GLORIAS DEL BELLO SEXO.
DOÑA MARÍA PRIETO.
La
ignorada
mujer
con quien mantuvieron
correspondencia
literaria
y
encomiaron
a porfía don Francisco Sánchez Barbero, don José María de Calatrava, don Tomas García Suelto, traductor del
Cid
de Corneille, don Teodoro de la Calle, traductor del Otelo de Ducis, y otros
hombres
eminentes de
principios
del siglo, bien merece un
recuerdo
de
admiración
y respeto. Si la fama pudiera cortar muchas veces las trabas que la impone la parcialidad, algunos seres dignos de renombre fueran conocidos y acatados más que otros a quienes la moda, el favoritismo o un soplo de la fortuna ha encumbrado con menos méritos y menores cualidades; hay bastantes individuos que cruzan desapercibidos el anchuroso mar de la vida, sin que su modestia o el temor de parecer ignorantes les haga lanzar el bajel de su talento por sobre las demás embarcaciones, que llenas de presunción se mecen cadenciosamente; ¿cuántos hay que sin ambición, sin sed de gloria, sin pretensiones de ningún género pudieran, si quisiesen, ocupar el preferente lugar que les corresponde; abatir los laureles de algunos que se creen los únicos depositarios del saber y del valor? Por lo tanto, si un exagerado temor les detiene en lugar apartado, deber imperioso es el del escritor para sacarles de este olvido con preferencia a otros a quien la historia ha consignado ya páginas hermosas. ¡Isabel la Católica! ¡Santa Teresa de Jesús! ¡La heroína de Zaragoza! He aquí los bellos nombres que todos conocen y todos admiran, y a quienes es necesario consagrar la pluma; mas, si en competencia aparecen estos ignorados, hasta ahora la preferencia no es dudosa; aquellos tienen sobrada gloria, fuerza será dársela a estos, a fin de que se vaya aumentando siempre el esplendor de nuestra querida patria, tan fecunda en prodigar hijos memorables.
La vida de
doña
María Manuela Prieto ofrece al observador dos puntos de vista, uno político y otro literario, y, al examinarlos detenidamente, debemos decir en honor de la verdad que descolló en el primero sobre el segundo; sin embargo, nosotros nos ocuparemos tan solo de este último, a fin de que nuestras lectoras conozcan a la que fue tan instituida y de tan relevante
mérito,
a la que un poeta
celebra
de este modo.
1
¡Oh quién me diera la elocuencia y gracias
de los sublimes celebrados
genios
que la triunfante Roma y culta Atenas
vieron nacer! Entonces mis acentos
de
celebrar
tu nombre fueran dignos.
Entonces…
Así que dejaremos a un lado sus creencias políticas al amparo y consuelo que dio a los liberales cuando, proclamada la constitución del año 12 y borrada al poco tiempo, fueron encarcelados muchos de ellos, visitándolos, animándolos y socorriéndolos en las cárceles, cuyos servicios la reportaron el quitar a su
madre
una pensión o viudedad que gozaba por los servicios de su esposo, y el separar de su destino a su
hermano
don Pedro Prieto, dejando con este golpe sumergida en la mayor miseria a toda la familia. No es del caso referir extensamente fuese una de las cuatro señoras que pusieron la corona cívica en las sienes del malogrado don Rafael Riego, ni mucho menor lo es las atroces persecuciones que en 1824 sufrió de la policía y de la comisión militar presidida por Chaperón, que la acarrearon cinco meses de prisión, ver allanada su casa,
ocupados
sus papeles y encausada
ruidosamente,
porque su corazón humanitario no había podido soportar con indiferencia los sufrimientos de los que padecían por defender unos principios mejores o peores, para hacer la felicidad o desgracia de la nación. Aun cuando el pensamiento es libre y puede abrazar las ideas que más le estén en consonancia, siempre que la virtud y la honradez acompañen toda profesión de fe, la mujer ha sido siempre el iris consolador en las aflicciones humanas: y ese instinto compasivo de que el Creador le ha dotado no puede
acallarlo
en presencia de un dolor, sino que con más o menos solicitud, según el estado de sensibilidad de que esté dotada, acude a remediarle sin ver en quien lo siente si es un enemigo o un correligionario:
ella
vio en los que yacían en las cárceles, a más de hermanos, compañeros, y la complacencia en los cuidados fue mayor, deparándola mil sinsabores que, según hemos dicho, dejamos a un lado, remitiendo a los hombres de sus ideas al panegírico de sus proezas políticas.
Nació
en Talavera de la Reina, en 1775, de don
Antonio
Prieto, médico de fama en la corte posteriormente, y de doña Benita Baupeller, y aun cuando sus padres, de imaginación despejada y una despreocupación útil, nada en armonía con los añejos principios del siglo pasado, podían esmerarse con aprovechamiento en la
educación
de sus hijos, Manuela no necesitó que cultivasen con esmero las relevantes dotes de que estaba
dotada;
su talento se hizo bien pronto lugar entre el nada vulgar de sus demás
hermanos,
traspasó el de toda su familia y bien pronto dominó a cuantos la rodeaban; se la veía muy de continuo en los primeros años de su
infancia,
y luego sucesivamente, pasar horas enteras en la
lectura
de libros ajenos a la capacidad aun de los más sabios; y en su afición a la lectura cualquier papel, la obra más insignificante que caía en sus manos, la ocupaba inmediatamente; los autores de teología, de derecho, de medicina y otras ciencias le eran familiares, y los citaba con
criterio
y oportunidad, advirtiéndose en ella una memoria privilegiada que la hacía referir
párrafos
enteros, y, aunque de edad
temprana,
se buscaban sus dictámenes en cuestiones de entidad, con deseo de observarlos, sobresaliendo tanto más sus conocimientos cuanto que la mayoría de los que la rodeaban era gente ignorante y atrasada por el poco o ningún cuidado que en la enseñanza habían tenido los gobiernos, viniendo a ser al poco tiempo el ídolo de su familia y de sus numerosos amigos que vieron deslizar su juventud, sin lunar alguno que la empañara, tributándola a porfía los mayores elogios que pueden caber en una
señorita
por su exquisita amabilidad,
elegancia,
instrucción, sin contar la hermosura, que, según el retrato que tenemos a la vista, debió de ser de las más perfectas y acabadas, y de la que hizo muy poco caso; pues habiendo con ella podido sacar un ventajoso partido para enlazarse, desechó cuantos
matrimonios
se la presentaron; no porque se creyese superior a los hombres, sino porque veía retratado en el corazón de estos el deseo no más de conseguir el goce material, sin cuidarse de los encantos
intelectuales
ni de la belleza del alma. Después de las hermosas páginas caballerescas de la Edad Media, la mujer había caído en el estado de postración más completa y durante todo el siglo pasado, seguían nuestros abuelos los preceptos del derecho romano, considerándola simplemente como una cosa, las que ignoraban leer y escribir, comprimido su pensamiento en un círculo estrecho; ni murmuraban, ni se condolían. Pero las que rompían las ligaduras de la imaginación, hendiendo el vuelo por el espacio del saber, no era fácil que acatasen sumisamente los tiranos caprichos de la sociedad;
Manuela
vio tras de aquellas apasionadas palabras del amante la ley de la fuerza y no quiso
sujetarse
a su yugo, prefirió no salir de su estado conservándose en él buena y virtuosa.
En tanto que su
juventud
se completaba y con la
ilustración
suficiente se disponía a
escribir
el fruto de sus tareas, se habían ido amontonado sobre el suelo español las negras nubes de la invasión extranjera, los franceses se apoderaban de las mejores plazas a títulos de amigos, y sus ejércitos se acuartelaban en Madrid. Entonces tuvo lugar la marcha de la familia real a Francia, el célebre
"Dos de mayo"
y la instalación de José Bonaparte en el trono. Los verdaderos españoles fueron perseguidos, y nuestra
heroína,
que había demostrado ideas independientes y patrióticas desde el insolente favoritismo de don Manuel Godoy, fue envuelta más que otro alguno en la proscripción; interceptadas algunas
cartas
suyas que desde Aranjuez donde se hallaba, escribía a la corte pintando con los más fieles colores el porvenir que esperaba a la patria si permanecían impasibles sus hijos a tantos ultrajes, se tuvo un deseo de apresarla harto vehemente, y fue necesario que inmediatamente y sin recursos de ninguna especie se amparase en Cádiz, viéndose en el caso para ganarse el sustento de tener que lavar, planchar y dedicarse a otros oficios poco productivos, pero que la ayudaban a vivir, sin que oficios tan rudos la privasen del placer de alentar a los buenos españoles, coadyuvando en cuanto lo era posible al buen logro de la causa santa, que con tanto ardor se sustentaba en todos los ángulos de la Península, y, sin que echemos mano de pomposas
frases
para probar de cuánto servían sus enérgicas palabras y sus patrióticos discursos, que inflamaban con mejor
éxito
por cuanto eran proferidos por boca de una
mujer,
hay una
"Tarja"
entre sus papeles, en la que la Junta Central le da las gracias por sus frecuentes donativos de hilas para la cura de los heridos de nuestros ejércitos, trabajo en que se ocuparon muchas señoras en aquel tiempo y que fue en ello tanto más meritorio cuanto que, además de haber de trabajar durante el día para atender a su subsistencia, tenía que seguir
correspondencia
con varones
eminentes,
y le era precioso robar muchas horas al sueño a fin de cumplir el patriótico empeño, cuyos sacrificios, no siéndole desconocidos a la Junta Central, extendió la
"Tarja"
de gracias a su favor.
Finada la guerra de la independencia pudo regresar a Madrid ya con más desahogo, y, como en Cádiz había estado en íntimo contacto con diputados y
escritores,
abrazó la enseña liberal. Esto no nos incumbe; basta decir que su patriotismo la acarreó mil
persecuciones,
durante las que, y a fin de amenguar sus padecimientos, se entregó al ejercicio de las tareas
literarias,
de las que gran parte perecieron y se extraviaron en los continuos rebuscos que la policía hizo en diferentes ocasiones y que en su celo por investigar puso su sello en papeles ajenos de política e interesantes a los amantes de las letras; sin embargo, algunos se han podido salvar de esta
destrucción,
y de ellos y del testimonio de personas ilustradas que leyeron los que ya no existen se advierte que su
talento
era bastante, y sus raciocinios no participaban de esa vana superfluidad e
hinchado
aparato fraseológico de que participan gran parte de los escritos de nuestros días, donde, a trueque de llenar muchas páginas y aparecer como maestros, se divaga lastimosamente por espacios que no se conocen, y a fin de que nuestras lectoras puedan juzgar del escrito que hemos enunciado, transcribiremos algunos trozos de sus composiciones que han quedado, sintiendo que acaso no sean de las más
bellas
y mejor acabadas.
(Se continuará.)
Luis Cucalon y Escolano.
1. Epístola en romance a doña María Manuela Prieto, inserta en la
Revista de España e Indias y del extranjero,
del 24 de febrero de 1848.