, y le honró y estimó con muestras muy dignas de magnanimidad y letras, porque en sus mayores trabajos le ayudó, haciéndole experimentar los efectos de su benevolencia y liberalidad, obrando también para su libertad con todas veras; y lo que más sube de quilates es el haberle continuado su protección aun más allá del sepulcro, mandando salir a la luz algunas obras de este autor, y favoreciendo y amparando a los que concurren con sus nobles deseos en dilatar la fama de don Francisco, cuyos merecimientos sobresalen entre tan grandes valedores, no menos que los del poeta Ennio y de Polibio historiador entre los Scipiones.

No faltó a este varón ilustre, porque por todos lados lo fuese, la fortuna que corrieron los mayores hombres del mundo en haberse levantado contra sus escritos zoilos detractadores, que con la infeliz censura de su pluma, enlutada de envidia, hicieron sobresalir más claramente lo cándido de tan soberanos ingenios. Túvolos Homero, Virgilio, Cicerón, Marcial y otros muchos, los más esclarecidos de la antigüedad, cuya fama vuela eternizada en los libros, navegando a velas desplegadas por el vasto océano de sus alabanzas, sin poderla retardar las rémoras opuestas; antes parece debe a su envidia gran parte del aura que goza, pues, si enmudecieran los zoilos, callando los desatinos que escribieron, muchos hubieran dejado de ponderar lo eminente de sus dichos y sentencias, lo elegante de sus períodos y lo recóndito de sus agudezas, admirando los doctos aún más lo censurado que lo dejado por admirable sin censura. Atreviéronse a hacer lo mismo con don Francisco algunos críticos que, a costa de su descrédito, le acreditaron más. Su fin de ellos fue hacerse memorables, contradiciendo la doctrina de autor tan recibido, para obligarle a tomar la pluma y confutar sus razones; y, por que no lo consiguieran, no hizo caso de ellos, pues los hombres grandes no se embarazan en menudencias, como el águila que nunca se ocupa en cazar moscas, según el refrán de que hace mención Pablo Manucio: «Aquila non captat muscas»; y como el alano que pasa por medio de los gozques, que le ladran sin mirarlos y sin la venganza que pudiera fácilmente tomar, siguiendo en esto al prodigioso ingenio de España, Marcial, que, conociendo la treta de un émulo que le disfamaba por que, saliendo a la defensa, quedase por este camino su nombre ilustrado, determinó callar, dejando a que otros respondieran por él. Así lo dice en la epigrama 61 del lib. 5:

Allatres licet usque nos, & usque,
et gannitibus improbis lacessas:
certum est hanc tibi pernegare famam,
olim quam petis in meis libellis,
qualiscumque legaris ut per Orbem;
nam te cur aliquis sciat fuisse?
Ignotus pereas, miser, necesse est.
Non deerunt tamen hac in Urbe forsan
unus, vel duo, tresvè, quatuorvè,
pellem rodere qui velint caninam,
nos hac à scabie tenmus ungues.


Tradujo esta epigrama en idioma castellano el eruditísimo don Francisco López de Aguilar Coutiño, del hábito de San Juan, en esta silva:

¡Aunque más tus ladridos
atormenten mis oídos,
o, por mejor decir, tu lengua infame
me lastime o me asombre, oh can rabioso!
No vivirá tu nombre
en mis versos, ni aún para infamarte,
porque eres invidioso;
y para castigar, ¡oh maldiciente!
a tu diente mordaz, canino diente
es justo que se llame.
Al mundo importa poco que hayas sido,
importa mucho de tu lengua olvido.
A uno, dos, tres, y aun cuatro
agradarán mis versos,
y por cultos y tersos
recitarán en público teatro,
y con una y con otra dentellada
dejarán a tu piel despedazada.
Y así prudentemente me retiro
de toda detracción,
por no manchar con ella mi opinión;
y en tu maldita lengua, ¡oh can sarnoso!,
para tu alivio nunca esperes parte
en mis uñas jamás para rascarte.


Otro tanto sucedió a Morovelli, que, contradiciendo lo que había doctamente escrito don Francisco a favor del patronato de Santiago Apóstol, único patrón de España, no alcanzó el adorno que esperaba de la respuesta de don Francisco, que con su ánimo grande, desestimando la censura de sus contrarios, los castigaba con el olvido. Pero no calló su amigo Juan Pablo Mártir Rizo, que con celo muy digno de su piedad y estudios, tomando la pluma en defensa de don Francisco el año de 1628, confutó los errores del Morovelli tan doctamente que no tiene réplica. Lo que hizo D. Francisco fue escribir, en 26 de marzo del mismo año, una epístola muy elegante al Sumo Pontífice Urbano VIII suplicándole, con razones muy de su pluma, a volver por el Apóstol, cerrando con las llaves de Pedro la puerta a las calumnias y con la espada de Pablo ahuyentando a los que descaradamente impugnaban la protección de España encargada al Santo por nuestro señor Jesucristo. Muestra en ella D. Francisco grande celo y no menor erudición sacra y profana. A otros Quevedo mástiges pudiera nombrar, pero dejolos sentenciados a muerte por su mismo Tribunal, que tomó justa venganza de los acusadores, sin que para la sentencia y ejecución de ella precediera jamás diligencia del inocente condenado, dejando el suceso al escrutinio de la verdad, juez desapasionado, y a la defensa del tiempo, abogado muy elocuente que sin trampa legal descubre la falsedad de los procesos formados con pasión y envidia. Con estos valedores estuvo tan ajeno don Francisco de volver por sí que, habiendo visto el almirante de Castilla, príncipe laureado de vitorias, y otros señores de la corte, sus amigos, el libro del Tribunal, pertrechado con osadía y atrevimiento, y persuadiendo todos a don Francisco le diese el asalto con el cañón de su pluma, se excusó de la empresa diciendo: «Eso fuera, señores, ser tan ruin yo como los que le escribieron. Seguiré al Sabio que me aconseja no responder al loco según su locura, Proverb., cap. 26, vers. 4: “Ne respondeas stulto iuxta stultitiam suam, ne efficiaris ei similis”». Pareciole con razón sobrada la fuerza y las palabras contra lo que de suyo y con el silencio se iba desvaneciendo; y era bien que, llevando don Francisco el triunfo de su ingenio en lo más público del orbe, hubiese Planipedes y Momos que con libertad detuviesen el ímpetu de tanta gloria, los cuales también eran permitidos en los mayores triunfos de los romanos y se vieron en el de Julio César, de que muy difusamente he discurrido en el lib. 9 de las Animadversiones ferales, pues solían cantar versos de grande ignominia y afrenta para los triunfadores, diciendo donaires y motes muy picantes; y, para hacerlo sin recelo ni vergüenza, solían cubrirse el rostro con hojas de higuera, de cuyo nombre griego derivaron algunos el del triunfo, según lo escribe Pomponio Leto en el Compendio de la historia romana. Y a los émulos de don Francisco se le puede permitir semejante máscara, por que lleven en ella el símbolo y conocimiento de su error con el ejemplo de nuestros primeros padres, que taparon sus vergüenzas con la higuera.

Adelantó su feliz ingenio con perpetuas ansias de aprender, multiplicando los talentos recibidos sin encerrarlos en el arca de tres llaves de su ánimo, antes repartiéndolos para el aprovechamiento de todos con la variedad de libros y discursos que sacó. Y le fue tan fácil el explicar sus vivezas y conceptos, que parecía serle connatural y engerido en sus potencias lo que a costa de un estudio incansable había adquirido. Supo juntar lo especulativo con lo práctico de tal suerte, que no solo no delineó su idea cosa que su pluma no la efigiase con vivos colores, facilitando su inteligencia hasta allanar lo más alto y recóndito a la corta capacidad del más rudo, sino también se esmeró en poner por obra lo que alcanzaba con el entendimiento, ya fuese tocante a las virtudes morales, ya al conocimiento y experiencia de los secretos de naturaleza. Hizo en la medicina particular estudio, así para preservarse de los accidentes que suele traer la flaqueza humana y el común descuido, como porque juzgaba necedad fiar a la indiscreción ajena lo importante de la propria salud. Tenía grande noticia de las propiedades de las yerbas y piedras, y del uso de ellas. Y le sucedió muchas veces en la Sierra Morena, mientras con el noble ejercicio de la caza se divertía, apearse del caballo y coger algunas yerbas que conocía ser provechosas y que no se hallarían fácilmente en otra parte. Guardaba diferentes remedios hechos por su mano, como ungüentos, polvos, aceites, aguas y lamedores, que en lances repentinos y apretados, aplicándolos para sí y para otros, hicieron notable beneficio. Debe la medicina a su curiosidad la hidalguía de su ejercicio, habiéndola eximido de pactos venales a que hoy, con detrimento de su nobleza, se rinde. Pues en tiempos antiguos muchos príncipes soberanos con ocupación tan loable alcanzaron fama inmortal, entre los cuales, con admiración de las historias, sobresalen Sabor y Giges, reyes medos; Sabiel, rey de los árabes; Mitrídates, de los persas; Hermes, de los egipcios; Avicena, príncipe de Córdoba; y Mesué, nieto del rey de Damasco. Dionisio, tirano de Sicilia, alcanzó mayor gloria de la profesión de médico y cirujano que del gobierno del reino. Constantino Cuarto, llamado el Pogonato, emperador de Constantinopla, después de haber vencido a los sarracenos y árabes, entregándose a diferentes estudios, quiso saber con primor la medicina, en que también fueron versadísimos Demócrito, Platón y Aristóteles, ilustrísimos filósofos, y el Platón de los poetas, Virgilio. Pero sobre todos, el sapientísimo rey de Israel, Salomón, abrió pública escuela de esta facultad, disputando de las calidades de las plantas, yerbas, aves, cuadrúpedos y peces, enseñando el uso y remedios de todas las cosas naturales, de que largamente he discurrido en el lib. 9, cap. 8, de las Animadversiones ferales. Fue don Francisco tan inclinado a esta facultad, que aconsejaba a sus amigos la estudiasen, proponiéndoles la utilidad que traen las noticias tan necesarias para la salud. Persuadido de estas razones, el doctor don Juan Bautista Terrones, que en su juvenil edad asistió a D. Francisco desde el año de 1625 hasta el de 36, demás del cuidado que ponía en otros estudios, quiso también aprender la medicina; para cuyo efecto le envió don Francisco a la insigne Universidad de Alcalá de Henares, adelantando sus buenos deseos con suministrarle todos los medios por que los continuase con ventaja, y hoy es sujeto tan cabal que por sus letras y virtud es muy estimado.

Y, por que nada le faltase de lo que concurre a formar un varón insigne y cabal, profesó el ejercicio de las armas con grande ventaja. Jugaba la espada con tal destreza y agilidad, que, considerándolo algunos ingenios muy célebres, como en la poesía le llamaron Apolo y en la elocuencia Mercurio, así en el valor le dieron renombre de Marte. Oigámoslo de Juan Andrea de Cunzi, que así lo dijo en un soneto italiano:

Oltre, ch’ al canto ne rasembri il vero
Apollo, & al parlar figliuol di Maia,
e sai d’Orbi e di Cieli ogni lor parte;
ogni dote real di Cavaliero
eroicamente in te sua luce irraia,
onde nell’ armi ancor rasembri un Marte.


Hallose don Francisco en un concurso de los mayores señores de la corte en casa del presidente de Castilla, donde se arguyó sobre las cien conclusiones de la destreza de las armas que sacó don Luis Pacheco de Narváez, maestro que fue del rey nuestro señor en esta profesión y mayor de los reinos de España; y, después de haber discurrido algunos e impugnado las conclusiones, salió don Francisco contradiciendo la que en un género de acometimiento decía no haber reparo ni defensa; y para la prueba, convidó al maestro a que tomase con él la espada, el cual, aunque lo rehusaba alegando que la academia se había juntado para pelear con la razón y no con la espada, obligáronle, sin embargo, los señores a salir con ella, y al primer encuentro le dio don Francisco en la cabeza derribándole el sombrero. Retirose el Narváez algo enojado del suceso, y don Francisco, para sazonar la fiesta dijo: «Probó muy bien el señor D. Luis Pacheco la verdad de su conclusión, que a haber reparo en este acometimiento no le pegara yo».

Acompañó siempre el valor con suma prudencia y, sin causa muy justificada, nunca echó por el camino del rigor, mostrando aún más brío cuando menos le usaba. Por esta razón le consultaban todos los valientes en ocasión de pendencia o duelo, hallando en sus consejos piedad cristiana, con algún temperamento que proponía para la quietud y sosiego, sin llegar a derramamiento de sangre. En los casos repentinos que se le ofrecieron fue donde más lució su valor. Sucedió en esta corte que, recogiéndose una noche a su casa solo y oyendo en la calle por donde pasaba ladridos de perro con gran ruido y grita, desde lejos se previno con su espada y broquel, sin saber en qué estribaba el alboroto; y estando en postura de pelear, se le clavó en su broquel una onza que se había soltado de casa de un embajador y, no conociendo por la poca claridad que hacía quién le embestía, arrojó el broquel y a estocadas la dejó muerta, no sin admiración de los que con recato a voces seguían animal tan fiero. Y, ofreciéndosele contar el caso entre amigos, decía por chanza que a saber con quién peleaba le hubiera dado más cuidado. Bien poco había menester su valor para desempeñarse, pero, como no le desvanecían sus cosas, dejaba de exagerarlas. A su valentía debe Italia el haber conocido a varón tan célebre, y a sí mismo debe D. Francisco los singulares obsequios de honor y aclamación que por su mérito alcanzó de los mayores ingenios de ella. Estando, pues, en la iglesia de S. Martín de Madrid un jueves de la Semana Santa asistiendo a las tinieblas, y, hallándose allí de rodillas una mujer, al parecer de porte y de lindo arte, un hombre por debates que tuvo con ella, con muy poca o ninguna razón, la dio una bofetada. Sintieron todos no tanto la afrenta de una mujer honrada, cuanto el desacato al templo y al día tan santo, que debía bastar por seguro a culpas muy graves. Tomó don Francisco por su cuenta el sosegar al hombre que, llevado de ciego furor, intentaba demonstración más sangrienta contra la mujer; y, viendo que no se reportaba, le sacó fuera de la iglesia, donde, habiéndole afeado mucho el atrevimiento y desafuero, riñó con él, de que resultó dejarle tan malamente herido, que en pocas horas pagó con la muerte su osadía. De este suceso, por ser el difunto persona de porte, resolvió D. Francisco pasar a Italia, admitiendo las continuadas instancias y ofrecimientos que por parte del duque de Osuna, D. Pedro Girón, le habían hecho por que fuese por su camarada al reino de Sicilia, para cuyo gobierno le había nombrado la majestad de Felipe Tercero. Y, aunque el impulso de ausentarse, en la opinión de algunos, fue calificado por desacierto acertado en el castigo de un desatento y amparo de una desvalida, la resolución, sin embargo, que de él resultó fue de sumo gusto al duque y de gloria a don Francisco, pues la recibió tan colmada en Italia, que quedará cortísima la más explayada elocuencia que quisiere describirla.

Con la compañía de varón tan esforzado como erudito y en todas materias versadísimo, tuvo el duque de Osuna en sus gobiernos particular descanso, gozando no menos de su agradable y docta conversación que de sus consejos y expidientes muy acertados en lo más hondo de los negocios políticos; pues en cualquier cosa del real servicio, por grave que se le ofreciese, comunicándola con don Francisco, conocía la verdad de sus palabras y lo fundado de su discurso, encaminando lo más importante y secreto del gobierno con suma felicidad y gloria. Valiose de su persona para diferentes embajadas a esta corte y a la de Roma, en que dio entera cuenta de su grande capacidad, verdad y celo, adelantando en todo el servicio de la Real Corona.

El año de 1615, a fin de agosto, fue nombrado don Francisco por embajador del reino de Sicilia, llevando a la majestad de Felipe Tercero el último servicio que le había hecho, confirmando todos los donativos ordinarios y extraordinarios, y concediendo por otros nueve años más el de trecientos mil ducados con que le había servido en el Parlamento antecedente. Y, porque con estos llevaba también a su cargo otros despachos muy relevantes, escribió el duque desde Medina a don Carlos de Oria, con carta de 2 de setiembre del mismo año, por que le proveyese de alguna galera para hacer su viaje con la seguridad y ostentación debida hasta Marsella. Habiendo llegado a España y cumplido su embajada y lo demás que llevaba por su cuenta, fue servido su majestad por consulta del Consejo Supremo de Italia hacerle merced de cuatrocientos ducados al año de pensión, con decreto de 2 de marzo de 1616. En este mismo año pasó el duque de Osuna al gobierno del reino de Nápoles; y, habiendo vuelto de España don Francisco, continuó a valerse de su persona en los mayores y más dificultosos negocios de la corona. Encargole desde luego las materias de la hacienda real, no hallando sujeto de sus prendas de quien pudiese mejor fiarlas; en que se portó con tal cuidado, celo y limpieza, que descubrió muchos fraudes y benefició al real servicio en cuatrocientos mil ducados. Y lo que dio suma admiración es que, habiendo podido don Francisco, sin faltar a su oficio, aprovecharse de más de cincuenta mil ducados, pospuso su mayor interés al bien público; y por adelantar una hora el servicio de su Majestad no arrostró a ninguna conveniencia suya. Y, obligando al virrey con su proceder desasido e inflexible, cada día echaba más firmes raíces en su gracia y no daba su excelencia paso en cosa alguna sin tomar primero su parecer y consulta, con que le salía todo muy a medida de sus deseos, granjeando el aplauso de todos. Y, porque tuvo don Francisco tanta parte en las heroicas acciones del duque, diré algunas de su justicia con que se hizo universalmente formidable. En la visita de las cárceles, hallando a un preso que había veinticuatro años que lo estaba, le mandó libertar diciendo que tan larga prisión era bastante para purgar cualquier delito. A otro preso por vicio nefando le mandó quemar luego. A un letrado que había dormido el sábado con una cortesana y la misma noche la había muerto, le hizo cortar la cabeza el domingo por la mañana por que no se dilatase la justicia. A un fraile, porque mató a un caballero en la iglesia, hechas las ceremonias acostumbradas, le mandó ajusticiar, y lo mismo hizo a un clérigo por haber muerto al gobernador de Isquia, no interponiendo tiempo en la ejecución del castigo, pues era implacable perseguidor del malhechores y mortal enemigo de mentirosos. Con esta rectitud entró el duque, desterrando los excesos y delitos del reino de Nápoles; y no con menor cuidado y celo miró las cosas de fuera y materias de estado, procurando por caminos extraordinarios mejorar las conveniencias y sucesos de la monarquía, pues, viendo que la potentísima república de Venecia, confederada con el duque de Saboya, había puesto en grande aprieto al archiduque Ferdinando para divertir las fuerzas, hizo como el buen médico que, aplicando remedios llamativos, atrae el humor maligno de las partes vitales, a las exteriores y de menos peligro. Conque, armando a toda prisa una escuadra de galeones, mandó tomasen puerto en Brindis, mostrando apoderarse del mar Adriático para dar cuidado a los venecianos, que, por más de mil y docientos años a esta parte, son señores de aquel mar, cuyo dominio establecieron con batallas navales y con la vitoria que tuvieron de Otón, hijo de Fadrique emperador; por lo cual el sumo pontífice Alejandro Tercero, según refieren algunos historiadores, celebró con asistencia de embajadores de muchos reyes el desposorio de aquel mar, que todos los años se renueva con grande solemnidad en la ascensión de nuestro redentor, saliendo a esta función el duce con el senado y toda la nobleza sobre el vistosísimo Bucentoro; y les fue confirmado en el concilio de León, en la determinación de unas diferencias que hubo entre venecianos y anconitanos. A esta tan larga y pacífica posesión se opuso el duque solo para distraer las armas que había puesto en Alemania; y, apoyando su resolución con razones y pretextos, determinó enviar a España a don Francisco para que informase a su majestad de este intento, disimulándole con la ocasión de llevar un donativo considerable que, por su maña y disposición, le había hecho el reino. Y antes de hacer esta jornada le despachó para Roma, a la santidad de Paulo Quinto, con cartas de creencia para tratarlo con todo secreto; y para seguridad y comodidad de su viaje le acompañó con muy honorífica patente, fecha en Nápoles a 12 de abril de 1617, ordenando y mandando a los gobernadores, síndicos, electos y demás oficiales de las ciudades, tierras y lugares del reino por donde había de pasar que, así a la ida como a la vuelta, le recibiesen y acogiesen, suministrando a su persona y acompañamiento todo lo necesario y lo que pidiere, sin réplica ni dilación, como si fuera el mismo virrey. A su santidad escribió que le enviaba a don Francisco para representarle el cuidado que tenía de sustentar la obediencia debida a la Santa Sede, en lo que el cardenal Borja le había hecho avisar, insinuándole la buena correspondencia que deseaba hubiese de aquel reino con el estado eclesiástico; y que, si alguna cosa se le ofreciese que advertir, la comunicase a don Francisco, persona de suma satisfación y confianza, así en lo tocante a su gobierno como en las demás cosas de la monarquía de España, para donde partiría con toda brevedad a dar cuenta a su majestad del estado e intereses del reino. Hizo esta función don Francisco con grande lucimiento y propuso a su santidad, con su acostumbrada prudencia, todo lo que le había encargado el duque, a quien llevó la respuesta del tenor que se sigue, en la cual su beatitud se remite a D. Francisco, sin hablar en las materias que había tratado por ser muy graves y peligrosas:

Dilecto filio, nobili viro, Duci Osunae, regni Neapolis

Proregi.

PAULUS PAPA QUINTUS

Dilecte fili, nobilis vir, salutem, & apostolican bendictionem.

Rendiamo molte gratie a V. Exc. de quanto si è compiaciuta di ordinare alli suoi Ministri per servitio di questa Santa Sede, & suo Stato, come abbiamo visto dalle copie delle lettere, che V.E., ci hà mandate, rellegrandoci fra tanto, [71] che il signor Don Pietro suo figlio cominci a travagliare in servizio di sua Maestà. Habbiamo inteso con nostro molto gusto quanto Don Francisco di Quevedo ci ha rappresentato in nome di V.E. & havendoli risposto quanto si occorreva, non ci resta, se non di rimetterci à lui lui medesimo & lodare & commendar molto il desiderio & pensiero che V.E. tiene della buona corrispondenza di cotesto regno, con lo Stato Ecclesiastico, & di sostentare in tutte l’ocasioni l’ubbidienza che si debe alla Santa Sede Apostolica, in che riconoscemo la sua pietà, & zelo. Et per fine di nuovo con tutto l’animo la benediciamo. Dat. in Roma nel nostro Palazzo Apostolico, li 19 de Aprile 1617.

Volviendo don Francisco de Roma, no tardó el duque en encaminarle a España para los negocios apuntados, que, por ser de la calidad referida, no consentían dilación; y, llevando juntamente a su majestad el donativo, la ciudad y reino de Nápoles le nombró por su embajador, por que en su nombre le suplicase algunas gracias. Partió en 28 de mayo del mismo año de 1617 con seis falucas armadas; y, prosiguiendo su viaje, fue avisado por correo, despachado a toda diligencia desde Marsella, con carta del capitán Vinciguerra de 4 de julio de aquel año, en que le decía que, tres días después de haber salido de aquella ciudad, le habían dado noticia muy cierta que habían partido de Niza seis caballeros, con su retrato y señas, para matarle, juzgando que desembarcaría en aquel puerto para ir por tierra. Otro tal aviso escribió este capitán al duque de Alburquerque, entonces gobernador y capitán general en Cataluña, el cual, llegando don Francisco a Barcelona, porque no le sucediese algún desmán, le convoyó con una tropa de caballos hasta Fraga de Aragón, sin que, en tantos sobresaltos de peligros y asechanzas, le viesen amilanarse, antes con mayor ánimo y coraje, con que llegó felizmente a la corte y cumplió con suma agilidad todo lo que se le había encargado, dejando a los ministros reales muy satisfechos de su capacidad y prudencia. Habíale dado el virrey un despacho para su majestad, en que le hacía relación de lo bien que don Francisco le había servido en poner cobro a la Real Hacienda, en la conformidad que arriba se ha tocado, diciéndole, en carta de 27 de mayo de 1617, que había hecho oficio de racional, de presidente, de contador y de carcelero. Y, suplicando a su majestad que no le detuviese por la falta que hacía su persona para el acierto de aquel gobierno, antes le despachase con toda brevedad y con mercedes correspondientes a su mérito, añade en su abono las palabras siguientes: «Suplico a V.M. mande que con toda brevedad se despache don Francisco de Quevedo, pues hasta su vuelta lo más que puedo hacer es ir suspendiendo estos negocios, por la falta que tengo de persona de quien fiallos y ser ellos de calidad, que muchos que hasta ahora habrán vivido muy bien corren peligro en dejarse llevar de tanto dinero como ofrecen los que querrían rescatar lo más que pudiesen; pues es de suerte que sé cierto que, aun sin hacer cosa mal hecha, tuviera hoy don Francisco de Quevedo cincuenta mil ducados con que me hubiera propuesto disimulación o flojedad. Vuestra majestad debe hacelle merced, pues cualquiera que se le haga no trato de que la merece, sino del beneficio que resalta al servicio de V.M. y a su real patrimonio; pues, si los que sirven con fidelidad y limpieza no son premiados, pocos se hallarán que no quieran hacer hacienda y comodidad de las cosas que se les encargare y ahorrar enemigos, pesadumbre y trabajo, pues lo uno es muy fácil y lo otro muy dificultoso. Yo estimaré en lo que es justo que los que debajo de mi mano sirven a V.M. vea el mundo que yo les ayudo y V.M. les premia».

Hasta aquí el duque, cuya atestación dio nuevos realces a la opinión que el rey y los ministros tenían de las finezas, cuidado y celo de don Francisco. Y porque, para estimarle su majestad servicios tan señalados con premio igual al mérito, no daba lugar la brevedad con que el virrey pedía le despachase, por la falta que hacía con la ausencia a las materias más graves de aquel gobierno, fue preciso remitirlo al mismo, encargándole tuviese particular cuenta de hacer merced a don Francisco, a quien mandó que sin dilación volviese a Nápoles, como parece por carta que escribió al duque por el Consejo de Estado, cuyo traslado es el siguiente:

EL REY

Ilustre duque de Osuna, primo, mi virrey, lugarteniente y capitán general del reino de Nápoles, he visto lo que me escribisteis en 27 de mayo acerca del trabajo y desvelo con que don Francisco de Quevedo anduvo en el descubrimiento de los fraudes que ahí se hallaron en la hacienda de mi real patrimonio, y la limpieza y cuidado con que ha procedido, así en esto como en todo lo demás que le habéis encomendado, de que me tengo por servido. Y, pues decís que su asistencia ahí será de provecho, le emplearéis y favoreceréis en todo lo que se ofreciere de su comodidad y acrecentamiento, teniéndole por muy encomendado para esto en todas las ocasiones de mi servicio, que yo holgaré de todo lo que por él hiciéredes. De San Lorenzo, a 28 de julio de 1618.

Yo, el rey.

Antonio de Aróstegui.

Tornando al reino de Nápoles, don Francisco continuó a servir a su majestad así en lo perteneciente al Real Patrimonio como en lo más importante y grave de los negocios de estado, que solo de su capacidad los fiaba el duque, el cual, en ejecución de lo que el rey le había mandado en la carta referida, procuró por todos medios adelantar y honrar a sujeto de tan singulares prendas, que por su virtud, valor y celo tuvo bien merecida cualquiera merced. Ni por esto dejó su majestad de mostrar la estimación que hacía de su persona y servicios, pues le honró con el hábito de Santiago, que después de las pruebas acostumbradas, que con mucha brevedad se hicieron, se le puso; y en Nápoles fue recibido con grande solemnidad y aplauso, concurriendo todos los títulos y nobleza a darle el parabién, cuyo lucimiento y común regocijo celebró con versos líricos Carlos de Eybersbach, alemán de Sajonia, en una oda muy docta.

Subió a tan alto grado de estima en Italia, que le buscaban los mayores ingenios de ella para comunicarle sus estudios y aprender de su erudita conversación. Innumerables fueron los que emplearon su pluma en alabarle y, aunque se remontaron a lo más alto de la opinión humana, quedaron bien cortos a sus grandes méritos. En Sicilia fue estimadísimo del cardenal Juanetín Doria, arzobispo de Palermo, príncipe muy discreto y de grande virtud. Estrechó particular amistad con don Mariano Valguarnera, intrínseco amigo de Urbano VIII y varón ilustre, el cual, a instancia de don Francisco, tradujo del idioma griego en el italiano las odas de Anacreonte, que las guarda en su museo monseñor don Martín Lafarina de Madrigal, referendario de entrambas signaturas, abad prelado de santa Lucía y capellán mayor de aquel reino, por la nobleza de la sangre y por las letras griegas y latinas, así en prosa como en verso, y noticia de varias lenguas de los más esclarecidos sujetos de este siglo, el cual también tuvo con don Francisco tanta familiaridad en esta corte, que muy frecuentemente se visitaban los dos para conferir sus estudios, como bien se conoce por la honorífica mención que de él hizo en la vida de Marco Bruto, cuya medalla de plata le había dado entonces el abad, donde dice estas palabras: «Esta moneda preciosísima por su antigüedad me dio el abad D. Martín Lafarina de Madrigal, capellán de honor de su Majestad, nobilísimo caballero siciliano. Esto debe a sus ilustres ascendientes; lo que le debemos los que en España le comunicamos son estudios muy felices, con verdadero conocimiento y uso provechoso de las lenguas griega y latina, de que sus obras detenidas en su modestia serán más venerable testimonio». He querido poner aquí este encomio con que honró don Francisco a su amigo por haberle borrado la envidia o el descuido en las impresiones póstumas que se han hecho del Marco Bruto. Y, lo que es más intolerable, no ha faltado Aristarco que ha osado poner la pluma en las demás obras de este autor tan aplaudido, añadiendo o quitando lo que su mal fundado juicio parecía; siendo así que un descuido de la tinta de don Francisco de Quevedo, cuando le hubiera, prefiere a lo más discurrido de estos carcomas de libros que, llenos de su opinión, están huecos de lo más estimable y sólido de la sabiduría. Dejo los que, para derribarle de lo alto de la opinión en que estaba, le prohijaron muchas obras odiosas y algunas indecentes, pero quien las cotejare con la modestia y atención de don Francisco conocerá que no son hijas de su ingenio, como del águila refiere Eliano que, oponiendo a los rayos solares sus pollos, hace experiencia si son suyos. En Nápoles fue tan asistido de los hombres de letras, que no parecía merecer nombre de entendido quien no se calificaba con la amistad y aprobación de don Francisco, en quien todos fijaban los ojos admirando su prodigioso ingenio; y tributaban a su fama aun los indoctos, señalándole con el dedo siempre que le encontraban, gloria muy parecida a la que en Roma alcanzaron Horacio y Marcial, a envidia de sus émulos, como lo dejaron escrito en sus obras y lo observa Adrián Behocio en el lib. 2 de los Apoforet y no menor de la que tuvieron Plinio el Mozo y Cornelio Tácito, que eran con admiración señalados por su fama y estudios, según lo refiere el mismo Plinio, lib. 9, epíst. 23.

Fue tan general el aplauso que los napolitanos hicieron a varón tan excelso y tan frecuentes las alabanzas con que los más eruditos celebraron su mérito, que no es posible registrarlas aquí sin hacer un gran volumen, con que determino dejar tan dilatado asunto a la veneración del silencio, abatiendo las velas de estos pliegos al templo de su honor, como lo hizo D. Jerónimo Rivera, de los más antiguos y estrechos amigos que tuvo en aquel reino, con este soneto toscano:

Mentre spiego, novello Icaro audace,
Al ciel de le tue lodi illustri il volo,
Il temerario ardir tra scorno e duolo, [81]
Al insoffribil peso ecco soggiace;

Ahi, che pensar dovea, quando il vivace
Raggio del tuo splendor, ch’ ammiro e colo,
Mirai, che ne reporto il salto solo
Del mio folle pensier segno verace.

Francesco, hor che m’aveggio, ch’a la vera
Meta del tuo gran merto e del valore
Altri giunger non può che Aquila altera.

S’altro non posso, al tempio del tuo honore
Humil m’inchino, e con la fe sincera
Con silentio t’adoro, et offro il core.


Y no solo la madre de ingenios, Parténope, sino toda la Italia fue teatro de aclamaciones a su nombre; y los que no le alcanzaron, absortos en la admiración de sus obras, con extraordinarios títulos le honraron. No haré catálogo de sus elogios, solo pondré uno en que se cifran los demás y digno de todo aprecio, por ser de la docta pluma de D. Juan Perelio, nobilísimo caballero trasilicano, secretario y residente del duque de Módena en esta corte, que en el Musagete, donde describe las vidas de todos los poetas que ha habido desde el principio del mundo hasta nuestros tiempos, obra muy digna y de muchas noticias, alaba a don Francisco llamándole Sol entre los demás escritores, porque, como el sol es príncipe de los planetas y entre los faroles del cielo con tanta ventaja y solo resplandece (de donde dice Cicerón y Lactancio que se derivó el nombre de sol), así don Francisco en el ingenio y en la pluma no tuvo competidor:

Quevedo è un Sole ed è sua penna un raggio
Ch’ombre di sogni, horror d’abissi indora;
Splende ove fere e dove splende un maggio
Di pindarici fior sparge e colora.
Ne le carte e ne marmi eterna il saggio
Di sue postume glorie, i dì tal hora;
Scrive Quevedo, e l’immortali e belle,
Perch’ è sol, note sue son le stelle.


Parece haber concurrido en este encarecimiento, pero bien debido, con el muy erudito Vicente Mariner, que, habiendo traducido de griego en latín el Panegírico que Juliano emperador hizo al sol y dedicándole, como se ha referido, a don Francisco, le dice que no debía sacar sino debajo de su patrocinio obra tan singular, así por el objeto que es el sol, como por el autor, que fue un príncipe de todo el imperio romano; pues en la dilatada monarquía española, por la excelencia del ingenio y letras, por la grandeza de la fama y nobleza de la sangre, tenía don Francisco entre los primeros el primer lugar, en quien obra por tan altos respetos admirable hallaría, como en su centro, adecuado descanso. Son sus palabras:

«audax equidem hoc munus tibi sacrare studui, non autem impudens, non improbus, non temerarius mentis meae tenuitatem, tibi tanto viro manifestarem; nam cum plane existimem id, quod in tota mundi machina praecipuum est, nempe solem, & ab totius Imperii Principe laudatum, ad te, qui in Hispano Orbe & ingenii,& litterarum praestantia, & famae magnitudine & sanguinis nobilitate, primas tenes partes, emitere nihil plane me arbitror efficere absurdum, nihil non nimirum rationi consentaneum, cum tantum, & tam eximium opus in te similen sibi habeat locum, aequalem nanciscatur sedem, & debitum, paremque suscipiat terminum.

Con la Italia concurrieron en admirar el alto ingenio de don Francisco todas las demás naciones del orbe erudito, por donde corría su fama tan explayada con las obras que divulgó, que todos los que en su tiempo vinieron a España, temiendo ser tachados de pereza y descuido culpable si volvieran a sus tierras sin haber visto a don Francisco, procuraron por todos medios el buscarle y comunicarle; y algunos se llegaron hasta Villanueva de los Infantes, donde estaba, solo para verle, juzgando la mayor maravilla, de las muchas que hay en España, conocer de vista a quien tanto se dio a conocer por sus escritos. Así lo hicieron en tiempos pasados los aficionados a las letras y estudios, peregrinando por mares y provincias extrañas para ver y tratar con hombres ilustres, como lo dice S. Jerónimo en la epístola a Paulino con estas palabras: «Legimus in veteribus historiis, quosdam lustrasse provincias, novos adisse populos, maria transisse: ut eos quos ex libris noverant, coram quoque viderent». Y la causa de esta curiosidad parece que, aun del breve rato que se comunica un varón célebre, se saca siempre algún provecho notando sus sentencias y palabras; como sucedía a los que visitaban a don Francisco, cuya vista solo se podía estimar por singular beneficio, según la ponderación del doctísimo Plinio que, hablando de Cornelio Minuciano en el lib. 7, epíst. 22, dice: «Accepisse te beneficium credes, quum propius inspexeris hominem, omnibus honoribus, omnibus titulis (nihil volo elatius de modestissimo viro dicere) parem». Pitágoras y Platón fueron buscando por diferentes y muy apartadas provincias y reinos a los hombres esclarecidos de su tiempo. Aquel pasó a la ciudad de Menfi, para oír los vates egipcios y observar sus arcanos, y luego a la Persia para aprender de los magos; y después a la isla de Candia para ver a Epiménides. Y Platón, llevado del mismo fin, habiendo visitado en la ciudad de Megara a Euclides y en la de Taranto a Architas, insignes filósofos y matemáticos, se fue a ver y oír a los sabios de Egipto, e hizo otros viajes tan peligrosos que le cautivaron los cosarios y vendieron. Ni menos memorables quedaron aquellos nobles españoles y franceses que fueron hasta Roma para ver a Tito Livio, admirando san Jerónimo, en el lugar citado, que no les tirase tanto la grandeza romana como la elocuencia y fama de un hombre solo, y que en Roma buscasen cosa que no fuese Roma: «Ad Titum Livium —dice el santo— lacteo eloquentiae fonte manamtem de ultimis Hispaniae, Galliarumque finibus quosdam venisse nobiles legimus; & quos ad contemplationem sui Roma non traxerat, unius hominis fama perduxit. Habuit illa aetas inauditum omnibus seculis, celebrandumque miraculum, ut tantam urbem ingressi, aliud extra urbem quarerent». Y lo que parece más digno de reparo es lo que refiere Plinio en el libro 2, epíst. 3, que el español que fue de Cádiz, así como vio a Tito Livio, juzgando no poder haber cosa que más digna fuese de admiración, se volvió luego sin detenerse en ver Roma y sus grandezas. Y, volviendo a don Francisco, no solamente los extranjeros con deseos le buscaban y comunicaban con admiración, sino también los mismos españoles, entre los cuales fue siempre venerado como ingenio peregrino. Y aunque las plantas no son estimadas en donde nacen, en don Francisco se vieron efectos contrarios, porque fue raro en lo abundante y abundante en lo raro. Estando en Villanueva de los Infantes, deseó grandemente una monja comunicarle, llevada de la grande opinión que cada día con nuevos realces divulgaba la fama de este varón insigne; y, habiendo conseguido el intento, en la conversación habló tanto la religiosa, que don Francisco estuvo siempre callando y oyéndola discurrir hasta que, cansada, por no tener más que decir, y extrañando el silencio exclamó diciendo: «¿A este me alabaron tanto?» Entonces, con su natural prontitud, don Francisco respondió: «Señora mía, no acostumbro a trocar mis escudos por chanflones», dando a entender que no había hablado nada de provecho y que no quería abrir su tesoro donde corría moneda tan desigual.

Ni tan solamente lució D. Francisco con los brillantes rayos de su ingenio y con los señalados servicios que hizo a la corona real, sino también con su magnanimidad y constancia en muchas y muy peligrosas borrascas que pasó, habiendo en los nueve años que estuvo en Italia granjeado muchos enemigos, así en el descubrimiento de los fraudes hechos al real patrimonio como en las cosas de Venecia y Saboya, en cuyos tratados hizo, con gran riesgo de su vida, siete viajes por mar y tierra a toda diligencia; y estuvo preso en tres plazas de herejes en Francia cuando los movimientos del príncipe de Condé. Y después, habiéndole seguido para matarle, por orden de los enemigos de la monarquía de España, seis caballeros franceses desde Marsella a Barcelona, de que tuvo aviso para cautelarse como se ha referido arriba. Y, habiendo ido don Francisco a Venecia con Jaques Pierres y otro caballero español jenízaro a hacer una diligencia de grande riesgo, tuvo dicha de poderse retirar sin daño de su persona y, en hábito de pobre, todo andrajoso, se escapó de dos hombres que le siguieron para matarle, los cuales, aunque estuvieron con él, supo encubrirse con tal arte que no fue conocido, cayendo la desdicha sobre los dos compañeros, que quedaron presos y, después, por mano del verdugo fueron ajusticiados. Y siempre que entre amigos hizo memoria de este suceso usaba de tal prudencia, que lo más que se le oía decir era motejar a los que le buscaron de descuidados; y, ofreciéndosele tratar en sus obras de los que contra su vida conspiraron, los honró tanto, que perecía haber recibido de ellos algún beneficio, efectos muy proprios de su ánimo grande, que no consentía señal ni memoria de ofensa en su noble corazón; y supo llevar con grande igualdad todos sus trabajos, peligros, prisiones, enfermedades y pérdidas de hacienda. Pues, como en la caída de los colosos quedan siempre oprimidos los que a su sombra se abrigan, así la borrasca del duque de Osuna, que sucedió el año de 1620, tocó algo a don Francisco, corriendo, por allegado suyo, la mesma fortuna que los demás ministros que le asistieron en los sucesos de Nápoles. Nunca los grandes tropiezan sin que, para la averiguación de sus causas, queden atropellados también los inocentes, y para hacerse uno odioso basta serlo el amigo, cuyos ejemplos a cada paso se encuentran en las historias. Cuán sospechosos fueron los amigos de Sejano a Tiberio, los de Antonino Geta a su hermano Antonino Caracalo, y los de Alejandro Severo a Maximino Senior testifícalo el trágico fin que tuvieron, como lo escriben Tácito, Sparciano y Capitolino. Pero la fuerza de la inocencia, que dio aliento a don Francisco para las vejaciones que padeció, le sacó también libre de ellas, saliendo tan refinado y resplandeciente como el oro del crisol, según lo que nos advierte el Eclesiástico en el cap. 2: «In dolore sustine et in humilitate tua patientiam habe: quoniam in igne probatur aurum et argentum, homines vero receptibiles in camino humiliationis». Estuvo preso en la Villa de la Torre de Juan Abad tres años y medio, pasando grandes incomodidades, si bien las daba por bien empleadas, padeciendo con mucho gusto por amigo y príncipe que le había estimado sobre todos los que conoció y le había dado ocasiones de hacer a su majestad servicios muy relevantes; por cuya causa, siempre que se le ofreció tratar del duque, encarecía su virtud y grandeza con los mayores elogios que son decibles, como se ve por las tres inscripciones sepulcrales que le hizo en la Musa III de su Parnaso, donde hace compendio de sus glorias y hazañas con estilo alto y elegante. Tuvo en tiempo de su prisión unas tercianas que le ataron al cepo de la cama, y pasó en la cura mayor peligro del que podía traerle el mal, porque, por falta de médicos y botica y por una sangría que le hizo un barbero gañán de aquel lugar, se vio tan mal parado, que, escribiendo al presidente de Castilla el miserable estado en que se hallaba y ponderando la imposibilidad de medios que allí había para cobrar la salud, le dice en la carta «haber visto a muchos condenados a muerte, pero a ninguno condenado a que se muera». De esto resultó que los señores de la Junta, por abril del año de 1622, le dieron licencia para irse a curar a Villanueva de los Infantes, lugar muy noble y poblado y abundante de todo lo necesario para sanos y enfermos. Aquí se rehízo don Francisco en pocos días con el regalo de la tierra y asistencia de buenos médicos; y luego, por diciembre del mismo año, le mandaron ir libre por donde quisiese, con calidad que no entrase en la corte ni se llegase a ella por diez leguas a la redonda, so las penas que se le pusieron para guardar la carcelería en la Villa de la Torre. Por marzo, después del año siguiente, le concedieron licencia de entrar en la corte, dándole por libre sin habérsele hallado ni hecho cargo alguno. Y, porque había gastado en la prisión y guardas cantidad de hacienda considerable, sin habérsele dado satisfación, suplicó a su majestad con un memorial que los cuatrocientos escudos de pensión de que le tenía hecha merced siete años antes, que fue por marzo de 1616, se le situasen en Milán, Nápoles o Sicilia, o bien se le diese recompensa en algún presidio de España o con alguna encomienda en su Orden. Y, no habiendo esto llegado a efecto, pasó don Francisco siempre con harta descomodidad, compañera tan individua de las buenas letras que profesaba, que apenas ha habido hombre docto a quien no hayan faltado los bienes de fortuna al paso que le han sobrado los del ánimo. Muy breves treguas hacían con D. Francisco las adversidades, y muy cortos eran los períodos de la bonanza, pues, alborotándose de nuevo las olas de la emulación, le ponían nuevos cuidados. El año de 1628 padeció otra borrasca de seis meses, habiéndole su majestad mandado salir de la corte. Estuvo en la Torre de Juan Abad hasta fin de aquel año, que fue cuando tuvo licencia de volver, como parece por la que le escribió el cardenal de Trejo Paniagua, presidente del Consejo: «Su majestad, Dios le guarde, ha dado licencia a V.M. para que pueda entrar en la corte; en llegando a ella importa que me vea V.M. luego, cuya persona guarde nuestro Señor. Madrid, 29 de diciembre 1628. El cardenal de Trejo». Cesaron por entonces las borrascas, y, aferrando puerto en la corte, continuó su asistencia con aplauso de todos y con muy vivas demostraciones de su ingenio y pluma; de las cuales movido su majestad y juntamente atendiendo sus servicios, fidelidad y otras buenas calidades, le honró con el título de su secretario a 17 de marzo del año de 1632. Y pudo tan poco con don Francisco el apetito de gloria, que no fue bastante para distraerle de la aplicación a sus estudios, prefiriendo a los puestos más altos el moderado lucimiento de una vida filosófica, pues, habiéndole hecho repetidas instancias el conde-duque para que entrase en el despacho de los negocios y papeles más importantes de la monarquía, siempre se excusó y retiró, conociendo muy bien el desasosiego que traen consigo semejantes materias por la experiencia que adquirió en Italia con el manejo de las cosas muy graves del gobierno. Esta razón también le movió a no acetar otros puestos que le ofrecieron, y particularmente la embajada a la República de Génova, a quien su majestad tenía ya resuelto de enviarle. Y, aunque ninguna conveniencia sacó del haberse eximido de las ocupaciones de palacio y de la embajada, quedó, sin embargo, más contento y más libre para cultivar su ingenio, viviendo tan desengañado entre el bullicio de la corte y sus pocas medras, que siempre mostró un ardiente deseo de recogerse adonde nadie le estorbase su inclinación a las letras, en cuya ocasión compuso aquel soneto tan elegante, imitando a Juvenal, que en la sátira 3 alabó a Umbricio por haber determinado dejar la corte romana y retirarse a la ciudad de Cumas:

Quiero dar un vecino a la Sibila
y retirar mi desengaño a Cumas,
donde en traje de nieve con espumas,
líquido fuego oculto mar destila.

El son de la tijera que se afila,
oyen alegres mis desdichas sumas;
corta a su vuelo la ambición las plumas,
pues ya la parca corta lo que hila.

Fui malo por medrar, fui castigado
de los buenos; fui bueno, fui oprimido
de los malos, y preso y desterrado.

Contra mí solo atento el mundo ha sido;
y pues solo fue inútil mi pecado,
cual si fuera virtud, padezca olvido.


Desembarazado ya don Francisco de todo lo que podía inquietarle, y arrimando las esperanzas que le prometían las ocupaciones ofrecidas, puso su mayor cuidado en las riquezas del ánimo y en las virtudes morales, ilustrando el entendimiento y la voluntad con discursos muy doctos y obras de cristiana piedad. Frecuentaba las iglesias con mucha devoción, asistiendo todos los días a los santos sacrificios con tal compostura y silencio, que jamás le vieron divertir la atención con otro cualquiera, aunque fuese de los mayores por sangre o dignidad, pues en lo que obraba estaba todo, ya fuese aplicando al espíritu, ya a los estudios, procurando siempre que lo exterior sirviese al interior y más perfecto. Y solía decir que, como no es cortesanía, hablando con el rey de la tierra, interrumpir el discurso para trabarle con otro, aunque gran señor, así en la presencia del rey de los cielos, en la aplicación espiritual es falta de fe volver la atención a las criaturas y divertirse en cumplimientos u otras exterioridades. En las cuaresmas procuraba oír al predicador que movía la voluntad, por cuya causa quien más le atraía era el doctísimo padre Agustín de Castro de la Compañía de Jesús, predicador de su majestad, de manera que, en sabiendo que predicaba en alguna iglesia, aunque fuese muy apartada de su casa, nunca perdía la ocasión por el aprovechamiento que sacaba de sus sermones; y tenía encargado al doctor don Juan Bautista Terrones que procurase saber cuándo el padre predicaba y se lo avisase con tiempo, y sus amigos no podían hacerle mayor gusto como darle un tal aviso.

Fue don Francisco sumamente devoto de nuestra señora la Virgen María, y en particular de su Inmaculada Concepción, de tal suerte que nunca consentía que en su presencia se atreviese nadie a insinuar el sentir contrario, pues volvía tan intrépido por la inmunidad original de la Madre de Dios que le parecían pocas mil vidas, si las tuviera, para sacrificarlas en su defensa. Y mostró siempre tal afecto y piedad a este soberano misterio como pudiera agora que le tenemos más asegurado con la bula de nuestro santísimo padre Alejandro Séptimo, soliendo repetir muchas veces que todo lo que Dios pudo lo hizo por su madre; y, para imprimir esta verdad en los corazones humanos, la dejó expresada en estos versos con la comparación del mar bermejo, que, por no haber aún salido a la luz, me ha parecido ponerlos aquí:

Hoy por el mar bermejo del pecado,
que en los vados cerúleos espumosos
sepultó sin piedad los poderosos
ejércitos del príncipe obstinado,

pasa, Virgen, exento y respetado
vuestro ser de los golfos procelosos,
así por los decretos misteriosos
en vuestra Concepción fue decretado.

Quien puede y quiere, con razón colijo,
hará cuanto a su mano se concede,
y más que hizo él solo con lo que dijo.

Y, pues naciendo en vos, de vos procede,
¿quién dirá que no quiere, siendo Hijo?
¿Quién negará que, siendo Dios, no puede?


Vivió siempre muy apartado de todo género de lisonja y fue tan amigo de la verdad, que, poniéndose a su lado en ocasiones de mucho riesgo, padeció muy graves persecuciones. Jamás salió de su boca palabra que no tuviese raíces en el corazón, y solía decir que «lo que más sentía era el haber ocasiones precisas de fingir», según la máxima de Luis XI, rey de Francia, que decía no saber reinar quien no sabía disimular; pero la de don Francisco es muy conforme a la del santísimo pontífice Pío V, que afeaba mucho el hablar fingidamente, así en los hombres de baja esfera como en los grandes y príncipes. Tuvo grande aborrecimiento al ocio, llamándole «polilla de las virtudes y feria de todos los vicios»; y no solo le cerró la puerta de su casa, sino también procuró desterrarle de la ajena; pues, siendo grande amigo de un canónigo de la Santa Iglesia de Toledo, y entreteniéndose muy a menudo en su casa con eruditas conferencias, vio que tenía una ama ociosa que no se ocupaba en lo que las demás mujeres, hilando o cosiendo, antes estaba mano sobre mano; pasando algunos días, don Francisco —que aun para amonestar a sus amigos tenía mucha gracia— envió al canónigo un presente de lino, mandando al criado que lo llevaba le dijese de su parte que, para desterrar la ociosidad de aquella criada, le servía con aquel regalo. Hacía burla y escarnio de los linajudos y, hablando de uno que fingía revelaciones del Cielo en abono de su calidad y entendimiento, infería que los tocados de esta vanidad paran en embusteros o se hacen ridículos, dando ocasión a que les murmuren su calidad esforzada con afeite de mentiras. Por esta razón en su Parnaso aconseja a un amigo que estaba en buena posesión de nobleza no trate de calificarse, por que no le descubran lo que no se sabe. Oigamos sus versos:

Solar y ejecutoria de tu abuelo,
es la ignorada antigüedad sin dolo;
no escudriñes al tiempo el protocolo
ni corras al silencio antiguo el velo.

Estudia en el osar de este mozuelo,
descaminado escándalo del Polo,
para probar que descendió de Apolo,
probó, cayendo, descender del cielo.

No revuelvas los huesos sepultados,
que hallarás más gusano que blasones
en testigos de nuevo examinados;

que de multiplicar informaciones
puedes temer multiplicar quemados,
y con las mismas pruebas, Faetones.


Tuvo suma apacibilidad y gracia natural en todo lo que decía y obraba, con que ganó las voluntades de todos, y en sus trabajos no hubo quien no se compadeciese de él, juzgando le atajarían la vena y gusto de escribir; pero don Francisco, disimulándolos con la chanza, parecía era quien menos los sentía, y siempre continuó a hacer burla de todos los acontecimientos de la vida, como se ve claramente por los libros que sacó de muy buen gusto y de grande amenidad y agudeza, en que muchos en sus mayores adversidades y tristezas hallan descanso y divertimiento; y, aunque algunos hayan procurado con estudio imitarlos, les ha faltado la sal y la gracia que naturaleza dio tan liberalmente a don Francisco, que parece no haberle quedado para otros. Sin embargo, referiré un hecho donoso de un monje bernardo, conventual de Galicia, que, habiendo visto las cartas de El caballero de la Tenaza, pareciéndole agudísimas, escribió a D. Francisco una con dos reales de porte en que le decía: «He leído con atención las cartas que V.M. ha compuesto del Caballero de la Tenaza y las muchas razones y diferentes medios que propone para que los hombres se libren de las envestiduras de las mujeres; pero no he hallado ninguno por donde V.M. se libre de pagar esos dos reales de porte. Guarde Dios a V.M.». Recibió don Francisco esta carta y celebró tanto el buen humor del religioso, que, deseando comunicarle, se interpuso con el superior por que le diese licencia de venir al convento de Madrid; y, habiéndolo conseguido, fueron grandes amigos, pues hizo siempre estimación de los ingenios amenos y facetos, prefiriendo en todo el jovial al saturnino. No desdicen a la gravedad los chistes ni el gracejo, antes son ornamento de un hombre docto y elocuente. Así lo confirma con su autoridad el príncipe de los latinos Cicerón, que en el libro segundo Del orador dice que es su oficio mover la risa, porque la alegría granjea benevolencia y los dichos agudos y facetos muestran ingenio, erudición y prontitud, y quebrantan al adversario mitigando lo severo y odioso; y muchas veces lo que no se puede vencer con argumentos y razones se alcanza con una respuesta graciosa. Y él mismo puso por obra sus preceptos, diciendo en muchas ocasiones motes muy agudos y chanzas de buen gusto, sin que por ellas perdiese jamás de la opinión de su gravedad. Imitó en esto Cicerón a los mayores filósofos de la Antigüedad, cuyas huellas también siguieron hombres grandes de los siglos más modernos de que están llenas las historias, y particularmente Tomás Moro, gran chanciller del reino de Inglaterra, por su doctrina y virtud de los más excelentes de su tiempo; pero quien ponderare lo que en esta materia escribió don Francisco, hallará que en la gracia a los antiguos y a los modernos llevó ventaja.

En una academia que con grande solemnidad y prevención se hizo en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, presidiendo el padre Macedo, portugués, donde se discurrió de letras humanas, medicina y leyes, habiendo hablado en el primer asunto con mucha erudición el conde de Lemos y el duque de Villahermosa, luego en la medicina hizo su lección un médico muy afamado de la corte, y después entró un letrado en la materia de testamentis; y, así que propuso el título de su discurso, don Francisco, que se halló en la academia, dijo: «Ya me espantaba yo que tras dotor no hubiese luego testamento».

Habiendo entrado don Francisco con algunos caballeros en casa de unas damas para oírlas cantar y tocar el arpa, en que eran tan estimadas que las visitaban los mayores señores, y, como iba de hábito largo para encubrir la fealdad de los pies, descubriósele casualmente un pie. Viéndole, la una de ellas dijo: «¡Oh qué mal pie!» Reparó inmediatamente otra y añadió: «Con mal pie entraron Vmds. aquí». Reíanse las damas de la conversación, haciendo mofa y burla, muy propio de las mujeres de Madrid, que son prontísimas y se precian de entendidas. Estuvo don Francisco muy severo y con igual prontitud respondió: «Yo les prometo a vs. ms., señoras mías, que otro hay peor en el corro». Empezaron entonces a mirarse unas a otras y a registrar los pies de los que venían en su compañía, diciendo: «¿Cuál será?» Y, después que les hubo detenido algún rato en duda y curiosidad, sacó el otro pie y dijo: «Este, señoras», pues tenía el un pie más mal hecho y más torcido que el otro.

Tenía tan pronta la gracia y agudeza, así en la lengua como en la pluma, que nunca cansó a los que, u de palabra o por cartas, le trataron; antes causó siempre maravilla, ensalzándole todos por el más singular ingenio de España. Habiendo salido sentencia en favor del duque del Infantado sobre el ducado de Lerma, D. Francisco le escribió esta carta de congratulación muy sazonada: «Doy el parabién a V.E. de esta sentencia, que en todo Séneca no he hallado otra tan buena. V.E. es duque del Infantado, duque de Lerma, duque de Cea y duque de Mandas, que, siendo cuatro ducados, hacen cuarenta y cuatro reales, y un real más con el de Manzanares. Paréceme que oigo al marquesado de Denia, viendo que no caben de pies los estados en la casa de V.E., decirlos que se hagan allá para tener lugar. En fin, a V.E. le ven con dos cabezas, Mendozas y Sandovales. Gracias a Dios que con el pelo en profecía junto a V.E. ninguna será calva. Ándese V.E. de casa en casa, poniendo demandas, como otros demandando; y concédale Dios justicia por su casa, que pocos piden. La mayor solemnidad de esta fiesta fue el contento de mi señora doña Antonia. Yo me estoy dando unos baños de pez y resina, y quedo en infusión de cohete para introducirme en luminaria, que ya no tengo otro modo de lucir, sino es quemándome. Guarde nuestro Señor a V.E.» No era diferente el estilo con que de ordinario escribía a sus amigos, de donde se verán con cuánta razón el doctísimo Justo Lipsio confiesa que recibía particular deleite de las cartas de don Francisco por la suavidad y agudeza, que aun en el idioma latino no las perdía, antes sobresalían mucho más en lo conciso y lacónico de sus períodos; cosa bien digna de reparo, pues, respondiéndole este autor a una que escribió el año de 1605, le dice estas palabras: «O litteras tuas, & amicas, & sensibus argutas! Utroque nomine me ceperunt». ¡Oh cuán amigas y llenas de sentidos muy agudos son tus cartas! Por ambos títulos me tienen muy cautivo. No es este pequeño testimonio del aura con que volaba la pluma de don Francisco, haciéndose lugar en lo más impenetrable y recóndito de un pecho erudito, como lo era el de Justo Lipsio, que le estimó y ensalzó sobre los mayores ingenios de España. Esta carta y otras citadas dio a la estampa desde el año de 1625 el licenciado Vicente Mariner.

Habiendo determinado don Francisco de tomar estado para tener en sus trabajos el alivio de una noble compañera, casó el año de 1634 con doña Esperanza de Aragón y la Cabra, señora de Cetina, hermana de don Bernardo de la Cabra y Aragón, obispo de Balbastro; del padre Juan de la Cabra y Aragón, de la Compañía de Jesús; y de don Francisco de la Cabra y Aragón, caballero del Orden de Santiago, que casó con la sobrina del cardenal Zapata, hija del conde de Barajas. Con esta señora de grande calidad y emparentada con lo más alto de Castilla y Aragón vivió don Francisco de Quevedo, aunque poco tiempo, tan conforme, que solo en sus nobles prendas halló desquite de las adversidades que había padecido. Dejó, con haber tomado estado, ochocientos ducados de renta que gozaba por la Iglesia con caballerato. Dispuso naturaleza, con bien ordenada alusión, que como la fecundidad de sus padres fue única en la sucesión varonil, así D. Francisco no la tuviese, por que quedase singular, pues en el ingenio lo era; y cual Fénix verdadero que, llevando con sus alas los aromas y encendiéndolos a los rayos solares, saca de la hoguera la cuna y renace a nuevos períodos de vida, con su pluma y escritos, entre olores de la fama y esplendores del entendimiento, fecundó las cenizas estériles, dejándose tan vivamente expreso y retratado en sus libros, que, mientras hubiere escuelas y academias, a muy largos plazos renacerán del féretro de las prensas. Y es observación de Elio Esparciano en la Vida del emperador Severo que ninguno de los hombres grandes tuvo sucesión, pues casi todos murieron sin hijos, y, si alguno los dejó, fueron malos e indignos de sus padres. No tuvo dicha de asistir mucho tiempo en Cetina, como había dispuesto, porque después de ocho meses le obligaron unos negocios precisos a ir a la Torre de Juan Abad, de donde escribía frecuentemente a su mujer el sentimiento que le ocasionaba la ausencia, pero le tuvo mayor con el aviso de haber pasado a vida inmortal su consorte, pérdida que sintió sobre cuantas le acometieron en el discurso de sus días, aunque al natural desahogo de suspiros y lágrimas echó el freno de la conformidad con la disposición divina; y, con el conocimiento de las virtuosas prendas de tan noble señora, se tuvo muy lejos de enlazarse con otra, que, por muy calificada que la hallase, no esperaba encontrar a otra Esperanza; conque, suelto del vínculo matrimonial, quedó más libre y con menos cuidado para seguir la carrera de sus estudios y casar sus obras con el desengaño, enriqueciéndolas con el dote de nuevas demostraciones de virtud. Desde entonces, empezando a gustar más de la soledad y compañía de los libros, escribió aquel soneto que está en la Musa segunda de su Parnaso:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos;

si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan o fecundan mis asuntos,
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos;

las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, oh gran don Joseph, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora,
pero aquella el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.


No puedo dejar de no hacer aquí reparo en lo que el doctor don Jerónimo Pardo, médico de Valladolid, escribió en el Tratado del vino aguado, núm. 92 y 4 del capítulo II, motejando a don Francisco de haberle ido mal con el casamiento, movido de lo que dejó escrito de las mujeres en la Vida de Marco Bruto, donde dijo que «la mujer es compañía forzosa, que se ha de guardar con recato, se ha de gozar con amor y se ha de comunicar con sospecha. Si las tratan bien, algunas son malas; si las tratan mal, muchas son peores. Aquel es avisado que usa de sus caricias y no se fía de ellas». De aquí formó su juicio el doctor Pardo, pensando haber caído don Francisco en las infaustas experiencias de los malcasados y haberle tocado de los excesos de las mujeres más parte que a los demás hombres, añadiendo que «así lo dio a entender cuando, enredado en las acciones de su Bruto, cayó dando con su cuerpo en la boca de un león tan rugiente, que, a no hallarse entonces en cuarto y casa de misericordia, le despedazaba sin duda». Quisiera preguntarle dónde sacó estas noticias, procurando con embolismo entrar a don Francisco en la leonera, sin haber hecho reparo en su fisonomía leonina a que correspondían también sus acciones, que a no hallarse muerto el león no se le atreviera el pardo, que, llevado de la opinión vulgar, con la paréntesis que podía excusar en el capítulo citado, quiso tirar de la barba al león muerto, según aquel refrán tan recibido: «Barbam vellere mortuo leoni». Juzgo no haberse hecho capaz de las ponderaciones de tan docta pluma, pues se espanta de cosas que en todos los libros de los Padres de la Iglesia y de otros infinitos autores se hallan registradas. Demás que, si solo se escribiera lo que se experimenta, de muy pocos libros gozara el mundo: ni don Francisco se lamenta generalmente de todas las mujeres, reconociendo entre ellas buenas y malas, como se ve por lo que escribe en el lugar citado: «A este sexo ha debido siempre el mundo la pérdida y la restauración, las quejas y el agradecimiento. Mujeres dieron a Roma los reyes y los quitaron. Diolos Silvia, virgen deshonesta; quitolo Lucrecia, mujer casada y casta; el primo fue Rómulo y el postrero Tarquino». Advertencias son estas que vienen bien con las de la Sagrada Escritura, pues dice Salomón en el cap. 14 de los Proverbios que la mujer sabia edifica su casa y la loca la destruye: «Sapiens mulier aedificat domum suam: insipiens extructam quoque manibus destruet». Conque, mudándose el sujeto, se verán siempre estos efectos tan contrarios. Que estas premisas de lo que dejó escrito don Francisco de las mujeres lleven a la ilación que saca el doctor Pardo serán jueces todos los lógicos, y lo podrán ser los que tienen noticia de la vida de don Francisco y de la conformidad que tuvo con su nobilísima consorte, de quien, aunque se ausentó, fue por causas, como se ha dicho, muy precisas y con ánimo de volver cuanto antes, como se ve por la correspondencia que continuaron con cartas muy afectuosas, que, a haberlas leído el doctor Pardo, hubiera sin duda aguado su tintero y escrito con más templanza del autor tan venerado y aplaudido de los mayores hombres y más doctos. Pero no me admira el haber motejado a don Francisco, pues en el prólogo del mismo tratado no la quiso perdonar al eruditísimo obispo don fray Juan Caramuel, honor del orden cisterciense, calificando de delirio la opinión que lleva en la Teología Regular y comentarios sobre la regla de San Agustín (n. 1969), diciendo que ningún cristiano está obligado a consultar médicos, por ser más acertado fiar de la divina clemencia, queriendo antes «divinitus a Domino, quam humanitus occidi a medico»; y no echa de ver que no condena la medicina ni a los médicos que sanan, sino a los que matan, pues, como no puede haber quien condene a los buenos, que son pocos, así no se hallará quien abone a los malos, que son innumerables. Mas, porque el doctor Pardo quiso favorecer a estos, no me espanta que haya tomado con los dientes su patrocinio. Mucho se fatiga en aplicar remedios a la enfermedad del sanísimo Caramuel, y no conoce que el sentir contrario es achaque mortal, que se ha de curar brindándole con la copa de la similitud evangélica, Luc. cap. 4, núm. 23, «Medice cura te ipsum»; y, a no quedar aliviado con esta bebida, le convido para el saludable plato, y cap. 8 del libro 9 de mis Animadversiones ferales, donde verá los desatinos de los medicastros y las alabanzas de los buenos y excelentes médicos, en cuyo número he tenido y tendré siempre al doctor Pardo, pues no me persuado se debe lugar menos decente a sus letras y juicio. Juzgo que le habré de atraer a mi sentir con la autoridad de la escritura sagrada que, aunque en el cap. 38 del Eclesiástico alabe la medicina, teniendo por impudentes a los que dejan de usarla cuando es menester, y honre a los médicos peritos y cuidadosos ensalzando su mérito, también dice que Dios, para castigar a los que le ofenden, los deja caer en manos de un médico: «Qui delinquit in conspectu eius, qui fecit eum, incidet in manus medici». Pero, dejando esto para mejor ocasión, vuelvo a mi intento.

Hallábase don Francisco muy bien en la solitud, acompañada de sus libros y sazonada con la docta comunicación de tantos autores como tenía en su librería, no dejando a veces divertirse intermitiendo el rigor de sus estudios. Conversaba con los serranos de la Torre de Juan Abad con igual llaneza que con los hidalgos de ella, tratando a todos los del lugar como a hijos; y usaba de tal moderación y templanza con algunos testarudos que se le oponían en las cosas tocantes al gobierno y jurisdicción, que solía llevar por chanza los pesares, rompiendo con blandas respuestas lo más duro de un corazón enojado, siguiendo el consejo del Sabio en los Proverbios: «Responsio mollis frangit iram, sermo durus suscitat furorem» (la respuesta blanda quiebra la ira y las palabras ásperas despiertan furor). A un vecino que le dijo que, si no se componía con ellos, vendería sus hijos para ponerle pleito, respondió sonriéndole: «Los hijos bien los podréis vender, pero no digáis cuyos son, porque no darán una blanca por ellos». Era sazonadísimo en todas sus cosas, y así en las palabras como en los hechos fue discreto y agudo. Enviando de la Torre al conde-duque algunos libros en lengua arábiga, griega, latina, española y francesa, le escribió diciéndole que podía recibir aquel don por ser de lenguas y que no le rehusaron los apóstoles, grandes ministros de Dios, llamándole tributo de capigorrón y de señorcito de la legua. Recibiolo aquel magnánimo príncipe, respondiéndole de su letra con grande demostración de agradecimiento y admirando el extraño modo de aludir con dádiva tan de su genio a su aplaudido gobierno, pues tácitamente le insinuaba que merecía alabanzas de todas las naciones y lenguas. Fue sumamente misericordioso y tuvo a los pobres mucha lástima, socorriéndolos siempre que se le ofrecía con larga mano. Llegando una persona principal a decirle que se hallaba muy necesitado, respondió: «Aunque yo lo estoy también harto, partiré con V.M. lo poco que tengo», y en algunos días comió parcamente, endurándolo de su mesa para dárselo al pobre. A Juan Bautista Pradón, sacerdote francés que con una epigrama le pidió limosna, se mostró muy dadivoso, pues, demás de la necesidad, le movió también su erudición y buenas letras. Tenía particular cariño con los pobres de la Torre de Juan Abad y hacíales muchas limosnas, en que sigue hoy sus pisadas don Pedro Aldrete y Quevedo, que sucedió a don Francisco en la jurisdicción y señoría de aquel lugar, heredando así la hacienda como la piedad, modestia, prudencia, verdad y demás virtudes de su tío.

El tiempo que estaba don Francisco en la Torre casi todas las tardes salía para divertirse al campo, y solían irse tras de él todos los muchachos del lugar, entre los cuales esparcía puñados de cuartos, dando a entender que gustaba mucho de verlos recoger el dinero a la arrebatiña. Pero su fin era más noble, pues, considerando que en lugares cortos nunca dejan de sobrar necesidades y que no todos se allanan a pedir limosna, procuraba socorrerlos con aquel disimulo. Así lo hacían también los romanos cuando se hallaban en algún lugar fuera de Roma, como de Augusto lo refiere Suetonio en el capítulo 98 de su vida, pues, habiendo ido para convalecer de unos achaques a la amenísima provincia de Nápoles y deteniéndose cuatro días en la isla de Capri, su mayor divertimiento era ver a los mancebitos coger lo que solía echarles de cosas de comer, frutas y dinero.

Toda la vida de don Francisco fue una milicia continuada, y, si gozó algunas treguas, fueron a plazos tan breves, que ni aún le daban lugar de recobrarse de los primeros destrozos, pues alcanzaban los unos a los otros y casi eslabonados le tenían asido a la consideración perpetua de las miserias humanas. Muchas campañas peleó con la emulación y envidia, evitó asechanzas de poderosos enemigos, resistió sitios de penosas enfermedades y necesidades apretadas, y en todos hizo alarde su paciencia y sufrimiento. Pero, como la piedra que baja de lo alto cuanto más se llega al centro lleva mayor ímpetu y fuerza, así los postreros trabajos, precursores de su muerte, fueron sin comparación más graves. El año de 1641 sus émulos, que nunca se descuidaron en perseguirle, atribuyeron a la pluma de don Francisco algunas obras odiosas y satíricas, particularmente la que empieza «Sacra católica, real majestad», que no es suya, como con grande sentimiento diferentes veces lo juró hablando con su amigo don Francisco de Oviedo, secretario de su majestad, caballero de quien fiaba lo más secreto de su pecho; y allí mismo, escribiendo al arzobispo de Granada don Martín Carrillo, le testificó no haber hecho aquellos versos, cuyo autor se vino a descubrir después, hallándose el original en la celda de un religioso, contra quien escribió la Astrea Sáfica don Joseph Pellicer de Osau y Tobar, comprehendiendo en ella toda la historia de España hasta el año de 1635, que así comienza:

Católica, sacra, real majestad,
del orbe terror, de España deidad.


Pero, prevaleciendo la malicia de sus contrarios, fue preso don Francisco de orden de su majestad, a siete de diciembre del mismo año, por don Francisco Robles Villasaña, alcalde de su casa y corte, que después fue del Consejo Real de Castilla, el cual llegó a la casa de un gran señor y de los mayores de España, donde don Francisco estaba a la diez y media de la noche, con tanta priesa que, sin darle lugar de tomar su capa ni de hacerle traer de su casa una camisa, en el mayor rigor del invierno, y siendo de sesenta y un años de edad, le llevó en una litera al convento real de San Marcos de León. Y, diciéndole el alcalde en el tratamiento que le hacía como a preso: «Señor don Francisco, perdone, que ya sabe cómo son estas cosas»; respondió con su acostumbrada prontitud: «Sí, señor, ya yo sé que estas cosas son como las demás». Al mismo tiempo entró en casa de don Francisco otro alcalde de corte para embargarle los libros y papeles y lo demás que tenía, como lo hizo depositando la hacienda en don Francisco Oviedo, por su calidad y virtud de suma satisfación y confianza, y de los mayores amigos y que más quiso don Francisco de Quevedo, que, con la seguridad de su inocencia, se mostró en estos trabajos muy intrépido y con notable ejemplo de resignación y superioridad para cualquiera acontecimiento, como lo dio a entender a un amigo, a quien, escribiendo desde León, le dijo: «Así que llegué a esta ciudad para no acordarme de mis desdichas y vivir con algún sosiego, lo primero que hice fue comprar un ingenio de canónigo». Estuvo en aquel convento real con rigurosísima prisión y enfermó por tres heridas, que con los fríos y la vecindad de un río que tenía a la cabecera se le habían cancerado; y, por falta de cirujano, no sin piedad, se las vieron cauterizar con sus manos, con tal ánimo y valor, que pudo dar horror y espanto a un pecho de bronce. Sobre esto, se hallaba tan pobre que de limosna le abrigaron y entretuvieron la vida, con ejemplo muy raro de su constancia, con que supo llevar esta borrasca y, a no entender bien el arte de navegar, hubiera fácilmente en su aprehensión y tristeza naufragado. Ya, como piloto experimentado, amainaba la vela mayor del orgullo que podía suministrarle el propio mérito; ya corría con el trinquete del desengaño en las moderadas fuerzas del hombre; ahora consultaba la carta de marear en la constancia y doctrina de los estoicos; ahora miraba el nivel del norte por la brújula de la divina providencia; a veces aligeraba el navío de la vida con el menosprecio de lo perecedero y de la vanidad del mundo; a veces echaba el ancla de sus esperanzas, que, aferrada en la hondura de su inocencia, resistía los golpes desmedidos de la fortuna; y, siempre muy atento y despierto al timón de la humana diligencia para tomar puerto en el ocio y quietud deseada, venciendo la bravura de sus contrarios con la humildad, oponiendo al viento de la vanagloria el propio conocimiento, huyendo de los escollos de obstinados pechos con su natural blandura y engañando los monstruos de envidiosas voluntades con la sinceridad del ánimo. Varón, sin duda, más célebre por las adversidades y trabajos que si hubiera llegado a medir la felicidad con su mérito, pues en los mayores riesgos que corrió acreditó el valor que en otros suele naufragar en un mar de leche, y dio siempre muestras de igual constancia en la borrasca y bonanza. No buscó fuera de su pecho los medios para salir de todo con vitoria, habiéndolo con los estudios abastecido y pertrechado para las dos fortunas, atajando los deseos de la favorable con el desquite del mérito y atrasando los intentos de la adversa con la fortaleza y sufrimiento, según la sentencia del mejor cisne que hoy ilustra la Italia con su pluma, el conde Jerónimo Gracián, secretario y consejero de estado del duque de Módena, en el primer canto de la Conquista de Granada, poema igual al mayor que se ha escrito, como lo es el de la Cleopatra, primer parto de su ingenio, donde en persona de Agramaso dice:

Speri in se stesso ognum, perché a la sorte
al fin col suo valor sovrastra il forte.


Tuvo siempre el ánimo tan superior a todo humano acontecimiento que no solo se mostró intrépido en lo que padecía; mas viendo a otro débil en el sentimiento de las adversidades, le reprendía y exhortaba a la tolerancia, como lo hizo con un amigo escribiéndole estos versos:

Desacredita, Lelio, el sufrimiento,
blando y copioso, el llanto que derramas,
y con lágrimas fáciles infamas
el corazón, rindiéndole al tormento.

Verdad severa enmiende el sentimiento
si, varón fuerte, dura virtud amas.
¿Castigo, con profana boca, llamas
el acordarse Dios de ti un momento?

Alma robusta en penas se examina,
y trabajos ansiosos y mortales
cargan, mas no derriban, nobles cuellos.

A Dios quien más padece se avecina;
Él está solo fuera de los males,
y el varón que los sufre, encima de ellos.


Asistíale de lástima un simple que sirvía al convento, y no dejaban los religiosos de él y otras personas de fuera ir todos los días a divertir a don Francisco, el cual, enfadado de los discursos que trataban fuera de su genio, para introducirlos más doctos y eruditos llamó al simple y le dijo: «Estando conmigo los que suelen venir a verme, has de entrar tú y proponerme esta cuestión moral»; y poníale en ella de manera que no se le olvidase. A su hora, estando juntos, llegó el simple diciendo: «Señor don Francisco, más que V.M. con cuanto sabe, ¿no me resuelve este caso?»; propúsolo, y don Francisco, con su cortesía, volviéndose a los que allí estaban de visita, dijo: «Eso toca a estos señores que son muy entendidos y grandes estudiantes». Respondieron por entonces los más doctos, procurando allanar la dificultad con las razones que más prontamente se les ofrecieron. Pero, como don Francisco hizo que continuase el simple a proponer cada vez que tenía visitas nuevos casos y más dificultosos, le fueron dejando poco a poco los que o no habían estudiado o no se holgaban cansar el entendimiento con semejantes pláticas. Con esta traza se libró de rudos, y solo le visitaban los religiosos del convento, personas doctas y aficionadas a entretenimientos eruditos, y solía decir «que no le afligían tanto sus trabajos como tratar con ignorantes».

En las conversaciones sazonaba sus dichos con suma agudeza y buen gusto, disimulando sus penalidades, que pasaba con admiración de todos. Y, si hubiera escrito algún curioso las vivezas y sentencias que sin afectación casi se le caían, saliera esta obra más crecida y esmaltada de preciosos joyeles; pero de lo poco que se ha podido recoger no defraudaré al lector. Convidaron a don Francisco los religiosos de la orden a comer con ellos en el refetorio en una fiesta del convento, y estuvo tan de buen aire, que en sus dichos hallaron más regalo que en la comida espléndida que tuvieron. Sirviendo por postre un plato de manjar blanco; alabole mucho diciendo: «Bravo plato, valiente plato es este, valiente plato»; y repitiolo tantas veces que, preguntándole el prior por qué le ensalzaba tanto de bravo y valiente, respondió: «Porque no tiene nada de gallina». Celebraron todos el chiste, diciendo que don Francisco había dado la sal y la sazón al convite.

Usaba por su jovial inclinación muy frecuentemente de la chanza, pero en las veras tuvo suma gravedad y viveza, y, como en aquella procuraba no ofender a nadie, así en estas fue un espejo de moralidad, como bien se verá por lo que desde la prisión escribió a don Diego de Villagómez, caballero de la ciudad de León, su grande amigo, que, habiendo venido de Flandes, donde había sido capitán de caballos y hecho a la corona real muchos y muy relevantes servicios, desengañado ya del mundo, se entró en la compañía de Jesús. La carta, juzgo, será muy provechosa a quien la leyere con atención, y es la que se sigue:

Señor don Diego.

Yo, que soy el escándalo, escribo a V.M., que es el ejemplo; y siendo tan diferentes, encaminamos a los otros a un mismo fin: yo, en que nadie haga lo que yo he hecho, y V.M., en que todos hagan lo que hace. Tanto se sirve la virtud del horror que da el malo para el escarmiento, como de la virtud del bueno para el crédito.

Hasta el dejar V.M. de ser soldado se muestra buen capitán. No deja el oficio, lógrale y mejórale. La guerra es de por vida en los hombres, porque es guerra la vida, y vivir y militar es una misma cosa. Dejar la compañía propia por la de Jesús es seguir mejor bandera, asegurar el sueldo y la corona, que solo se da al que legítimamente peleare; merécese y no se negocia; da el premio el general por los trabajos que él nos le ganó; nada nos manda ni pide, que primero no lo padeciese por sí, no por relaciones sabe lo que cuesta; ni puede ser engañado ni engañarse.

Alta y descansada seguridad es esta para quien ha padecido las envidias de los hombres y las trampas de la fortuna; el soldado que se vuelve a Dios y deja a los ejércitos por el Dios de los ejércitos asegura el oficio, no le abandona. La mayor valentía es el huir el furor de las batallas a esta paz, contra más enemigos belicosa. Quedé tan pobre como si hubiera vivido bien y tan delincuente como si hubiera robado el mundo. Vi cobrar este propio estipendio a los grandes señores que vi mandar las armas, y a los que ensordecieron con rumor la tierra y fueron amenaza de grandes poderíos les fue postrera cláusula de su vida cárcel desacreditada.

Recorra V.M. su memoria y hallará cimenterios de ilustres cadáveres y horribles con los huesos y prisiones de los que acompañó o le dieron órdenes.

Solo V.M. ha logrado este desengaño, pues deja la compañía de que es capitán por ser soldado de la Compañía de Jesús, cuyo teniente es el glorioso patriarca San Ignacio; su bandera deben seguir todos los arrepentidos de la milicia del mundo; pues él, siendo soldado tan hazañosamente valeroso, fue fundador (digámoslo así) de la soldadesca reformada e infatigable para las conquistas de Dios. Fundó aquel soberano cántabro una orden o ejército que conquista con palabras en los púlpitos el conocimiento; con el oído en los confesionarios la enmienda; con la lección en las cátedras bate la ignorancia; con las plumas en los escritos, la herejía; con la modestia y decencia religiosa de sus pasos en público, la desenvoltura mal recatada.

Hoy cuento, señor don Diego, catorce años y medio de prisiones y en la cárcel nueve heridas, en que cuento el jornal de mi perdición; téngame V.M. lástima en paga de la envidia que le tengo; y, pues Dios le da mejor compañía, gócese en ella sin la soledad del amigo que en poder de la persecución yace tan alcanzado de cuenta, que aun paga menos de lo que debe, y le dé Dios a V.M. su gracia y le bendiga.

De la prisión, hoy 8 de junio de 1643.

Su mayor amigo

Don Francisco de Quevedo Villegas.

Por esta carta se conoce la estimación que hizo don Francisco de la Compañía de Jesús, a cuyo admirable instituto, por la doctrina y santidad, debe toda la república cristiana, habiendo enviado la divina providencia a su iglesia militante, debajo de las banderas de esta gran religión, el socorro más pronto y más incontrastable en la mayor necesidad y calamitosos aprietos, renovando los tiempos apostólicos con el pecho y en la pluma de tantos y tan insignes varones como ha dado y cada día está dando la Compañía.

Habiendo pasado un año y diez meses con harta descomodidad en aquel convento de San Marcos, escribió un memorial al conde-duque implorando su amparo y auxilio, donde, después de haber hecho relación de las desdichas y calamidades que pasaba, como se ha referido arriba, añade muchas y muy doctas razones para moverle a piedad. Síguese el memorial bien digno de su pluma:

Excelentísimo Señor:

Así dé Dios a su majestad muchos y bienaventurados años de vida, y a sus armas católicas los buenos sucesos que V.E. desea, que, acordándose V.E. de su grandeza y olvidando mi persona, lea este memorial.

Señor, un año y diez meses ha que se ejecutó mi prisión, a siete de diciembre, víspera de la Concepción de Nuestra Señora, a las diez y media de la noche; y fui traído en el rigor del invierno sin capa y sin una camisa, de sesenta y un años, a este convento real de San Marcos de León, donde he estado todo el dicho tiempo con rigurosísima prisión, enfermo por tres heridas que, con los fríos y la vecindad de un río que tengo a la cabecera, se me han cancerado; y, por falta de cirujano, no sin piedad me las han visto cauterizar con mis manos; tan pobre que de limosna me han abrigado y entretenido la vida. El horror de mis trabajos ha espantado a todos. No tengo sino una hermana monja, y esa en las Carmelitas Descalzas, de quien no puedo pretender sino que me encomiende a Dios. Conozco (a persuasión de mis pecados) suma piedad en el rigor. Yo propio soy voz de mi conciencia y acuso mi vida. Si V.E. me hallara bueno, mía fuera la alabanza; hallarme malo y hacerme bueno, lo será de V.E. Cuando yo sea indigno de piedad, V.E. es dignísimo de tenerla, propia virtud de tan gran señor y ministro. «Ninguna cosa —dice Séneca consolando a Marcia— juzgo por tan digna de los que están en la cumbre como perdonar muchas cosas y no pedir perdón de alguna». ¿Cuál delito pudiera cometer mayor que persuadirme habían de ser orilla a la magnanimidad de V.E. mis desdichas? Yo pido a V.E. tiempo para vengarme de mí mismo. Ya el mundo ha oído contra mí a mis enemigos, lo que pretendo es que contra mí me oiga: más auténtica será, por más exenta de odio, mi acusación.

Yo me protesto en Dios nuestro señor que, en todo lo que de mí se ha dicho, no tengo otra culpa si no es haber vivido con tan poco ejemplo, que pudiesen achacar a mis locuras las abominaciones. No digo que es envidia la que me disfama, aunque pudiera, pues hay envidiosos de más calamidades en el miserable, como de menos dichas en el fortunado, último ingenio de la malicia humana. Como yo debo perdonar a los que me aborrecen el que soliciten mi ruina, no debe la grandeza de V.E. ni su generoso natural perdonarles el solicitar que no perdone. Los que me ven no me juzgan preso, sino con sumo rigor ajusticiado; por esto no espero la muerte, antes la trato. Prolijidad suya es lo que vivo; no me falta para muerto sino la sepultura, por ser el descanso de los difuntos.

Todo lo he perdido. La hacienda, que siempre fue poca, hoy es ninguna entre la grande costa de mi prisión y de los que se han levantado con ella. Los amigos mi adversidad los atemorizó. No me ha quedado sino la confianza en V.E. Ninguna clemencia puede darme muchos años, ni quitarme muchos años algún rigor. No pido, señor, este espacio naturalmente corto por vivir más, sino por vivir bien algo, aunque poco, para que yo sea no pequeña porción de gloria al nombre de V.E. La autoridad de V.E. ha de interceder con su majestad y su propia grandeza consigo. No deseo que se acaben mis castigos, sino que se encomiende su prosecución a mi arrepentimiento; y no es más blando artífice de tormentos la venganza propia que el rigor ajeno. A mí todo me lo debe negar V.E.; a sí, nada. Si V.E. no se acordare de nada que le olvide de sí, no me faltará su petición.

Si alguno en el puesto de valido, en las virtudes, eminencia, estilo y doctrina, se acerca decorosamente a V.E. es Plinio Segundo. Óigale V.E. por esto benignamente para mí, lib. 8 de sus Epístolas a Gémino: «Empero juzgo yo por óptimo y enmendadísimo a aquel que de tal manera perdona a los demás como si cada día pecase, y de tal manera se abstiene de pecar como si no perdonase a alguno. Por esto en casa y fuera y en todo género de vida observemos el ser implacables para nosotros y exorables para estos que no saben perdonar sino a sí mismos». Que V.E. es aquel varón óptimo y enmendadísimo las hazañas de su clemencia lo deponen y la valentía de su paciencia, a quien ha sido carga tantos ingratos y martirio tantos traidores como hoy ha conjurado contra esta monarquía Francia. Para llegar a los oídos de V.E. este será el último grito con que me socorre la memoria. Permita V.E. esté yo más cuidadoso del reconocimiento a su beneficio que del rigor a mi peligro, pues siempre será más gloria a su esclarecida fama el acordarme de su misericordia que de mi calamidad. Respondiendo el emperador Trajano a una consulta de Plinio Junior, le dice (lib. 10 de sus Epístolas): «Pudiste, mi Secundo muy amado, no dudar acerca de lo que determinaste consultarme, como sepas muy bien que mi intención no es con el miedo y terror de los hombres adquirir la reverencia de mi nombre». Estas palabras, que son de la pluma de Trajano, ¿quién dudará que son de la boca de su majestad y de la intención y nota de V.E.? Los tiempos, no los méritos, adelantaron a este emperador; y este valido a tan glorioso monarca en su majestad ha privado tan desinteresadamente celoso como V.E.

Este discurso de don Francisco cuán conforme sea a las máximas que llevan los que persuaden a los príncipes la clemencia como más necesaria y más provechosa que el rigor se echará de ver por los versos del conde Jerónimo Gracián, cuya pluma ha resucitado a Apolo en lo grande de su estilo y eminente de sus sentencias, en que no debe a los antiguos y deben mucho a su ingenio los modernos, y no menos le deberán los postreros en la eternidad de sus escritos, pues en el poema heroico de la conquista de Granada, en el canto 16, introduce al duque de Medina Sidonia, que así habla al rey don Fernando:

Opri medica mano il ferro e ‘l foco,
quando bisogno il chiede, arte lo vuole;
ma più goda in trovar, se il rischio è poco,
piacevoli rimedi a chi si duole
sciocco è l’agricoltor, che il tempo e ‘l loco
ne le piante osservar prima non suole,
ma l’usanze e le regole deride,
et invece de in rami il tronco incide.
Non col sangue, Signor, non col rigore
la Maestà si adorna e ci difende;
ma sol con la clemenza e con l’amore
sicura e venerabile si rende.
Si Dio, quando è sdegnato, il suo furore
dove il danno è minor placido stende,
Dio, che può fulminar popoli e regni,
fulminando le selve, empie i suoi sdegni.
Con queste arti si regna, e queste furo
dei tuoi grande avi i gloriosi fregi;
e tu il Regno cor lor stima sicuro
ove clemenza e cortesia si pregi.
Sostengano l’impero acerbo e duro
con l’armi e col terror barbari regi;
ai tiranni africani o in Tracia porte
rigido consiglier sensi di morte.


Finalmente las razones traídas por D. Francisco, tan concluyentes y fortalecidas con un noble rendimiento, abrieron brecha en el magnánimo corazón del conde-duque, en cuyas prudentes y acertadas resoluciones descansaba la majestad del rey don Felipe IV, nuestro señor, y todo el peso de su monarquía; y fuéronse disponiendo las cosas con más blandura, aunque no le mandaron por entonces salir libre de aquella prisión, sino cuando el conde-duque salió de la corte para Toro. Cesando ya por orden de su majestad el rigor contra don Francisco, vino luego a Madrid para poner cobro a su hacienda, habiendo perdido gran parte de ella juntamente con la salud, pues con las descomodidades y trabajos que padeció se le habían hecho dos postemas en el pecho, y tan enconadas, que fueron después causa de su muerte. El primer amigo que le buscó, pues lo era en el afecto y buena correspondencia, fue don Francisco Oviedo, que, habiendo quedado depositario de su hacienda cuando le llevaron a León, se la volvió tan puntualmente, que le dijo: «Todos, cuando me prendieron, luego me juzgaron por muerto, y en solo V.M. duró la fe de que podía vivir; y así solo halló la hacienda que paró en su poder». Habiendo estado algún tiempo en la corte, faltándole los medios para asistir con decencia, se retiró a la Torre de Juan Abad, donde se le agravaron tanto sus achaques, que estuvo muy de peligro; y por que le acudieran con los remedios más prontamente, dejó la Torre y se fue a Villanueva de los Infantes, que, por haber sido patria de santo Tomás, arzobispo de Valencia, que de la mesma villa tomó el nombre, le era de grande consuelo, siendo muy devoto del santo, cuya vida escribió. Estuvo en la cama largo tiempo sufriendo sus dolencias y afanes con tanto valor y paciencia, que dejaba admirados a todos los caballeros de aquel lugar, que muy frecuentemente le visitaban, saliendo de su casa cada día más edificados por la serenidad del ánimo y resignación en las manos de Dios con que lo llevaba todo. Fue disponiendo sus cosas para dejarlas con el orden con que había vivido. Hizo su testamento y última voluntad en 26 de abril del año de 1645, mandando fundar de toda su hacienda un mayorazgo y dejándola a su sobrino don Pedro Aldrete y Carrillo, con calidad que se llamase también Quevedo, prefiriéndole al hermano mayor, porque seguía el camino de las letras y era entonces mozo de la esperanza que ha ido gloriosamente desempeñando con la edad y estudios. Dejó algunas mandas, en que se divisa su piedad, nombrando por testamentarios y ejecutores de su última voluntad al duque de Medinaceli, su verdadero mecenas, en quien con la grandeza de su prosapia y sangre real se junta, con grados de ventaja, lo eminente de su sabiduría y lo agudo de su entendimiento; y al marqués de Villanueva del Río, duque de Huesca, de los mayores y más ilustres señores de Castilla; a los cuales añadió otros dos, como más a la mano para la ejecución de lo dispuesto en el testamento, y fueron don Francisco Oviedo, secretario de su majestad, caballero muy conocido y de todos estimado por sus prendas y calidad, y grande amigo de don Francisco, como se ha escrito arriba; y don Florencio de Vera y Chacón, religioso de la Orden de Santiago y vicario de Villanueva de los Infantes, el cual se halló presente y, viendo que lo iba disponiendo todo conforme a su grande capacidad, le insinuó se acordase de la solemnidad y lucimiento de su entierro y honras y que dejase alguna cantidad para los músicos que habían de asistir a ello; pero don Francisco, que viviendo fue poco ambicioso y siguió siempre el camino de la mediocridad, quiso también en la muerte mostrar el mismo desasimiento, y para que se entendiese que no le llevaban semejantes pompas respondió: «La música páguela quien la oyere», imitando en esto la buena elección que tuvieron muchos hombres sabios que mandaron excusar en sus [entierros toda solemnidad y ostentación superflua, como lo hizo Eugenio IV, sumo pontífice, y Lorenzo de Médicis, padre de las letras, de quien dice Angelo Poliziano en la epíst. 2 del libr. 4: «Mandavit & de funere, ut scilicet avi Cosmi exemplo, iusta sibi fierent, intra modum videlicet eum, qui privato conveniat». Y de los germanos escribe Tácito en el libro de sus costumbres: «Funerum nulla ambitio».

Viendo los médicos que por la fuerza del mal iba don Francisco desfalleciendo cada día, mandáronle dar los santos sacramentos, así del viático como de la extremaunción. Lleváronle la sacrosanta eucaristía con público y lucido acompañamiento de la parroquia, y la recibió con reverente ternura e intensa devoción, fortaleciéndose con el pan de la vida eterna para pelear con la muerte y vencer en el último conflicto al común adversario del género humano. Quisiéronle traer juntamente la santa unción, y mandó diferirla, pareciéndole no corría tanta prisa. Sintiose después algo aliviado de sus males, pero no pasó muy adelante la mejoría, pues volvieron con tanta violencia, que obligaron a venir desde Granada para asistirle a su sobrino don Pedro Aldrete y Carrillo, que, siguiendo entonces el curso de sus estudios en la famosa Universidad de Salamanca, solía los veranos irse con su tío don Martín Carrillo, arzobispo de aquella ciudad, varón excelso y verdadero dechado de prelados. Alegrose sumamente don Francisco de ver a D. Pedro, a quien quería entrañablemente por sus prendas de virtud y letras; y, después de haber estado con él algunos días, quiso que volviese a Granada, pidiéndole tan solamente le dejase persona que le sirviese de secretario. Ejecutó don Pedro su viaje, dejando con su tío al licenciado Juan López, criado suyo muy antiguo y tan ejemplar y virtuoso, que hoy es beneficiado de la villa de Ágreda, el cual le asistió con grande puntualidad, así en escribirle como en todo lo que se le ofreció en su enfermedad, hallando en él don Francisco muy particular descanso y consuelo. Desde que recibió el viático hasta el último de su vida, cada día se quedaba a solas tres y cuatro horas, previniéndose a la muerte con fervorosos actos de amor de Dios, y con la asidua contemplación suavizaba paso tan terrible, que ha dado grande cuidado a los mayores santos de la Iglesia. Mandaba despejar su cuarto y, si alguno se asomaba para ver lo que hacía o si había menester alguna cosa, sentía casi con impaciencia que le estorbasen su recogimiento. Parece quiso imitar al gran padre S. Agustín que, según escribe Posidio en el cap. 31 de su vida, por diez días antes de su dichosa muerte, mandó que nadie entrase en su aposento por cualquier acontecimiento, sino tan solo cuando iban los médicos a verle y cuando le llevaban la comida, gastando lo demás del tiempo en continua oración y unión de su alma con Dios y en leer con abundantes lágrimas los salmos penitenciales, que, escritos con letras grandes en un cuaderno, los había hecho colgar de la pared junto a la cama. Tres días antes de morir, llevándole el licenciado Juan López algunas cartas a que las firmase, dijo públicamente a los que allí estaban presentes: «Estas son las últimas cartas que tengo de firmar». Y el día de su muerte, tres horas antes de cerrar el período de la vida, mandó llamar al médico y, dándole el pulso, le preguntó qué tiempo, según su parecer, podría vivir. Rehusaba el médico decirlo, y don Francisco diversas veces le instó a que hablara con libertad, pues no le causaría horror ninguno trance que tenía tan a la vista, que, aun cuando más lejos estaba de su noticia, había procurado hacérsele presente, ensayándose con la prevención a no temerle. Entonces el médico le dijo que le parecía viviría aún tres días, pero don Francisco, que tenía hecho más acertado juicio del estado en que se hallaba, replicó que no viviría tres horas; y luego pidió le trajesen la santa unción, que muchos días antes había diferido para aquel punto. Habiéndola recibido con suma devoción, pagó el tributo común, dando el espíritu a su Criador aun antes de cumplirse las tres horas que había dicho, quedando con mejor semblante que cuando vivía, de suerte que parecía haberse dormido. Sucedió su muerte el año de 1645, a ocho de setiembre, día célebre por el nacimiento de N. Señora y dichosa muerte de santo Tomás de Villanueva, su abogado y protector, habiendo antes repetido muchas veces que su mayor consuelo era morir en día tan señalado, prenda muy cierta del patrocinio que hallaría en la intercesión de la Madre de Dios y del santo, de quienes fue muy devoto. Y no carece de misterio el haber fenecido el curso de su vida en día tan célebre, por muerte y nacimiento, pue,s por lo que se vio en su buena disposición, se puede tener por constante que murió a la vida perecedera para nacer a la inmortal de los bienaventurados. Fue tan grande y general el sentimiento que causó como lo era la pérdida de varón tan grande, que ilustró la república literaria con aplauso universal.

Compuesto el cuerpo con la diligencia acostumbrada, y vestido con el manto de caballero y botas y espuelas doradas, tratose de sus exequias y entierro. Y, porque en su testamento había ordenado que le enterrasen por vía de depósito en la capilla mayor de la iglesia y convento de Santo Domingo de Villanueva, en la bóveda en la que estaba enterrada doña Petronila de Velasco, viuda de don Jerónimo de Medinilla, y que de allí le trasfiriesen a la iglesia y convento real de Santo Domingo de Madrid, en la sepultura de su hermana doña Margarita de Quevedo, previniéndose los frailes para el depósito, no quisieron venir en ello el vicario y clérigos de la parroquia, deseando tener esta prenda en su iglesia, a la cual finalmente le llevaron con grande lucimiento y concurso y le hicieron suntuosas exequias, depositándole en la bóveda de la capilla de los Bustos, caballeros muy antiguos de aquella tierra.

Fue don Francisco de mediana estatura, pelo negro y algo encrespado, la frente grande, sus ojos muy vivos, pero tan corto de vista, que llevaba continuamente antojos; la nariz y demás miembros, proporcionados, y de medio cuerpo arriba fue bien hecho, aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia dentro, algo abultado sin que le afease; muy blanco de cara, y en lo más principal de su persona concurrieron todas las señales que los fisónomos celebran por indicio de buen temperamento y virtuosa inclinación, de manera que de su ánimo en piedad y letras excelente, no se podía decir lo que a un filósofo mal encarado dijo un astrólogo: «Tuus animus male hábitat» (tu ánimo vive en mala posada). No niego que en el verdor de sus años tuvo mocedades y condición algo fuerte, pero supo reportar su natural inclinación con los estudios continuos y ejercicios de virtud, de tal suerte que nunca se desmandó a cosa que oliese a escándalo; antes, con la madurez de los años fue mostrando cuán templadas y sujetas a la razón tenía sus pasiones, dando a todos muy buen ejemplo. Cuán inclinado fue a la devoción y obras de religión cristiana indicios son las limosnas que hacía, los buenos consejos que daba, los libros espirituales que sacó y la frecuencia de los santos sacramentos de la penitencia y eucaristía. Guardaba un cuaderno en que tenía asentadas todas las confesiones que había hecho, así generales como particulares, desde que tuvo uso de razón; conque, tomando el hábito de Santiago, no le hizo novedad la costumbre de tener los caballeros certificación de las veces que confiesan por obligación, y mucho menos la de juntarse los días solemnes a comulgar. Lo que se debe ponderar es que se previno con tantas veras a la muerte que, fuera de las vivas diligencias que hizo estando enfermo, aun bueno y sano pensaba muy a menudo a los medios para disponerse a ella. Y en los últimos años de su edad había hecho tales progresos en el desengaño del mundo, que solía decir a sus amigos: «No hallo cosa de esta vida en que poner los ojos sin que me haga un pronto recuerdo de la muerte». Consideración a que también llegó con la luz natural el filósofo Séneca, que, entrando en un huerto y vergel que desde sus primeros años había plantado fabricando un muy noble y acomodado caserío, y viendo algunos árboles viejos y carcomidos y el edificio que amenazaba ruina, dijo que por cualquier lado que miraba encontraba simulacros que le representaban lo maduro de su vida y vecindad de su muerte, como lo escribe a Lucilio en la epíst. 12, donde dice: «Quid mihi futurum est, si tam patria sunt aetatis mea saxa?» y luego sigue: «Debeo hoc suburbano meo, quod mihi senectus mea quocumque adverteram apparuit». Y, como a este filósofo no le causaba molestia el desengaño y conocimiento de la verdad, antes se animaba al menosprecio de todo lo perecedero, procurando aliviar lo penoso de la muerte con el discurso de ser pensión forzosa y necesaria de quien recibe el beneficio de esta vida, así don Francisco, pero con fin más acertado de la frecuente aplicación a esta verdad y ley de la naturaleza humana, vino finalmente a perder a la muerte el miedo, como bien lo dio a entender en la carta a don Antonio de Mendoza, caballero del Orden de Calatrava, que sale en el fin de este libro, por no haberse jamás impreso y estar tan llena de afectos y razones de cristiana piedad para no temer la muerte, que no es posible haber quien atentamente la lea y quede todavía con su miedo y horror. A otro amigo suyo, enseñándole a morir antes, hace reparo en el error de los hombres que no sienten la mayor parte de la muerte, que es la vida, y tiemblan de la menor, que es el último suspiro. Oigan con qué estilo poético se lo dice:

Señor don Juan, pues con la fiebre apenas
se calienta la sangre desmayada,
y por la mucha edad desabrigada
tiembla, no pulsa entre la arteria y venas;

pues que de nieve están las cumbres llenas,
la boca, de los años saqueada,
la vista enferma, en noche sepultada,
y las potencias, de ejercicio ajenas,

salid a recibir la sepultura,
acariciad la tumba y monumento,
que morir vivo es última cordura.

La mayor parte de la muerte siento
que se pasa en contentos y locura,
y a la menor se guarda el sentimiento.


Algunos días después de la muerte de don Francisco, con la ocasión de una fiesta de toros que se hacía en Villanueva de los Infantes, un caballero del lugar que había de salir a torear con rejón, para entrar en la plaza con lucimiento, puso la mira en las espuelas doradas y de hechura bien extraordinaria con que habían enterrado a don Francisco, a quien se las presentaron en Italia y las había guardado sin ponérselas nunca, solo para honrarse con ellas en su entierro; y tuvo con el sacristán tanta mano que se las hizo quitar, con ánimo de volverlas acabada la fiesta, sin hacer reparo a que podía serle agüero de funesto acontecimiento alhaja prestada de un difunto. Entrose en la plaza muy galán, pero con mal pie, pues para su aliño despojó los pies de un muerto. El primer toro que embistió vengó su atrevimiento, porque no solo le derribó del caballo, sino que le maltrató de tal suerte que le hizo correr sin menearse hasta el sepulcro por que hiciera restitución de las espuelas al difunto. Dio este suceso no pequeña admiración a los que tenían noticia que por acicates se había calzado las espuelas de D. Francisco, concibiendo algún horror por el respeto que se debe a un cadáver, aun en cosas muy leves, a cuyo asunto escribió esta epigrama el doctísimo monseñor don Martín Lafarina de Madrigal:

Miles ab aedituo petiit calcaria functi
nuper Quevedi, tradita sarcophago.
Ludo his ornatos, taurorum et cornibus instat,
suffosso cecidit vir, sed iniquus, equo.
Ergo equitem effosso sequitur si poena sepulcro,
discite sic manes non violare pios.


Y el padre maestro fray Joseph Esquivel de la Orden de San Francisco de Paula, lector que fue de teología moral en el convento de Burgos, predicador mayor en el de la Victoria de Segovia, y al presente lo es del de Madrid, ingenio agudísimo y que sobresale con admiración y aplauso común en el teatro de esta corte, compuso también sobre esto un romance lírico que así comienza:

Salió a correr unos toros
cierto caballero infante,
y salió tan de corrida,
que pudo al salir entrarse.


El caso advierte que nadie se atreva a inquietar a los difuntos, así en sus cuerpos como en la fama y opinión. Y se confirma con otro sucedido en la ciudad de Lima, en el reino de Perú, donde, siendo virrey el marqués de Mansera, y hallándose en un sermón en la iglesia de Santo Domingo el predicador ponderando las penas del infierno, dijo: «¿Creéis, fieles, que las penas infernales son como os las pinta en sus obras Quevedillo?» A estas palabras el virrey, que era muy afecto a D. Francisco, cuya muerte había sucedido dos años antes, dio señas de grande sentimiento, desviando algo la silla en que estaba sentado. Echolo de ver el predicador y, arrepentido de la poca veneración con que habló de hombre tan grande ya difunto, para enmendar el yerro que había parecido tan mal a todos en otro sermón en que estuvo también presente el virrey se explayó mucho en decir elogios y alabanzas a D. Francisco de Quevedo, cuya fama volará eternamente con las alas de la atención de los más entendidos.

Habiéndose ofrecido, diez años después de la muerte de don Francisco, abrir la bóveda para otro entierro, quisieron algunos caballeros curiosos mirar su cuerpo y, abriendo el ataúd, le hallaron entero y sin lesión ni corrupción alguna, con grande admiración de todos. Y si bien esto no es señal cierta de santidad, como algunos del vulgo en viendo un cuerpo incorrupto suelen creer, y otros que de las palabras del Salmo 15 «Nec dabis sanctum tuum videre corruptionem» lo infieren, porque ni aun muchos cuyos cuerpos vemos podrecerse dejan de ser santos y amigos de Dios, pues los de Jacob, David y otros se resolvieron en cenizas; y el lugar citado del real profeta se entiende de Cristo nuestro redentor, como lo explicó San Pablo en un sermón que se refiere en los Hechos Apostólicos, cap. 13. Empero, el cadáver que se conserva entero, sin haber precedido diligencia humana ni concurrido alguna causa natural a que se pueda atribuir, merece alguna atención. Cinco suelen ser las causas naturales de conservarse incorruptos los cuerpos de los difuntos, y las trae don Francisco Torreblanca Villalpando, lib. I, Jur. spirit. pract., cap. 7, pero antes las escribió Martín del Río en la cuestión 25 del lib. 2 de las Disquisiciones Mágicas. La primera deriva de la propria complixión del hombre, particularmente de los que nacen y mueren en tierras cálidas y secas, como de los persas observa Jerónimo Cardano. La segunda es la moderación y templanza en el victu, porque los que ni comen ni beben demasiado crían pocos humores corruptibles, y no solo cuando vivos suelen no escupir, ni toser, ni echar fuera otras superfluidades, efectos que admira en los persas Jenofonte, atribuyéndolos a su abstinencia en el libro primero de la disciplina de Ciro, sino también después de muertos se hallan en los sepulcros sus cuerpos secos y áridos, como se ha visto sin milagro en algunos anacoretas. La tercera es el temple del lugar donde están enterrados, que, siendo muy frío y seco, se quedan los cadáveres helados, en la manera que en las cuevas muy hondas suelen empedernirse las aguas. La cuarta procede del género de muerte, porque, según afirman Plutarco y Séneca, los cuerpos de los que mueren de rayo del cielo no se corrompen. La quinta es el bálsamo y los ungüentos que preservan de corruptela. Ninguna de las referidas se puede dar por causa del efecto que se ve en el cuerpo de don Francisco, si no es la escaseza y templanza en el victu, que para caso semejante le hace mucha fuerza a Martín del Río en el lugar citado y para mí la tiene muy grande. Pero cuando esto no tuviere lugar, porque suelen concurrir en un cuerpo otras calidades sujetas a corrupción que no se pueden vencer con la abstinencia, será fuerza hacer recurso a las causas ocultas, las cuales, no siendo fácil alegar con la certeza y juicio que pide materia tan grave, yo siempre hiciera toda estimación de la buena muerte de este varón insigne.

Esto es lo que hasta agora de la vida de don Francisco de Quevedo he podido recoger de las noticias que me han participado personas dignas de todo crédito que le comunicaron, y que he sacado de papeles y otros recados auténticos que han llegado a mis manos. Si alguno tuviere que advertir, así en lo escrito como en lo que falta de los hechos y dichos de tan admirable ingenio, podrá servirse de no ocultarme sus noticias, atendiendo a la satisfacción de los curiosos y a que en la segunda impresión salga esta obra, con lo que se añadiere, más cumplida, con seguridad que hallará en mí la debida estimación y agradecimiento.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera