Título de la obra:
El Europeo. Periódico de ciencias, artes y literatura,
año I, número 11
Sobre la historia filosófica de la literatura española
Por
más que veamos reimpresas las obras de los principales poetas españoles, y por más que se nos den colecciones enteras de ellos divididas por épocas, carecemos de una historia filosófica de la poesía
española,
cuya utilidad ya se deja ver a primera vista. Seguir al ingenio en sus primeros aciertos, acompañarle en la época de su gloria y esplendor, contemplarle en la de su decadencia, y hacernos capaces de las causas así naturales como políticas que concurrieron en su formación, engrandecimiento y caída; tal habría de ser según nuestro juicio el objeto de una obra que a lo menos nos pondría en la ocasión de poder formar idea del principal carácter y sobresalientes cualidades, que distinguen a los padres de nuestra poesía.
Si se considera por un momento que la historia de la poesía es para un pueblo como la historia de sus progresos en la carrera de la civilización desde sus primeros héroes hasta su más alto grado de brillantez y opulencia; si se atiende a que los armónicos acentos de una lira enseñaron a las primera sociedades los preceptos de la religión, las sabias leyes y los descubrimientos de las ciencias; no se nos hará dificultoso el conocer la utilidad de una empresa que tuviese por objeto el familiarizarnos con los beneméritos varones que dulcificaron las máximas de la moral, e hicieron suave el yugo de la ley; que posteriormente guiaron a la gloria a nuestros antiguos caballeros, y que en los últimos tiempos han dispertado al ingenio español de su vergonzoso letargo revelándole para excitar su emulación los adelantos de las naciones extranjeras. Tal vez no haya
pueblo
alguno cuya poesía ofrezca una historia tan varia y tan notable a veces por su nobleza, a veces por su sencillez, a veces por su pompa y magnificencia como la de los españoles. Natural, encantadora y humilde cuando cantaba las hazañas del Cid, brillante e inmensa cuando dominaba a la Europa y a la América, así como dulce y numerosa si se ciñe a cantar las delicias del clima y del amor; siempre nos transporta, siempre nos arrebata y nos llena de aquellas ilusiones a un tiempo risueñas y melancólicas en que tanto sobresalen los pueblos meridionales. Los poetas
ingleses
nos inclinan a la meditación, los
italianos
nos recrean la fantasía y los
españoles
nos mueven el corazón. Pero la poesía en las dos primeras naciones ha tenido más tiempo para cultivar sus principales caracteres y poner de manifiesto sus geniales bellezas, razón por la que parece llevarnos tal vez alguna ventaja.
La historia de la poesía española ofrece distintas épocas dignas de ser filosóficamente consideradas y cada una de las cuales pudiera dar margen a muy curiosas observaciones. Nosotros, sin embargo juzgamos que pueden reducirse a cinco las más notables, división que según nuestro dictamen debiera ser rigurosamente guardada en la historia de que hablamos por llevar embebidos en sí misma los sucesos y variaciones más notables que ha sufrido la poesía nacional desde
Berceo
hasta nuestros días. La época primera podría extenderse desde su origen hasta Juan de
Mena,
la segunda desde este célebre poeta hasta la adopción de las formas
italianas
por Boscán y
Garcilaso,
la tercera de esta
innovación
hasta Góngora, la cuarta abrazaría el período de la corrupción y mal gusto introducidos en nuestra literatura hasta el tiempo en que D. Ignacio Luzán y poco después el coronel
Cadalso
trataron de restituirla a su antiguo
esplendor,
y la quinta podría comprender desde estos
beneméritos
escritores hasta ahora, en que nuestra poesía parece haber adquirido un nuevo carácter y estilo.
En cuanto a la
sección
primera de las cinco que juzgamos debería dividirse la historia, no tanto se habría de atender a las bellezas de los modelos que nos ofrece como a los objetos que dispertaron entonces la musa de aquellos sencillos
trovadores.
Cuanto fuere el interés que exciten en aquella
edad
las costumbres de los españoles, tanto será el que inspire su poesía. Seguramente que en ningunas obras antiguas puede reconocerse mejor el espíritu de
Religión
y valentía que reinaba en tan remotos siglos, como en los pocos monumentos poéticos que de ellos nos han quedado en España. Los poemas de Gonzalo de
Berceo
y los romances históricos de los hechos de armas del Cid sean prueba de esta verdad, pues se trasluce en ellos el celo religioso, la sencillez y el pundonor de las costumbres de los caballeros, así como la admiración, el desaliñado estro y la puntualidad de los que cantaban sus hazañas. Añádase aquí de cuánto interés podría ser la investigación de las causas que dieron margen al nacimiento de la poesía, el
influjo
que debieron tener en esto los usos de los
mahometanos
establecidos en España, su literatura, la comunicación que tenían con los cristianos y sus particulares contiendas pues no hay circunstancia de que en su oriente hayan dejado de aprovecharse las letras.
Pero en la
época
segunda
ya tiene la poesía española un carácter más noble e imponente. Un poeta dotado de una imaginación fecundísima abre la escena. Juan de
Mena
criado en la corte de D. Juan el segundo, en la que pudo cultivar sobremanera el
idioma
en que había de escribir, protegido por el
monarca,
obsequiado de los palaciegos y cortesanos, facilitó una senda más brillante a la poesía de su nación haciéndola tomar repentinamente un rápido vuelo. Desaparece en sus
poemas
aquel desafeite o desaliño que obscurecía los trabajos de sus antecesores, aquellos conceptos tan triviales, aquellas sencillas y poco animadas descripciones: en este poeta despliega el castellanos unas bellezas de superior
orden:
en la nueva rima que adopta se reviste el lenguaje de una
majestad
hasta entonces no conocida: admite nuevas frases, bellos y redundantes giros y adquiere flexibilidad, constancia y armonía; dotado de un oído musical y verdaderamente poético da a sus versos una cadencia que embelesa a sus
lectores
y que esparce en sus obras como una suavísima luz. En esta época se podrían indagar las causas de haberse introducido en la corte el amor a las ciencias y particularmente a la literatura, los buenos resultados que acarreó esta feliz innovación, y de la manera que fue progresando tan laudable costumbre. De aquí pasar a la influencia, que pudieron tener las bellas letras en promover el gusto a los demás conocimientos y hacer prosperar la civilización; a los adelantos que hiciera en muy poco tiempo el castellano, y de cuánta utilidad fuesen atendido lo que ganaban las ciencias con poder ser tratadas en un lenguaje inteligible a todos por cuyo medio se vulgarizaran sus doctrinas y se hiciesen más útiles y más conocidas. En seguida caracterizar a los principales poetas de aquel periodo analizando sus composiciones sin nunca perder de vista las de aquel que habían sido sus
modelos
de donde resultarían ingeniosas comparaciones entre autores de igual carácter en su fondo aunque diferentes en diversas circunstancias particulares.
Entraríamos después a
la
época
más
célebre
de la poesía española. La introducción de las rimas
italianas,
que no hay duda embelleció mucho a las composiciones poéticas de España, contribuyó notablemente a los adelantos y a la cultura del castellano, circunscrito antes en su lenguaje poético en unas formas mezquinas que le impedían figurar. Privado hasta en aquella edad de dar a conocer toda su riqueza, su número, su armonía y variedad pudo con la adopción de las nuevas rimas manifestar estas raras perfecciones y sorprender a toda la Europa con su pompa y dignidad. Brillante esta orgullosa
lengua
con la esplendorosa fantasía de los ingenios españoles de aquel siglo, triunfante a par de las armas nacionales, extendido su imperio en el nuevo mundo, cuya existencia revelaba la España a las demás naciones de la atónita Europa, y embriagada, si es lícito decirlo de este modo, con los aromas del oriente se presentó sobre la tierra para dominar y establecer un imperio universal que andando los tiempos le había de usurpar la francesa. La
historia
de la literatura de España en aquel siglo es igualmente la historia de sus proezas militares y de sus empresas políticas. Sus más famosos poetas eran afamados
guerreros;
de día peleaban y de noche escribían, y aún será por esto que sus descripciones son tan nobles y tan enérgicas.
Garcilaso
pereció en un asalto, Lope de Vega marchó en la poderosa escuadra de Felipe II, Cervantes perdió una mano en la batalla de Lepanto,
Calderón
peleó en Italia y en Flandes, y Ercilla conquistaba las Américas. ¡Qué no pudiera decirnos de tan célebres escritores un historiador elocuente, imparcial y filosófico! De ningún pueblo puede asegurarse con tanta razón como de los españoles que la historia de su literatura sea al propio tiempo la de la prosperidad y decadencia de su nación. Comparemos sino la humildad de Berceo a la brillantez de
Mena
y esta a la magnificencia de Ercilla y observaremos cómo cada uno de estos insignes autores parece que lleva retratado en sus producciones el carácter de su siglo.
Cuando se
corrompió
el buen gusto en España empieza
una
época
muy diversa de las descritas hasta aquí. Góngora introdujo un modo de hablar
ambiguo,
poco
inteligible,
altisonante y afectado el cual deslumbró a los medianos talentos que procuraron en todos modos imitarle. En vano se opusieron los mejores ingenios del reino a este que llamaban
culteranismo
pues la nueva secta cada día adquiría más prosélitos hasta que por fin a últimos del reinado de Felipe III vino a quedar dueña del
campo.
Desde entonces ningún paso dio la literatura española que dirigido no fuese a su lamentable decadencia. Desaparecieron el buen gusto, la erudición y la sana crítica: la poesía lírica todo eran retruécanos, equívocos, laberintos y juegos de palabras; la sublime llena de oscuridad, de hinchazón y fuego prestado, la graciosa abundante en chistes insulsos, en bufonadas y obscenidades. Entretanto las armas españolas iban perdiendo de su antiguo esplendor: la Europa que por espacio de tantos años había tenido fija la vista en España, volvió a otros países su atención, de suerte que poco a poco fue olvidándose de la patria de los Pelayos, de los Fernandos de Aragón, de los Gonzalos y Corteses, cual si el pedazo de tierra desde los Pirineos se extiende hacia al mar océano lo hubiesen enteramente borrado del mapa político. Las musas españolas parecieron como aletargadas durante este largo período: en el reinado de Carlos III empezaron a recobrar algún tanto sus olvidadas prendas y aparecieron de nuevo en la escena adornadas de sus perdidas galas y tal vez con una brillantez de otra especie.
Aquí empezaría la
época
quinta. Nos abstendremos por ahora de dar parecer acerca de una edad en la que aún estamos, puesto que la poesía española no ha hecho ninguna mutación singular desde
Cadalso,
D. Nicolás de Moratín, Iriarte y
Meléndez
a nuestros días. Creemos sí que este último escritor haya
enriquecido
la poesía española en las
letrillas,
odas y anacreónticas no solo por las buenas ideas que vierte en ellas, sino también por los nuevos giros, por la amable armonía y los graciosos donaires del buen decir en que
abunda.
En él tal vez con más propiedad que en Moratín (el padre) y Cadalso empieza la época moderna de las musas castellanas, pero como mediaron tan pocos años entre tan famosos poetas que llegaron a ser
contemporáneos,
no puede dividirse la restauración de la literatura ejecutada por los últimos de los adelantos que en ella ha hecho el primero. De todo deduciremos que la historia de
nuestra
literatura es la de nuestros progresos militares y políticos: que en virtud de esta armonía entre objetos al mismo tiempo bien distinto no solo resultarían ventajas literarias de poseer una historia filosófica de nuestra poesía nacional, sino verdades muy profundas sobre el verdadero carácter de los españoles, y el modo quizás de poner en movimiento las cualidades que les dominan, a cuyo influjo se debe el desarrollo de otras demasiado indolentes o modestas para atreverse a figurar por sí mismas. ¡Quién sabe si así como en los pueblos del norte el raciocinio parece preceder a la imaginación de suerte que esta no salga a la escena sino impelida por aquel, deba suceder lo contrario en los países del mediodía! Tendríamos entonces que los habitantes en climas fríos habrían de ser filósofos y políticos para tener afición y gusto a las artes, habían para amarlas de estar científicamente convencidos de su utilidad; al paso que los moradores en sitios ardorosos o templados habrían de ser poetas y artistas para cobrar amor a los demás
conocimientos.
Seguramente que si llegasen a convencerse las naciones de tan sublimes verdades no se imitarían servilmente a sí mismas antes bien buscarían su cualidad dominante y pusieran con su auxilio en acción a las demás; pues está fuera de toda duda que es tan necesario a un político semejante hallazgo, como a un matemático el de un punto conocido en que apoyar sus operaciones.
L. S.