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Título del texto editado:
Lección inaugural ofrecida en la Universidad de Londres, el sábado 15 de noviembre de 1828 por Don Antonio Alcalá Galiano, profesor de Lengua y Literatura españolas.
Autor del texto editado:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Título de la obra:
An Introductory Lecture delivered in the University of London
Autor de la obra:
Alcalá Galiano, Antonio (1789-1865)
Edición:
Londres: John Taylor, 1828


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Aquellos de mi presente audiencia que hayan leído el tosco bosquejo de mis trabajos que ha sido presentado ante el público, son conscientes de que intento examinar la literatura de España a través de sus diferentes épocas en las cuales la he dividido, en sucesión histórica. Un plan similar al seguido por mi colega el profesor de italiano, podría encontrarse más ventajoso pero confieso que no considero nuestra literatura tan rica como para admitir la clasificación que él ha adoptado. Yo he preferido considerarla en su nacimiento, esplendor, declive, depresión y restauración, dando así ventajas de unidad a mi curso de conferencias.

Empezaré con el poema de El Cid, el primer monumento de nuestra poesía y lengua. Desearía que hubiera caído en mi lote, o debería decir mejor que desearía ser competente para tratar de los tiempos primitivos, —quiero decir, de la literatura de España en vez de la literatura del presente idioma español. La gloria literaria de mi país bajo los romanos y los árabes fue grande por supuesto. En la primera época, esta provincia del Imperio Romano que, de acuerdo con Gibbon 1 «en la persona de Trajano produjo un emperador al cual los Escipiones no hubieran rechazado como compatriota,» y el cual produjo, asimismo, en Adriano y Teodosio, dos príncipes más cuyos nombres se sitúan muy alto en la lista de emperadores romanos, —dando nacimiento a una serie de escritores que tomaron con honor un lugar secundario en la literatura latina; comenzando con Julius Hyginus, el primero de los escritores españoles mencionado por Nicolás Antonio; e incluyendo los nombres de Columella, Silius Italicus, los Sénecas, Lucano, Marcial y Quintiliano. La literatura árabe es bien conocido que floreció en España. Y he visto con orgullosa satisfacción, que mi colega, el Catedrático de Hebreo, menciona a los escritores españoles hebraicos como componentes de una división en el mapa de la literatura hebrea. Pero esto es una digresión, aunque, espero que podré ser perdonado por ella; y si, como patriota, se me podría permitir echar una rápida ojeada y llamar su atención sobre estos brillantes genios, la celebración del país en el que he nacido, debo, como Catedrático de Lengua Española, dejar a mis colegas, felizmente más capaces que yo para hacer justicia sobre este tema, la tarea de explicar las bellezas y de discutir los méritos de autores, que, aunque españoles de nacimiento, ni pertenecen a la moderna historia de España ni han escrito en su lengua actual.

Con el poema de El Cid, por tanto, debo empezar; y confieso que no encuentro en él mucho que celebrar, aunque sé que hay muchos buenos jueces que defienden una opinión contraria. En este primer periodo, la literatura española, y particularmente los poetas españoles, no pueden vanagloriarse de gran novedad y sublimidad. Es la opinión del Rev. Blanco White, un buen juez en materia literaria aunque a menudo muy hostil con su propio país, que los autores españoles que florecieron antes del siglo XVI fueron generalmente juiciosos y tímidos; no como muchos han pensado, osados y románticos. Yo estoy totalmente de acuerdo con esta opinión. El código de las «Partidas» está desde luego bellamente escrito; y en el libro de Conde Lucanor se encuentran excelentes y ocurrentes situaciones. Como escritor satírico, el Arcipreste de Hita tiene muchas acertadas ocurrencias. Las cartas de Fernán Gómez de Ciudad Real son enormemente divertidas, vivaces e inteligentes; y, como modelo de epistolario, pueden competir con cualquier colección de cartas de cualquier lugar. Los versos de Jorge Manrique sobre la muerte de su padre son singularmente bellos, empero la suya es una belleza sobria y majestuosa no una belleza salvaje. El mayor trabajo poético de estos tiempos, El Laberinto de Juan de Mena, es igualmente responsable de la objeción de docilidad; y aunque no carente de mérito, es inferior a los versos que acabamos de citar, si es que se puede hacer la comparación entre un largo poema y una corta, aunque elegante, composición. Uno de nuestros mejores poetas vivos, Quintana, ha comparado muchos de nuestros antiguos poemas con esa vieja panoplia conservada en las armerías, la cual, aunque puede ser admirada por los amantes de las antigüedades, es totalmente ineficaz para la guerra moderna. Este juicio, aunque severo, es en muchos aspectos justo. Las baladas (o romances) de esta época constituyen una excepción, pero esta excepción debe ser calificada. El mérito de la simplicidad y de la energía ocasional y pathos realmente lo poseen; pero, en mi opinión, nuestros mejores romances tienen que buscarse entre los escritores de una época más reciente.

Al principio del siglo XVI la literatura de España adopta un carácter totalmente diferente. El renacer de los estudios clásicos, el frecuente intercambio con Italia, y el nuevo impulso que entonces recibe el intelecto humano, son consecuencia de la producción de los máximos beneficios. La escuela de escritores, a la que los autores españoles de aquellos tiempos se puede decir que pertenecían, es la que en nuestros días ha recibido la denominación de Clásica entre las naciones continentales. No podría ser de otra manera. Los grandes hombres de aquella época eran profundamente conocedores de los saberes clásicos. La empresa de la Biblia Polyglotta muestra cuán lejos fue difundido el estudio de las antiguas lenguas por la Península española. Arias Montano, Simón Abril, Antonio de Nebrija, Luís Vives, Francisco Sánchez de Brozas, y muchos más, fueron eminentes en estos estudios. Nuestros historiadores Mendoza y Mariana son decididos imitadores de Salustio, Livio y Tácito. Granada es completamente ciceroniano en sus frases. Garcilaso, Herrera, León, los hermanos Argensola, abundan en imitaciones de los poetas de la antigüedad. Será tarea mía hacer justicia a las bellezas de los trabajos de estos escritores, y señalar sus faltas: una de las últimas que debo apuntar aquí; a saber, una ocasional carencia de arrojo y originalidad de pensamiento; una censura que, sin embargo, no se debe extender a todos ellos, ni aplicar a todos los casos. Es fácil encontrar las causas que produjeron tan extraordinario efecto en aquellas mentes dotadas de gran energía.

Los reyes de España en aquel tiempo orientados hacia preservar la unidad de la fe, y en la medida de lo posible, la uniformidad de pensamiento, en sus dominios, y principalmente en este reino en que estaba la sede de su poder y la principal parte de su imperio en cuanto a importancia y estimación para ellos. Para llevarlo a término se estableció la Inquisición: pero el espíritu con el que nació este tribunal le hizo que se sintiera incluso en aquellos temas a los cuales su interferencia no se extendía. Servir a Dios y al Rey eran los objetivos que los antiguos españoles tenían constantemente presentes; y para conseguirlo, sabían un único camino, del que la mínima desviación de él era seguro que les conduciría a su ruina, no sólo en el venidero, sino en este mundo. No es mi asunto en estos momentos ensalzar o censurar este tipo de actuaciones: pero su influencia en la literatura, al incidir en mi terreno, merece y debe ser señalada. De ello parte el gran poder e influencia del clero español, y los estudios de los españoles se dirigieron hacía aquellos caminos que conducían exclusivamente hacia el honor y la preferencia. La teología, pero no libre discusión, llegó a ser el principal de aquellos estudios. La filosofía escolástica se cultivó también como auxiliar de la teología: la literatura cortés fue meramente tolerada, no protegida; y aunque la protección es muy inferior a la libertad en sus efectos sobre la literatura, todavía es mejor que el descuido sin libertad. Las ciencias naturales también fueron poco atendidas. Los efectos de todo esto pueden ser imaginados. Una gran uniformidad prevaleció entre los trabajos de los españoles. En aquellos temas en los que podían, sin duda sobresalieron; pero estos temas fueron por supuesto muy pocos. Hay gran belleza de estilo en sus historiadores; gran erudición en algunos de sus escritores políticos; mucho sentimiento y una fluida dicción en sus ascéticos; gran melodía y ocasional sublimidad en sus poetas, principalmente en aquellas efusiones devotas en las que sus genios, encadenados a todas partes, podrían verterse sin restricción, y en la expresión de amor, que con ellos llega a ser una especie de sentimiento devocional: pero ni los historiadores pudieron alcanzar una visión comprensiva y filosófica de sus respectivos estudios; ni sus escritores políticos entrar en los principios directivos que constituyen los fundamentos de la ciencia política (y menos aún en una aplicación de estos a los hechos que ocurren); ni desviarse los ascéticos en disquisiciones originales y elevadas sobre los principales principios de moralidad y religión; ni aventurarse los poetas sobre temas más arriesgados (como observó Quintana) que vagas moralidades y canciones amorosas mezcladas con alegorías pastoriles. Algunas instancias pueden señalarse en las cuales los españoles de esta época rompen parcialmente con estas trabas; pero el carácter general de la literatura española del siglo XVI será admitido por jueces imparciales que es como yo la he descrito.

La imitación de los Clásicos y de los Italianos llegó finalmente a su fin; y los escritores españoles llegaron a ser más originales, aunque menos puros en su gusto. Imposibilitados para impartir el vigor de la reflexión filosófica, o la energía surgida de los contenidos de la política, en sus trabajos, a menudo se perdieron en pueriles refinamientos y confundieron lo ampuloso con la exaltación; pero al mismo tiempo confiaron más en sus propias fuerzas, fueron más nacionales, naturales, y originales en su estilo de composición. Hacia la última parte del siglo XVI y el principio del siglo XVII, experimentaron nuevos caminos, y a menudo encontraron el éxito, pero en otros casos el merecido fracaso. Entonces se escribieron la mayor parte de las novelas pastoriles, en las cuales unas pocas bellezas desperdigadas pueden difícilmente compensar la falta de trama, de verdadera y eficaz caracterización del personaje y de pathos natural al describir los asuntos de pasión. La novela satírica, la primera de las cuales, Guzmán de Alfarache, fue escrita algún tiempo antes, es en mi opinión muy superior a la pastoril. Entonces escribió Cervantes Don Quijote, un trabajo que sería ocioso celebrar aquí, ya que su derecho a la admiración universal es admitido por todos. Entonces da Lope de Vega un tono nuevo al drama español. Entonces, en fin, se compusieron la mayor parte de los deliciosos romances moriscos y pastoriles, los cuales añadieron a la simplicidad de las composiciones previas de este género, muchas otras cualidades valiosas; y que, incluso cuando estaban parcialmente corrompidos por el concepto, 2 enmendaron ampliamente sus faltas, mediante la melodía de su versificación y la ligereza de su espíritu. Al mencionar los trabajos de Cervantes, nuestras comedias, y nuestros romances, he tocado las tres ramas de la literatura española que son más conocidas y más admiradas por los extranjeros. Sobre sus méritos me extenderé a lo largo de mis conferencias; pero el tributo del aplauso debido a los autores de estas creaciones no me hará olvidar las menos admitidas protestas de aprobación de sus menos conocidos compatriotas.

Es en este periodo cuando las señas del gusto oriental tienen que descubrirse en las composiciones de los poetas españoles. Que esto se suscitara de su relación con autores árabes, es extremamente dudosa. Para la mayoría del pueblo español los árabes eran por aquel entonces odiados como infieles, si no despreciados como bárbaros. Los tesoros de la literatura árabe contenidos entre los muros de El Escorial no fueron expuestos a la luz hasta la publicación de la Bibliotheca de Cassiri (sic), 3 editado en el siglo XVIII: pero las costumbres de la gente en el sur de España eran como arabizantes. El gusto por la hipérbole y la metáfora prevalecieron entre ellos, debido, en parte, a su antigua conexión con los orientales, en parte a la influencia de clima y hábitos de vida comunes: y los poetas que partían de la escuela italo-clásica, imprimieron a su estilo de composición el tono, y me atrevería a decir que el aroma, de su presente existencia social. El sitio de Granada fue para los españoles lo que el sitio de Troya para los griegos. Los nombres moriscos pasaron a ser entonces poéticos; y en un país donde en aquel tiempo el retiro era considerado una virtud indispensable, el amante cantaba su canción de amor a su amada bajo la alegoría de un galante morisco cortejando a una dama morisca: incluso los poetas asumieron la vestimenta arábiga. La prosa se contagió de la poesía y adquirió un elevado espíritu superior, aunque frecuentemente henchida y presuntuosa.

No se puede negar que los escritores españoles del siglo XVII son motivo de grandes objeciones. Aun así en esta era florecieron hombres de gran eminencia cuyos trabajos son hoy día leídos con placer. El hombre de Quevedo, uno de los importantes autores de este tiempo, es muy bien conocido. Saavedra es indudablemente afectado, pero enormemente elegante. Moncada 4 es uno de los más elegantes, Melo, 5 el mejor de los historiadores españoles. Los dramaturgos de esta época no menos importantes por su excelencia que por su número. A la cabeza de ello está Calderón, del cual los críticos de una muy ilustrada nación han hecho objeto de ilimitada admiración y aplauso, sentimientos con los cuales estoy de acuerdo; aunque quizás yo no debería ir tan lejos como ellos en la aprobación del autor, ni sustentarla en aquellos pasajes en los que ellos creen los más merecedores. Fueron muchos los escritores dramáticos, contemporáneos de Calderón; y algunos de ellos le igualan en muchos aspectos. 6 Mencionar sus nombres sería inútil aquí; pero en mis lecciones examinaré sus respectivos méritos, y no ocultaré sus faltas. Se ha afirmado por Andrés, 7 quien, aunque español, escribe en italiano, y no se muestra parcial con respecto a su propio país, que las producciones de los dramaturgos españoles exceden con mucho en número a los de otro país cualquiera. Todos estos dramas, por supuesto, no los he leído, no más que muchos de los que los citan. En esto, lo mismo que en otros aspectos, no me considero «bibliógrafo», y despacharé rápidamente a estos autores a los cuales no considero merecedores de especial mención, y me centraré en escudriñar los méritos de aquellos que han dejado la impronta de su genio, y deberían ser estimados por haber tenido influencia en la literatura española. Sin embargo esta parte de mi tarea será extensa, y yo mismo me halago, no falto de satisfacción para aquellos que honren mi curso con su presencia.

Tengo que tratar a continuación una época triste en la historia de la literatura española. En ella, sin embargo, floreció Solís, 8 quien puede ser llamado el último de los escritores antiguos españoles. 9 Dejó dos comedias muy buenas y una Historia de la Conquista de México, —un trabajo muy conocido , y severamente estigmatizado por Robertson 10 como la producción de un genio humano, cuya fama supera con mucho su mérito real— una injusta afirmación, que le fue devuelta a las composiciones históricas de Robertson por Mr. Southey 11 quizás con igual injusticia. Es un trabajo lleno de grandes defectos, compensados con no menos bellezas; y nadie totalmente familiarizado con la lengua castellana puede leerlo sin gran deleite, admirando incluso lo que condene. Tras la muerte de este afectado pero elocuente escritor, España se sumergió en la absoluta obscuridad mental. La edad del barbarismo de la que hablo es un fenómeno singular en la historia de la mente humana. Sin una revolución, sin la irrupción de enemigos extranjeros, solamente por causas internas, todos los signos de buen gusto, y no sólo eso, incluso de sentido común, fueron completamente borrados de entre los españoles. La postración del estado como poder político, como consecuencia de causas internas, fue pareja con la postración del intelecto español. La guerra, comúnmente llamada de Sucesión, ocurrió en este tiempo, y sus efectos fueron los que se podrían imaginar. Aunque la elevación de un Borbón al trono de España fue acompañada de algunos resultados benéficos. La forma de gobierno fue algo modificada desde una a otra clase de monarquía absoluta. La Inquisición permaneció inalterable; pero devino más supeditada a la corona, y más suave en su funcionamiento. La literatura fue protegida de acuerdo con el estilo francés de la época. Dos reales academias se crearon, una de la Lengua y otra de la Historia. Un nuevo equipo de escritores renace, —no seguidores de los escritores de la Vieja España, sino franceses en sus doctrinas y en su dialecto. Luzán escribió su trabajo sobre poética, en el cual a menudo copió al autor francés, hoy olvidado incluso en Francia, Le Bossu. 12 Un escritor de estilo diferente, Feijoo, un monje benedictino, emerge impulsando la lucha contra los prejuicios que prevalecían en las ciencias naturales, y contra las extravagancias de la superstición popular. Aunque totalmente desprovisto de genio, y poco más que un traductor de trabajos franceses a un español no muy puro, poseía dos cualidades no menos raras y estimables que las de genio; a saber, sentido común, y valor moral. Conocía qué estaba bien, y no se arredraba en declarar sus sentimientos. Sus trabajos fueron muy útiles, desde luego. No necesito decir que tuvo que librar muchas batallas contra los enemigos cuyo rencor estuvo en proporción con la maldad de la causa que defendían. Fue apoyado por el gobierno de una forma muy característica del estado español de aquellos tiempos. El rey publicó una declaración, manifestando que puesto que Su Majestad había tenido el gusto de otorgar su aprobación sobre los escritos del Padre Feijoo, sería totalmente inadecuado que alguien se aventurase a censurarlo.

La protección prestada a la literatura produjo algunos buenos efectos, aunque necesariamente limitada en su operatividad. Los nuevos escritores de la escuela francesa fueron taimados, faltos de espíritu, e inflexibles; pero con todas sus faltas no se podrían comparar con sus bárbaros predecesores. Una escuela mejor se creó en el seno de las universidades. Aunque los estudios en estas instituciones estuvieron lejos de ser buenos, allí se encontraba la juventud, y los buenos efectos de la asociación se hicieron notar pronto. Lo que se aprendía en las salas de conferencias se descartaba en privado; se obtuvieron nuevos libros, y nuevas luces se difundieron sobre los estudiantes. Los efectos de esto fueron visibles en los escritores españoles de finales del siglo XVIII. Entonces floreció Jovellanos, el constante patriota, el ilustrado y firme magistrado, el elegante y melódico, no menos que filósofo escritor, en cuyos trabajos la belleza de estilo, y las más deseables cualidades de profundos principios morales, en legislación, en literatura, en artes, e incluso en economía política, tan lejos como podía llegar esta ciencia en aquellos tiempos, —están felizmente combinadas y brillan con el mismo esplendor.

Trataré con más dedicación este período de la literatura española, porque es comparativamente menos conocido, y porque puede ser considerada la precursora, la Aurora de tiempos mejores. Fue un brillante amanecer; pero, ¡vaya! el día siguiente fue nuboso y tormentoso, y acabó en este lugar. La mayor parte de sus hombres de letras dirigieron su atención a la política, y todos, o casi todos, naufragaron contra esa roca. Los efectos fueron fatales para el cultivo intelectual de este país. En el terreno de la literatura española muchos árboles firmes cayeron al suelo, muchas flores a punto de abrir se marchitaron en sus capullos. Algunos permanecen aún: esperemos que puedan dar tranquilamente sus frutos, y ser rodeados de una amplia, lujuriosa, y profunda vegetación.

No piensen, señores, que evito la tarea de expresar mi opinión sobre mis contemporáneos. Ello es odioso, lo confieso; pero, sin ello mi labor sería incompleta. Yo me comprometo a ponerla de manifiesto honesta e intrépidamente, de acuerdo con mi mejor juicio, distribuyendo justicia imparcial a amigos y enemigos; y cuando yerre, errando por los más puros motivos —cediendo tal vez a los prejuicios literarios, nunca a los políticos. Actuar de otra forma sería prueba evidente de falta de respeto hacia este público por el cual tengo que ser oído y juzgado, hacia el Consejo que me ha llamado a esta cátedra, a los que debo la dignidad de mi propio carácter. Yo deseo que la menor desviación sobre este particular me sea severamente mostrada: porque si mereciese ser abrumado con su indignación, hundiría el personaje de un catedrático de Literatura en un frustrado partidista político.

Este imperfecto bosquejo de la historia de la literatura en España, que acabo de someter a mi audiencia, es al mismo tiempo un programa de mis conferencias. En ellas seguiré el mismo orden, y examinaré más ampliamente el carácter particular de cada una de estas épocas literarias. Luego seguirá un análisis de los autores que florecieron en ellas y le dieron un toque peculiar. Mis estudiantes tendrán que presentar al final del estudio de cada una de las épocas, algunos resúmenes de lo que me hayan oído. Insistiré en ser favorecido con sus propias observaciones críticas sobre los temas que se hayan tratado; y sus objeciones, cuando tengan alguna que ofrecer, serán solicitadas con interés y discutidas amigablemente. Es posible, incluso probablemente ocurra, que en algunas ocasiones el juicio del profesor tuviese que rendirse ante el del alumno; en este caso, lejos de considerarlo humillante para mi vanidad, me inspirará un justo orgullo, al mostrarme que he conseguido el gran deseo de mi ambición, es decir, el progreso de mis estudiantes.

Señores, no necesito decir que yo confío en mis alumnos para el éxito de mis trabajos. Sin esfuerzo por su parte, mi celo será vano; animado por ello, incluso mis frágiles habilidades pueden ser puestas al servicio de su progreso.

Queda por explicar la utilidad de los estudios que se me ha encomendado dirigir. Debo admitir que pertenecen a los generalmente llamados de adorno. Pero no es necesario decir aquí, que en la búsqueda de una mente liberal, las elegancias de la vida, son principalmente importantes para la felicidad de la existencia social. Contra la literatura española se puede hacer una observación, a saber, que estando desconectada de la filosofía, sólo aumenta poco el acervo de conocimientos útiles. Es verdad, que aquellos españoles que son generalmente aceptados como de ánimo fuerte y mente noble, aquellos cuyas capacidades naturales son reconocidas por todos los que han visitado su hermoso país —igual a sus mentes en fertilidad y grandeza, pero como ellos, sufriendo el deseo de cultivarse— no les ha vuelto reconocidos en el mundo científico, ni hecho muchas importantes contribuciones a los más altos y más útiles departamentos de filosofía política, moral o natural. Que sus intelectos son apropiados a aquellos propósitos, es fácil probarlo; e Inglaterra tan justamente orgullosa de su preponderancia en la ciencia náutica, conocerá que el nombre de Mendoza, 13 un español, permanece a la cabeza de la lista de autores por cuyos escritos esta ciencia es enseñada al marino inglés. España fue el primer país que podría alardear de un conjunto de cartas marítimas, regular, científico, correcto y completo, de sus costas y puertos. Pero es la desgracia de este país, que los hombres científicos que ha producido no sean conocidos fuera, y apenas conocidos entre sus propios compatriotas; porque la falta de público lector les ha desanimado de escribir y, cuando han escrito, han privado sus trabajos del interés con que los iniciaron. De este modo el país que ha añadido el continente e islas de América al mundo conocido y ha contribuido tan importantemente al avance de la ciencia en general, es acusado de no haber hecho nada por los intereses de la civilización.

No piensen, señores que, influenciado por una parcialidad natural, estoy intentado probar que España debería ser considerada al nivel de Italia en cuanto a conocimientos científicos. No; tan querido como es mi país para mí, todavía es más querida la verdad. Al hablar sobre la literatura española, he aludido a algunas causas que han tenido influencia sobre su estado pasado y presente. Sobre la ciencia, esta influencia fue mucho más grande. ¿Qué podría hacer un hombre por los conocimientos científicos viviendo en un país donde las instituciones políticas eran casi exclusivamente calculadas para impedir y retrasar sus progresos?

Pero ¿hay que suponer que porque haya pocos trabajos de utilidad general escritos en español, hay que olvidar el estudio de los buenos historiadores españoles, novelistas o poetas? Los trabajos científicos son como esos árboles que trasplantados fuera de su suelo natal, todavía florecen y dan sus frutos; pero los productos de la imaginación, que debe parte de su mérito a la belleza de su estilo, son como esos frutos tiernos que pierden su belleza y aroma tan pronto como son arrancados del único suelo donde pueden crecer y madurar. Solamente a Inglaterra corresponde la gloria de haber creado a Bacon y Newton; pero de los tesoros contenidos en sus trabajos pueden participar todas las naciones. Shakspeare (sic) y Milton, sin embargo, sólo pueden ser comprendidos cuando se leen en la lengua que ellos han adornado. Los trabajos científicos españoles pueden igualmente ser leídos tanto en traducciones como en original: pero ¿quién puede entender Don Quijote, a menos que esté versado en la lengua en la cual está escrito?

Esta es una fuerte razón, por la cual el estudio del español, o déjenme decir, de la literatura extranjera en general, es recomendable. Esto ya lo han indicado mis colegas, los catedráticos de lenguas extranjeras; pero incluso su elocuencia me ha dejado algo que decir sobre tan rico tema. Por medio de este estudio, no sólo se dispersan los prejuicios, sino que se crean fuertes afectos. Las naciones no sólo dejan de odiarse, sino que empiezan a estimarse y amarse entre ellas. Como consecuencia, la mayor bendición del hombre social, se promueve; y la guerra, el más amargo enemigo, se desanima en la misma proporción. Los tiempos presentes nos ofrecen más de un ejemplo que prueba que esto no es un pensamiento visionario. El intercambio de producciones literarias está llegando a ser tan libre y vital como el tráfico de productos manufacturados. La fama literaria, como la felicidad política de un estado, ya no se considera perjudicial para sus vecinos. El Canal de la Mancha no se mira meramente como una zanja para proteger su tierra de ataques extranjeros, sino como una libre y conveniente avenida para importar y exportar. El aplauso con que se aclama el genio de Shakspeare (sic) y la habilidad de los actores ingleses en París, produce un eco recíproco en los teatros de Londres, donde los grandes maestros del drama francés, y los eminentes profesores del escenario francés, no son menos entusiásticamente aplaudidos. Al mismo tiempo un individuo que, como se ha hecho hace algunos años por uno de los más grandes hombres ingleses que jamás se han producido, aventurase designar a Francia como el enemigo natural de Inglaterra, 14 , no sería menos culpado por su falta de caridad, que ridiculizado por su absurdez. El cosmopolitismo no puede ser censurado pretendiendo reemplazar nuestros afectos naturales, domésticos y patriotas con un vago amor por la generalidad del género humano, ya que se ha encontrado que los intereses privados y los generales son casi los mismos; y la caridad, sin dejar de ser una excelsa virtud, no es, en la mayor parte de los casos, sino otro nombre para el sentido común universal. De este modo, la literatura actúa sobre la política y la moral, y está a su vez es influida por ellas. No puedo dejar de pensar que el Consejo de esta Universidad actuó bajo esta impresión cuando pensó en incluir la lengua y literatura de las naciones extranjeras en la enseñanza impartida entre estos muros. Haciendo lo cual, se adapta a sí mismo al espíritu de los tiempos. Esta innovación era altamente beneficiosa para una institución diferente de todas las de su especie, tanto como la época en la que ha sido fundada difiere de las épocas precedentes. El espíritu de los tiempos es un término que ha sido ridiculizado por muchos críticos superficiales que afectan negar su existencia, sin embargo, hay varios síntomas que muestran que su incredulidad no es más que humo inútil; «A que ellos creen, lo que temen». Este espíritu, señores, esta «insustancial nada» se ha incorporado a la presente Institución y ha encontrado en ella una «un lugar propio y un nombre». No piensen que estoy haciendo un panegírico del cuerpo al que tengo el honor de pertenecer: estoy simplemente diseccionando y analizando su naturaleza y sus fines, en tanto conduzca a dilucidar el punto de vista bajo el que considero, y deseo que ustedes consideren, la débil parte, de las tareas generales, que yo debo sustentar. Repito, que esta institución es una notable creación de este país y de la era presente; y esto en ningún país como en este, donde la libertad práctica es tan extensamente disfrutada, y en ningún momento como en el presente, cuando los conocimientos son tan ampliamente difundidos, podría haber sido llamada a existir. Ha sido fundada por personas particulares de distintos rangos, objetivos, vocaciones y modos de pensar, sin otra atadura que la tarea de mostrar su celo en promover la educación liberal.

No depende del patronazgo de ningún gobierno o partido, sino de la sencillez y el sentido común del pueblo en su conjunto. Debe, por consiguiente, mantenerse o caer por sus propios méritos, y no pedir otros favores que permitírsele un juego limpio. Aunque está dedicada a formar científicos y profesionales no menos que elegantes eruditos, muestra el modesto porte y el aspecto funcional de una sociedad mercantil. No se trata de un monopolio, pues ya se ha fundado una rival 15 motivada, se espera, por un noble espíritu de emulación, con la cual debe competir por la palma del triunfo en competición libre y honorable. Sus puertas están abiertas a los hombres de todos los credos, todos los rangos y todos los partidos. Apoya sus reivindicaciones al título que ha adoptado, no en la multitud de edificios que contiene, sino en la universalidad de la instrucción que aborda. Y aunque finalmente, pero no por ello menos importante, para hacer sus bases más anchas y más amplias que las de todo el actual conjunto de establecimientos de la misma clase, y hacerse merecedora de una época caracterizada por los sentimientos de amistad y libre comunicación existentes entre varias naciones del mundo civilizado, —ha admitido en sus recintos a catedráticos extranjeros de todas esas naciones, para enseñar sus diferentes lenguas y transmitir los méritos de la producción de sus respectivos autores eminentes; contribuyendo de esta manera al impulso de estas simpatías sociales y extensos beneficios que ofrecen campo para secar muchas de las fuentes de calamidades de las naciones, y realizar en una gran extensión este alto alarde de literatura hasta ahora sólo parcialmente real, a saber, que ablanda las costumbres de la humanidad y no deja lugar para la ferocidad— «Emollit mores, nec sinit esse feros». 16

Señores, puedo ser tachado de demasiado entusiasmo: estas consideraciones, me temo, se encontrarán demasiado elevadas; sin embargo, sentiría abandonarlas ya que haciéndolo así mis alumnos y yo mismo estaríamos seguros de perder parte de los beneficios que se derivan de la instrucción que tengo el deber de impartir. Mientras más alto pensemos sobre los objetivos en que estamos comprometidos, más preparados estaremos para seguirlos con alegría y éxito final. Bajo la impresión de estas consideraciones, mi trabajo adquiere mayor importancia ante mi vista y me acerco más al nivel de los deberes de mi situación. Considero que mientras yo estoy enseñando la lengua española y dando lecciones de literatura española, no estoy realmente descendiendo a elegantes bagatelas, sino ejecutando una tarea que, como parte de un gran sistema, tiende hacia el gran fin de la utilidad, el objetivo al cual todos los trabajos humanos deberían estar orientados. Considero que sirvo a los mejores intereses de la humanidad en general, y más especialmente aquellos de mi país natal al cual quiero y siempre querré, pero al que quizás esté condenado a no ver más. Creo finalmente, que me estoy haciendo útil, y tanto como puedo, pagando la gran deuda que tengo con esta tierra de hospitalidad, donde he encontrado una segunda patria y he obtenido la envidiable distinción de aparecer ante ustedes en mi actual calidad, y la de haber conectado mi humilde nombre con el de la Universidad de Londres.





1. Edward Gibbon, historiador británico del siglo XVIII, escribió una obra famosa sobre el Imperio Romano, que tituló Historia de la decadencia y de la caída del Imperio Romano, en la que atribuía su disolución a la corrupción y al cristianismo.
2. Pone la palabra en italiano: concetti (refiriéndose al conceptismo, suponemos).
3. Miguel Casiri, orientalista sirio, llegó a Madrid en 1748 y fue nombrado bibliotecario de El Escorial por Fernando VI, con la misión de hacer un índice de los códigos arábigos que allí había, dando lugar a la publicación de su Bibliotheca Arabico-Híspana Escurialensis (Madrid, 1750-1770), de dos tomos. Fue la primera recopilación de estos textos de gran importancia para la elaboración del período histórico de la dominación musulmana en España.
4. Francisco de Moncada, valenciano noble, político, diplomático, militar y escritor como muchas personalidades de los siglos XVI y XVII, cuya obra histórica principal fue Expedición de los catalanes y aragoneses contra los turcos y griegos, donde exalta las empresas de sus antepasados en Oriente.
5. Francisco Manuel de Melo, humanista y literato hispano-portugués, nacido en 1611. Intervino en la guerra de sublevación de Cataluña escribiendo luego su famosa Historia de los movimientos, separación y guerra de Cataluña (1645). Conceptista y defensor de los modernos sin romper con la tradición del siglo XVI.
6. Al margen de las simpatías de Alcalá Galiano por Calderón, es justo reconocer que fue el escritor más estudiado y exaltado por los críticos de la escuela romántica y su fama trascendió las fronteras ibéricas eclipsando incluso al gran Lope de Vega, gloria de las letras del siglo XVII.
7. Juan Andrés, valenciano de gran espíritu crítico, escribió un trabajo enciclopédico de carácter universal titulado: Deel'origine, progressi e stato attuale d'ogni Letteratura (Parma 1782-98), que fue traducido a todas las lenguas. Pertenece al grupo de jesuitas expulsados por Carlos III, pasando a Nápoles donde fue bibliotecario del rey.
8. Antonio de Solís y Rivadeneyra, nació en Alcalá de Henares, en 1617, y estudió derecho canónico y civil en Salamanca, teniendo como maestro a Calderón. Gozó de buena posición en la corte, donde fue secretario real de Felipe IV y también Cronista mayor de Indias, aunque luego abandonó todo por el sacerdocio. Su obra más señalada es la Historia de la conquista de México, obra en la que trata de ofrecer una visión gloriosa de las gestas españolas para pallar los momentos de pesimismo histórico español que se vivían.
9. Frase muy similar es la de Ticknor en su Historia de la literatura... (Tomo III, pág. 97), lo que indica, unida a otras, que los trabajos literarios de A. Galiano fueron leídos atentamente por el escritor americano.
10. William Robertson, escocés moderado muy considerado por los pensadores británicos de su época, destacó en el campo de la producción histórica, que en el caso de España dio como resultado obras como Historia del Emperador Carlos V, o la muy interesante History of the Discovery and Settlement of America, donde sorprende con su punto de vista favorable sobre la colonización española.
11. Robert Southey, escritor romántico inglés nacido en Bristol en 1774, muy admirado por los escritores y políticos de su época. Su obra más importante fue una historia de Portugal que no llegó a terminar. A España vino en 1800 donde fue nombrado académico de la R.A.E. A. Galiano dice de él que «aunque es extranjero en la Real Academia Española, sabe como pocos de literatura española».
12. ¿Jaime Le Bossu? Monje benedictino francés del s. XVI que no parece que su obra tenga mucho que ver con la de Luzán. Sería extraño que A. Galiano se hubiese podido confundir con Boileau...
13. Sin duda se refiere a don José de Mendoza y Ríos, marino, astrónomo y escritor español del siglo XVIII. Fue encomendado para adquirir mapas y obras extranjeras para formar la biblioteca de la Marina y a su vuelta, en 1800, maltratado por España, se estableció en Inglaterra donde siguió escribiendo y publicó, entre otras obras famosas, su Colección completa de tablas para la navegación y astronomía náuticas (Londres, 1805-09), considerada la mejor obra científica del momento por ingleses y franceses.
14. Puede referirse a la opinión expresada por el inglés Fox (Lord Holland), considerando a Francia el «the unalterable enemy of England», cuando se llevaba a cabo por William Pitt la firma de un tratado con aquel país, a lo que el primer ministro contestó: «to suppose that any nation could be unalterably the enemy of another is weak and childish».
15. Se refiere al King's College.
16. La traducción literal sería: «Ablanda las costumbres y no permite que sean fieros».

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera