Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Relación sumaria del autor de este libro y de su vida y virtudes” y “Proemio al letor y partición de este libro”
Autor del texto editado:
Diego de Jesús (n. 1570)
Título de la obra:
Obras espirituales que encaminan un alma a la perfecta unión con Dios
Autor de la obra:
Juan de la Cruz, Santo (1542-1591)
Edición:
Alcalá de Henares: Ana de Salinas, viuda de Andrés Sánchez Ezpeleta, 1618


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RELACIÓN SUMARIA DEL AUTOR DE ESTE LIBRO Y DE SU VIDA Y VIRTUDES


I. Su patria, padres y niñez hasta tomar el hábito del Carmen

Para entrar en la lección de la mística y celestial doctrina que contiene este libro, el primer paso es el conocimiento de su autor y noticia de su admirable vida y heroicas virtudes y espíritu ilustrado, de que se pudiera hacer una historia muy grande y deleitosa si se hubiera de escribir a la larga, pero solo se hará una breve resunta, tocando las cosas de peso, cuanto baste para el fin que se pretende de dar principio a las obras que dejó escritas de su mano para enseñanza y guía de las almas que caminan a la perfecta unión con Dios.

Fue nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz natural de Fontiveros, villa que está entre la ciudad de Ávila y Medina del Campo. Su padre se llamó Gonzalo de Yepes, natural de la villa de Yepes en Castilla la Nueva, el cual vivió algunos años en Toledo, arrimado a unos prebendados de la santa Iglesia, parientes suyos, y ocupado allí en negocios. Túvolos algunas veces en Medina del Campo; y, pasando por Fontiveros, se aficionó a Catalina Álvarez, doncella virtuosa y de buen parecer, a la cual había criado una señora de Toledo que tenía hacienda en aquella villa. Y, sin dar parte a su padre y parientes, se casó con ella; y, porque le destinaban para cosas mayores, fue esto ocasión de que nunca más quisieron verle, con lo cual se halló obligado a humillar sus pensamientos y también las ocupaciones para sustentar la familia con su trabajo e industria en el mismo lugar de Fontiveros, donde le nacieron tres hijos de este matrimonio: el primero fue Francisco de Yepes, que poco ha murió en Medina del Campo con opinión de santo; el segundo, Luis de Yepes, que murió de poca edad; y el menor fue nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz, llamado entonces Juan de Yepes.

Murió su padre, dejándolos a todos niños y a su madre moza, pobre y llena de trabajos; y, habiéndose en todos con gran virtud para criar a sus hijos y procurarles alguna comodidad, se pasó de Fontiveros a Medina, que estaba entonces con la frecuencia y caudal de los tratos en mucha prosperidad. Comenzó luego el niño Juan, desde los primeros años, a descubrir loables inclinaciones, y la Virgen nuestra señora a señalarle por suyo con particulares favores. Uno fue muy notable y milagroso: que, siendo de edad de hasta cinco años y andando jugando con otros niños junto a un pozo sin brocal, cayó en él. Visto el suceso, huyeron los demás muchachos, y, a la noticia que alguno dio del caso, acudió gente a sacarle con unos garfios, teniéndole ya por ahogado, por ser el pozo hondo y de mucha agua y haber gran rato que estaba dentro; pero, mirando al pozo, le vieron vivo y sobre el agua, diciendo que una señora le sustentaba para que no se hundiese. Echáronle una soga, y él mismo se la ató al cuerpo, y le sacaron sano y sin lesión alguna. Y, preguntándole cómo no se había ahogado, respondió que, luego que cayó en el pozo, se le había aparecido una señora y, asiéndole de la mano, le había sustentado para que no se hundiese. Y no es pequeña maravilla que un niño de cinco años tuviese advertencia e industria para atarse de manera que le pudiesen sacar con seguridad y sin nuevo peligro. Fue cosa esta muy sabida, que la vieron muchos, y él mismo hacía memoria de ella, ponderando lo que debía a la santísima Virgen nuestra señora y cuán temprano le había obligado a serle devoto siervo.

Deseando su madre que estudiase y no teniendo caudal para sustentarle en el estudio, le arrimó a un caballero de rara virtud, llamado Alonso Álvarez de Toledo, y de tanta piedad, que, atropellando el qué dirán, se había retirado a un hospital a servir y curar a los pobres. Ayudábale en este piadoso ministerio con notable gusto el mozo Juan y, a ratos libres de la ocupación, estudiaba la gramática. Sabiendo ya latinidad bien, y creciendo en él cada día la devoción de la Virgen nuestra señora, quiso dedicarse todo a ella y tomó el hábito de su Orden del Carmen en el monasterio de Santa Ana de aquella villa. Pasó su noviciado con virtud fervorosa y profesó con mucho gusto de los religiosos, que le miraban como sujeto de importancia y, por ello, le dieron luego estudio de Artes y enviaron a estudiar Teología a la Universidad de Salamanca, en el colegio que en ella tienen. Vivía allí a lo primitivo y, con su ejemplo, traía fervorosos a sus condiscípulos, señalándose él entre todos; y tal ejercicio había de virtudes junto con los estudios, que parecía más casa de noviciado que colegio. Y él acomodaba de manera su estudio que siempre le cupiesen a la oración algunas horas. Desde el principio de su religión fue tan devoto de la cruz de Cristo nuestro señor, que, dejado el apellido paterno, se llamó fray Juan de la Cruz, abrazando entrañablemente lo espiritual de ella; y, así, toda su vida tuvo el padecer por gloria y el vivir siempre en cruz por descanso.

II. Persuadido de nuestra santa madre, se ofreció para la reformación de religiosos de su Orden y fue el primer descalzo de ella

Acabó sus estudios y, aunque él escondía mucho los ejercicios virtuosos más particulares, por huir la honra y estimación que la virtud granjea a sus seguidores, tal crédito sacó del colegio, que llegó su opinión a los oídos de nuestra santa madre Teresa de Jesús, al tiempo que ella andaba buscando algún fundamento fijo y primitivo para dar principio a la nueva congregación de frailes reformados de su Orden, para que Dios le daba priesa dentro de su pecho. Había días que traía en habla para ello al padre fray Antonio de Heredia, religioso antiguo de la Orden y algunas veces prelado en ella, cuando le puso Nuestro Señor en las manos a nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz, persona tan a propósito como después se vio para la empresa de la reformación primitiva. Llegó a Medina del Campo estando allí nuestra santa madre; y, habiéndole hablado y comunicado, quedó con tal estima de él que le pareció haber hallado lo que buscaba para dar principio a la congregación de descalzos, y le persuadió que dejase los intentos que tenía de irse a la Cartuja, porque en su Orden hallaría lo que buscaba, ayudando a restituir en ella el rigor primitivo y hermosura antigua sin que le fuese necesario mudar estado o regla para la perfección a que Dios le llamaba. Acabolo con él fácilmente y llevole a la fundación de monjas de Valladolid para enviarle de allí a Duruelo —lugar que tenía prevenido para que en él se diese principio a la nueva reforma—, y dispuso al padre fray Antonio para que los dos fuesen los primeros. Y con que las esperanzas de nuestra bienaventurada madre habían hecho asiento en el padre fray Juan de la Cruz, que le miraba como a varón de espíritu aventajado y verdaderamente primitivo, se dio la autoridad de prelado y cabeza al padre fray Antonio, por su antigüedad y canas, la cual no admitiera por su humildad el padre fray Juan de la Cruz, siendo tan mozo (...) 1 .

Resplandece en esto la profundidad de la sabiduría divina y la suavidad proporcionada con que ordena los medios al fin que en las cosas pretende. Había su majestad determinado que, de la semilla del antiguo Carmelo y riego de la fuente de Elías hubiese en nuestro siglo un nuevo jardín de deleites de Dios, que volviese a su ser aquella hermosura primitiva y buen olor —como se lo dijo el mismo Dios a nuestra santa madre—; y, para incomparable dignidad de esta gloriosa empresa, quiso que también fuese la sagrada Virgen madre suya la autora y patrona de ella, como lo había sido de la misma Orden desde el tiempo de la primitiva Iglesia, en cuyo reconocimiento sus hijos los carmelitas fueron los primeros que fabricaron templo en honor de la Virgen, como consta de la Historia. Muchas revelaciones tuvo nuestra santa madre de esta elección de Dios, y algunas andan en sus obras, y otras tuvieron personas de aprobado espíritu, cuya verificación no es de este lugar. Constituida, pues, la sagrada Virgen madre de Dios en el oficio de principal fundadora de esta familia reformada de su Orden, eligió, como para sustituta suya, una virgen de su coro, que fue nuestra santa madre Teresa de Jesús, para que representase su persona con propiedad de semejanza y erigiese la congregación de monjas reformadas, y juntamente diese principio a la de los frailes, negociando las licencias y disponiendo lo demás que era necesario para fundar en Duruelo y Pastrana —de donde se derivaron los demás conventos— y metiendo en estos como de la mano a los primeros religiosos. Pues, como Dios le daba la gloria de piedra primaria del nuevo Carmelo y autora no solo de la congregación de monjas, mas también de la de frailes, no quiso darle competidor de su dignidad y primacía en ningún religioso, sino que hiciese relación esta dignidad a la elección de la sagrada Virgen, cuya persona ella representaba y cuya influencia recibía. Y, aunque tenía Dios determinado de honrar al primer descalzo —que fue nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz— con tan raro espíritu y tan esclarecido resplandor de virtudes, que pudiera ser fundador de una religión ilustre, de tal manera trazó las cosas que no tuviese la autoridad del primer prelado de la Orden ni ocupase el primer lugar de ella, sino que le mirásemos no como a legislador y reformador, pero como a dechado y ejemplar nuevo que imitar, y coadjutor fidelísimo de nuestra bienaventurada madre que venerar.

Dejando, pues, para la historia particular todas las dificultades que hubo hasta el primer convento de frailes primitivos, nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz fue el primero que se descalzó y puso el pie en él, por ocupaciones que tuvo el padre fray Antonio de Heredia —llamado después de Jesús— y por no poder venir a Duruelo en algunos días, ordenándolo Dios así para que el padre fray Juan entre los religiosos fuese el que primero levantase la bandera primitiva, como lo hizo a treinta de noviembre del año de mil y quinientos y sesenta y ocho, comenzando una vida de tan gran rigor y perfección como pedía su espíritu y la empresa que Dios ponía en sus manos: no de cabeza y principio original —porque no nos llamaba Dios a nueva forma escrita, sino a la renovación de la antigua—, mas de ser ejemplo vivo de nuestra perfección, perfecto dechado de las virtudes primitivas y fundamentales de nuestro instituto, especialmente soledad, oración, silencio, recogimiento, retiro de criaturas, penitencia, mortificación y las demás que acompañan a la contemplación divina y comunicación celestial, que principalmente profesamos según la regla primitiva de nuestra religión, que aquí se abrazó en su pureza. Pues en estas virtudes informó con su ejemplo nuestro venerable padre a los nuevos descalzos de Duruelo y Mancera, donde se dio principio a la reforma en Castilla la Vieja —si bien no perseveraron estas dos casas, pasándose después su antigüedad a la de Ávila, patria y solar de nuestra santa madre—. Y fue después nuestro padre fray Juan a informar los conventos de Pastrana y Alcalá, y de ahí fue a perfeccionar los del reino de Granada, dando en todas partes, como otro nuevo Elías, forma de perfección.

III. Cuán ilustrado fue de virtudes, en particular de las teologales, fe, esperanza y caridad

Y, porque no es de esta breve relación caminar por las pisadas de nuestro venerable padre por todos los conventos, oficios y prelacías por donde anduvo muchos años esparciendo los hermosos resplandores de la vida primitiva, pasaremos a decir algo y como de paso de alguna de sus virtudes. Y, aunque las principales, que son las teologales y las demás infusas —por cuyo medio se une el alma con Dios y se introduce en ella la verdadera santidad como por unos manantiales de la divina virtud—, solo el que se las infundió puede conocer cuánto estas le ilustraron; con todo eso, por los resplandores que a lo exterior enviaban se conocía cuán unida tenía su alma con Dios. La fe estaba en él tan viva, que ninguna experiencia con que ella se esfuerza apetecía como no necesaria; y, así, se consolaba más con las sequedades de la oración que con los sentimientos dulces de ella, por ir más arrimado a la fe pura que a otros arrimos sensibles; y, porque esta se ejercita más altamente en los trabajos, los amaba extraordinariamente. Este mismo camino de vivir en fe con total dependencia de Dios enseñaba a las almas que gobernaba —esto persuade en sus escritos—, y en sus mayores trabajos y aperturas —que fueron grandes— esta fe le tenía consolado y tan firme en la confianza en Dios, que, aunque viese cerrados todos los caminos de la esperanza, la fe le abría puerta para que respirase, y a solo su arrimo navegaba segura su confianza. Cuando la nueva planta de la primitiva reforma —combatida desde su nacimiento con baterías y persecuciones— andaba como nave en la tormenta, embestida de tan altas olas que parecía irse a fondo, sola la fe del padre fray Juan de la Cruz estaba inmóvil, como firme roca entre las demás cabezas de la religión; y, así, las cartas que se hallan suyas de aquel tiempo publican bonanza en medio de la mayor tormenta.

Con esta fe viva andaba acompañada una esperanza inmensa, porque la medía no con la pequeñez del corazón humano, sino con la omnipotencia de Dios, en quien esperaba; y, así, decía él muy de ordinario: «¡Oh, esperanza del cielo, que tanto alcanzas cuanto esperas!». De aquí le venía gran anchura de corazón en todas las cosas del servicio de Dios, aunque fuesen muy dificultosas; y, atravesándose gusto de Dios, todo lo hallaba posible. No parecía que miraba su esperanza al tiempo venidero, sino que la tenía ya colocada en el efecto presente, según la certeza que, mirando a Dios, hallaba en ella.

Y de aquí le venía que en la casa donde era prelado no consentía que le pidiesen fuera de ella las cosas del sustento de sus religiosos, en lo cual no condenaba las diligencias necesarias de otros, sino las que fueran superfluas en él y contrarias a la firmeza de su confianza; y, así, decía que «ya sabía Dios lo que habían menester, que a ellos tocaba servirle y a Su Majestad proveerlos», como lo hacía el Señor, mostrando en muchas ocasiones cuán buen fundamento tenía la fe de su siervo y en cuán cierto cambio la libraba, porque de ordinario estaban bien proveídos los conventos donde él presidía.

Hay casos muy notables que comprueban esto, y uno fue que, siendo prior en Granada, y diciéndole el procurador del convento una noche que no había cosa que comer otro día, respondió: «Tiempo tiene Dios para proveernos sin que tan presto le acusen la rebeldía; cenado habemos esta noche, y quien dio la cena dará la comida». Pasó aquella noche, y a la mañana, acabando prima, vino a casa un hombre rico de la ciudad, y dijo que en toda la noche no lo había dejado dormir una voz interior que le decía que él estaba regalado cuando los pobres descalzos no tenían qué llegar a la boca, y les dio una buena limosna. En otra ocasión le dijo un religioso, a cuyo cargo estaba la provisión de la casa, que no había qué comer sino solas unas yerbas, sin bocado de pan; el venerable padre le dijo: «¡Oh, válame Dios! ¿Y un día siquiera que nos falta no tendremos paciencia?». Con esto le despidió; y, volviendo segunda vez a acordarle que había enfermos y era necesario acudirles y hacer alguna diligencia, le volvió a responder que tenía poca confianza en Dios; y, porfiando en querer salir de casa a buscar lo necesario, sonriéndose el venerable padre, como quien tenía cierto el divino socorro, le dijo: «Vaya, hijo; tome la capa y verá cuán presto le confunde Dios con esa poca fe que ha tenido». Fuese con esto y, a pocos pasos que salió de casa, vio venir un ministro de la chancillería, que traía doce escudos de oro de una condenación aplicada a obras pías, y volviose avergonzado y corrido, acordándose de lo que nuestro venerable padre le había dicho.

En el convento del Calvario, entrando la comunidad en refectorio, no había puesto pan en las mesas, porque no lo había en casa. Buscose un mendrugo para echar la bendición, y comenzó nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz a platicar de Dios tan alta y dulcemente, que, con el pasto espiritual, olvidados todos de comer su pan se fueron a las celdas, cuando llegó a la portería un hombre con una carta, y, leyéndola el venerable padre, se le cayeron las lágrimas de los ojos. Díjole el portero: «¿Qué es esto, padre? ¿Vuestra reverencia no dice que solo en los pecados son las lágrimas bien empleadas?». A lo cual él respondió: «Lloro, hermano, que nos tiene Dios por tan ruines, que no podemos llevar mucho tiempo la abstinencia de este día, pues ya nos envía qué comer». Era la carta de aviso, y tras ella venían dos cabalgaduras cargadas, una de harina y otra de pan cocido, con que se remedió la necesidad de la casa, acudiendo Dios a la fe y confianza de su siervo. Finalmente, estaba tan arraigada en su alma esta virtud, que los que le habían tratado de cerca le hacían muy semejante en la fe y en la esperanza a aquellos santos patriarcas del Testamento Viejo, que de estas virtudes fueron tan ilustrados, como nos lo enseñan las divinas letras.

Pero, aunque resplandecían en él tanto los efectos de estas dos virtudes teologales, mucho mayores resplandores salían a lo exterior del hábito de la caridad que estaba en el alma, en que se descubría cuán arraigada estaba esta virtud de serafines en ella. Porque, abrasado todo en amor divino, estando con el cuerpo en la tierra, parecía habitar ya con el espíritu en el cielo. Y, acabando de decir misa, le resplandecía tanto el rostro como a otro Moisés, que con dificultad le podían mirar a él, y lo mismo le sucedía saliendo de la oración. Así le vieron muchas veces religiosos y seglares, y entre ellos un canónigo muy docto de cierta iglesia catedral; y, admirado de cosa tan rara, dijo que no sabía cómo llamase a aquello sino un no sé qué de divinidad, participada de la presencia de Dios, que en el alma traía. Y otra persona muy espiritual dijo que la santidad y resplandor de su alma redundaba al rostro para grande utilidad de las ajenas, porque sucedió a algunos, de solo ver a un hombre vestido todavía de carne mortal, con resplandores como de gloria, salir de allí movidos para dedicarse a Dios, autor de estas maravillas en sus siervos. Este admirable efecto le procedía del gran fuego de caridad que ardía en su alma, y, como es propio del fuego no solo encender, sino también alumbrar, levantaba algunas veces en su alma tan grandes llamaradas que resultaban al cuerpo.

IV. Eficacia de sus palabras para prender en las almas el amor de Dios y pureza angélica que Su Majestad le comunicó

Todo su trato y pláticas eran de cosas espirituales, con que afervorizaba las almas y las encendía en amor de Dios. Y, aunque trataba altísimamente de las virtudes, con mayor eficacia persuadía las que más nos llegan a Dios y nos apartan de las criaturas. Y tal fuerza daba a las palabras con que persuadía esto, que, aunque estuviese uno muy engolfado en el mundo, salía de su conversación aficionado a despreciar lo que antes amaba de las cosas visibles y amar las espirituales y eternas. Pero a gente religiosa que la hallaba más bien dispuesta con sus palabras les pegaba fuego de amor de Dios y desprecio del mundo. Cada día se experimentaba esto en nuestras comunidades, y cuando él llegaba a algún convento en toda la casa parecía haber pegado fuego, según eran los fervores, la renovación de deseos y propósitos de agradar y servir con mayor puntualidad a Dios. Y solía decir nuestra santa madre que no se podía hablar de Dios con el padre fray Juan de la Cruz; y era porque o él se trasponía o la trasponía a ella, y alguna vez se arrebataban ambos, como sucedió en el monasterio de la Encarnación de Ávila, cuando estuvo allí nuestra santa por priora y descalza y nuestro venerable padre por confesor, de que fue testigo Beatriz de Jesús, monja allí y después descalza, que poco ha murió en Ocaña. Estaba la santa con el padre fray Juan en el locutorio, y era tal la conversación que estas dos columnas primitivas de la nueva reformación tenían entre sí, y tan alta la luz con que el padre fray Juan declaraba las perfecciones divinas, que, abrasados en amor de Dios estos dos serafines de la tierra, parece que querían volar al cielo como a esfera de este fuego, con todo el peso de la carne. Entró Beatriz de Jesús a dar un recado a la santa en el locutorio y vio un espectáculo raro digno de veneración, porque halló a nuestra santa madre arrobada y de la otra parte de la reja al padre fray Juan de la Cruz no solamente arrobado, sino que también, con la fuerza del espíritu, se levantaba el cuerpo con la silla en que estaba sentado. Y después se supo de la santa que la causa de tan eficaces efectos habían sido unas altísimas palabras con que el padre fray Juan de la Cruz había tratado allí del misterio de la santísima Trinidad, con claridad superior a la común inteligencia, y que, con tan vivas noticias como había dado al alma de la profundidad de los secretos que en este misterio está escondido, se habían olvidado de sí, por acercarse a Dios.

Andaba su alma tan abrasada en amor del Criador y tan anegada en aquel abismo inmenso de las divinas perfecciones, que para atender a la comunicación necesaria de las criaturas había menester andarse haciendo violencia para que la fuerza del espíritu no le llevase toda la atención y dejase suspendidos los sentidos. Y esta era para él una mortificación continua, en que pasó muchos años padeciendo este tormento; y, como su trato era todo de Dios, había menester, para no suspenderse, usar de algunas cosas penosas, como cilicio áspero o cadenilla de púas agudas, que causase dolor al cuerpo, con lo cual se molestaba penosamente cuando sentía que iba creciendo el fuego del espíritu, para que el dolor del cuerpo retirase a lo exterior la atención del alma. Tuvo muchas visitaciones de las muy particulares que el Señor suele hacer a sus mayores amigos; y, aunque él, por su mucha humildad y notable recato, las encubría, se conocía algunas veces que las había tenido, porque acaecía traerle por muchos días tan robada la atención, que no estaba para tratar con gente, ni parecía que vivía en la región del tiempo, sino que se había trasladado a la eternidad, ya que no según la condición del estado, a lo menos según la conformidad con su objeto.

La honestidad, limpieza y candidez de su alma, compañera inseparable de la caridad, fue en él tan rara que, si era un serafín en el Amor, era un ángel en la pureza. Testigos son de esto sus confesores, pues el que asistió en la confesión general que hizo para morir dice en su declaración que no halló en él pecado mortal conocido. Y, así, no es mucho persuadirnos que goza en el cielo ilustre aureola de virginidad, hermoseada con la blancura de la inocencia. Raros son los ejemplos de castidad y pureza que aquel ángel en carne dio en su vida y se refieren en la historia; mas, para aquí, basta tocar el que le sucedió habiéndose una vez hospedado en casa de un seglar, donde el demonio incitó a una mujer moza y de buen parecer a que le solicitase deshonestamente, y, después de acostados todos, tuvo traza como entrarse en el aposento del religioso. Díjole sus intentos lascivos y que no pensase llevarlo por lo santo, porque, si no consentía con ella, se volvería a su aposento y desde allí daría voces infamándole de que le había querido forzar, y, de hecho, quiso entrarse en el lecho en que estaba acostado. Él se halló vestido —como lo acostumbraba— y, viendo el atrevimiento diabólico de la mujer, saltó de donde estaba y diole una reprehensión, exhortándola a ser casta con palabras tan vivas y eficaces, que envió avergonzada y compungida a la que había venido ardiendo en fuego sensual atizado por el demonio.

Tanta era su pureza, que, habiéndose herido de peste en Granada, pasó toda una noche en vela; y, con ser las bascas y dolores de las landres excesivos, no se acordaba de eso ni le afligía tanto como sola la memoria del lugar donde estaban y la consideración de la forzosa cura por mano ajena. Y, así, el que tan amigo era de trabajos, pedía a Dios que le quitase aquel y se le doblase por otro camino cuyo remedio fuese más decente. Oyó Dios su oración y admitió su ruego, porque, sin aplicar medicina alguna, se le resolvieron las landres al tercero día, y estuvo bueno del todo y consoladísimo de que no se hubiese registrado su mal más que a los ojos de Dios.

El amor tan extraordinario que tuvo a esta preciosa y celestial margarita fue desde niño, aun antes que conociese su hermosura y valor. Y este natural amor esforzó Nuestro Señor con otro infuso para guarda de tan gran tesoro, como lo reveló Su Majestad a nuestra santa madre Teresa de Jesús cuando la veía cuidadosa de buscar guías espirituales y seguras para encaminar a sus hijas a la perfección. Entonces le manifestó el Señor cuán grandes riquezas de pureza y sabiduría del cielo había encerrado en este querubín, para que guardase su nuevo paraíso y cultivase a lo divino las plantas de él; y desde entonces le comunicó la santa con mayor continuación —y lo mismo aconsejaba a sus hijas—, y hallaba tanta luz en él para todas sus dificultades, que algunas veces lo ponderaba diciendo que, después de haberse cansado en comunicar a otros, en nadie hallaba la satisfacción que en el consejo del padre fray Juan de la Cruz.

Y, si habemos de dar crédito a las voces de muchos, no solo parecía esta pureza preservativa en él, sino, en cierta manera, difusiva en otros, que lo experimentaban en sus tentaciones, porque, estando con apretada y continua guerra contra la castidad, en poniéndose en su presencia, se les mitigaba, ya fuese por la aprensión de verse delante de un varón santo de tan gran pureza, ya porque los demonios —sobre quien tenía tan gran superioridad, como después se dirá— desamparaban la batería en viéndose ante él, o por otra causa que ignoramos; la experiencia esto decía.

V. Don de profecía que tuvo y superioridad sobre los demonios

Tuvo tan conocido e ilustrado don de profecía en todos los tres tiempos que ella alcanza —pasado, presente y venidero— de las cosas ocultas que no se pueden saber por humano medio, sino por revelación divina, con tan cierto y claro conocimiento de lo secreto del corazón —que no puede alcanzar el demonio, sino solo rastrearlo por conjeturas—, que con dificultad se hallara tan frecuente uso de este don divino en otro maestro y guía espiritual. Y ejercitábalo particularmente en las almas que gobernaba, porque con otras que no estaban a su cargo fue muy recatado. Era este don tan raro, que parecía tener patentes a su entendimiento los espíritus de las personas que guiaba, según la noticia que tenía de todos los rincones de ellos, ahora estuviesen presentes, ahora ausentes. El modo de conocer esto era por representación en su alma con luz interior sobrenatural de las cosas, que Nuestro Señor quería que supiese para bien de aquellas almas, la cual luz no excede la revelación del don de profecía. Y de sus palabras se conoce fácilmente, porque, admiradas algunas personas de que, estando él muchas leguas de ellas, les escribiese con tanta puntualidad lo que pasaba dentro de sus almas, como si las viera, qué tentaciones las fatigaban, qué peligros las amenazaban, en qué aprietos se hallaban, de dónde procedían, qué tiempo habían de durar, cómo habían de salir de ellos, qué estorbos tenían para no caminar a Dios apriesa, cómo los habían de quitar, y cosas semejantes. Le preguntaban después estas personas cómo había podido saber tan particularmente los secretos de sus almas, y él respondía que en la suya misma veía lo que pasaba en las que tenía a su cargo para guiarlas, esto es, por revelación particular e ilustración del entendimiento.

Comprueban esto con particulares y extraordinarios casos las personas a quien sucedía. Estando en Caravaca una religiosa de la Orden atormentada de escrúpulos, y pareciéndole que su único remedio consistía en comunicarlos con nuestro venerable padre —el cual estaba a la sazón en Granada, gobernando el convento de los Mártires—, se determinó de escribirle; y, tomando la pluma, le llegó una carta de Granada, en que el mismo padre le respondía a todo cuanto ella pensaba preguntarle, dándole remedios para su trabajo. Y, después de haberla satisfecho a lo particular que más la apretaba, decía estas palabras: «¿Hasta cuándo piensa, hija, que ha de andar en brazos ajenos? Ya deseo verla con gran desnudez de espíritu y desarrimo de criaturas, que todo el infierno no baste a turbarla. ¿Cuánto tiempo bueno piensa que ha perdido con esos escrúpulos? Desea comunicar conmigo sus trabajos; váyase a aquel espejo sin mancilla del Eterno Padre, que es su hijo, que allí miro yo su alma cada día, y, sin duda, saldrá consolada y no tendrá necesidad de mendigar a puertas de gente pobre». Otros casos se refieren de propósito en su historia.

La misma ilustración la daba nuestro señor para conocer las conciencias de las personas que confesaba, a las cuales acaecía descubrirles él —según algunas testifican— pecados graves muy antiguos, que nunca los habían confesado ni llorado, y, en los presentes, lo que le callaban de sus aficioncillas y estorbos. Y esto les era grandísimo despertador de humillación y rectitud en las confesiones. Y pasan adelante algunos diciendo que mucha más noticia tenía de sus almas que ellas mismas, porque les advertía lo que ellas no conocían, y, dándole cuenta de lo que a su parecer sentían, decía él: «Mire que no es de esa manera, sino de esta», y era así. Una persona de gran crédito, que se confesó once años con él, dijo, en una declaración auténtica, que le acaecía decirle: «Hijo, tal cosa ha hecho o dicho; no lo haga otra vez, que estorba lo que Dios quiere obrar en él», y eran cosas totalmente ocultas. Y, cuando eran personas que no estaban donde él residía, les solía prevenir de aprietos y peligros que habían de tener adelante, para que, venida la ocasión, o no desmayasen o se guardasen; y todo sucedía de la manera que él decía.

Dicen algunos santos que es tan terrible para los demonios el fuego de la caridad como para las moscas la llama material, y que así huyen de ella estos malignos cuanto pueden. Echábase bien de ver en la superioridad que sobre ellos tenía nuestro venerable padre, pues les era espantosa su presencia, como se verificó en muchos casos. Había en Granada un endemoniado con quien se habían hecho porfiadas diligencias, y nada había aprovechado para que se librase de aquel trabajo. Acudieron a nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz para que le curase, y, en viéndole, conoció luego la calidad y condición de aquel demonio, que era de los que dijo el Salvador que no salían sino con ayuno y oración. Hízola por él y pidió a los circunstantes que orasen; y, al punto, comenzó el demonio a decirle mil oprobrios y amenazas, pretendiendo siquiera divertirle de la eficacia con que oraba. Pero, no haciendo caso de él, se levantó a cabo de un rato y dijo: «Ya el Señor nos ha concedido que este maligno salga», lo cual sucedió, quedando el hombre del todo libre.

Otra vez, estando el venerable padre confesando en el cuerpo de la iglesia, por no haber comodidad de confesonarios, quiso Nuestro Señor, para honra de su siervo, abrir los ojos a una persona muy espiritual para que viese lo que invisiblemente allí pasaba: estaban hacia un rincón muchos demonios en forma de diversos animales —monas, osos, escuerzos y otros—, los cuales intentaban cómo a salir a tentar a los que allí estaban; y, en levantando los ojos nuestro venerable padre, se volvían como atemorizados a recoger al rincón, en lo cual entendió aquella persona cuán formidable era a los demonios el padre fray Juan de la Cruz. Confirmose con que, apremiando en Granada algunas personas a los demonios en los conjuros para que dijesen a quién temían más en aquella ciudad, respondían que a un frailecillo descalzo, señalando a nuestro venerable padre. Y por esto le llevaban a muchos que los conjurase, y a unos dejaba libres, a otros decía: «No tiene licencia el demonio para salir de este cuerpo hasta tal día», y así sucedía.

Pero lo que no es para pasar en silencio, por ser caso tan raro, que con dificultad se hallará otro que lo sea más en las historias de los santos, es el que le pasó en cierta ciudad principal, que de propósito no se señala por motivos considerables. Habíase hecho allí una religiosa tan famosa en su conversación y trato, en la discreción y agudeza en sus dichos y en la inteligencia de las divinas letras, sin haber estudiado, que parecía tener ciencia infusa, porque declaraba la Escritura con grande propiedad y admiración de las personas doctas que la hablaban. Sus prelados, aunque se pudieran asegurar con los pareceres y aprobación de mucha gente grave y docta que afirmaban ser buen espíritu, todavía el ser tan raro los tenía recelosos. Y, por la gran opinión que tenía nuestro venerable padre en letras y en santidad, le pidieron con grande instancia que la examinase. Él se excusó cuanto pudo, pero, muy importunado, hubo de llegar al examen. Admirable fue el suceso, porque la que delante de cuantos letrados había hablaba con notable gallardía y audacia, en viéndose en presencia suya, totalmente enmudeció, y estaba toda temblando. Conoció el varón de Dios la dolencia de aquella criatura y dijo al prelado de ella, que allí estaba, que había sido engañada del demonio y por arte suya sabía cuanto decía; que era menester conjurarla, y no pocas veces, porque tenía el demonio echadas muy hondas raíces. Hizo por ella mucha oración y ofreció particulares penitencias, y al primer conjuro se verificó que era demonio; al segundo, se descubrió el pacto que con ella había hecho siendo niña de seis años, y que estaban con él grande multitud de demonios, y la dificultad que habría en que dejasen tan antigua posada. Fueron muchos los lances que en estos conjuros se pasaron y el trabajo que le costó humillar aquel corazón y rendirle a Dios, porque el demonio la privaba de los sentidos y, a lo último, hizo un embuste con que pensó acabar con ella, derribándola en alguna desesperación. Y fue que tomó la forma de nuestro venerable padre y de su compañero y, pidiendo por la religiosa al torno, se fue al locutorio adonde el padre fray Juan de la Cruz la había hablado y conjurado, y díjole tanto de la gravedad de sus culpas —que no eran de las que podían esperar la misericordia de Dios y que no tenía remedio—, que la tenía en trance de desesperar. Tuvo de esto ilustración nuestro venerable padre allá donde estaba y fue luego al monasterio, y, pidiendo por ella, dijo la tornera que estaba en el locutorio con el padre fray Juan de la Cruz. «Conmigo no», dijo él, y la religiosa quedó admirada. Y, entrando el venerable padre en el locutorio, al punto desapareció el demonio, y de aquel último conjuro quedó aquella persona libre y reducida por los documentos saludables que él la dio, consolándola y animándola con las prendas de la esperanza de su salvación, libradas en la sangre de Jesucristo, y dejola bañada en lágrimas de contrición y verdadero arrepentimiento.

Otras muchas almas libró de las manos del demonio, expeliéndolos de unas por los conjuros y librando a otras de ilusiones y asombros, y a muchas más de lazos tan secretos, que solo él los había conocido. Este don se extendía a dos efectos: uno era de conocimiento de estos espíritus malignos y de la licencia que tenían de Dios para atormentar los cuerpos de los endemoniados, de los medios con que habían de ser expelidos; y el otro efecto era de virtud y eficacia contra ellos. Y, así, cuando llegaban ante él, los endemoniados temblaban, y, si eran espíritus muy habladores, al mismo punto enmudecían. Pero, con todo eso, tuvo recias y porfiadas peleas con algunos. En las tormentas del aire conocía luego si eran movidas de los demonios y con facilidad las serenaba, y algunas veces con solo hacer la señal de la cruz.

VI. Amor entrañable que tuvo a los trabajos, y el principio de ellos

Principalísimo efecto es de la caridad abrasada desear padecer por Dios, y prueba del verdadero amor, sufrir trabajos por el Amado. Y, así, las almas que llegan a ser acrisoladas en la fragua del fuego de serafines y penetradas intensamente con el amor de esta esfera, al cual llama san Dionisio agudo y superservido, aquel para penetrar y llagar de amor el alma, y este para desamparar y depreciar a sí por el Amado, haciéndose el alma —como dice el mismo santo— un perpetuo holocausto de Dios, tienen continuas ansias de padecer por él dolores, trabajos, aflicciones y deshonras. Tales eran las que nuestro venerable padre tenía, de que se pudieran aquí traer hartos ejemplos, pero bastará decir solo uno bien notable.

Y fue que, estando en la Encarnación de Ávila, le vino a las manos una alma para que él sacase de las del demonio un lance de un pecado muy escandaloso de cierto hombre rico con una mujer dedicada a Dios —que son las ferias que el demonio más precia—, la cual hizo una confesión con él; y pudieron tanto sus exhortaciones, que, con eficaz resolución, se retiró totalmente del trato de aquel hombre, sin verle ni oírle más. Embestido él de una furia infernal, quiso tomar venganza de quien le había quitado de la boca el cebo de su torpe sensualidad, y dio en rondarle la puerta hasta que, una vez, a boca de noche, saliendo nuestro venerable padre del confesonario, le acometió y dio con un palo tantos y tan crueles golpes, que cayó en el suelo muy maltratado. Pero, como verdadero discípulo de Jesucristo, gloriándose en su afrenta y alegre en el trabajo, quedó tan contento con los palos como san Esteban con las piedras, porque sus deseos de padecer eran tales, que no tenía mejor día que el que le ofrecía semejantes coronas. Estas eran sus continuas ansias, y el alivio que les daba era maltratar su cuerpo con ásperas penitencias y negarle todo lo que apetecía de regalo y descanso no necesario.

Y, como sabía que la penitencia y aspereza corporal, acompañada de la mortificación espiritual, era virtud original y primitiva de la escuela de Elías y como trasplantada por Dios, con fervor alentado del plantel antiguo a los nuevos primitivos —para que, moderando en ellos el desorden del amor propio y aligerando el peso de la naturaleza corrompida, quite al alma los impedimentos de la contemplación—, exhortaba a la vida penitente con sus palabras y enséñabala eficazmente con su ejemplo. Y, así, casi toda su vida usó de cilicio áspero y penoso; las disciplinas eran en él muy ordinarias y rigurosas; las vigilias, largas y continuas; y el tiempo de la noche que otros daban al descanso del trabajo del día y al sueño corporal gastaba él en oración y lección; y, cuando se iba a dormir —que era lo ordinario un par de horas—, en todo tiempo se quedaba vestido. Finalmente, todo cuanto traía, y las cosas de que usaba en su persona, era todo tan áspero y penitente, que compungía solo el verlo. Hablaba tan altamente de la utilidad de los trabajos, que, yendo algunas personas a consultarle aprietos y aflicciones que les daban desmayo y desconfianza, quedaban, habiéndole oído, tan superiores a toda adversidad, que llevaban en paciencia sus trabajos y deseaban otros de nuevo. Los que él tenía raras veces los comunicaba, por no admitir el alivio que de la comunicación se saca.

Fuera alargar mucho esta relación si se hubiera de hacer en particular de todas las demás virtudes en que nuestro venerable padre resplandeció, que las tuvo en grado heroico. Y así, dejando esto y los demás pasos de su vida, que todos fueron dedicados a Dios, al bien de la religión y utilidad de las almas que aspiraban a la perfección —y eran las que él trataba—, se hará aquí breve mención de una larga y trabajosa cárcel que padeció y algunos trabajos que precedieron a su muerte, con que el Señor le honró y dio satisfacción a las ansias que tenía de padecer por su Amor.

Del celo religioso del rey don Felipe Segundo nuestro señor, de gloriosa memoria, salió un grande esfuerzo que a su instancia hizo el santo pontífice Pío Quinto para reformar algunas religiones de España por medio de visitadores apostólicos, de que alcanzaba parte a la de Nuestra Señora del Carmen. Y como en este tiempo comenzaba a esparcir sus resplandores la nueva familia de descalzos, pareciole al católico rey buen medio para la reformación de toda la religión aumentar los descalzos y mezclarlos con los padres calzados; y comenzose a poner por obra, por medio de los visitadores apostólicos y del nuncio Nicolao Hormaneto, haciendo priores descalzos en los conventos de la observancia y dando algunas casas de ella a los primitivos, medio duro y propio para exasperar cualquiera congregación santa, aunque salido de buen celo.

La segunda causa que alteró esta concordia fue que, en un capítulo general que por este tiempo se celebró en Plasencia de Italia, se ordenó y mandó que los nuevos descalzos de España guardasen una constitución hecha en Venecia, año de mil y quinientos y veinte y cuatro, que mandaba que hubiese en cada provincia algunas casas reformadas donde se guardase la regla primitiva y, en hábito igual a los demás, fuese la vida diferente. Y, para que se cumpliese, enviaron a España un vicario general que, con autoridad del capítulo, obligase a los descalzos a que se calzasen y usasen del mismo hábito de la observancia. Súpolo el rey y, mientras consultaba a la santidad del pontífice, ordenó que se le impidiese la ejecución. Este acuerdo causó notable sentimiento en el general y los demás prelados, teniendo a los de la reformación por motores de estas diligencias. Y el comisario general trató de secreto de prender algunas de las cabezas de ellos, y en primer lugar a nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz, considerándole como a capitán del ejército primitivo.

VII. Prisión de nuestro venerable padre por los padres de la observancia, y la salida milagrosa

Asistía entonces con su compañero en la hospedería del convento de la Encarnación de Ávila, conservando con su doctrina la virtud y perfección que allí había plantado nuestra santa madre Teresa de Jesús. Y, con orden del comisario general, le prendieron allí una noche los padres calzados; y temiendo, si quedaba en su convento de Ávila, que los caballeros le procurarían sacar, le enviaron a Toledo con tanto secreto, que en nueve meses no se supo de él, si era muerto o vivo. Pusiéronle en una celdilla pequeña y oscura que servía de retrete a una sala, cerrada con candado, y la sala con llave, y dieron el cargo de él a un hermano lego. Intimáronle el mandato del capítulo general para que, renunciando las divisas de la nueva reforma, se vistiese y calzase y acomodase a la vida común mientras se hacían las casas conforme a la constitución de Venecia. Pero, como los primitivos tenían orden del nuncio Hormaneto y de los comisarios apostólicos para no alterar nada en su vida y hábito, siendo esta obediencia superior, alegábalo así el padre fray Juan, obedeciendo juntamente a otro mandato interior que le impelía poderosamente. Y, como los padres de la observancia le juzgaban por inobediente a sus superiores, y la rebeldía de la inobediencia sea tan gran crimen entre religiosos, con buenos fines le afligían mucho, aplicándole penitencias de pan y agua, disciplinas y otras que en estos casos usan las religiones. Mientras duró el tiempo fresco, pasolo menos mal; pero, entrados los calores, se sintió muy fatigado, no tanto con el poco regalo cuanto con el calor y no buen olor del aposentillo. Y, así, llegó a estar muy flaco y debilitado, sin gana de comer, y la fuerza que se hacía, obligado de la ley natural, a sustentar la vida, le era una gran penitencia. Y, como durante su prisión hubo muchos lances de pesadumbre de parte de los comisarios apostólicos, indignaban más contra el padre fray Juan a los padres de la observancia, y con la continuación de la prisión no se mejoraba el tratamiento de su persona.

El reparo de sus trabajos en este tiempo era la oración, y los favores que allí recibió de la mano de Dios y de su santísima madre no los sabemos en particular, porque su notable recato los tuvo siempre escondidos. Solo se le oyó, cuando trataba de esto con las personas de su comunicación más íntima, que diversas veces le dijo la Virgen nuestra señora que se fuese de la cárcel, que ella le ayudaría, pero él no hallaba cómo, estando tan cerrados todos los pasos. Llegada la fiesta de la Asunción, le volvió la sagrada Virgen a mandar que se fuese, que ya le había dicho que le ayudaría; y, representando él sus dificultades, le alumbró en ellas y le enseñó en espíritu una ventana que salía de lo alto del convento hacia el río Tajo, por donde podría descolgarse. Ejecutó la traza, poniendo convenientes medios para no esperar del todo milagros, aunque, si no fuera con tan buen resguardo, temeridad fuera ponerse en tal peligro. Al fin bajó salvo y, aunque se halló después en mayor aprieto saltando a un trascorral del monasterio de la Concepción, pensando que caminaba hacia la calle, sin poder ya volver a su convento ni salir de donde estaba, le sacó la Virgen milagrosamente, como se verá en su historia, con las muchas dificultades que en esta salida venció el favor de tan ilustre protectora. De Toledo se fue al convento de los descalzos de Almodóvar, alegrando toda la familia primitiva, que no sabía de él, y de allí pasó al reino de Granada a trabajar en la viña del Carmelo renovado, ya gobernando casas fundadas, ya fundando otras de nuevo, particularmente el colegio de Baeza.

Otros trabajos tuvo, que se comenzaron algunos meses antes de su muerte y se fueron continuando y agravando hasta ponerle en una cruz con Cristo, en que acabó la vida del destierro para reinar con él en la patria. El fundamento de ellos —que fue como premio de lo que había servido a Dios— se dirá brevemente.

Siendo definidor primero de nuestra congregación de los descalzos, y asistiendo en la casa de Segovia que había fundado, gastaba en oración mucha parte de las noches; y, estando una de ellas delante de una imagen de Cristo nuestro señor con la cruz a cuestas —que hoy está en aquel convento tenida en grande veneración—, le habló el Cristo y le dijo: «Fray Juan, ¿qué merced quieres que te haga por lo que has trabajado en servicio mío?». No era espíritu el suyo que se creía de ligero en esto de visiones y revelaciones, como se ve en sus libros, y, así, no se dio por entendido a la primera vez, antes volvió a mirar si habría por allí alguno cuya pudiese ser aquella voz. Volviola a oír otras dos veces y respondió a la majestad divina, que tan liberal se mostró en prometerle, también liberalmente para servirle, diciendo: «Señor, que me deis trabajos y menosprecios que padecer por vos». En lugar de este trabajo y menosprecio, crecieron por algún tiempo los consuelos interiores y las honras públicas que en aquella ciudad le hacían con aplauso extraordinario de santo, de que él se afligía tanto, que no era este para él pequeño trabajo, y, aunque callaba la causa, no podía disimular el efecto. Hallole con esta aflicción su hermano Francisco de Yepes, que vino a verle —a quien él estimaba mucho por ser pobre y virtuoso—, y, apretándole que le dijese el fundamento de su aflicción, se lo dijo muy en secreto, y que no parecía que Dios le había oído ni le quería hacer participante de su cruz y de sus afrentas, pues le honraban más cada día.

VIII. Nuevos trabajos que precedieron a su muerte

Llegó el capítulo general de los descalzos, en el cual ordenó Dios, para mayor bien suyo, que quedase libre de oficios, como tantas veces se lo había suplicado. Y, deseando volar a Dios más libremente, pidió con grande humildad a nuestro padre fray Nicolás de Jesús María, vicario general —varón de raro espíritu y prudencia y columna firme del edificio primitivo— que le dejase ir a alguna casa de soledad a buscar en mayor quietud a Dios. Él se lo concedió, dándole la casa del desierto de la Peñuela, en los montes de Sierra Morena, seis leguas de la ciudad de Baeza y seis de la de Úbeda, por ser muy a propósito para sus intentos. Allí hizo su asiento el ilustre solitario, cuya vida entre aquellos montes era más de ángel que de hombre, y su conversación, más en el cielo que en la tierra. Los ratos que no oraba escribía algunas cosas espirituales que le pedían. Estando en este destierro tan consolado y favorecido de Dios, quiso Su Majestad cumplirle el deseo de padecer dándole nuevos trabajos, de que es forzoso tocar la causa brevemente.

Algunos maestros espirituales de fuera de la Orden —por ventura con buen celo, aunque menos acertado— desearon introducir nuevo gobierno en los conventos de las monjas, quitándolas de la subordinación y obediencia de sus prelados ordinarios, para lo cual, valiéndose de algunas de ellas, y con relación nacida de sus intentos, alcanzaron breve apostólico. Pasáronse en esto muchos lances, en que se mostró de parte de los superiores el grande desasimiento que tenían de sus monjas, de cuyo gobierno alzaron luego mano; y, de parte de ellas, la firmeza y fidelidad de casi toda la congregación, en no querer salir de la obediencia en que su santa madre las había dejado. Los que trataban de esta novedad quisieron justificar la causa de las monjas con pedir en la primera elección por su prelado particular, en la limitada jurisdicción que le daba el breve, un hombre tan santo —y compañero de su fundadora— como nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz, tan contra su gusto y parecer como se puede presumir de quien se había retirado a la soledad huyendo de todo género de inquietud, y más de esta que era tan pesada. No se pueden aquí referir, sin alargarnos demasiado, los grandes trabajos y aprietos caseros que de esto se le originaron, permitiéndolo Dios para mayor corona de su siervo; pues, juzgándose que él tenía parte en esta obra, fueron tantas las pesadumbres que recibió, tan pesados los golpes que le tocaron en lo vivo de la honra y crédito de su persona, que se pudiera de ello hacer una larga historia. Pero él, que tenía puesta en buen cobro la verdadera honra, se alegraba de que menguase la que los hombres le hacían, cosa que él tanto había deseado; y solo respondía que, por mucho que dijesen de él, quedarían cortos. Con esto alcanzó, entre las demás excelencias de perfección, lo que tanto engrandeció san Bernardo cuando dijo que al que había alcanzado la perfección de las virtudes le faltaba todavía una calidad para ser totalmente feliz en esta vida, la cual es que, siendo bueno, le tengan por malo, para que del todo se parezca a Jesucristo.

En este mismo tiempo, que en tantas partes le desacreditaban, le estaba Dios honrando y obrando por él muchas cosas milagrosas —que se quedan para su historia—, en testimonio de la inocencia de su vida y cuán agradable era a Dios. De aquellos montes hacía paraíso de deleites y, arrinconado el cuerpo entre las peñas, paseaba con el espíritu los cielos. Hallábanle unas veces trasportado en Dios, otras con el rostro encendido, echando de sí resplandores, y tal vez levantado el cuerpo de la tierra; indicios de cuán anegada estaba su alma en Dios.

Apenas había pasado aquella tormenta cuando le dio en la Peñuela una enfermedad de calenturas, y comenzósele a inflamar una pierna, con grandísimos dolores e intolerable hastío. Había dispuesto el padre provincial que los enfermos de la Peñuela se fuesen a curar a Úbeda. Y, aunque le aconsejaban que se fuese a Baeza, donde se le acudiría mejor, por haber él fundado aquel colegio y ser el rector muy suyo y el más conocido en la ciudad de personas devotas que cuidarían de su regalo, nada de esto bastó, prevaleciendo su puntualidad en cosas de obediencia y sus continuos deseos de padecer. Y, siendo la casa de Úbeda pequeña, pobre y desacomodada, y su enfermedad tan grave, que fue la última, quiso más irse allí y ejercitar la paciencia en aquella ocasión, con las que se le ofrecieron de mortificación y pena, que no fueron pocas. Duró la enfermedad tres o cuatro meses, y padeció exquisitos trabajos por la pobreza de la casa y por los agudos dolores de la pierna, en que se le vinieron a abrir muchas bocas que manaban materia, y todo lo llevaba con tan grande tolerancia que nunca le oyeron quejar ni mostrar semblante triste, sino una alegría celestial; con lo que más le afligía eran unas grandes sequedades y aprietos interiores con que Dios le ejercitaba tanto, que parecía que desde el cielo tiraban lanzas al que en la tierra estaba rodeado de dolores. Decíale a su confesor que le tenía Dios puesto en una cruz y crucificado con él, en participación del desamparo que en ella tuvo la parte inferior de su alma; y, con todo eso, no quería admitir ningún alivio exterior más del que la precisa necesidad pedía, por beber a secas el cáliz del dolor.

Había pedido a Dios muchas veces afectuosamente en su vida tres cosas: la primera, que no muriese siendo prelado, por tener tiempo de ejercitar la humildad de súbdito; la segunda, que Dios le diese en esta vida que padecer un continuo purgatorio; y la tercera, que muriese donde no fuese conocido, por que ni en muerte le honrasen; y todas se las concedió el Señor, aunque le ha honrado Su Majestad después de su muerte, y en ella le honró como se verá.

IX. Muerte de nuestro venerable padre y lo que Dios le honró en ella con señales misteriosas y después con las apariciones en su carne

Tuvo revelación de la hora en que había de morir y díjola a algunos, y recibió con gran devoción y alegría los divinos sacramentos. Tenía mucho cuidado de preguntar aquella noche qué hora era para saber lo que faltaba hasta maitines, que sabía los había de ir a tener al cielo. Poco antes llamó al padre prior y, con grande humildad, le pidió perdón de los trabajos en que le había puesto su enfermedad, y, como pobre, un hábito con que le enterrasen. Desde las once se quedó en oración quieta, y un cuarto antes de las doce vino la comunidad a hacerle la recomendación del alma; y, despidiéndose de todos los religiosos y tomando la bendición del padre provincial, que se halló allí aquella noche, con un sosiego como si se echara a dormir, dio el alma a quien la había criado, al punto que dieron las doce, como él lo había dicho, entrando el sábado catorce de diciembre del año de mil y quinientos noventa y uno, a los cuarenta y nueve de su edad, de la cual gastó la mayor parte en religión.

Muchas cosas misteriosas y notables sucedieron en su muerte. Al punto que expiró, se vio bajar un rayo de luz desde lo alto de la celda hacia la cabeza del difunto y un resplandor tan claro, que oscurecía la luz de las velas que allí había encendidas, señal de que salía su alma bien acompañada. Sintiose en aquella pobre celdita un olor tan suave y de tan grande fragancia, que se comunicaba de allí a otras partes del convento; y, llegando todos a besar pies y manos de un cuerpo muerto y lleno de llagas, gozaban de aquella suavidad y buen olor más de cerca. A la hora que expiró, tocando la campana de maitines, dieron grandes golpes a la puerta del convento, y, acudiendo allá, estaba allí un hombre muy turbado que a voces decía que, por intercesión del santo que había muerto, le había Dios librado de peligro de muerte de cuerpo y alma en que estuvo a aquella misma hora. Y, preguntándole cómo sabía que era muerto, respondía que él no sabía más de que, cuando le libraron de aquel peligro, le dieron a entender que por él era libre. Y venía tan reconocido a aquel beneficio y tan compungido de sus pecados, que los que le oyeron quedaron ciertos de que había Dios favorecido a aquella alma santa en la despedida del cuerpo, haciendo por ella gracia a aquel hombre de la vida corporal y de la salvación. En aquel punto, hizo una visita a una señora principal de aquella ciudad que, sin haberle conocido más que por la fama, le había regalado en la enfermedad, a la cual, por visión intelectual, le dio las gracias por ilustración muy eficaz del entendimiento. Otras muchas cosas notables que pasaron aquella noche se pasan en silencio, por dar fin a esta relación con decir que desde el cielo se muestra agradecido a esta noble ciudad de haberle amparado cuando el infierno y el mundo le perseguían, y vese en las muchas necesidades que, por medio de cosas que llegaron a su cuerpo, socorre Nuestro Señor así de enfermedades como de otros aprietos.

Entre las cosas que después de muerto predican su gran santidad, es muy notable la de algunas maravillosas apariciones que se ven en un pedazo de carne del mismo venerable padre en Medina del Campo, las cuales comenzaron a verse desde el día de la Epifanía del año de mil y quinientos y noventa y cuatro, y perseveran siempre, viéndose Cristo nuestro señor crucificado, ya entero todo el cuerpo, ya metido el rostro en una nube; y la Virgen nuestra señora con el hábito del Carmen y el Niño Jesús en los brazos, que extiende una mano hacia el mismo venerable padre, el cual se ve con su hábito como puesto de rodillas, y su hermano Francisco de Yepes a un lado, el Espíritu Santo en forma de paloma y una custodia del santísimo sacramento. Todo lo cual, por públicos instrumentos, consta de la calificación del milagro, que en contradictorio juicio hizo y aprobó el señor obispo de Valladolid, que ha sido recibida con aplauso notable, corriendo por toda España, Italia, Francia y las Indias y aumentando extraordinariamente la devoción de este varón santo, autor del presente libro, cuyo aventajado espíritu se echará de ver en la lección de su celestial doctrina.

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PROEMIO AL LETOR Y PARTICIÓN DE ESTE LIBRO


La distinción de los escritos es de grande importancia para hacer comprehensión de su dotrina. Y cuando esta es elevada y superior le es muy conveniente algo que la haga fácil, dando noticia de sus términos. Nuestro venerable padre fray Juan de la Cruz, autor de estas obras espirituales, tuvo junto con la noticia especulativa de la dotrina de ellas la prática, a quien engendra y perficiona la esperiencia, y con ella un escelente don de magisterio y claridad tal, que, con ser su dotrina altísima, es su estilo tan llano, tan apacible y suave, que fácilmente se deja percebir de todos, si tienen noticia de los términos de la materia. De estos los más la tendrán solo por la letura de estas obras, pero, porque podrá ser que algunos, por falta de letras místicas o escolásticas, no los perciban tan claramente como desean; otros, por tener de las escolásticas más noticia, huelguen de ver cuán del uso de la Escritura y Santos son los términos de estas obras, pareció conveniente poner por remate de ellas unos apuntamientos que ayudarán a este intento, y, por que de todo se haga comprehensión, la siguiente partición de las obras de nuestro venerable autor y de los mismos apuntamientos.

El primer tratado se intitula Subida del Monte Carmelo. Su asunto es la esplicación de unas canciones hechas por el mismo venerable padre y sacadas del espíritu que el Señor le comunicó para praticar y escribir la dotrina de ellas. Tratan de cómo podrá un alma disponerse para llegar en breve a la divina unión y darse avisos a principiantes y aprovechados para desembarzarse de todo lo corporal y espiritual que puede impedir el llegar a la unión; y por principio de este tratado se pone en estampa la sustancia de él, inventada por el mismo autor.

Contiene este tratado tres libros. Antes del primero se ponen las canciones. El libro primero trata que sea la noche escura y cuán necesaria sea para pasar por ella a la divina unión, y en particular trata de la noche escura del sentido y apetito y de los daños que hacen en el alma, fundado todo en la primera canción.

El libro segundo trata del medio próximo para llegar a la unión con Dios, que es la fe, y de la noche escura del espíritu, contenida en la segunda canción.

El libro tercero trata de la purgación y noche activa de la memoria y la voluntad.

El segundo tratado se intitula Noche escura del alma. Es una declaración de las mesmas canciones del primer tratado, las cuales encierran, sobre lo dicho en él, el camino de la perfeta unión de amor de Dios cual se puede en esta vida, y las propiedades admirables del alma que a ella ha llegado.

Contiene este tratado dos libros. Antes del primero se ponen las canciones. El libro primero trata de la noche del sentido, y pone para entrar en ella las imperfeciones de los principiantes en los siete capítulos primeros.

El segundo libro trata de la más íntima purgación, que es la segunda noche del espíritu.

El tercer tratado se intitula Llama de amor viva. Es una declaración de cuatro canciones que comienzan así: «¡Oh, llama de amor viva!», y tratan de la más íntima unión y transformación del alma con Dios. Pónense las canciones.

Este tratado se divide en cuatro partes, que son las declaraciones de cada una de las canciones, en las cuales se esplican las admirables condiciones y efetos de la divina unión. El orden con que están dispuestas es este: pónese la canción y explícase en suma, y luego cada uno de los seis versos de ella esplicado a la larga, y esto se hace en todas cuatro, sirviendo la canción de título de la parte de esplicación que le cabe, y el verso a la suya.

Y porque la esplicación del verso tercero de la tercera canción es algo larga, por una digresión que allí hace nuestro autor, en que trata altamente del modo con que los maestros espirituales se han de haber con las almas que tienen a su cargo, está dividida con mucho acuerdo en párrafos breves, que con su distinción facilitan letura tan sustancial; y luego prosigue lo restante como lo antecedente del tratado. Al fin de estas obras se pone en estampa el camino de la nada, sacado del espíritu de estos escritos.

Los apuntamientos se dividen en tres discursos. En el primero se declaran las locuciones y términos dificultosos que quedan dichos.

En el segundo se muestra a cuán alto grado de contemplación y perfeto estado de unión con Dios puede llegar una alma en esta vida, ayudada por la gracia y levantada por el mismo Dios, que es a lo que encaminan estos libros.

En el tercero se trata de la conveniencia que hay en que salgan y corran en la mesma lengua vulgar y materia que están en su original y con la eficacia que su autor les dio, y cuánto mayores y más ciertos frutos darán así que traducidos en lengua diferente.

Al fin se ponen dos tablas: una, de los lugares de la Escritura que el autor cita en sus obras; otra, de lo contenido en ellas.





1. Las siguientes letras resultan ilegibles por haber sido tapadas con manchas negras, a modo de expurgo censorio.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera