Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Galería de mujeres célebres. Safo. (Traducción del francés)”
Autor del texto editado:
Sin firma
Título de la obra:
La ilustración: álbum de las damas
Autor de la obra:
Director: Gómez de Avellaneda, Gertrudis (1814-1873)
Edición:
Madrid: Tipográfico de P. Madoz y L. Sagasti, 1845


Más información



Fuentes
Información técnica





Galería de mujeres célebres

Safo

(Traducción del francés)


Al considerar la gloria con que el nombre de Safo ha llegado hasta nuestros días al cabo de tantos siglos, no puede uno menos de sentir vivos deseos de leer las poesías de aquella mujer ilustre. Muy alta idea de ella debieron tener los griegos, puesto que la llamaron su décima musa. Los escritores célebres de la antigüedad la han citado con entusiasmo, y hasta el mismo Longin, crítico imparcial y severo, la presenta como el modelo más perfecto en su género. Fácilmente se concibe en qué punto debía brillar. Dotada del alma más sensible y ardiente, la naturaleza no le dejó elección. Pintaba lo que tan bien sentía, la ternura y los transportes del amor: tuvo la suerte de los hombres célebres, la persiguió la envidia, y la de las almas tiernas, pues fue abandonada e infeliz.

Esta mujer, no menos admirable por su talento que por su carácter, nació en Mitilene, capital de Lesbos, como seiscientos años antes de la era cristiana.

La opinión más general es que Escamandrónimo fue su padre y que su madre se llamaba Cleis; tuvo tres hermanos: Larichus, a quien celebró en sus versos, Eurigius, de quien nunca hizo mención, y Charuxus, a quien reconvenía por la pasión violenta que sentía hacía la cortesana Rodope, que hizo construir una pirámide con los regalos de sus amantes.

Safo era morena y de una estatura regular; no era muy hermosa, pues los escritores que más la elogian convienen en este punto, del que solo se puede juzgar por los retratos que se han sacado de algunos bustos antiguos. El fuego de su alma, origen de su gran talento, se veía pintado en sus miradas e imprimía en todas sus facciones un carácter de pasión y energía superior a la misma belleza.

El amor fue el único sentimiento que reinó en su corazón y en sus composiciones. Casada casi al salir de la infancia, tuvo una hija llamada Cleis como su abuela. Una pronta viudez la constituyó en una nueva situación, que, por su extremada juventud, su gusto por la libertad y tal vez por su complexión, era para ella peligrosa.

Muy pronto sus poesías excitaron a las jóvenes a los placeres, animándolas al mismo tiempo a disputar a los hombres el talento. Su fama fue tan brillante y rápida, que ni la envidia la pudo alcanzar. Tuvo por discípulas a las mujeres más célebres de Grecia, y entre ellas a la joven Erinna, que lo fue casi tanto como su misma maestra.

Muchas mujeres adquirieron fama por haber sido sus amigas, y, en cuanto a los hombres, tuvo infinitos adoradores, entre los que se cuentan a los tres poetas más famosos de su siglo, Archiloco, Hiponax y Alceo. Así corrían los hermosos días de su vida, gozando de los homenajes halagüeños de ambos sexos, y del doble placer de reinar por el amor y la admiración.

¿Podía creerse que, a pesar de esto, su primer detractor fuese un hombre? ¿En qué consiste que las mujeres que se han dedicado a escribir no han encontrado tanta envidia entre las de su sexo como en los hombres, que no dejan tampoco de perseguirse entre sí? ¿Será que los hombres sean naturalmente de peores inclinaciones o que las mujeres sientan la necesidad de protegerse y unirse cuando se trata de interés y la gloria de su sexo? La primera desgracia de Safo fue el agradar demasiado a los tres poetas ya citados. Ateneo no nos dice si alguno de ellos fue preferido, pero, si juzgamos por lo despreciable y cruelmente que usaron la sátira, ninguno lo mereció; sobre todo Alceo, que tanto dio a conocer su celos y se dejó llevar tan indignamente de los arrebatos que le inspiraba su despecho contra la que había amado. Era uno de los primeros ciudadanos de su república, militar y a la cabeza de un partido entonces muy poderoso.

Nació, como Safo, en Mitilene y se honraba de tener a aquella célebre mujer por compatriota y por rival. Ella, a su vez, le llamaba el cantor de Lesbos, pero, sin duda, no creyó que los versos de aquel poeta ya sexagenario pudiesen compensar la falta de juventud y gracia; de lo cual se ofendía Alceo como amante y como poeta, no tardando en censurar amargamente las costumbres y escritos de la misma cuyo corazón y talento había ensalzado con entusiasmo; pero los jóvenes de Mitilene se declararon al momento contra Alceo, y prestaron a Safo en esta ocasión un apoyo que había ganado por su gloria, y quizá también por la naturaleza de sus debilidades.

El joven Faón apareció entonces en Mitilene; era el hombre más hermoso de Lesbos y atrajo todas las miradas, ganando todos los corazones. Safo obtuvo una preferencia tan deseada como peligrosa. Alceo, más furioso, fulminó nuevas sátiras contra ella; las bellas, ya más crédulas con esta circunstancia, hallaron fundadas las acusaciones de Alceo, y hasta sus amigas la vendieron. Damófila, una de sus discípulas más queridas, la hirió en lo más profundo de su corazón, atrayendo hacia sí por sus artificios a Faón y haciéndole dudar de la fidelidad de su amada, de quien consiguió alejarle, aunque sin salir de Mitilene.

Safo apareció entonces más admirable que nunca; en su corazón destrozado no se hallaba más sentimiento que el de un amor verdaderamente heroico, aunque mal colocado, y en todos sus admirables versos recordaba sin cesar el nombre de Faón, con los acentos de un alma apasionada que se cree feliz en medio de sus tormentos, por el valor que presta al objeto que la hace sufrir. Jamás pronunció la menor palabra contra el culpable ni contra sus enemigos, inclusa la misma Damófila. Faón volvió a amarla, pero solo por amor propio, y únicamente sensible al placer de oír resonar su nombre por toda la Grecia, inmortalizado en composiciones sublimes de ternura y poesía, que no merecía inspirar. Por consiguiente, la renovación del amor de Faón solo fue un nuevo tormento para la desgraciada, a quien abandonó por segunda vez; y Ovidio en la pintura que hizo de su desesperación ha agotado los rasgos más interesantes que puede presentar la más elocuente poesía.

Safo, en medio de sus conciudadanos, que venera, objeto del odio y de la censura pública, cansada ya de dirigir las cartas más apasionadas a un ingrato que se ríe de su dolor, llega a Sicilia y cae a los pies de aquel hombre que la rechaza con desdén.

Este exceso de ingratitud puso el colmo a su desesperación, y quiso libertarse de su amor, renunciando la vida. Subió a lo más alto de un promontorio situado sobre el mar, y desde allí, después de haber contemplado las olas, menos agitadas que su alma, se arrojó al abismo, dejando al mundo una memoria eterna de su talento y de sus desgracias. Esta muerte ilustró para siempre la famosa roca de Léucade, que no se puede contemplar sin recordar con ternura el nombre de una mujer tan célebre y tan desaventurada.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera