Información sobre el texto

Título del texto editado:
“El maestro fray Juan Bernal”
Autor del texto editado:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Título de la obra:
Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones
Autor de la obra:
Pacheco, Francisco (1564-1644)
Edición:
Sevilla: 1599-¿1644?


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EL MAESTRO FRAY JUAN BERNAL


Alabar a los varones ecelentes de toda virtud es obedecer a la Escritura divina, los cuales, aunque muertos, viven y a muchos resucitan a nueva vida con su memoria. Uno digno de ser contado en este número es el maestro fray Juan Bernal, el cual, desde que fue bautizado en la iglesia de San Martín de esta ciudad o, por decir mejor, desde que tuvo uso de razón, mereció por su virtud y recogimiento el dichoso nombre de santo. Tomó el hábito de la Sagrada Orden de la Merced en Jerez de la Frontera y profesó en la casa de Sevilla. Comenzó con tal fervor la vida espiritual, que llegó al colmo de la perfección, pues jamás se conoció en sus obras y palabras una pequeña muestra que desdijese de la alteza de su estado. Leyó Artes y Teología muchos años, con tan grande aceptación y provecho de los oyentes, que en un curso de Filosofía en Córdoba sacó tres maestros asaz doctos. Fue comendador de algunas casas, como de Écija, Córdoba y Sevilla, de que nunca cumplió el trienio, que por el amor de su recogimiento a un año las dejaba. Siendo Provincial del Andalucía visitó esta provincia dos veces, con tanta edificación y ejemplo, que guardaba caminando la misma observancia que en su celda, en los ayunos, en dormir vestido y de todo punto escusar lienzo. ¿Quién contará sus virtudes sin admiración? ¿Su humildad? ¿Su paciencia? ¿Su caridad? ¿Su abstinencia? En las fiestas solenes, cuando los religiosos suelen recrearse con algún estraordinario, jamás lo quiso admitir. Saboreaba el gusto muchas veces esparciendo acíbar en polvo sobre los manjares. El ayuno apostólico de la Cuaresma observó siempre con tanta austeridad, que no comía ni bebía otra cosa que pan y agua, con predicar casi cada día. Lo mesmo hizo todos los viernes desde edad de ocho años. Su hábito era de paño grueso y no muy largo; su camisa, un áspero cilicio ceñido con una cuerda de san Francisco. Contemplaba en una imagen de san Jerónimo en la penitencia; imitábale osadamente, hiriéndose con una piedra en el pecho, sin atender al detrimento de su salud. Las disciplinas eran frecuentes y rigurosas, tanto que en el coro se oían en lo más distante del segundo claustro. Cuando los demás religiosos reposaban en el silencio de la noche, postrado ante un crucifijo, eran sus ojos un mar de lágrimas, despidiendo ardientes suspiros, que, si bien procuraba ocultarlos por no ser oído, vencía con la fuerza del espíritu lo que el deseo de la humildad procuraba encubrir. Fatigado de la oración o vencido del sueño, se recostaba sobre una desnuda tabla, que le sirvió treinta años de regalada cama. De la pobreza, castidad y obediencia de que se compone el estado de la religión, y del cuarto voto de la suya, que es la redención de captivos, fue tan celoso como veremos brevemente, siendo pobre no solo de espíritu, mas en el efeto no poseyendo nada, pues, aun siendo provincial, no tuvo con qué pagar la limpieza de su ropa, porque lo que le daban de la Orden, de sermones y otras limosnas lo repartía a conventos pobres y a frailes necesitados de su Provincia. En la castidad fue admirable, porque sus obras y palabras espiraban una pureza angélica; cierta cosa es no haberle visto jamás desnudo o descalzo. Eccedió en la obediencia, como voto más principal, haciendo sacrificio a Dios de su voluntad, sin resistir jamás a sus prelados. Su dotrina fue como procedida de tales ejercicios; oíanle como a un apóstol, por el grande fruto que hacía. Predicó a las honras del rey Filipo Segundo, a las de don fray Gaspar de Torres, obispo de Medauro, insigne sujeto de su religión; era sobremanera misericordioso y compasivo. En un sermón del juicio final prorrumpió en un gran llanto, que, no pudiéndolo proseguir, hizo mayor fruto con el silencio y lágrimas que con la copia de palabras y concetos. Hizo el oficio de redentor tan bien, que le costó la vida, sufriendo infinitos trabajos con increíble paciencia, y no fue el menor una coce que le dio en África un feroz caballo, no sin culpa de los infieles, de que llegó a lo último. Convaleció y volvió a Sevilla en 31 de marzo del año de 1601, trayendo consigo, entre hombres, mujeres y niños, ciento y setenta cristianos rescatados, y cercado de ellos entró en esta populosa ciudad, saliéndole a recebir todas las religiones, ciudadanos y señores como a varón santo. Maravilloso espectáculo de ver, un religioso anciano y venerable, macilento, la barba luenga, el cabello revuelto, afirmado a una caña por la mucha flaqueza, y tal vez repartir a los niños captivos el pan que como a padre amoroso le pedían. Empeñó esta vez su persona por librar tantos cristianos, prometiendo tornar a África si no enviaba el precio dentro de cierto tiempo. Así lo predicó a los de Sevilla, que acudieron, movidos de sus razones, con limosna suficiente, con que salió de esta santa obligación últimamente, renovándose los dolores de golpe, y, oprimiéndole otros achaques y penas de la aspereza de su vida, en pocos días, con las debidas prevenciones, salió su santa alma con gran serenidad del cuerpo, a recebir el premio de tan largo martirio, en 18 de noviembre del mesmo año, habiendo traído el hábito de la madre de Dios tanto tiempo como su bendito hijo trajo el de nuestra carne en el mundo. Murió de 51 años, llamado a predicar al rey Filipo III y nombrado por general de su Religión por la santidad de Clemente Octavo. El crédito de su rara virtud, sabida su muerte, trajo una infinita muchedumbre al convento; estuvo primero en una capilla del claustro, donde vinieron todas las Religiones, y yo le retraté (y es una de mis felicidades, como el haberme él mismo elegido antes que a otro en lo mejor de mis estudios para los cuadros de este proprio lugar; y así, justamente obligado, lo pinté vivo después en uno de ellos). De allí, con suma dificultad lo pasaron a la iglesia, donde, por tocarle la gente, se vieron los religiosos en grande aprieto, sin poder estorbar que no fuese dos veces despojado de sus hábitos. Mas ¿qué mucho que hiciese Sevilla tanta estima de él, estando muerto, si, viviendo, se le arrodillaban muchos cuando iba por la ciudad, y por huir esta honra se salía por el campo? Trasladó después, siendo provincial el maestro fray Andrés de Portes, sus preciosas reliquias, como discípulo agradecido, poniéndole una losa con el epitafio que pongo aquí:

Huic subest venerabilis pater gravissimus,
magister in Baetica Redemptorum provincia
olim moderator rectissimus frater Ioannes Ver-
nal. Ioannes quidem, non minus vitae austerita-
te, quam praedicationis spiritu, quam zelo, Eccle-
siae plane decus non vulgare, quem caelestis mi-
litia gaudet obtentum, nostra hucusque deplorat
amissum.
Ab anno Domini MDCI. novembris
bis nona luce.


En la traslación hizo estos dos sonetos el padre fray Fernando de Luján, hijo de Sevilla, a su sepultura:

No es del mortal despojo urna doliente
la lápida que sacros güesos sella;
nido es que se construye al ave bella
que en vuelo oblico el aire abre luciente.

Feniz anacoreta entre la gente,
no renacido para noble estrella,
si su planta beata soles huella
y de luceros ciñe ya la frente.

Asiste, si curioso, ¡oh peregrino!,
con vago pie e incierto solicitas
que en tu patria repitas qué que asombre

a un acto honroso que el amor previno,
para que unas cenizas ya marchitas
rejuvenescan en glorioso nombre.

Segundas plumas son, ¡oh padre!, cuantas
letras contiene este lucillo grave,
plumas segundas digo, no del ave
cuyo túmulo son aromas tantas;

de aquel sí cuyas hoy cenizas santas
breve pórfido sella en paz süave,
que en poco mármol mucho Fenis cabe,
si altamente negado a nuestras plantas.

De sus cenizas nuevo renacido
al gran moderador de este Orden santo
debe el Fenis Bernal las plumas bellas,

cuya presencia de esta falta el llanto
enjuga afable, viéndole ceñido
de iguales flores que el Beato estrellas.

Del M. Sebastián Alfaro al mesmo intento
En esta piedra inmortal,
a eterno descanso dado,
yace el cuerpo sepultado
del santo y docto Bernal.
Murió general electo
porque vivió de tal modo,
que fue general en todo
y en particular perfecto.






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera