[parte de un texto más amplio, “Conversación X” (p. 284), sobre mujeres destacadas]
3º.
Mujeres
artistas y
autoras
de obras de
imaginación
Ved aquí el género de literatura en que las
mujeres
pueden
sobresalir
y, en efecto, han sobresalido más, siendo su imaginación más
pronta,
más viva, más delicada que la de los
hombres:
Las artes que dependen en efecto de ellas les son más propias, y la
novela,
sobre todo la
amorosa,
que es hija de la
imaginación
y de las pasiones, es su verdadero género, porque, en efecto, nuestra vida no suele ser por lo común más que una novela.
Safo
Comenzaremos por la
mujer
más novelesca en su vida, más ardiente en su
imaginación,
más
sabia
en la
poesía,
cual es Safo.
Una de las principales islas del mar Egeo en la costa del Asia Menor es la de Lesbos, célebre por su fertilidad, sus exquisitos mármoles y sus espirituosos y delicados vinos. Pero lo que más la ilustraba era el ser patria de los hombres más sabios de Grecia, sobresaliendo entre ellos los poetas y los músicos, pues este arte delicado se cultivaba allí con el mayor esmero; así es que se aseguraba que, después que cortaron la cabeza a Orfeo en Tracia, se la oyó hablar en la isla de Lesbos, y es cierto que fue patria del famoso Arión, a quien salvó la vida un delfín atraído por la suavidad de su lira, y de Terpandro que añadió una cuerda a este instrumento, fue el primero que alcanzó el premio de la música en los juegos carnienses, habiendo logrado cuatro en los píticos, y tuvo la dicha de calmar una sedición en Lacedemonia con su melodioso canto. Teofrasto, uno de los más sabios discípulos de Aristóteles, que nos conservó sus obras, autos de la historia natural y de la excelente y original obra de los Caracteres, era natural de la ciudad de Ereso, una de las principales de la isla. Pero la que produjo más hombres grandes fue la capital Mitilene, la más floreciente, poderosa y poblada de todas, patria en cierto modo de las ciencias y de las artes, pues lo que fue de Pitaco, uno de los siete sabios de Grecia, del historiador Teófanes, del retórico Diófanes, de Alceo, uno de los primeros líricos de la antigüedad, perseguidor acérrimo de los facciosos que despedazaban a su patria.
Todos los años había en Mitilene
certámenes
de poesía, donde los autores leían sus obras; había también escuelas de filosofía y de elocuencia, y los habitantes pasaban por los primeros músicos de Grecia, como se comprueba con el ejemplo de Frinis, que fue el primero que alcanzó el premio en los juegos de las panateneas. Pero se les tachaba, como a los demás de la isla, de costumbres corrompidas, teniéndose por injuria el ser llamado lesbiense o mitilense.
En esta ciudad nació Safo, y ha sido la que contribuyó más a su
celebridad,
pues
adelantó
tanto en la
poesía
lírica, que mereció el renombre de décima musa. Fue contemporánea y
amiga
de Alceo, al que alabó mucho; también lo fue de Pitaco. Estrabón mira a Safo como a una
mujer
prodigiosa,
y dice que las más
célebres
la son sobremanera inferiores.
Ambos,
dice Horacio, el primer lírico de los latinos, son admirados por las felices sombras que habitan los Elíseos campos, y escúchanse sus
versos
con religioso silencio. Todos los críticos, tanto antiguos como
modernos,
han
celebrado
la suavidad, la armonía, la
ternura
y las innumerables gracias de las
poesías
de Safo. Sin embargo, no nos quedan más que dos composiciones suyas y algunos fragmentos, los que, lejos de desmentir los anteriores
elogios,
aumentan nuestro sentimiento de que se haya perdido lo demás.
El amor fue su pasión exclusiva, el
asunto
de sus
versos,
la causa de sus infortunios; pero, si su corazón fue el más sensible y amoroso de todos, tuvo la desgracia de que no correspondía a él su hermosura; aun dicen que era
fea,
por lo que no la fue posible inspirar la pasión que sentía. Estuvo, no obstante,
casada
con un ciudadano de los más ricos de la isla de Andros llamado Cércala, del que tuvo una hija, cuyo nombre fue el de Cleis.
Después de muchos años de
viuda
concibió la pasión más vehemente por un joven de la misma ciudad, llamado Faón; y dícese que solo a él amó, y que por él perdió la vida. Era Faón el más bello joven de su tiempo, y su hermosura tenía algo de divino, pues, como hubiese hecho algunos favores a la diosa Venus, agradecida esta le dio un vaso de alabastro lleno de un ungüento, con el que, habiéndose frotado, logró tener la más completa hermosura y ser querido de todas las mujeres. Correspondió él a varias, y aun parece que por algún tiempo a la misma
Safo,
pero bien pronto se cansó y aun fastidió de ella, pues, como ya hemos indicado, no era ni
joven
ni
hermosa,
y manifestaba su pasión con más
extremos
de lo que a mujer prudente conviene, alabándole públicamente en sus
versos,
pintando con extraordinaria viveza sus ansias y
suspiros,
recordándole sus pasadas delicias, buscándole, persiguiéndole por todas partes, cosas todas causan frialdad y fastidio en los hombres lejos de producir amor.
Así sucedió con
Faón:
huyó de ella, la despreció, la aborreció, y entonces Safo, no pudiendo sufrir tal ignominia ni vencer humanamente su violenta pasión, acudió al terrible remedio del amor, al salto de Léucates, que fue feliz a Venus en su pasión por Adonis ya difunto, y fatal a cuantas mujeres lo intentaron después. Consistía este remedio, como es bien sabido de los eruditos, en arrojarse al mar desde la punta del promontorio Léucates, que se perdía en las nubes y estaba en la isla Leucadia. Allí acudió Safo y, después de haber celebrado los ritos gentílicos en el templo de Apolo que estaba en la cumbre, se precipitó en las olas del mar, donde halló el único remedio que su pasión admitía, cual fue la muerte.