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Título del texto editado:
“Fama póstuma a la vida y muerte del doctor frey Lope Félix de Vega Carpio, escrita por el doctor Juan Pérez de Montalbán, natural de Madrid y notario del Santo Oficio”
Autor del texto editado:
Pérez de Montalbán, Juan (1602-1638)
Título de la obra:
Fama póstuma a la vida y muerte del doctor frey Lope Félix de Vega Carpio,y elogios panegíricos a la inmortalidad de su nombre, escritos por los más esclarecidos ingenios, solicitados por el doctor Juan Pérez de Montalbán, que al excelentísimo señor duque de Sessa, heroico y magnífico y soberanos mecenas del que yace, ofrece, presenta, sacrifica y consagra.
Autor de la obra:
Pérez de Montalbán, Juan (1602-1638)
Edición:
Madrid: Imprenta del Reino, 1636


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FAMA PÓSTUMA A LA VIDA Y MUERTE DEL DOCTOR FREY LOPE FÉLIX DE VEGA CARPIO, ESCRITA POR EL DOCTOR JUAN PÉREZ DE MONTALBÁN, NATURAL DE MADRID Y NOTARIO DEL SANTO OFICIO


Félix de Vega y Francisca Fernández, él hidalgo de ejecutoria y ella noble de nacimiento, y vecinos entrambos de la ilustre villa de Madrid, fueron los felicísimos padres del doctor frey Lope Félix de Vega Carpio, portento del orbe, gloria de la nación, lustre de la patria, oráculo de la lengua, centro de la fama, asunto de la invidia, cuidado de la fortuna, fénix de los siglos, príncipe de los versos, Orfeo de las ciencias, Apolo de las musas, Horacio de los poetas, Virgilio de los épicos, Homero de los heroicos, Píndaro de los líricos, Sófocles de los trágicos y Terencio de los cómicos, único entre los mayores, mayor entre los grandes y grande a todas luces y en todas materias.

Nació en Madrid en casas de Jerónimo de Soto, en la puerta de Guadalajara, a veinte y cinco de noviembre, año de quinientos y sesenta y dos, día de san Lope, obispo de Verona. Bautizose en seis de diciembre en la iglesia parroquial de San Miguel de los Octoes, siendo cura el licenciado Muñoz y padrinos Antonio Gómez y Luisa Ramírez, su mujer.

A los dos primeros abriles de su edad ya en la viveza de sus ojos, ya en el donaire de sus travesuras y ya en la fisonomía de sus facciones mostró con los amagos lo que después hizo verdad con las ejecuciones. Iba a la escuela, excediendo conocidamente a los demás en la cólera de estudiar las primeras letras, y como no podía por la edad formar las palabras, repetía la lición más con el ademán que con la lengua. De cinco años leía en romance y latín, y era tanta su inclinación a los versos que mientras no supo escribir repartía su almuerzo con los otros mayores porque le escribiesen lo que él dictaba. Pasó después a los estudios de la Compañía, donde en dos años se hizo dueño de la gramática y la retórica, y antes de cumplir doce tenía todas las gracias que permite la juventud curiosa de los mozos, como es danzar, cantar y traer bien la espada, quizá porque sabía que tocaba al buen poeta la noticia de estas tres artes, como lo advierte Horacio en su sátira nueve diciendo que los versos medidos tienen cierto parentesco con los compases de los pies en el ejercicio de danzar, con el movimiento de las manos en la destreza de las armas y con la entonación de las voces en la armonía de la música.

Viéndose ya más hombre y libre del miedo de su padre, que ya había muerto, ambicioso de ver mundo y salir de su patria, se juntó con un amigo suyo, que hoy vive, llamado Hernando Muñoz, de su mismo genio, y concertaron el viaje, para cuyo intento cada uno se previno de lo necesario. Fuéronse a pie a Segovia, donde compraron un rocín en quince ducados, que entonces no sería malo, por el valor que tenía el dinero. Pasaron a La Bañeza, y últimamente a Astorga, arrepentidos ya de su resolución por verse sin el regalo de su casa. Y, así, determinaron volverse por el mismo camino que llevaron, y, faltándoles en Segovia el dinero, se fueron entrambos a la Platería, el uno a trocar unos doblones y el otro a vender una cadena. Pero apenas el platero (escarmentado quizá de haber comprado mal otras veces) vio los doblones y la cadena, claro está, pensó lo peor, pero lo posible, y dio parte a la justicia, que luego vino y los prendió. Mas el juez, que debía de estar bien con su conciencia, habiéndoles tomado su confesión y viendo que decían entrambos verdad, porque decían una misma cosa, y que su culpa era mocedad, y no delito, y, en efeto, que su modo, su hábito y su edad no daban indicios de otra cosa, les dio libertad y mandó que un alguacil los trujese a Madrid y los entregase a sus padres con los doblones y la cadena, lo cual se ejecutó brevemente y a poca costa: tanta era entonces la justificación de los ministros, que el día de hoy para ocho días de pleito no hubiera harto en un patrimonio.

Luego que llegó a Madrid, por no ser su hacienda mucha y tener algún arrimo que ayudase a su lucimiento, se acomodó con don Jerónimo Manrique, obispo de Ávila, a quien agradó sumamente con unas églogas que escribió en su nombre y con la comedia de La pastoral de Jacinto, que fue la primera que hizo de tres jornadas, porque hasta entonces la comedia consistía solo en un dialogo de cuatro personas que no pasaba de tres pliegos, y de estas escribió Lope de Vega muchas, hasta introducir la novedad de las otras: para que sepan todos que su perfección se debe solo a su talento, pues las halló rústicas y las hizo damas, y cuantos después acá las han escrito (aunque alguno bárbaramente lo niegue) ha sido siguiéndose por esta pauta, como los que aprenden a escribir, que ponen la materia del maestro debajo del papel para imitarle en el brioso desempeño de los rasgos y en la perfecta forma de las letras. Los aplausos que se le siguieron con el nuevo género de comedias fueron tales, que le obligaron a proseguirlas con tan feliz abundancia que en muchos años no se vieron en los rótulos de las esquinas más nombres que el suyo, heroicamente repetido.

Mas, pareciéndole que sería importante saber de raíz la filosofía, para no hablar en ella acaso (desgracia que sucede a muchos), hizo elección de la insigne universidad de Alcalá, donde cursó cuatro años hasta graduarse, siendo el más lucido de todos sus concurrentes así en las conclusiones como en los exámenes.

Supo que estaba el señor duque de Alba en Madrid y vino a verle y a besarle la mano, de que se holgó su excelencia mucho, porque le amaba con extremo, y así lo mostró ofreciéndole su casa y haciéndole, no solo su secretario, sino su valido, favor que pagó Lope con escribir a su orden la ingeniosa Arcadia, enigma misterioso de sujetos altos, desalumbrado en el rebozo de pastores humildes.

Perseveró en esta privanza mucho tiempo, ya estando con su excelencia en Alba y ya viniendo a la corte a sus negocios, hasta que, enamorado de doña Isabel de Urbina, hija de don Diego de Urbina, rey de armas y muy conocido en esta villa, hermosa sin artificio, discreta sin bachillería y virtuosa sin afectación, se casó con ella con permisión de los deudos de entrambas partes.

Mas el desdén de la fortuna, que siempre mira con ceño la quietud de las seguridades, desbarató a Lope todas estas glorias. ¿Qué mucho?, si los méritos y las desdichas se dan las manos tan fácilmente. Es, pues, el caso que había en este lugar un hidalgo entre dos luces (que hay también crepúsculos en el origen de la nobleza como en el nacimiento del día), de poca hacienda, pero de mucha maña para comer y vestir al uso, sin más oficio que la asistencia en las conversaciones, donde pedía barato con desahogo a título de decir donaires a los presentes y cortar de vestir a los que no estaban delante. Supo Lope que una noche había entretenido la ociosidad del auditorio a su costa y disimuló la descortesía, no por temor, sino por desprecio, que hay hombres que aun no merecen la ira del ofendido. Mas, viendo que porfiaba en su civil tema, cansose, y sin tocar en la sangre ni en las costumbres, que lo primero es impiedad y lo segundo despropósito, le pintó en un romance tan graciosamente que causó en todos risa, pero no escándalo, que en los versos escritos sin odio y con buen gusto cabe el donaire, pero no la injuria. Picose el tal maldiciente con grande estremo, que hay hombres que apodan a todos y, en diciéndoles algo a ellos, pierden el juicio, y remitió su defensa a la espada, enviando a Lope un papel de desafío; lance de que salió tan airoso, que dejó calificado su brío y enmendada la condición de su contrario. Este y otros desaires de la fortuna, ya negociados de su juventud y ya encarecidos de sus opuestos, le obligaron a dejar su casa, su patria y su esposa con harto sentimiento, si bien se le templó la cortesana acogida que le hizo la ciudad de Valencia y sus ciudadanos mientras fue su huésped.

Después de algunos años que estuvo en los reinos, los afectos naturales de la patria, las floridas riberas de Manzanares, objeto lírico de su pluma, y los justos deseos de ver su esposa, le restituyeron a sus brazos con tan destemplado contento, que se temió su vida en el mismo regocijo, que es tanto el melindre de nuestra salud que peligra en el gozo como en la pena, si no es que fuese ensayo del dolor que le estaba esperando, pues dentro de un año el agudo acero de la muerte, que corta y deshace las más firmes lazadas, se la quitó intempestivamente de los ojos, golpe que le partió el corazón por medio y que solo pudo hacerle sufrible el respeto a la mano que le tiraba.

Sucedió esta desgracia en ocasión de efectuarse la jornada de Inglaterra, que alentaba el generoso brazo del excelentísimo señor duque de Medina Sidonia, a cuya sombra se alistó de soldado con ánimo de perder la vida, porque acabasen con ella sus congojas. Salió de Madrid, atravesó toda la Andalucía, llegó a Cádiz y pasó a Lisboa, donde se embarcó con un hermano suyo que tenía, alférez, y había muchos años que no se vían; placer que también le duró pocas horas, porque en una refriega que tuvieron con ocho velas de holandeses le alcanzó una bala y murió en sus brazos. Y, como sea verdad que nunca viene un pesar solo, porque siempre el que se padece es víspera del que ha de seguirse, sucedió tras tantos azares que el viento, tirano príncipe de las provincias de Neptuno, con una borrasca continuada malogró, a pesar de la razón y de la justicia, el noble coraje de tantos esforzados leones, cuyo lamentable suceso volvió a Madrid a nuestro Lope más aprisa que imaginó su ardimiento; donde, viéndose no muy sobrado, sirvió al marqués de Malpica de secretario, y luego con el mismo oficio al conde de Lemos, que fue el último dueño que tuvo, y que le tuviera siempre si no le cautivara la belleza de doña Juana de Guardo, hija también de [un] vecino de Madrid, con quien repitió el matrimonio y de quien tuvo varón y hembra, que es la mayor dicha que pueden tener los casados, porque el padre quiere a la hija y la madre al hijo, cada uno encareciendo su amor y su gusto; si bien a los seis años murió Carlos, que era el primogénito, y quedó sola doña Feliciana de la Vega, que hoy vive casada con Luis de Usátigui. Sintió la madre la falta de su hijo con tan verdadera fatiga que nunca volvió en su antigua salud, y a la primera enfermedad murió en ocho días, que una calentura sobre una pesadumbre de derecho pide la mortaja.

Quizá para más bien de la difunta y para mayor desengaño de Lope, que, viendo en aquella profanada belleza desteñida la púrpura de sus mejillas, ajada la nieve de su frente, macilento el color de su semblante, quebrados los cristales de sus ojos, traspilladas las perlas de sus dientes, helados los marfiles de sus miembros y desconocidas las señas de sus facciones, se resolvió a no admitir tercero casamiento y a buscar nuevo modo de vida humana que le asegurase la divina, para cuyo efeto dejó de raíz cuantos estorbos le pudieran embarazar en el siglo. Retirose de las ocasiones más leves, trató solo del remedio de su alma, solicitó el hábito de la sagrada Orden Tercera, entró en la congregación del Caballero de Gracia, acudió al servicio de los hospitales, ejercitose en muchas obras de misericordia, visitó el templo de Nuestra Señora de Atocha, de quien era muy apasionado, los sábados por voto y todos los días por devoción, y, últimamente, resuelto a lo mejor, se fue a Toledo y volvió sacerdote. Confesose generalmente, dijo la primera misa en el Carmen Descalzo, donde tenía su confesor. Hizo un oratorio en su casa, no solo curioso, sino rico, donde celebró todos los días, menos los precisos de la parroquia y los que dispensaba al amor de una deuda religiosa que tiene en las Trinitarias Descalzas. Y, sabiendo que habían hecho los sacerdotes naturales de Madrid una venerable y santa congregación cuyo fin es enterrar los clérigos que mueren pobres, vestir a los desnudos, libertar a los presos y ayudar con dinero a los menesterosos, metió una petición para ser admitido, que al punto se decretó, y fue tan perfecto congregante que jamás faltó a entierro ni a ejercicio de caridad ninguno. Y, así, con mucho exceso de votos le propuso la congregación para capellán mayor suyo, y quiso la suerte que de cuatro que entraron en ella saliese él solo, que, confesando su insuficiencia para tanto peso, admitió el cargo, abrazó a todos y cumplió con sus obligaciones tan liberal como cuidadoso.

Con este concierto de vida pasó muchos años, viviendo siempre con tanta atención a su conciencia, con tanto respeto a su estado, con tanto despego al siglo, con tanto afecto a la virtud, con tanto descuido de su vida y con tanto cuidado de su muerte, que parece la deseaba o la suponía muy cerca, porque con mucho tiempo hizo su testamento, en que dejaba, después de las mandas precisas, por muestra de su amor y para memoria de su voluntad al señor duque de Sessa un retrato suyo de grande estimación y todos los papeles que se hallasen; al secretario Juan de Piña, por su confidente más antiguo, cincuenta cuerpos de libros de su estudio que escogiese a su voluntad; a Alonso Pérez de Montalbán, por amigo verdadero del alma, un cuadro de Nuestra Señora y san José que llevaba al niño Jesús de la mano; al doctor Francisco de Quintana, por virtuoso, por docto y por muy apasionado suyo, un lienzo de la Fortuna que navegaba el mar, puesto el pie derecho sobre una bola; al licenciado José de Villena, por solícito en juntar sus obras para tenerlas como reliquias de tal ingenio, una lámina curiosa; a don Luis Fernández de Vega, por el deudo que tenían sus casas en la Montaña y porque siempre fue su amigo íntimo y le fio sus pensamientos, un relicario de Roma; y a mí, por su alumno y su servidor, un cuadro en que estaba retratado cuando era mozo, sentado en una silla y escribiendo sobre una mesa que cercaban perros, monstruos, trasgos, monos y otros animales, que los unos le hacían gestos y los otros le ladraban, y él escribía sin hacer caso de ellos.

No se fiaba de su salud, con ser tan buena, porque sabía que cualquier enfermedad tiene más peligro en los hombres muy sanos que en los muy achacosos. Fuera de que había tenido de un año a esta parte dos disgustos, como si para una vida no bastase uno, que le tenían casi rendido a una continua pasión melancólica, que ahora nuevamente se llama hipocondríaca. Viéndole Alonso Pérez de Montalbán, su amigo, tan triste, le convidó a comer el día de la Transfiguración, que fue a seis de agosto, y después de haber comido, estando todos tres discurriendo en varias materias, dijo que era tanta la congoja que le afligía que el corazón no le cabía en el cuerpo, y rogaba a Nuestro Señor que se la templase con abreviarle la vida, como fuese en servicio suyo. Respondile yo entonces: «No piense vuestra merced en eso, que yo confío en Dios y en la buena complexión que tiene que se le ha de acabar ese humor y le hemos de ver con la misma salud de hoy en veinte años». Y replicó con un género de ternura: «¡Ay, doctor, plegue a Dios que salgamos de este!». No se engañaba, no, que todas eran diligencias del corazón, que siempre trata verdad a su dueño y en estas ocasiones hace lo que los señores cuando caminan, que envían los criados delante para que les tengan prevenido el aposento. Había de morir Lope muy presto y su corazón que, profeta, lo adivinaba, enviábale los suspiros adelantados por que tuviese los desengaños prevenidos, pues a diez y ocho del mismo mes, viernes, día de San Bartolomé, se levantó muy de mañana, rezó el oficio divino, dijo misa en su oratorio, regó el jardín y encerrose en su estudio. A mediodía se sintió resfriado, ya fuese por el ejercicio que hizo en refrescar las flores o ya, como afirman los mismos de su casa, por otro más alto ejercicio hecho tomando una disciplina, costumbre que tenía todos los viernes en memoria de la pasión de Cristo Nuestro Señor, y averiguado con ver en un aposento donde se retiraba salpicadas las paredes y teñida la disciplina de reciente sangre: así la virtud suele disimularse en los que son buenos, sin hacer ruido ni andar melancólicos ni mal vestidos, que la virtud no está reñida con el aseo, que se queda en el término de la modestia. Y, si la mortificación es indicio de la santidad, también es instrumento de paliar los vicios la hipocresía. Con sentirse indispuesto Lope y tener licencia para comer carne por un corrimiento que padecía en los ojos, comió de pescado, que era tan observante católico, que hacía escrúpulo, aunque lo mormurase su achaque, de faltar a las órdenes de la Iglesia. Estaba convidado para la tarde para unas conclusiones de medicina y filosofía que defendió tres días el doctor Fernando Cardoso, gran filósofo y muy noticioso de las buenas letras, en el Seminario de los Escoceses, y hallose en ellas, donde le dio repentinamente un desmayo que obligó a llevarle entre dos de aquellos caballeros a un cuarto del doctor don Sebastián Francisco de Medrano, muy amigo suyo, que está dentro del mismo seminario, donde sosegó un poco hasta que en una silla le trujeron a su casa. Acostose, llamaron los médicos, que, informados de que había comido unos huevos duros y unos fideos guisados, presumiéndole embarazado el estómago, le dieron un minorativo para purgalle y luego, porque la calentura lo pedía, le sangraron, si bien le descaeció la falta de la sangre, aunque no era buena. Pasó acaso por la misma calle el doctor Juan de Negrete, médico de cámara de su majestad, que este título y sus aciertos son buenas señas de su talento, de su ciencia y de su experiencia, y, diciéndole que estaba Lope de Vega indispuesto, le entró a ver, no como médico, porque no era llamado, sino como amigo que deseaba su salud. Tomole el pulso, viole también la fatiga del pecho, reconoció la calidad de la sangre y previno el suceso, diciéndole con mucha blandura que le diesen luego el santísimo sacramento, porque servía de alivio al que había de morir y de mejoría al que había de sanar. «Pues, si vuestra merced lo dice,» —respondió Lope muy conforme—, «ya debe de ser menester», y volviose del otro lado a pensar bien lo que le esperaba.

Despidiose el doctor y advirtió que tuviesen cuidado con él, porque estaba acabando. Con esto vino a la noche, con la solemnidad que suele, el viático santísimo el cuerpo de nuestro señor Jesucristo, que recibió con reverencia y lágrimas de alegría, agradeciéndole la visita, pues así le daba a entender que, como quien quiere honrar al huésped que espera le sale al camino y le acompaña hasta llevarle a su palacio, así su divina majestad venía a recibirle hasta dejarle en las celestes moradas de su eterna gloria. Quedó más sosegado por dos horas, pero luego se conoció el peligro evidente y le trujeron el último remedio de la santa extremaunción. Recibiola, llamó a su hija, echola su bendición y despidiose de sus amigos, como quien se partía para una jornada tan larga. Consolose mucho con el maestro José Valdivielso, porque, ayudándole en aquella congoja, le dijo en pocas palabras muchas razones que le sirvieron de doctrina y de alivio. Preguntó por el padre fray Diego Niseno, a quien quería y reverenciaba juntamente, por haberle tratado muchos años y haber leído todos sus escritos, y por el padre maestro Juan Baptista de Ávila, de la Compañía de Jesús, porque quien en vida le advirtió como docto de muchas cosas importantes a su salvación y a su crédito, mejor lo haría en la muerte como religioso y como entendido. Mas no se logró su justo deseo, por estar entonces el padre Niseno ausente, y el padre Ávila enfermo en la cama. Encargó al señor duque de Sessa, como a su dueño y su testamentario, que siempre le asistía sin faltarle un punto, el amparo de su hija doña Feliciana de la Vega. Aconsejó a todos la paz, la virtud y el cuidado de sus conciencias. Díjome a mí que la verdadera fama era ser bueno y que él trocara cuantos aplausos había tenido por haber hecho un acto de virtud más en esta vida, y, volviéndose a un Cristo crucificado, le pidió con fervorosas lágrimas perdón del tiempo que había consumido en pensamientos humanos, pudiendo haberle empleado en asuntos divinos, que, aunque mucha parte de su vida había gastado en autos sacramentales, historias sagradas, libros devotos, elogios de los santos y alabanzas de la Virgen santísima y del Niño recién nacido en todas sus fiestas, quisiera que todo lo restante de su ocupación fuera semejante a esto. Resignó en las manos de Dios su voluntad, prometió no ofenderle jamás, aunque viviera muchos años, arrepintiose de haberle ofendido dolorosamente, confesó que era el mayor pecador que había nacido en el mundo, hizo un acto de contrición en que tuvieron más parte las lágrimas que las razones, llamó en su ayuda los santos de su devoción, invocó la piedad de la Virgen sacratísima de Atocha, a quien pidió que, pues había sido siempre su valedora, que lo fuese también entonces, y, pues tenía en sus brazos al juez de su causa, que intercediese por él al darle la sentencia. Dejáronle reposar un poco, porque dio a entender que se fatigaba, pasó la noche con inquietud y amaneció el lunes ya levantado el pecho y tan débil que la falta de la respiración no le dejaba formar las palabra, si bien tuvo siempre libres las potencias y muy pronto el sentido para responder a los que en aquel aprieto asistían a sus últimas congojas, que eran siempre el señor duque de Sessa, el señor don Rafael Ortiz, recibidor de la Orden de San Juan, don Francisco de Aguilar, el maestro José de Valdivielso, el doctor Francisco de Quintana, el licenciado José de Villena, el secretario Juan de Piña, don Luis Fernández de Vega, Alonso Pérez de Montalbán, su confesor, muchos religiosos de todas órdenes y el reverendísimo padre provincial fray Juan de Ocaña, que con su espíritu, como de predicador tan grande, le esforzaba para que pasase aliviado aquel preciso y temeroso trance. En efecto, oyendo salmos divinos, letanías sagradas, oraciones devotas, avisos católicos, actos de esperanza, profesiones de fe, consuelos suaves, cristianas aclamaciones y llantos amorosos, los ojos en el cielo, la boca en un crucifijo y el alma en Dios, espiró la suya al eco del dulcísimo nombre de Jesús y de María, que a un mismo tiempo repitieron todos.

Tratose de su entierro, de que se encargó el señor duque de Sessa, como su dueño y albacea y como tan magnánimo príncipe, y determinose para el martes siguiente a las once. Repartiéronse muchas limosnas de misas, que es la más importante honra para el que yace. Convocose todo el pueblo sin convidar a ninguno, vinieron cofradías, luces, religiosos y clérigos en cantidad, la Orden de los Caballeros del Hábito de San Juan, la de los Terceros de San Francisco, la Congregación de los Familiares y la de los Sacerdotes de Madrid, compitiendo piadosamente sobre quién había de honrar sus hombros con llevar su cuerpo, y consiguiolo la venerable Congregación de los Sacerdotes. Empezose el entierro según estaba prevenido, y fue tan dilatado, que estaba la cruz de la parroquia en San Sebastián y no había salido el cuerpo de su casa, con ser tanto el distrito y haber rodeado una calle a petición de soror Marcela de Jesús, religiosa de la Trinidad Descalza y muy cercana deuda del difunto, que gustó de verle. Las calles estaban tan pobladas de gente, que casi se embarazaba el paso al entierro, sin haber balcón ocioso, ventana desocupada ni coche vacío. Y así, viendo una mujer tanta grandeza, dijo con mucho donaire: «Sin duda este entierro es de Lope, pues es tan bueno». Iban con luto al remate del acompañamiento don Luis de Usátigui, yerno de Lope, y un sobrino suyo, en medio del señor duque de Sessa y de otros grandes señores, títulos y caballeros. Llegaron a la iglesia, recibioles la capilla real con música. Díjose la misa con mucha solemnidad, y, al último responso, viéndole quitar del túmulo para llevarle a la bóveda, clamó la gente con gemidos afectuosos. Depositose en el tercero nicho por orden del señor duque de Sessa, con permisión del doctor Baltasar Carrillo de Aguilera, cura propio de la parroquia de San Sebastián, y con declaración de la justicia por el secretario Juan de Piña. Vaciole en cera la cabeza Antonio de Herrera, excelentísimo escultor de su majestad, y despidiéronse los amigos llorando la soledad que les hacía Lope, como quien echa menos una joya que le han hurtado.

Prosiguiéronse las honras hasta el novenario con la misma costa y autoridad de música y cera que el primer día, y dilatose el funeral último ocho días, porque estaba ausente el padre fray Ignacio de Vitoria y era el elegido para el sermón, con mucho gozo suyo y de todos los discretos, que a una voz dijeron que tal orador merecía tal difunto, y tal difunto era digno de tal orador. Entretanto que se esperaba este gran día, quiso la venerable Congregación de los Sacerdotes cumplir con los honores de su hermano amantísimo. Aderezose la iglesia de San Miguel lo mejor que se pudo, sin exceder las órdenes limitadas en la premática. Cubriéronse de luto los bancales del coro, donde asistían los congregantes con sobrepellices, en compañía del licenciado José de las Cuevas, su capellán mayor. Acudió gran número de gente, hasta no caber más en la iglesia, con muchos señores que a lisonja del señor duque de Sessa y a devoción de Lope se convidaron ellos mismos. Dijo la misa de pontifical don fray Gaspar Prieto, obispo de Alguer y electo en Elna, y predicó el sermón el doctor Francisco Quintana, de quien me holgara, si fuera posible en mi amor, ser hoy su mayor enemigo para ponderar sin sospecha de pasión alguna la pureza en el lenguaje, la cordura en el asunto, la profundidad en los pensamientos, la ternura en las admiraciones y, sobre todo, el hablar a propósito, cumpliendo siempre con su entendimiento y su voluntad, que cuando se juntan, todo se acierta.

El lunes siguiente a las ocho de la mañana, con el deseo de oír al padre Ignacio de Vitoria estaba ocupada toda la iglesia, sin que faltase príncipe grande, caballero entendido, cortesano curioso y hombre de buenas letras, unos llevados de la obligación y otros traídos de la curiosidad. Vino la capilla, cantó el introito. Salió a decir la misa el doctor don Cristóbal de la Cámara y Murga, obispo de Salamanca, si bien el tumulto de la gente ni dejó atender a la misa ni dio lugar a escuchar la música. Púsose en el pulpito el sutilísimo Agustino de nuestros tiempos con muy buena gana de hacer alarde, como lo hizo de su voluntad en alabanza de un varón tan famoso y en lisonja de un auditorio tan lucido. Mas fue tanto el ruido de los mal acomodados, la inquietud de los que llegaron tarde, el cansancio de los que fueron temprano, el aprieto de algunos y el calor de todos, que no dejó gozar universalmente de la doctísima oración, si bien los que la oyeron bastaron a informar a los demás de lo agudo de sus conceptos, de lo extraño de sus novedades, de lo noticioso de sus letras, de lo gallardo de sus acciones y de lo eminente de sus idiomas, y después lo harán a mejor luz los caracteres de plomo vaciado en la inmortalidad de la estampa.

Al siguiente día dispuso la piadosa Cofradía de los Representantes los honores funerales con tanto lucimiento como gasto. Vistiose de pontifical para celebrar el mayor sacrificio don fray Micael de Abellán, obispo de Siria. Cantó la capilla real como siempre, sin faltar ninguno de los mejores, con que hicieron la iglesia cielo, y predicó el muy reverendo padre fray Francisco de Peralta, antorcha angélica de su sagrada religión de Predicadores, y predicador tan felice en esta ocasión que aun la muda retórica del silencio no basta a ponderarle, porque oró tan a propósito de los méritos del sujeto, tan a medida del gusto de los señores, tan conforme al talento de los doctos, tan bastante al melindre de los entendidos, tan copioso al afecto de los apasionados y tan ajustado al genio de los vulgares, que, no pudiendo los unos y los otros sufrir tanto género de sutilezas sin pagárselas de contado, introdujeron en el templo un género de ruido devoto y un linaje de rumor ponderativo cuyas inquietas admiraciones empezaron en aplausos públicos y acabaron en vítores disimulados; con que se dio fin a sus exequias, pero no a sus honras, pues ahora las harán eternas con sus Elogios panegíricos los divinos Apolos de Manzanares, a imitación del tracio Orfeo, que a pie llevaba tras sí los montes con la dulcísima consonancia de sus himnos. Y yo, que más le quise, daré principio a sus loores para que los adelanten sonoros cisnes con voces mejor aplaudidas y con plumas más bien rizadas.

Fue frey Lope Félix de Vega Carpio… ¡Oh, cómo parece que el nombre solo embaraza la posibilidad de su ponderación! Mas ¿qué importa que se encoja el entendimiento por limitado si se descuella la voluntad por infinita? Digo, pues, que fue nuestro insigne Lope de Vega el más favorecido y festejado de todo género de personas que nació en el mundo. Porque no hubo legado de su santidad, príncipe de Italia, cardenal de Roma, grande de España, nuncio del pontífice, embajador de reino, título de Castilla, gobernador, obispo, dignidad, religioso, caballero, ministro ni hombre de letras que no le buscase y le diese su lado y mesa en reconocimiento preciso de tan altas prendas. Las reales majestades católicas siempre que le encontraban, como a hombre superior a los otros, le miraban con más atención, y nuestro santísimo padre Urbano VIII, que hoy vive, y viva eternos siglos, ya que no pudo verle por la distancia, quiso comunicarle por la pluma, escribiéndole de su mano una carta muy amorosa y favorable y dándole el hábito de San Juan con título de doctor en teología. No hay villa, ciudad, provincia, señorío o reino que no haya solicitado su correspondencia. No hay casa de hombre curioso que no tenga su retrato, o ya en papel, o ya en lámina, o ya en lienzo. Vinieron muchos desde sus tierras solo a desengañarse de que era hombre. Enseñábanle en Madrid a los forasteros como en otras partes un templo, un palacio y un edificio. Íbanse los hombres tras él cuando le topaban en la calle y echábanle bendiciones las mujeres cuando le vían desde las ventanas. Hiciéronle costosos presentes personas que solo le conocían por el nombre. Escribiéronle varios elogios en su alabanza muchos varones graves sin haberle visto, y laureáronle en Roma por solo, por único, por raro y por eminentísimo, sin haber día ni hora que no tuviese ocasión alguna para su desvanecimiento, a no ser tan humilde como prudente y tan desconfiado como modesto.

Fue el poeta más rico y más pobre de nuestros tiempos. Más rico porque las dádivas de los señores y particulares llegan a diez mil ducados; lo que le valieron las comedias, contadas a quinientos reales, ochenta mil ducados; los autos, seis mil; la ganancia de las impresiones, mil y seiscientos, y los dotes de entrambos matrimonios, siete mil, que hacen más de cien mil ducados, fuera de doscientos y cincuenta de que le hizo merced Su Majestad en una pensión de Galicia, ciento y cincuenta de una capellanía que le cupo en Ávila por antigüedad de criado de don Jerónimo Manrique, cuarenta de una casa pequeña que tenía junto a la calle de la Cruz, trecientos de una prestamera que le dio en un lugar suyo el excelentísimo señor duque de Sessa, su amigo, su valedor, su dueño y su heroico mecenas, y más cuatrocientos ducados para su plato de muchos años a esta parte, porque le dijo que no quería escribir más comedias, sin otras liberalidades secretas de tanta cantidad que, hablando una vez el mismo Lope de las finezas del duque, su señor, aseguró que le había dado en el discurso de su vida veinte y cuatro mil ducados en dinero, grandeza digna solamente de príncipe tan soberano, que con esto se dice todo. Y fue también el más pobre, porque fue tan liberal que casi se pasaba a pródigo y tuvo tan encendida caridad que jamás le pidió pobre limosna en público o en secreto que se la negase, antes bien se la daba doblada si era vergonzante, y, si conocía que llegaba la necesidad a estrema, le vestía desde el zapato hasta el sombrero. Hacía en su oratorio muchas fiestas a los santos, y con más virtuoso exceso la de Cristo nuestro señor en su nacimiento, buscando para esto no solo figuras comunes, sino de costa, de novedad y de riqueza. Convidaba a los amigos sin tasa en el regalo. Gastaba en pinturas y libros sin reparar en el dinero, y así le vino a quedar tan poco de cuanto tuvo que apenas dejó seis mil ducados en casa y muebles.

Fue hombre de mucha salud, porque fue muy templado en los humores, muy suelto en los miembros, muy ágil en las fuerzas, muy proporcionado en las faiciones y muy ligero de pies y manos, y así estaba bueno siempre, porque andaba mucho sin cansarse, y es el ejercicio el más útil remedio de la naturaleza. Era discreto en las conversaciones, modesto en las visitas, atento en los actos públicos, importuno en los negocios ajenos, descuidado en los suyos propios, apacible con su familia, juglar con los amigos, mesurado con los señores, generoso con los forasteros, galante con las mujeres y cortesano con los hombres, si bien se cansaba mucho de los que regateaban el sombrero, siendo el tafetán tan barato, de los que tomaban tabaco habiendo de hablar con gente honrada, de los que se teñían las canas quedándose con los años y con los achaques, de los que decían mal de las mujeres sabiendo que nacieron de ellas, de los que creían a las gitanas estando vestidos de negro, y de los que preguntaban su edad a los otros no habiendo de casarse con ellos.

Escribió él solo más en número y en calidad que todos los poetas antiguos y modernos, y si no, pónganse sus obras (que no es dificultoso, pues todos las tenemos en las librerías) y las de Lope en una balanza y se verá la ventaja con la experiencia. Las comedias representadas llegan a mil y ochocientas. Los autos sacramentales pasan de cuatrocientos. Los libros y papeles impresos, muchos, como se verá en estos títulos: la Jerusalén conquistada, La Dragontea, la Arcadia, el Peregrino, el Patrón de Madrid, los Pastores de Belén, la Beatificación de san Isidro, el certamen con comedias del mismo santo, La Filomena, La Circe, las Rimas humanas, las Rimas sacras, los Triunfos divinos, los Soliloquios amorosos, la Corona trágica de María Estuarda, La Virgen de la Almudena, la Isagoge a las lecciones de los Estudios Reales de la Compañía de Jesús, el Laurel de Apolo, el epítome de su vida, La Dorotea, el Burguillos, El huerto deshecho, Los desagravios de Cristo, la égloga de Eliso, en la muerte del reverendísimo padre maestro fray Hortensio Félix Paravicino, La fiesta nueva del palacio o retiro nuevo, la égloga de Filis a la décima musa, la égloga de Amarilis a la reina cristianísima de Francia, El nacimiento del príncipe nuestro señor, La Congregación de los Sacerdotes de Madrid, la Égloga panegírica al serenísimo infante don Carlos, que Dios tenga, los Elogios a la muerte de Juan Blas de Castro, La venida del excelentísimo señor duque de Osuna a España, la Pira sacra en la muerte del excelentísimo señor don Gonzalo Fernández de Córdoba, unas rimas nuevas que dejó para imprimir, y veinte y cuatro tomos de comedias, que en todos son cincuenta cuerpos, sin los versos menores que hizo a particulares asuntos, porque no hubo suceso que no publicasen sus elogios, casamiento grande a quien no hiciese epitalamio, parto feliz a quien no escribiese natalicio, muerte de príncipe a quien no consagrase elegía, victoria nueva a quien no dedicase epigrama, santo a quien no celebrara con villancicos, fiesta pública que no luciese con encomios y certamen literario a que no asistiese como secretario para repetirle y como presidente para juzgarle, sin otras muchas obras que no salían en su nombre, cuya cantidad no tiene medida, porque aun la misma aritmética, si se empeñara en contar sus versos, o se rindiera a la prolijidad o, como mercader que quiebra, hiciera pleito de acreedores de sus números por no gastarlos, pues el mismo Lope, con ser tanta su modestia, dijo de sí en un papel impreso que salía toda su vida a cinco pliegos cada día, que, multiplicados por su edad, hacen ciento y treinta y tres mil y doscientos y veinte y cinco pliegos, que aun no parece posible en el estudio de muchos hombres. A que se añade ser tan atento, tan prudente y tan católico en cuanto escribía, que, con ser tanto, nunca el desvelo cuidadoso de la Inquisición halló palabra, opinión, pensamiento ni sentido que calificarle.

No hubo escritor entre griegos, latinos, italianos y españoles que le igualase en tener todas las circunstancias de perfecto poeta, porque, miradas con atención sus obras, es fuerza confesar que su blandura en los versos enamora, su agudeza en los pensamientos admira, su propiedad en los atributos satisface, su noticia en las imitaciones suspende, su verdad en los avisos aprovecha, su variedad en las materias deleita, y la facilidad con que todo lo hacía asombra, pues aun la pluma no alcanzaba a su entendimiento, por ser más lo que él pensaba que lo que la mano escribía. Hacía una comedia en dos días, que aun trasladarla no es fácil en el escribano más suelto, y en Toledo hizo en quince días continuados quince jornadas, que hacen cinco comedias, y las leyó como las iba haciendo en una casa particular donde estaba el maestro José de Valdivielso, que fue testigo de vista de todo. Y porque en esto se habla variamente, diré lo que yo supe por experiencia. Hallose en Madrid Roque de Figueroa, autor de comedias, tan falto de ellas, que estaba el Corral de la Cruz cerrado, siendo por Carnestolendas, y fue tanta su diligencia, que Lope y yo nos juntamos para escribirle a toda prisa una, que fue La Tercera Orden de San Francisco, en que Arias representó la figura del santo con la mayor verdad que jamás se ha visto. Cupo a Lope la primera jornada y a mí la segunda, que escribimos en dos días, y repartiose la tercera a ocho hojas cada uno y por hacer mal tiempo me quedé aquella noche en su casa. Viendo, pues, que yo no podía igualarle en el acierto, quise intentarlo en la diligencia, y para conseguirlo me levanté a las dos de la mañana y a las once acabé mi parte. Salí a buscarle y hallele en el jardín muy divertido con un naranjo que se helaba, y preguntando cómo le había ido de versos, me respondió: «A las cinco empecé a escribir, pero ya habrá una hora que acabé la jornada, almorcé un torrezno, escribí una carta de cincuenta tercetos y regué todo este jardín, que no me ha cansado poco». Y, sacando los papeles, me leyó las ocho hojas y los tercetos, cosa que me admirara si no conociera su abundantísimo natural y el imperio que tenía en los consonantes.

Mucho es esto, pero más es lo que se sigue (perdonen los antiguos y tengan paciencia los modernos): alcanzó por sus aciertos un modo de alabanza que aun no pudo imaginarse de hombre mortal, pues creció tanto la opinión de que era bueno cuanto escribía, que se hizo adagio común para alabar una cosa de buena decir que era de Lope, de suerte que las joyas, los diamantes, las pinturas, las galas, las telas, las llores, las frutas, las comidas y los pescados, y cuantas cosas hay criadas se encarecían de buenas solamente con decir que eran suyas, porque su nombre las calificaba. Elogio admirado de todos y merecido de ninguno, si bien, mirado a buena luz, no es nuevo, que ejemplar tiene, pero tan alto, tan superior y tan divino que le añade lustre y crédito casi infinito, porque es Dios solamente quien dio ocasión primero a este género de encomio, para cuya ilustración se ha de suponer que los hebreos no usan de superlativos cuando quieren alabar alguna cosa, y, así, es cierto que se valen del nombre de Dios para su realce. Dícelo David en el salmo treinta y nueve, pues para pintar unos montes los llama «montes de Dios», sin dilatarse como poeta, que lo fue divino, en encarecer su altura, sus verdores y su eminencia. Explican este lugar Belarmino, Arias Montano, Juan Bautista Folengio, Genebrardo y el padre Lorino, diciendo que en llamarlos «montes de Dios» los llamó grandes, sublimes y superiores, porque, siendo Dios su dueño, su nombre solo sirvió de alabanza. El capítulo sexto del Génesis llama a unos hombres «hijos de Dios», y dice Oleastro que quiso con su nombre encarecer la grandeza en la estatura de aquellos hombres; y Ezequiel, en el capítulo primero, para ponderar que unas revelaciones que Dios le comunicó eran misteriosísimas, las llama «visiones de Dios», como lo notan agudamente Nicolao de Lira, la Glosa ordinaria, Tertuliano, Teodoreto, san Basilio el Grande y con más particularidad Cornelio a Lapide, que expresamente con Oleastro afirma que es frasis común de los judíos para ponderar cualquiera cosa decir que es de Dios. De suerte que lo que en nuestra lengua es hispanismo del nombre de Lope podemos decir que fue primero hebraísmo del nombre de Dios en la Escritura. Honor para Lope grande, empero, a mi ver, para el señor duque de Sessa mucho mayor. Paréceme, señor excelentísimo (hablo con vuestra excelencia ahora, porque deseaba mucho la ocasión presente), paréceme, señor, digo otra vez, que tendrá por paradoja esta proposición, y no es sino verdad legítima, cuya prueba se verá calificada en tres razones que hacen un silogismo evidente. Todas las cosas buenas fueron de Lope, esto nadie lo ignora; Lope fue siempre todo de vuestra excelencia, esto todos lo saben; luego vuestra excelencia es dueño de Lope y de todo lo que le toca. La consecuencia es tan clara, que no necesita de prueba, porque ella se está publicando a voces y, así, para encarecer la persona de vuestra excelencia es ocioso repetirle lo clarísimo de su sangre, lo venerado de su valor, lo aplaudido de su entendimiento, lo grande por tantos lados, lo imperioso por tantas jurisdicciones y lo amable por tan heroicas prendas, sino llamarle dueño de Lope, con que se escusan los demás títulos, pues esos y otros muchos más entran en el número de las cosas buenas. Sea abono de este modo de ponderación el Espíritu Santo en el capítulo veinte y seis del Génesis y en el tercero del Éxodo, donde dice Dios, para acreditarse con los incrédulos de su omnipotencia y darles a entender su deidad altísima, que es Dios de Abraham. Admírase Cornelio a Lapide, explicando este lugar en sus Comentarios, de que, pudiéndose llamar Dios de todas las criaturas, se satisfaga con que sepan que lo es de Abraham solamente, y responde el mismo Cornelio que era Abraham tan puro, tan virtuoso, tan venerable, tan santo y tan bien querido, que le bastó a Dios para la reducción de aquellos infieles y para la demostración de su infinito poder llamarse Dios de un varón tan justo. La aplicación es tan fácil y tan consecuente, que nadie puede huir la cara a su inteligencia y, así, para no malograr el tiempo vuelvo a proseguir los elogios de nuestro Lope, que es lo mismo que volver a las alabanzas de vuestra excelencia.

Tuvo un espíritu tan generoso y una inclinación tan noble de ilustrar su nación, su patria y sus amigos, que hizo vanidad virtuosa de que no hubiese hazañoso príncipe, varón celebrado, catedrático docto, predicador provecto, capitán valiente, pintor insigne, artífice famoso y poeta elegante que no celebrase en sus escritos, si bien con todo esto no se pudo librar de emulaciones, que hacer beneficios y hacer ingratos no son dos cosas, pues mientras vivió, a vueltas de los honores que por otras partes granjeaba, siempre estuvo padeciendo sátiras de los maldicientes, detracciones de los ignorantes, libelos de los enemigos, notas de los mal intencionados, correcciones de los melindrosos y invectivas de los bachilleres con tanto estremo, que solo su muerte pudo ser asilo de su seguridad, haciendo la lástima lo que no pudo recabar el mérito, pues muchos de los que le lloraron muerto fueron los mismos que le mormuraron vivo, bien así como a Moisén los israelitas, que según Oleastro nunca le alabaron en vida, antes, en lugar de agradecerle los milagros, ya exprimiendo las piedras para apagar su sed insaciable, ya haciendo calles en los páramos del mar para que pasasen seguros y otros infinitos favores a este modo, le tiraban piedras, y en viéndole morir plañeron amargamente, diciendo: «¡Ay, tristes de nosotros, que perdimos nuestro profeta santo!». Que no es novedad, aunque es desdicha, haber menester morirse un hombre grande para hacerse bienquisto, y aun plegue a Dios que así lo quede, que hay envidia tan terca que conserva un odio sobre una muerte y pasa el rencor de esotra parte de la vida. Pero ¿qué importa?, si solo con dejarla en su afán, repetido sin provecho, se castiga su destemplanza. Y más hoy, que ha de estar viendo, aunque la pese, en favor de este felicísimo héroe tantas glorias de pompas funerales, tantos honores de príncipes augustos, tantos aplausos de concursos nobles, tantos sufragios de corazones piadosos, tantas lágrimas de afectos apasionados, tantos créditos de predicadores insignes, tantas inscripciones de varones doctos y tantos dulcísimos metros de diferentes Sénecas y Virgilios que están virtuosamente quejosos de la fortuna porque ya no está pronto el jaspe, prevenido el mármol y aparejado el bronce o para la estatua o para la urna o para el sepulcro o para todo, que todo lo merece quien nació para milagro de la naturaleza y murió para crédito de la posteridad.

Y, si alguno hiciere escrúpulo de que este linaje de honores se haga con un hombre particular, vuelva los ojos a las historias, haga memoria de las noticias y consulte las canas de la Antigüedad, y verá en ellas cómo se festejaron los cadáveres de los singulares varones en otros tiempos. Por el cuerpo de Homero batallaron siete ciudades en sangrienta contienda, y no solo le edificaron templo todas, sino que Grecia le batió moneda, que se llamaba homeria para memoria eterna de su nombre. Estando Alejandro sobre Atenas, determinado al último asalto, tuvo nuevas de que dentro de la ciudad había muerto Sófocles, poeta trágico, y que le querían enterrar, y por que la asistencia del asalto no impidiese el último beneficio al poeta, suspendió el orden que tenía dado por tres días, y entrando después, derribando las casas, reservó la de Píndaro por lo mismo, con las vidas de todos sus deudos. Roberto, rey de Nápoles, pidió al Petrarca recibiese de su mano el laurel de príncipe de los poetas de Italia. Honorio y Claudio, emperadores, consagraron estatuas en el Foro Trajano a Claudio, poeta elegantísimo. Roma mandó colocar las cenizas de Enio. Domiciano sentaba a su mesa a Estacio, y Vespasiano hablaba todas horas con Valerio, y en su muerte les asistieron para honrallos. El emperador Elio Vero estimó a Marcial de manera que puso después de muerto su retrato entre los augustos emperadores. Augusto César tuvo a Virgilio por su privado íntimo, y mandando el mismo poeta en su testamento quemar su Eneida, no solamente lo excusó Augusto, sino que compuso nuevos versos en su alabanza. Al insigne Camões, único poeta, le hizo Lisboa solemnísimas honras. El duque del Infantado fabricó capilla y urna al celebrado Juan de Mena en Guadalajara. Y, lo que es más para el intento nuestro, el invictísimo emperador Carlos V, viendo una vez herido a Garcilaso de la Vega, salió con su gente a defenderle. Y, sabiendo en otra ocasión, de allí a muchos días, que le habían muerto unos villanos enemigos nuestros, despeñándole de una torre donde le tenían preso, puso sitio a la torre y, en entrándola, con ser tan piadoso, no dejó vivir a ninguno de ellos, en venganza del muerto, a quien estimaba por gran poeta.

Todo esto es verdad constante; luego, si Lope de Vega solo monta más que todos los poetas juntos, digno será del premio que merece cualquiera; y si es verdad también que muchos autores gastaron toda una vida en encarecer una virtud particular, como la grandeza en Alejandro, la ciencia en Ptolomeo, la justicia en Numa Pompilio, la clemencia en Julio César, el ingenio en Ulises, el valor en Hércules, la poesía en Virgilio, la gravedad en Catón, la pobreza en Curio, la verdad en Trajano, la paciencia en Augusto, la piedad en Antonino, la templanza en Constancio y la humildad en Teodosio, ¿qué merecerá quien lo tuvo todo, siendo, como hemos dicho, liberal, docto, justo, blando, ingenioso, constante, poeta, circunspecto, pobre, verdadero, magnánimo, perdonador, templado y humildísimo? Pues, si esto es así, y, de más a más, murió tan prevenido de diligencias para su salvación, que hizo certidumbres nuestras esperanzas (tales fueron sus resignaciones en la voluntad de Dios, tales las lágrimas que vertieron sus ojos enternecidos y tales los actos de contrición verdadera que pronunciaron sus labios afectuosos), ¿qué importa que la detracción blasfeme, que la calumnia brame, que la ignorancia murmure, que el rencor informe, que el engaño porfíe, que la soberbia ladre, que el odio persevere y que la envidia escupa veneno en lugar de saliva, si está de nuestra parte la verdad dando voces, la fama publicando triunfos, las naciones previniendo lauros, los reinos consultando estatuas y toda la redondez del orbe erigiendo pirámides a su memoria, por el más insigne varón que han conocido y venerado entrambos mundos, el de Europa por la presencia y el de América por la noticia? ¿Y qué importa, finalmente, cuantos émulos quiera introducir la cavilación, si tiene Lope de su parte por defensa, asilo y sagrado la magnífica piedad de Felipe Cuarto el Grande, imitador en todo del invencible Carlos Quinto, su bisabuelo; por mecenas al señor ilustre duque de Sessa, su amigo y su valedor verdadero; y por piadosa madre a la ilustre villa de Madrid, que siempre le trató con veneración, honrándole con aplausos en la vida y aplaudiéndole con lágrimas en la muerte? ¿Qué mucho, si perdió en tres días su mayor tesoro, quedando sin el Apolo que alumbraba sus tinieblas, sin el Orfeo que suspendía sus sentidos, sin la lira que cantaba sus hazañas, sin la pluma que repetía sus fiestas, sin el espíritu que celebraba sus santos, sin la voz que pregonaba sus antigüedades, sin el ingenio que divertía sus pesadumbres y sin el hijo que la honraba con solo su nombre?

Dixi.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera