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Título del texto editado:
“El maestro fray Diego de Ávila”
Autor del texto editado:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Título de la obra:
Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones
Autor de la obra:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Edición:
Sevilla: 1599-¿1644? (ed. facsímil, Sevilla, Rafael Tarasco, 1881-1884)


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El maestro fray Diego de Ávila


Renovando en este mi intento aquella antigua costumbre de escrebir los hechos de los ilustres varones, por ser la historia un perfeto dechado de la vida, aunque el presente sujeto pedía estilo de inmortal escritor, yo ofresco lo que puedo a la memoria del insigne maestro fray Diego de Ávila, admitiendo parte de lo que a sus honras predicaron el canónigo Pizaño en Córdoba y el maestro Valderrama en Sevilla. En ella, aunque nació en la villa de Baena, se aumentó y creció esta clarísima luz. Fue su educación y primeros estudios en la Compañía de Jesús. Tomó el hábito de la Santísima Trinidad en el monasterio de Santa Justa y Rufina, estramuros de esta ciudad, siendo de 15 años; profesó a los 16, el de 1572. Era ya famoso retórico y estremado poeta, no solo español, pero latino. Graduose de dotor de la suprema ciencia en la Universidad de Baeza, donde leyó 16 años Artes, Teología y Sagrada Escritura con admirable aceptación. De allí le llevó el comisario general a la corte, viviendo Filipo Segundo, donde asistió 10 años, predicándole muy de ordinario, porque él mismo le enviaba a convidar, y no solo Filipo Segundo, sino también Filipo Tercero. A esta sazón, el convento de Sevilla lo eligió por ministro, sin saberlo, el año de 1600. Dejó la corte y vino a ejercitar su oficio. Dos años después, cuando se celebró el capítulo, fue eleto provincial con grande alegría de toda esta ciudad, aunque en medio de tanta honra no le faltó la emulación y ejercicio que sigue a los varones eminentes y santos.

Sin ser Tulio ni Demóstenes en la suavidad y elegancia, porque trabajó más por las cosas que por el modo de decirlas, se llevaba el mundo tras sí y acabó lo que no pudieron muchos. No se puede negar que fue su camino no solo valiente, pero inimitable. Oigamos al dotor Pizaño. «Las letras de nuestro padre fray Diego de Ávila, luz resplandeciente de estos reinos ya se sabe cuán grandes fueron, pues pocos en España pudieron venir con él en comparación en el conocimiento de la Sagrada Escritura, y la majestad y grandeza de declarar los lugares oscuros, y en descubrir lo profundo de sus misterios; pues, siendo forzoso para lo uno y lo otro saber el hebreo y el griego, en ambas lenguas se mostró insigne. Y no fue su sabiduría escondida, pues a todo el reino llegó la noticia de sus cátredas y de sus gravísimos sermones, aplaudido no solo del vulgo, sino de grandes letrados. Honrose la corte de los reyes con ellos, y tuvo entre príncipes aplauso; y donde llegó la noticia de su sabiduría llegó la ventaja que hizo a los grandes predicadores de la cristiandads». Y el maestro Valderrama dice: «Muerto es, señores, el príncipe de los predicadores de nuestro tiempo». Y más abajo: «Los más resplandecientes varones hagan mayor demostración, pues se les murió el abulense andaluz». Y concluye: «Tenia escritos 42 libros y esplicados 1600 lugares de Escritura con tanta erudición y variedad de lenguas, que pudo competir con todos los famosos estranjeros». ¿De quién se habla así? Dejo esto en manos de varones tan graves, por decir algo de la ciencia de los santos.

Era grande su fe. Decía que holgara que vinieran a disputar con él todos los herejes del mundo, y de esto resultó que los delirios de la enfermedad todos eran argumentar contra Calvino y Lutero. No pudo encubrir su humildad en la resistencia grande que hizo queriendo yo retratarle. Por el amor de esta virtud y de la abstinencia propuso a los padres congregados, siendo ya provincial, que no le recibiesen con aplauso ni le hiciesen banquetes, como es costumbre. Y, así, no quería más que la ración que daban al más pobre fraile, y de esto ¿cómo tomaría más de lo necesario quien sentía por tormento ver llegar esta hora? Si algo de regalos le presentaban seglares, lo repartía con los pobres. Vestía camisa de estameña aunque estuviese enfermo, y con su ejemplo las vistió la provincia, a quien reformó grandemente. ¿Quién dirá su recogimiento? Jamás se puso la capa para salir fuera que no fuese o a predicar o a interceder por los necesitados.

Era el primero que iba a maitines a media noche y a todas las horas; y lo demás del día gastaba en estudiar, cerrada con llave su celda, a cuya puerta aguardaban muchos religiosos por verlo siquiera mientras comía. Decíales lo que había estudiado, despedíalos y volvía a encerrarse a su estudio. De la castidad, en que fue estremado, pudiéramos contar casos semejantes a los de los santos que aventuraron no solo la capa y la lengua, mas lo que se estima tanto como la vida, que es la honra y reputación, por no perder su limpieza. Tuvo tanta, que en las conversaciones, aun siendo mozo, no se le oyó palabra malsonante o indecente, ejemplo de gran recato a los religiosos. Ejercitó la misericordia de suerte, que, siendo ministro en tiempo de peste, nunca dejó de visitar y consolar a los religiosos enfermos y aun curarlos por su mano. Y, pudiendo disponer de lo que le daban de sermones y le presentaban los señores, todo lo despendía en limosnas; y cuando no tenía dinero daba los libros y, no teniendo que dar, daba gemidos y suspiros. Todos estos arroyos salían de la fuente de su encendida caridad y de la comunicación con Dios en la oración, donde recibió grandes favores y mucho de lo que predicaba. En ella vio dos veces a su hermana doña María de Ávila, que había muerto en estado de viuda, cubierta de un manto blanco sembrado de estrellas, que le decía que se dispusiese para morir.

De ahí a poco predicó el último sermón del hijo pródigo en el Aduana con tantas lágrimas, que pareció al auditorio que se despedía del mundo. Luego cayó enfermo y hizo testamento, y una clausula de él dice: «Pido y suplico a todos los predicadores escarmienten en mí, y sean más morales que yo he sido y más deseosos de imitar con el ejemplo de vida la de nuestro señor Jesucristo, que más consistió en obras que en palabras». Al tiempo que recibió el santísimo sacramento pidió a Su Majestad, entrañablemente, convirtiese una mora que estaba en la casa donde le curaban, la cual la noche siguiente vio a la Virgen nuestra señora que le mandaba que se batizase, y pidió a voces el batismo, y le recibió y murió de ahí a poco. Cumplido este ardiente deseo, llevó el Señor a su eterno descanso al venerable padre, de 54 años de edad, viernes 22 de abril del año de 1611, con general sentimiento de toda esta ciudad. Pusieron su cuerpo en el claustro de su mesmo convento donde había tomado el hábito, delante del altar de las Angustias, donde se puso una ilustre piedra con los versos siguientes:

Egregius verbi divini praeco, domusque
filius istius, conditur hoc tumulo,

Calluit Hebraeam limguam, Graecam atque Latinam,
asidua trivit Biblia Sacra manu.

Doctrina primus nulli virtute secundus,
omnibus ingenuis artibus eximius.


A su retrato hizo este encomio Rodrigo Fernández de Ribera, secretario del marqués del Algaba:

Este que a copia misteriosa y breve,
fuerza de la piedad, valor del arte,
cual ves dichosamente han reducido,
haciendo tu ambiciosa vista parte
capaz para que el todo ilustre lleve, [5]
que la alma sola ya debió al oído;
este que del olvido
y de la muerte odiosa
así la arte piadosa
con fuerza y con valor ha arrebatado, [10]
divino vate y orador sagrado;
este a quien tu suspensa atención pudo
hallar desculpa amiga,
él mimo, pues, podrá quién es te diga,
que, aunque en copia, ella es tal, que él no está mudo. [15]

Este es el gran maestro, Ávila es este,
cuyo grave semblante aún hoy espira
divino celo, autoridad amable.
Venera aquí su autoridad y admira,
aunque espacio el mejor a tu edad cueste, [20]
la mano que así pudo al venerable
padre hacer que hoy hable
en materia tan muda.
Aquí da a la desnnuda
verdad aún hoy su vigoroso aliento, [25]
sin que de ella se usurpe parte el viento,
deba a su aliento la verdad su estima.
Trompa de Dios sonora,
a quien anima aún en su nombre ahora,
mira cuánto su nombre la arte anima. [30]

Plutarco aquí pintor, aquí prudente
historiador Apeles nos presenta
cebo a la vista y pasto da al deseo.
De la penosa ausencia nos esenta
y de la helada tumba al rayo ardiente [35]
del sol reduce al que pintado veo
y como vivo creo,
pues cuanto de él pregunto
lo muestra y dice junto.
Hasta la blanca veste imitadora [40]
del interno candor me dice ahora
con lengua oculta en voz bien escuchada
su castidad, y luego
el rubio manto, de su amor el fuego
no apagado jamás, nunca manchada. [45]

No cuide, no, Babel cabezas tantas,
como rebeldes lenguas vibra insana,
alzar viendo pintura al que pudiera
(que tantas habló ya una vida humana)
confundir su soberbia en lenguas cuantas [50]
de él heredó la fama verdadera,
para que sucediera
en el trabajo santo
a afecto ardiente tanto,
pues con el nombre solo que repita [55]
suyo la fama honor se solicita
y horror infunde en el contrario osado.
Y, si la fama un día
pertinaz se opusiera la osadía,
venza él, pues habla aun en papel copiado. [60]






GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera