Información sobre el texto

Título del texto editado:
“El dotor Bartolomé Hidalgo”
Autor del texto editado:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Título de la obra:
Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones
Autor de la obra:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Edición:
Sevilla: 1599-¿1644? (ed. facsímil, Sevilla, Rafael Tarasco, 1881-1884)


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El dotor Bartolomé Hidalgo


Diré del presente sujeto lo que he oído a hombres doctos de su facultad, después de muerto, cuando la invidia ha perdido su fuerza, y quedaré libre de sospecha por haber puesto aquí su verdadero retrato. El famoso dotor Bartolomé Hidalgo de Agüero, comendador del hábito de San Jorge, fue natural de Sevilla, decendiente de la noble familia de los Agüeros. En su persona, grave y de mucha autoridad, de ingenio vivo y agudo y claro entendimiento, de mucho valor y grandeza de ánimo; tuvo gracia y donaire maravilloso en el hablar.

Estudió la medicina, y en la arte quirúrgica fue dicípulo del gran dotor Cuadra, y el más señalado de su tiempo. Ejercitó la vía común 20 años, trepanando, legrando y usando de los hierros comunes, en lo cual, no hallando por entero los efetos que pretendía, no sin autoridad y fundamento, dio en curar por otro modo más suave, desterrando los instrumentos y medicinas violentas, los digestivos y fármacos húmidos, usando en su lugar de cosas desecantes y conservativas, que llaman los médicos cefálicas, como fueron sus polvos magistrales, el olio benedito que llaman de aparicio, conocido de él antes que de otro moderno, y otras medicinas que, levantando güesos y atrayendo materias caídas, hacen sin violencia el mesmo efeto que las herramientas. Con esta vía, que él llamó particular o primera intención, curó en esta ciudad inumerables heridos con tal maravilloso y feliz suceso, que por maravilla peligraba alguno. Lo cual se esperimentó principalmente en el Hospital del Cardenal, que tuvo muchos años a su cargo, donde el de 1596, habiendo entrado de solos heridos de cabeza 110, sanaron de su mano los 107. Y de esta manera le sucedía siempre, por donde determinaron los patronos de aquel hospital establecer este modo curativo, de suerte que con esta condicional admiten a los cirujanos que le han sucedido después; y algunos, aunque doctos, que han repugnado han sido escluidos. Fue tan conocido y estimado mientras vivió, y tan grande su fama en todo el mundo, que, acrecentando la osadía a los valientes, traían por refrán en sus pendencias “Encomiéndome a Dios y al dotor Hidalgo”, y por su falta publicaban que no se atrevían a reñir.

Pero, si es permitido a la brevedad de un elogio decendir a lo particular, cosa espantosa parece traerle, a la una de la noche por el mes de julio, un hombre con una desproporcionada herida en la cabeza, que llaman fractura, rompido el casco, y lavarle con un cubo de agua del pozo, delante de un cirujano que no se había atrevido a curarlo, y darle sus puntos y aplicarle su aparicio e hila[s. P]reguntando al paciente qué hacha de armas había hecho tanto mal, y sabiendo que un jarro de vino en la oficina de Baco, dijo con su acostumbrado donaire: “No podía otro instrumento hacer tanto daño”. Y preguntó al cirujano su parecer en semejante cura, que atónito y admirado respondió no haberla visto antes, oído ni leído. “Pues que sabe vuestra merced –replicó– el vino que este trae en el cuerpo”. Y con esto lo envió al hospital, por ser pobre, y dentro de 9 días sanó perfetamente.

Estas milagrosas curas con tan valiente y segura determinación obligaron a uno de los más doctos médicos que yo he conocido a decir de él estas encarecidas palabras: “El dotor Hidalgo, que conocí muy bien y vi obrar y tratar de cirugía, fue el hombre más eminente que ha tenido la facultad en los tiempos pasados y en los presentes, y podrá ser que en los venideros, porque alcanzó entera y perfetamente los secretos y verdades de la primera intención de heridas, con que en su tiempo restituyó infinitos a la vida, que antes de él morían y después de él mueren, porque no han acertado con el punto de la verdad. Siguió un autor antiguo que empezó aquel modo de curar y no se atrevió a ponerlo por obra; y él lo ejecutó y perficionó, y dejó de esto escrito un libro que pocos se determinan a seguirlo, por ignorar el punto principal”. Todo esto es de este autor. A este libro que hizo contra la vía común intituló Tesoro de la verdadera cirugía, donde, entre muchos tratados de esta arte, trae sincuenta proposiciones o conclusiones particulares que defiende contra la ordinaria opinión de los cirujanos.

Finalmente, por decir algo de sus virtudes, fue de singular fortaleza y prudencia en las obras que hizo, y hízolo sobre todo amable la gran misericordia y caridad que tuvo con todos, principalmente con los pobres, a quien curó con mucho amor, con que fue aceto a los ojos de los hombres y de Dios, que tuvo por bien de premiarlo. Fue sentida grandemente su falta en esta ciudad, donde murió a 5 de enero, el año de 1597, de edad de 66 años. Está enterrado en la iglesia perroquial de San Juan de la Palma. Y el dotor Enrique Vaca de Alfaro, natural de Córdoba, de cuyas floridas esperanzas nos privó su temprana muerte, bien como lo había honrado antes en el docto libro que escribió en favor de su dotrina, honró segunda vez su memoria con estos ingeniosos versos:

El que ves elegante,
culto censor, debujo es verdadero
que de el dotor Agüero
fiel imita el varonil semblante,
de quien Pacheco suma
la memoria en pincel, la fama en pluma.

De aquel cuya osadía
le introdujo primero en nuestros años
contra marciales daños,
sabio Colón de no acertada vía,
de ignorado camino,
al árabe y al griego y al latino.

Del uno y otro asiano
pudo apenas la industria, pudo la arte
reconocer en parte
la más segura senda al bien humano,
mas con modo supremo
Hidalgo penetró lo más estremo.

Mereció único y solo
en la quirurga acción lugar primero;
fue dichoso, aunque Agüero
invidia dio a Esculapio, invidia a Apolo,
y con suave y fuerte
mano rompió los fueros a la muerte.

Ya se vio dividida
cabeza en partes mil de acerba espada,
que abrió en humor bañada
portillos otros tantos a la vida,
mas con unión suave
mintió la acción del instrumento grave.

Tal vez el cuerpo helado
de novel amador a quien valiente
émulo infelizmente
dejó de amor y de razón privado,
infundió nuevo brío,
animó el casi ya cadáver frío.

Mas, ay, cual niebla oscura
pasó, mortal al fin, el que ya pudo
el filo más agudo
de la Parca embotar acerba y dura;
faltó cual sombra fría,
desvaneció cual luz de breve día.

Sólo su nombre dura,
gracias de nuestro Jovio sevillano
a la fecunda mano,
que ya en elogio claro, ya en pintura,
locuaz o muda historia,
conserva de Hidalgo la memoria.






GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera