Información sobre el texto

Título del texto editado:
"Quevedo"
Autor del texto editado:
Ochoa, Eugenio de (1815-1872)
Título de la obra:
Semanario pintoresco español, segunda serie, tomo 7, nº 52
Autor de la obra:
Mesonero Romanos, Ramón (dir.)
Edición:
Madrid: Imprenta Viuda de Jordán e hijos, 1842


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Quevedo

¡O magnum decus Hispanorum!
Justo Lipsio, carta a Quevedo, fecha en
Lovaina en 25 de enero de 1605.


La fama de este insigne escritor es tan grande como merecida. Dotado por la naturaleza de un ingenio felicísimo, de una actividad prodigiosa y de una fuerza de temperamento proporcionada a la de su elevado espíritu; perteneciente por fortuna a una clase de la sociedad ni tan alta que pudiesen desatender sus padres y su tutor el cuidado de darle una crianza con que adelantar su estado en la sociedad, ni tan baja que les faltasen medios para proporcionársela; nacido en una época de raro lustre para la lengua y la literatura españolas, en que aquella había llegado a su apogeo, y esta llevaba la voz en la Europa culta; vasallo de un rey gran favorecedor de las letras; rodeado de los más eminentes ingenios de España, y aguijonada continuamente, por tanto, su emulación, todo se reunía como de intento para hacer de don Francisco de Quevedo el hombre superior que nos manifiestan sus escritos. De estos algunos son vulgarísimos en España; tales son muchos de los jocosos, de los que puede decirse que son los que le han dado esa reputación proverbial de que goza hasta en las últimas aldeas del reino; otros, no inferiores por cierto en mérito a aquellos, apenas son conocidos más que en la reducida esfera de los literatos y de las personas instruidas. Nadie ignora que Quevedo es un autor chistosísimo; pocos saben que es al mismo tiempo un profundo filósofo, un consumado hablista, uno d« nuestros grandes escritores ascéticos. De aquel ingenio colosal solo un lado es perfectamente conocido, y por todos, sin embargo, merece serlo igualmente. Sus aciertos en cualquiera de los ramos que cultivó hubieran debido hacerle célebre en cada uno de ellos, pero no parece sino que la fama es avara de sus dones y enemiga de universalidades, pues aun cuando favorece un hombre sólo lo hace bajo un solo concepto, dejando en sombra todos los demás; su luz, semejante a la del sol, solo hiere de lleno los objetos por una cara.

Poeta y prosador, eminente en igual grado, aunque no exento, ni con mucho, de defectos, Quevedo no puede proponerse como modelo a la juventud, pero es un ejemplo que debe estudiarse y meditarse con suma atención, como con mucha cautela. Decimos que no se le debe imitar porque sus aciertos son esencialmente originales, sui generis, y reciben su mayor realce de esa espontaneidad que los caracteriza y que se remeda tal vez, pero no se imita, porque no hay arte, estudio ni regularidad en ella; es, digámoslo así, como una cifra de que no se tiene la clave; no se le debe imitar, sobre todo, porque sus estravíos son peligrosos en estremo y suelen tener todavía más atractivo que sus mismos aciertos. Pero repetimos que se le debe estudiar, porque nadie, en nuestra opinión, ha sabido sacar más partido de los recursos propios de nuestra lengua, nadie la ha conocido más a fondo, la ha manejado con más soltura y habilidad, nadie le ha dado más colorido, nervio y expresión. Esto en cuanto al lenguaje. Por lo que hace al pensamiento, todavía es Quevedo un maestro más excelente, si se le lee con la cautela que poco antes recomendamos, pues es tan vivo y penetrante su ingenio para coger al vuelo las más íntimas analogías de las cosas, que, si no hubiera abusado tanto de este don para emplearle en miserables sutilezas y equívocos no siempre felices, nadie mejor que él enseñaría a discurrir y a ahondar el sentido de las palabras y la fuerza de las ideas. Lo mismo en el estilo levantado que en el jocoso, las espresiones de Quevedo son siempre tan animadas y pintorescas, que no solo [a] los objetos materiales, sino aun a las metafísicas abstracciones da color y vida, reproduciendo con maravilloso efecto en la mente del lector la vivacidad con que en la suya propia se presentan los pensamientos. Ningún escritor ha empleado mayor número de locuciones suyas exclusivamente que Quevedo, en cuyo estilo nunca se ve que haya querido imitar a nadie, salvo en la vida de Marco Bruto, donde con rara fortuna, y probablemente no sin estudio, reproduce en nuestra lengua la enérgica concisión de Tácito.

En sus obras filosóficas Quevedo no se aparta jamás de las puras y severas máximas de la moral cristiana. Conocía todos los sistemas de filosofía que se han disputado la palma entre los hombres, y sin duda la índole peculiar de su ingenio, su natural propensión a los placeres y la vivacidad y vehemencia de su imaginación le hacían inclinarse más que a otra alguna a la fácil escuela sensualista de los epicúreos; pero su alta razón e instrucción vastísima le preservaron siempre, sobre todo en su edad madura, de ese vergonzoso escollo del sensualismo puro en que han ido a estrellarse tantos ingenios o indolentes o temerarios. Pensador profundo y sagaz como el que más, sus máximas de filosofía cristiana tienen en su pluma, por decirlo así , toda la fuerza de una demostración matemática; aquel autor está tan bien penetrado de su argumento, ha meditado tanto sobre él y posee, además, en tan alto grado el don de bien decir, que se le espone al lector por todas sus faces, con todas sus analogías, con otros argumentos ya admitidos y, en fin, con una dicción tan feliz y seductora, que convence y arrebata. En sus escritos ascéticos hay mucha unción, y, si carece de aquella dulzura angélica de un fray Luis de Granada o de una santa Teresa de Jesús, no por eso su lenguaje habla menos al alma de la mayoría de los lectores, como más adecuado tal vez a las ideas y al gusto común; es decir, que por lo mismo que es más mundano y menos celestial (permítaseme esta espresion) que aquellos dos grandes escritores sagrados, su modo de producirse y de presentar los pensamientos hace más impresión, como si se entendiera mejor. Y la razón de esto es sencilla: Quevedo, viviendo en el siglo, estaba en mejores condiciones para hacerse comprender de los que viven en el siglo que los dos citados ascetas, que vivían en el claustro.

Quevedo escribió tanto y en tantos géneros, que no es estraño que no tuviese tiempo para limar sus escritos; además, es dudoso que sus retoques los hubiesen mejorado, pues su gusto no era muy puro, y, aunque estaba convencido y se burlaba graciosamente de la extravagancia de los cultos, no era él a veces menos culto que el mismo Góngora. En sus versos particularmente hay muchos trazos que son de todo punto imposibles de descifrar; en otros el sentido es tan oscuro y el lenguaje tan enmarañado, que el trabajo que cuesta entenderlo disminuye en gran parte el placer de su lectura; pero también en sus momentos de inspiración feliz pocos le igualan. Entonces es elevado, elocuente y grande sobre todo, pues la grandeza es el carácter esencial de sus concepciones, siempre estampadas con el sello del genio.

En el género festivo sería perfecto, si no pudieran echársele en cara dos cargos graves, uno mucho más grave que otro: es oscuro y demasiado libre en sus espresiones. Este último defecto es tan inesplicable en Quevedo como su culteranismo, si se considera la austeridad que predica en sus obras de moral cristiana; desgraciadamente es tan fatal como inesplicable, pues afea sus más graciosas composiciones. No creemos francamente que este defecto en él sea corruptor, ni acusaremos a Quevedo de hacer amable el vicio. Nadie dirá de él con razón que es un autor obsceno y peligroso, mas no por eso merece disculpa cuando se desliza a pensamientos lúbricos y espresiones mal sonantes. Lo único que puede decirse es que en estos casos su mucha sal suele desarmar la crítica.

Tuvo Quevedo grande amistad con los primeros ingenios y los hombres más ilustres de su siglo, mereciendo de estos grandes distinciones, particularmente del duque de Osuna, D. Pedro Girón, del conde [de] Lemos y del duque de Medina; y de aquellos, los mas estraordinarios elogios. El docto valenciano Vicente Mariner, en la dedicatoria del panegírico del emperador Julian[o] al Sol que tradujo del griego al latín y publicó en 1625, le dice entre otras cosas: Tu hoc musarum et lilteratum imperio, in hoc equidem, divinarum cogitationum aethere, tu solas es sol, tu solus princeps, caput, impcrator, numen. “Milagro de naturaleza” llama su ingenio el sabio Juan Pablo Mártir Rizo, en la defensa que imprimió del patronato de Santiago, y ya hemos visto en el epígrafe de esta noticia el alto concepto en que le tenía Justo Lipsio, varón insigne con quien, para mayor alabanza, compara Lope de Vega a nuestro autor en el Laurel de Apolo, silva séptima, diciendo:

Al docto D. Francisco de Quevedo
llama, por luz de tu ribera hermosa,
Lipsio de España en prosa
y Juvenal en verso,
con quien las musas no tuvieron miedo
de cuanto ingenio ilustra el universo
ni en competencia a Píndaro y Petronio,
como dan sus escritos testimonio;
espíritu agudísimo y suave,
dulce en las burlas, y en las veras grave,
príncipe de los líricos, que él solo
pudiera serlo, si faltara Apolo.
¡Oh, musas! dadme versos, dadme flores,
que a falta de conceptos y colores
amar su ingenio y no alabarle supe,
y nazcan mundos que su fama ocupe.


Solo con dos hombres de verdadero mérito sabemos que andaba bastante desavenido, por ser ambos particularmente díscolos y arrogantes: tales fueron Góngora y Pérez de Montalbán. A ambos satirizó en prosa y verso.

He de untarte mis versos con tocino
por que no me los muerdas, Gongorilla.


También se atribuye a Quevedo este gracioso epigrama, aunque no consta que sea suyo:

Al doctor Don Juan Pérez de Montalbán
El doctor tú te lo pones,
el Montalbán no le tienes,
conque, quitándote el don,
vienes a quedar Juan Pérez.


Las obras de Quevedo que andan impresas son las siguientes:

I. La cuna y la sepultura.
II. Introducción á la vida devota.
III. De los remedios de cualquiera fortuna.
IV. Virtud militante contra las cuatro pestes del mundo.
V. Vida de S. Pablo Apóstol.
VI. Compendio de la vida de santo. Tomás de Villanueva.
VII. Doctrina para morir.
VIII. Vida de Marco Bruto.
IX. Fortuna con seso, hora de todos.
X. Memorial por el patronato de Santiago.
XI. Epiteto y Focílides en español.
XII. Carta de las calidades de un casamiento.
XIII. Carta de lo que sucedió en el viaje que el rey nuestro señor hizo al Andalucía.
XIV. Carta a Luis XIII, rey de Francia.
XV. El sueño de las calaveras.
XVI. El mundo por dentro.
XVII. Historia y vida del gran Tacaño.
XVIII. El alguacil alguacilado.
XIX. Las zahúrdas de Pluton.
XX. Visita de los chistes.
XXI. Casa de los locos de Amor.
XXII. La Culta latiniparla.
XXIII. El Entremetido, la Dueña y el Soplón.
XXIV. Cartas del caballero de la Tenaza.
XXV. Cuento de cuentos.
XXVI. Libro de todas las cosas, y otras muchas más.
XXVII. Tira la piedra y esconde la mano.
XXVIIL El Rómulo, traducción del que escribió el marqués Virgilio Malvezzi.
XXIX. Política de Dios y Gobierno de Cristo, primera y segunda parte.
XXX. El Parnaso español, las Nueve Musas.


(Al fin de esta obra va la carta que escribió el autor a don Antonio de Mendoza, donde aconseja que el hombre sabio no debe temer la muerte.)

En la vida de Quevedo, escrita poco después de su muerte, se citan los siguientes títulos de obras suyas inéditas que se hallaban unas en poder de su sobrino y heredero, don Pedro Aldrete de Quevedo y Carrillo, y otras en manos de otras personas, que no se pudieron recobrar, a pesar de que se hicieron para ello muchas diligencias, y con censuras eclesiásticas de dos paulinas.

I. Flores de Corte.
II. Tratado de las cosas más corrientes de Madrid y que más se usan.
III. Teatro de la Historia.
IV. La felicidad desdichada.
V. Consideraciones sobre el Testamento Nuevo y vida de Cristo.
VI. Algunas epístolas y controversias de Séneca traducidas.
VII. Dichos y hechos del duque de Osuna en Flandes, España, Nápoles y Sicilia.
VIII. Algunas comedias, de las cuales dos viviendo el autor se representaron con aplauso de todos. IX. Discursos acerca de las láminas del Monte Santo de Granada.
X. La isla de los Monopantos.
XI. Un tratado contra los judíos, cuando en esta corte pusieron los títulos que decían: Viva la ley de Moisés y muera la de Cristo.
XII. Traducción y comento al modo de confesar de Santo Tomás.
XIII. Vida y martirio del P. Marcelo Mastrillo, de la Compañía de Jesús.
XIV. Historia latina en defensa de España y en favor de la reina madre.
XV. Vida de santo. Tomás de Villanueva, escrita muy por extenso.
XVI. Tratado de la inmortalidad del alma.
XVII. Diferentes papeles sueltos muy curiosos.


A esta lista hay que añadir un gran número de cartas escritas a varios sujetos en elegante estilo y en diferentes géneros, de las cuales se conservan bastantes, aunque es regular que muchas más se hayan perdido.

Don Nicolás Antonio, en el artículo “Quevedo”, Bibliotheca nova, divide las obras de este autor en cuatro clases: en la primera pone las sagradas, histórico-políticas; en la segunda, las profanas, que son o morales o políticas; en la tercera, las jocosas o satírico-morales; y en la última, las poesías.

Quevedo, aunque su nombre es bastante conocido en Francia, ha sido pocas veces y poco felizmente traducido. El gran Tacaño, y las Cartas del caballero de la Tenaza, y algunas de sus Visiones o Sueños, se han traducido varias veces desde el año 1641, en que M. La Geneste puso estas obras en francés por la primera vez. Un anónimo y Mr. Radots hicieron nuevas traducciones de los mismos tratados, pero no con más exactitud y elegancia que el primero. Verdad es que tampoco hay en castellano autor más difícil y a veces imposible de traducir que Quevedo. El apreciable literato don Juan María Maury ha puesto en francés con su acostumbrada habilidad varias composiciones poéticas de nuestro autor de distintos géneros en el tomo 1° de la Espagne poetique ( París 1826).

Una circunstancia que pudiera explicarnos la rara fecundidad de Quevedo es aquella rigorosa distribución de su tiempo que había adoptado, según refiere su Vida, y de que jamás se apartaba. Para que los cuidados domésticos no pudieran distraerle de sus habituales tareas, siempre vivió en Madrid en posada pública; tenía horas fijas en que recibía a sus amigos y fuera de las cuales no admitía visita alguna. Hasta en coche y en paseo iba estudiando: apuntaba al paso cuanto le llamaba la atención y llevaba un diario de sus hechos y observaciones y hasta de sus confesiones generales. Merced a este buen orden, que igualmente observaba Lope de Vega, pudo alcanzarle el tiempo para tantas y tan distintas obras, sin que se perjudicasen unas a otras.

Nació don Francisco de Quevedo y Villegas en Madrid el año 1580, y fueron sus padres Pedro Gómez de Quevedo, secretario de la reina doña Ana de Austria, cuarta mujer de Felipe ll, y doña María Santibáñez, camarista de la misma reina. Tuvo Quevedo tres hermanas, doña Margarita, que casó con D. Juan Aldrete y San Pedro; la madre sor Felipa de Jesús, carmelita descalza en el convento de Santa Ana de Madrid; y doña María, que murió niña. Perdió Quevedo a su padre siendo todavía de tierna edad y, habiendo quedado pocos años después huérfano también de madre, pasó a cargo de su tutor, el protonotario de Aragón don Jerónimo de Villanueva, siguiendo tan felizmente sus estudios bajo el cuidado de este, que antes de la edad de quince años fue graduado de Teología en la Universidad de Alcalá. Estudió, además de la latina, las lenguas griega, hebrea, arábiga, francesa e italiana, llegando a ser escelente en todas ellas, lo mismo que en las letras sagradas y profanas, en ambos derechos civil y canónico y en las ciencias naturales. La maestría que alcanzó en el latín le granjeó la correspondencia epistolar, a los 28 años de su edad, con Justo Lipsio y otros célebres humanistas. De sus adelantamientos en el griego son testimonio la feliz traducción que hizo de Anacreonte y otros autores, las alabanzas que hombres doctos le tributaron en su tiempo con epigramas griegos y las instancias que el mismo Justo Lipsio 1 y don Bernardino de Mendoza le hicieron para que se encargase de la defensa de Homero. En la lengua hebrea no haría menos progresos, cuando le consultaban autores gravísimos, y entre ellos el padre Mariana, con motivo de la ortografía de los textos citados en su defensa del célebre Benito Arias Montano.

Un lance de honor en el que Quevedo, saliendo a la defensa de una dama indignamente ofendida en la iglesia de San Martín de Madrid, un jueves de semana santa, mató a su contrario a cuchilladas, le obligó a pasar a Italia, aceptando con este motivo el cargo de secretario suyo que con instancia le ofrecía el duque de Osuna, virrey de Sicilia. Luego pasó a Nápoles con el duque e hizo señaladísimos servicios al gobierno, distinguiéndose extremadamente por su actividad, su inteligencia y su acrisolada pureza 2 , con lo que le hizo merced el rey del hábito de Santiago y de una pensión de 400 ducados. Arrastrado, empero, en la ruidosa caída del duque de Osuna 3 , sufrió don Francisco grandes trabajos y persecuciones. Tres años y medio estuvo preso en la villa de Torre de Juan Abad, cuyo señor era, con tanto rigor, que, escribiendo al presidente de Castilla el miserable estado en que se hallaba y ponderando la imposibilidad de medios que allí había para cobrar la salud, le dice haber visto a muchos condenados a muerte, pero a ninguno condenado a que se muera; y, aunque al cabo le volvió el rey a su gracia, dándole en 1632 el título de secretario suyo y nombrándole su embajador cerca de la república de Génova, Quevedo, desengañado del mundo, apesadumbrado con la reciente pérdida de su esposa, doña Esperanza de Aragón, señora de acreditada nobleza, y deseoso de volver de lleno al cultivo de las letras, se retiró a la Torre de Juan Abad, donde vivió sosegado y feliz todo el tiempo que se lo consintió la malicia de sus émulos. En 1641 suscitáronle estos una nueva y más violenta persecución con motivo de habérsele atribuido una composición en verso contra el gobierno. Restituido en fin a la libertad, pero perdida la salud y la hacienda, se retiró a su villa a reponerse de ambas pérdidas; pero allí se le agravaron sus achaques, tuvo que trasladarse en busca de mejor asistencia a Villanueva de los Infantes, donde feneció su vida en 8 de setiembre de 1645, día célebre por el nacimiento de Nuestra Señora y por la victoriosa muerte de santo Tomas de Villanueva, de quien fue siempre don Francisco particularmente devoto, y cuya vida escribió con docta y elocuente pluma.

“Fue Quevedo de mediana estatura, el pelo negro y algo encrespado; la frente, grande; sus ojos, muy vivos, pero tan corto de vista, que llevaba continuamente anteojos; la nariz y demás miembros, proporcionados, y de medio cuerpo arriba bien hecho (aunque cojo y lisiado de entrambos pies, que los tenía torcidos hacia dentro); algo abultado, sin que le afease; muy blanco de cara, y en lo más principal de su persona concurrieron todas las señales que los fisónomos celebran por indicio de buen temperamento y virtuosa inclinación; de manera que de su ánimo, en piedad y letras excelente, no se podía decir lo que a un filósofo dijo un astrólogo: Tuus animus male habitat: “Tu ánimo vive en mala posada”. No niego que en el verdor de sus años tuvo mocedades y condición algo fuerte, pero supo reportar su natural inclinación con los estudios y ejercicios de virtud de tal suerte, que nunca se desmandó a cosa que oliese a escándalo; antes, con la madurez de los años fue mostrando cuán templadas y sujetas a la razón tenía sus pasiones, dando a todos muy buen ejemplo”.

(El abad don Pablo Antonio de Tarsis [Tarsia], Vida de Don Francisco de Quevedo y Villegas)

E.[ugenio] de O.[choa]






1.  O litteras tuas, et arnicas, et sensihus argutas! utroque nomine caeperunt le decia aquel autor respondiendo a una que le escribió Quevedo en 1605. Estas curiosas cartas latinas se dieron a luz en Madrid en 1615 , por diligencia del licenciado Vicente Mariner.
2. Como honroso testimonio de la probidad da Quevedo en el ejercicio de su empleo, no estará de más dar aquí el siguiente estracto de un despacho del duque dirigido al rey, en 27 de mayo de 1617: “Suplico a V. M. mande que con toda brevedad se despache don Francisco de Quevedo, pues hasta su vuelta lo más que puedo hacer es ir suspendiendo estos negocios, por la falta que tengo de persona de quien fiallos, y ser ellos de calidad que muchos que hasta ahora habían vivido muy bien corren peligro en dejarse llevar de tanto dinero como ofrecen los que querían rescatar lo más que pudiesen, pues es de suerte que sé de cierto que, aun sin hacer cosa mal hecha. tendría hoy don Francisco de Quevedo cincuenta mil ducados, con tal que me hubiera propuesto disimulación o flojedad....”.
3. Nadie ha puesto en claro con más lucidez y aun evidencia, a nuestro parecer, la verdad de los tratos del duque de Osuna con la república de Venecia, y la parte que tomó en ellos don Francisco de Quevedo, que el señor conde Daru en su escelente Historia de aquella república.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera