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Título del texto editado:
“Don Juan Nicasio Gallego, del Consejo de S.M., canónigo de Sevilla, vocal de la Dirección General de Estudios y juez supernumerario de la Nunciatura” (Literatura. Galería de ingenios contemporáneos)
Autor del texto editado:
F. V. M.
Título de la obra:
El Artista (Tomo primero)
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Imprenta de Indalecio Sancha, 1835


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LITERATURA

GALERÍA DE INGENIOS CONTEMPORÁNEOS

Don Juan Nicasio Gallego, del Consejo de S.M., canónigo de Sevilla, vocal de la Dirección General de Estudios y juez supernumerario de la Nunciatura


Es uno de nuestros literatos más distinguidos de la escuela del siglo precedente, es decir, clásico puro (por lo menos él así lo cree) y defensor acérrimo de los principios de Horacio y de Boileau. Luego veremos en sus composiciones si ha sido fiel observante de sus decantadas doctrinas.

Nació en Zamora a fin del año de 1777, y en la misma ciudad hizo sus primeros estudios, con la buena suerte de hallarse por entonces regentando la cátedra de latinidad, en la clase de mayores, un tal Peláez, buen profesor y humanista. A la edad de 13 años fue a Salamanca a emprender su carrera de filosofía y derechos civil y canónico, que concluyó en 1800. Cuando llegó a la Universidad soñaba con Horacio y Virgilio, recitaba muchos trozos de sus obras y sospechaba apenas que hubiese otra poesía en el mundo que la de los antiguos romanos. Entonces vio por primera vez el Parnaso Español de don Juan Sedano, compilación hecha sin método ni criterio, pero utilísima por lo que propagó entre la juventud el gusto de la poesía nacional. A esta lectura, a que se dedicó desde luego con el ahínco propio de un muchacho de imaginación fogosa y de oído delicado y sensible a la armonía de la buena versificación, se siguió la de los poetas modernos de aquella escuela, Iglesias y Meléndez, al segundo de los cuales trató y admiró después en Zamora, donde estuvo confinado una larga temporada. No es, pues, de extrañar que en cuantos ensayos hacia procurase imitar a su modelo, a quien todos con razón miraban como al propagador del buen gusto y regenerador de la poesía castellana.

Pocos años después de concluir sus estudios, de tomar sus grados v de recibir las sagradas órdenes, vino a Madrid, donde conoció a los señores Quintana y Cienfuegos, hijos ambos de aquella Universidad, especialmente al primero, con quien siempre le han unido vínculos da la más cordial estimación.

En mayo de 1805 hizo oposición el sr. Gallego a una capellanía de honor de S. M., que en aquel tiempo se conferían del mismo modo que las prebendas de oficio de las iglesias catedrales; y en octubre le nombró el rey director eclesiástico de sus caballeros pajes, empleo que sirvió hasta la entrada de los franceses en Madrid. En este intervalo empezó a darse a conocer como poeta con varias composiciones ligeras que se incluyeron en algunos periódicos de aquel tiempo, en las cuales se echaban de ver la imitación, las formas, el sello, en una palabra, de nuestros autores de los siglos XVI y XVIII. En el Memorial literario se insertaron unas endechas suyas que empezaban:

Pobre lira mía,
que entre yerba y flores
dulce son de amores
modulaste un día, &c.,


que parecen calcadas sobre las de Figueroa. Hay en ellas dulzura, pasión, tintas melancólicas v suaves, versificación feliz y castiza, pero demasiado compás, recuerdos de nuestros poetas, imitación visible y, en suma, clasicismo puro.

La defensa de Buenos Aires contra los ingleses en 1807 fue el asunto de una composición del sr. Gallego, la primera ciertamente que llamó la atención del público de Madrid, revelándole la existencia de un poeta no indigno de alternar con los que entonces sostenían el crédito de nuestro parnaso. Ya en ella no hay imitaciones ni reminiscencias frecuentes, pero el gusto es el mismo. En prueba de esto, y por no ser muy conocida la “Oda a Buenos Aires”, insertaré una de las estrofas que más la caracterizan:

Álzase en tanto, colosal matrona,
de una alta sierra en la fragosa cumbre
la América del Sur; vese cercada
de súbito esplendor de viva lumbre
y en noble ceño y majestad bañada.
No ya frívolas plumas,
sino bruñido yelmo rutilante,
ornan su rostro fiero.
Al lado luce ponderoso escudo,
y, en vez del hacha tosca o dardo rudo,
arde en su diestra refulgente acero.
La vista fija en la ciudad; y entonces
golpe terrible en el broquel sonante
da con el pomo, y, al fragor de guerra
con que herido el metal gime y restalla,
retiembla la alta sierra,
y el ronco hervir de los volcanes calla.
Españoles, clamó, &c.


Esta gallarda imagen de América es toda del gusto de Homero: pocos, pero escogidos rasgos accesorios que cautivan la imaginación por su nobleza y grandiosidad, estilo elevado y rápido, versificación sonora y varonil. Hasta ahora, pues, no se ha desviado del rumbo clásico. Sigamos.

Un año después (¡cuánto mudaron las ideas, la situación, la suerte de España en tan corto tiempo!) publicó la “Elegía al Dos de Mayo”, composición a que debió la celebridad de que goza. No hablaré de ella porque todo el mundo la conoce, y no es mi ánimo elogiar ni deprimir su mérito ni el de su autor. Diré únicamente que esta elegía sigue un rumbo nuevo, y que no es fácil encontrar su tipo en la poesía clásica latina ni española. Falta la templanza en la entonación, recomendada por el crítico francés y propia según los preceptistas del abatimiento que ocasionan el dolor y el infortunio. Tiene casi siempre la vehemencia de una oda, y hay trozos dramáticos de que tal vez no se hallará ejemplo en la antigua literatura. ¿En qué se parece esta elegía a las de Ovidio y Tibulo? ¿En qué a las de Herrera y Meléndez?

Al volver los franceses a Madrid capitaneados por Napoleón, tomó el sr. Gallego el camino de Sevilla, siguiendo al gobierno legítimo y pasando de allí a Cádiz, donde se mantuvo hasta la vuelta de este a la capital de España. Antes había obtenido una prebenda de Murcia, y la primera regencia le nombró para la dignidad de chantre de la isla de Santo Domingo, de que no llegó a tomar posesión. En tan considerable periodo de tiempo no se oyeron los acentos de su musa, sino en alguna canción patriótica u otras composiciones ligeras, entre las cuales es notable un soneto a lord Wellington con motivo de la toma de Badajoz. Sin duda, las graves discusiones de las Cortes, de que fue diputado por espacio de tres años, absorbieron su atención, como era justo. Olvidábaseme hacer mención de la “Oda a la influencia del entusiasmo público en las artes”, que escribió poco después que la “Elegia al Dos de Mayo” y recitó en la Academia de San Fernando en setiembre de 1808, la cual se imprimió llena de erratas, pocos años ha, en las memorias de dicho cuerpo. También puede decirse que esta oda no sale del círculo clásico, tanto en el fondo como en las forma; ni esto hubiera sido fácil tratándose de elogiar las artes del diseño, en que hasta ahora (dejando aparte la arquitectura), si ha tenido algún lugar el romanticismo, ha sido como moda, no como género. La arquitectura llamada gótica tiene en sí misma verdadera belleza, gravedad, osadía, primor y otras dotes, que elevan la imaginación y satisfacen al entendimiento. Así es que forma una parte principalísima del género romántico, como propia de los siglos medios, que son el campo de sus glorias. Pero en la pintura y en la estatuaria históricas no cabe romanticismo: los cuadros y las estatuas de aquella era son rudas, groseras y tales que apenas dan idea de la figura humana, testificando únicamente la impericia y barbarie de los que las ejecutaron. Así, para encontrar los prodigios de estas dos artes hay que acudir a la Grecia antigua y dar después un salto hasta los tiempos de Vinci y de Miguel Ángel. Forzoso, pues, era que aquella oda no traspasase los límites clásicos, por lo cual no hablaré de ella considerándola bajo su aspecto literario; pero bajo el político no puedo resistir la tentación de recordar el final de la última estrofa, en que, figurándose el poeta ver en el museo la imagen del rey libre de su cautiverio y triunfante de su enemigo, concluye de este modo:

¡Hechicera ilusión! ¿Tan bello día
será que luzca al horizonte ibero?
Sí; no dudéis: lo decretó el destino.
El español guerrero
romperá, rey amado, tus prisiones;
y enemigos pendones
tenderá por alfombras al camino.
Nuevo Tito serás, benigno el ciclo,
en júbilo tornando los clamores
Con que la patria fiel por ti suspira.
Mis ojos te verán, faustos loores
daré a tu nombre... y romperé mí lira.


Cumpliose felizmente este vaticinio: volvió triunfante S. M., pero el cantor profético se halló sepultado en una cárcel en virtud de una de sus primeras resoluciones. Incluso en la persecución promovida contra varios diputados de las Cortes de Cádiz, fue confinado por cuatro años, después de 18 meses de prisión, a una de las cartujas de Andalucía.

Que durante los cuidados y tareas de las Cortes no le quedasen al sr. Gallego tiempo ni humor de escribir versos nada tiene de extraño: el estruendo del cañón ahuyenta a las musas, y el marcial estrépito de los tambores apaga y confunde los ecos de la cítara. Pero que en cuatro años de soledad apenas la tomase en la mano es desidia incomprehensible, y estaba por decir que raya en imperdonable. Solo dos composiciones de alguna extensión fueron el fruto de un ocio tan prolongado: la elegía a la muerte de la reina Isabel y la que antes escribió a la del duque de Fernandina. El carácter enteramente diverso de estas dos obras prueba el influjo que ejercen en el ánimo y en la fantasía de un escritor las circunstancias exteriores que le rodean. La “Elegía a la reina Isabel”, concebida en las amenas llanuras del Ajarafe de Sevilla, a las márgenes de los arroyos que serpentean entre sus viñas, olivares y huertos, es puramente clásica: está escrita en tercetos, combinación métrica la más sujeta y compasada de nuestra poesía; la versificación es fluida, sonora, fácil, sin la menor irregularidad en sus cortes ni en sus giros; el tono es melancólico, tierno, templado, nunca vehemente ni fogoso. Es, en suma, una elegía por el estilo de las de nuestros buenos poetas del siglo XVI. Publicose en el año de 1819, en el cual, aunque un poco moderado el espíritu de persecución del de 14, no permitió aun aquel gobierno a sus víctimas el triste alivio del ruego. La implacable censura suprimió los terceros siguientes, en que hablando con la malograda reina, se decía:

De ti esperaba el fin a los prolijos
y acerbos males que discordia impura
sembró con larga mano entre tus hijos.
No pocos ¡ay!, no pocos en oscura
mansión, al deudo y la amistad cerrada,
redoblan hoy su llanto de amargura.
Otros gimiendo por su patria amada
el agua beben de extranjeros ríos,
mil veces con sus lágrimas mezclada.
Mas, si oye el cielo los sollozos míos &c.


Dejando que el lector haga las amargas reflexiones a que da margen un hecho tan neciamente cruel, pasaré a hablar de la “Elegía a la muerte del duque de Fernandina”. Compuesta en los silenciosos claustros de la cartuja de Jerez, a las riberas del solitario Guadalete de infaustos recuerdos, entre los melancólicos cantos de los hijos de S. Bruno , sigue un rumbo muy diverso. Hay en ella desiertos, bóvedas góticas, ecos de campanas, luz de luna, dolor profundo y severo, trozos dramáticos, irregularidad de estrofas, de cortes y de rimas, algo de aquel desorden semi-frenético en los sentimientos, en la frase y en las imágenes, tan peculiar de la escuela moderna; muchas, en fin, de las dotes y adornos obligados de la poesía que posteriormente se conoce con el nombre de romántica. Vaya una muestra. El duque ya en la agonía, después de hablar pocas palabras a su madre, espira dando un gran suspiro:

Viérase a aquel gemido,
cual bella palma que derroca el rayo,
bajar envuelta en súbito desmayo
la triste madre al alfombrado suelo.
No tornes a vivir, que angustia y duelo
te aguarda sólo y eternal quebranto,
desdichada mujer. Mas, ¡ay!, que en tanto
vuelve a la vida: inmóviles los ojos,
con voz cortada.,., sin acción..., sin llanto,
llama al hijo infeliz, que no responde.
Álzase y, asombrada,
la trenza al aire por los hombros suelta,
vaga en su busca sin mirar por dónde;
de su prole angustiada,
que sus pasos detiene y la rodea,
no oye la voz querida ni ve la luz febea,
que, en un mar de tinieblas sumergida,
sin él se juzga, y desamada y sola.


Este desorden, este delirio, la desinencia final del último verso de la estrofa, en que se advierte la estudiada intención de espresar mejor el aislamiento y soledad de aquella madre, pudieran hacer un papel regular en una composición del nuevo género, pues, aunque pese oírlo al autor de esta elegía, huele a romántica desde el primer verso hasta el último.

Mucho pudiera añadir, examinando las pocas obras que después ha escrito este perezoso poeta, en comprobación del desvío que en ellas se nota del carril aristotélico-horaciano; pero me canso, y creo que con lo dicho hay lo bastante para mi propósito, reducido, no a elogiar ni a criticar las poesías del sr. Gallego, sino a manifestar que, sin quererlo y acaso sin advertirlo, sigue no muy de lejos la corriente del romanticismo, que reprueba y mira como una lastimosa corrupción del buen gusto. No es él solo ciertamente: el ilustre autor del Pelayo, tragedia en alto grado clásica, lo es también del “Panteón del Escorial”, bella composición, pero de un género nuevo y sin nombre conocido en la escuela antigua: obra romántica, si las hay, y, lo que es más, compuesta en un tiempo en que todavía estaba por inventar la denominación del gusto a que sin duda pertenece. ¿Y cómo se explican tales fenómenos? Del mismo modo que el culteranismo de que están contaminadas muchas obras de Quevedo y Lope de Vega, quienes en otras varias habían hecho más de una vez irrisión de aquel estrafalario gusto y de sus secuaces. Esto consiste en que todos los hombres, más o menos, reciben por necesidad la influencia de las ideas de su tiempo. Cada uno pertenece a su siglo, participa del gusto dominante, que cunde hasta por el aire que se respira, y adopta sin sentir parte de sus manías y estravagancias por ridículas que sean a los ojos de la razón imparcial, como sucede con las modas, que, repugnando al principio, acaban por agradar a sus mismos censores. El mayor conocimiento de la literatura inglesa, que de cuarenta años acá se ha difundido en España, y sobre todo el gusto alemán que, aunque por el conducto poco puro de traducciones francesas, han propagado en el occidente de Europa las obras de Schiller, Kotzebue, Goethe y otros, ha abierto sin duda este nuevo rumbo a las ideas y máximas literarias que dirigen a la generalidad de los escritores del día, y de cuyas obras solo la posteridad será en último resultado juez imparcial y competente. No es fácil adivinar a cuál de los dos partidos que en este punto dividen y agitan la sociedad moderna condenará el fallo de nuestros nietos, pero no es posible desconocer el peso que hará siempre en la balanza de las probabilidades a favor de la doctrina clásica la sanción unánime de más de veinte siglos.

F. V. M.


No podemos menos de recordar al público, que en el cuarto número de nuestro Artista dijimos lo siguiente: “Asimismo entendemos no cargar con la responsabilidad de los artículos comunicados que insertemos, siempre que estos lleven la firma de su autor, como tenemos derecho de exigirlo cuando su contenido no se halle en completa conformidad con nuestras ideas”. Inútil será decir que en este caso se hallan algunas de las que emite el autor de esta biografía, no sobre el mérito del sr. Gallego, a que hacemos su debida justicia, sino sobre varios de los principios literarios que da en ella por evidentes.
i. Magis planctus quam cantus.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera