D. Diego Hurtado de Mendoza
Las vidas de los varones
célebres
y sus hechos ilustres son ejemplos que nos guían al bien por medio de la imitación. Será muy raro el genio que no haya seguido los rasgos de otro genio. Es verdad que su grandeza sobra para elevarle, más lo es también que muchos hombres que han brillado tanto como el sol se habrían extinguido como una luz agonizante, si los destellos de los primeros no les hubieran alentado. Así pues, y deseosos de hacer algo útiles al par que amenos nuestros ensayos literarios, vamos, aunque ligeramente, a consignar hoy los principales hechos de nuestro compatriota D. Diego Hurtado de Mendoza, valiente como
guerrero,
discreto como
político
y como
escritor
aventajado y eminente.
Nació en Granada a fines de 1503 o principios del siguiente año. Fueron sus
padres
D. Iñigo López de Mendoza, segundo
conde
de Tendilla y primer marqués de Mondéjar, y Dª Francisca Pacheco, segunda mujer del marqués e hija de D. Juan Pacheco,
marqués
de Villena y primer duque de Escalona. Recibió en su niñez una
educación
esmerada, aprendiendo con Pedro
Mártir
de Anglería la gramática y algunas nociones de lengua arábiga, que cultivó después hasta perfeccionarse en ella. Pasó luego a Salamanca, y estudió latín y griego, filosofía y derecho civil y canónico. Se cree que entonces, para
distraer
su imaginación abrumada con tan graves estudios, escribió la
Vida
del Lazarillo de Tormes,
célebre por ser un modelo de ingenio y de correcto y
buen
lenguaje. Algunos la atribuyen sin fundamento a Fr. Juan de Ortega, religioso jerónimo, pero otros sostienen lo contrario con razones muy poderosas, que nosotros aceptamos por convicción y por respeto.
Guiado por su genio impetuoso a mayor espacio y a más grandes empresas, pasó a Italia y
militó
muchos años. Hay quien asegure, entre otros Sandoval, que se distinguió Hurtado de Mendoza a pesar de su
corta
edad con los tercios que mandaba en la guerra contra Lautrec sobre el ducado de Milán, y en la batalla de la Bicoca, año de 1522, que se halló en el ejército que sitió a Marsella en 1524 y en la gloriosa batalla de Pavía, memorable por haber hecho prisionero en ella el emperador Carlos V a su irreconciliable enemigo Francisco I rey de Francia.
La inquietud de los bélicos ejércitos no bastaba a sus pretensiones, y entre el fragor y estruendo de los combates crecía su inclinación a las letras, pasando en los tiempos de ocio militar a
estudiar
matemáticas y otras ciencias a las célebres
Universidades
de Bolonia, Padua y Roma.
Su elevado
talento,
su constante
aplicación
y distinguidas prendas hicieron formase Carlos V un concepto tan singular de su capacidad, que le confió los negocios y
embajadas
más críticas de su reinado. En 1538 se hallaba ya de embajador en Venecia. Manejó delicada y enérgicamente todos los asuntos relativos a la liga santa del Papa, el Emperador y los venecianos contra el turco y aconsejó al Senado con elocuente vehemencia lo que convenia hacer para que no se malograse tan interesante empresa.
Envió a la Tesalia y monte Athos a Nicolas Sofiano, natural de Corcira, para que buscase y copiase cuantos escritos y
códices
griegos hallase recomendables, el cual, unido a Arnoldo Ardenio, griego doctísimo, reunió cuanto selecto había encontrado en la biblioteca que fue del cardenal Besarión y en otras no menos ricas y se las remitió, logrando por este medio Hurtado de Mendoza reunir en Europa muchas obras sagradas y profanas de los más célebres escritores de Grecia. Las más notables de ellas fueron las de san Basilio, san Gregorio Nacianceno, san Cirilo Alejandrino, Arquímedes, Herón, Apiano y otros. Habiendo hecho donación a Solimán de un cautivo a quien amaba sobremanera y que a él le había costado gran precio, quiso manifestarle aquel su gratitud ofreciéndole cuando apeteciera, pero Hurtado de Mendoza, con la dignidad de su carácter público y la grandeza propia de su genio, se limitó a exigir de Solimán permitiese que los vasallos de Venecia, que se hallaban con bastante escasez de granos, pudieran comprar libremente trigo de los estados turcos y llevarlo a los de la República. Concedióselo Solimán y, sabiendo su decidida afición a los manuscritos griegos, le envió muchos, con los que enriqueció su numerosa y brillante biblioteca. Hay opiniones sobre el número de ellos, pero ni es creíble la de Escoto, que asegura fue una nave cargada, ni la de D. Juan Iriarte, que reduce aquellos a treinta y un volúmenes; pero es innegable que fueron muchos, de los más apreciados por los sabios del Imperio.
(Se concluirá)
JOSÉ SALVADOR DE SALVADOR