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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo I. Lección IV. Del romance castellano, Romancero del Cid
Autor del texto editado:
Amador de los Ríos, José (1818-1878)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo I
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1841


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Apéndice del Traductor


Habiendo tratado Sismonde de Sismondi en la lección tercera de algunas de las cualidades sobresalientes del romance castellano, y concretándose exclusivamente en la que nos ocupa, a extraer algunos pasajes de la preciosa colección del Cid, parécenos estar en el caso de ampliar, en cuanto alcance nuestro pobre saber, las reflexiones de nuestro autor y de añadir otras nuevas, con el objeto de llenar el vacío que a primera vista se nota, por no haberse detenido Sismonde a fijar el carácter de un género de poesía en que tantos triunfos ha alcanzado la musa castellana.

Destinado, pues, el romance desde un principio a cantar los altos hechos de los héroes, y sus empresas amorosas, se apoderó como indica Sismondi de todas las mentes españolas, y reflejó en sus formas las costumbres y las creencias de las épocas en que campeó sobre todos los demás géneros de poesía, llegando a ser el único que por espacio de mucho tiempo recibió culto entre los vates de Castilla. Las empresas que los caballeros cristianos acometían frecuentemente contra los moros del Andalucía, coronadas las más veces por la fortuna, los desafíos a que daban lugar los empeños de amor y las terribles exigencias de un honor llevado al extremo, las continuas discordias que alimentaba el sistema feudal y que ponían a veces en combustión a todo el reino, y finalmente el escepticismo religioso, que era la vida de aquellas sociedades daban pábulo a los poetas para entonar esos cantos sencillos y elevados, que son la gala de nuestra poesía y les presentaban como en un vistoso panorama multitud de escenas sorprendentes, uniendo a la bravura de los campeones, al lanzarse en el campo de batalla, los encantos de las hermosas hijas de Castilla, y a las fastuosas fiestas de la corte, las terribles pruebas de un juicio divino.

Poco tenían que fatigar su imaginación los cantores de estas épocas de esplendor y al par de ignorancia, porque los cuadros de donde copiaban sus personajes estaban perfectamente diseñados, y sus costumbres sencillas no adolecían aún de la falsedad que después recibieron y que ha concluido por borrar todas las huellas de la proverbial nobleza y altivez de los castellanos. Por esto se nota en todos los romances que describen alguna fiesta, algún desafío u otra cualquier costumbre, que el vate cuenta los hechos con la mayor naturalidad y franqueza, y que no se cuida de presentarnos este o el otro rasgo característico, sino que cuando lo verifica es desapercibidamente, y sin que le llame la atención. Ocúltase, digámoslo así, el poeta para mostrarnos toda la verdad de los cuadros, que traslada a sus canciones, y esta interesante novedad nos cautiva sin que lo advirtamos, apoderándose de nuestra imaginación paulatinamente. Tal sucede con los siguientes versos, puestos en boca de don Diego Ordóñez, al desafiar a la ciudad de Zamora por la muerte del rey don Sancho:

«Yo os repto, los zamoranos,
por cobardes fementidos,
repto a todos los muertos
y con ellos a los vivos,
repto a homes y mujeres, [5]
los por nacer y nacidos;
repto a todos los grandes,
a los grandes y a los chicos,
a las carnes y pescados
y a las aguas de los ríos. [10]»


Prescindiendo de los defectos, que hoy se notan en la versificación, no se puede pintar una costumbre con más precisión y naturalidad, ni un carácter más verdadero y concluido, que el que describen estos versos en tan pocas líneas. El romance, que refiere el duelo de Payo Páez, no es menos digno de tenerse presente, como un hermoso cuadro de costumbres, en donde brilla el valor y la nobleza de un español, ofendido injustamente.

Respecto a las creencias religiosas, como quiera que el poeta se sentía inspirado por las mismas impresiones que animaban a sus personajes, tampoco tenía que hacer grandes esfuerzos para caracterizarlos, logrando por esta causa presentarnos con tanta sencillez las apariciones de S. Lázaro y S. Pedro en la vida del Cid y las de otros santos en diferentes épocas y situaciones. Digno es por tanto de mencionarse en este lugar el último romance de la colección del Cid, publicada por Escobar, en donde se describe la marcha triunfante de don Sancho de Navarra, al regresar a su reino, cargado de los despojos, ganados en una incursión hecha en Castilla. El rey llega al monasterio de Cardeña, donde yacían los restos del Cid, y deseando visitarlos, preséntase al abad, que condolido de la suerte de los cautivos que las huestes de don Sancho llevaban, ruégale por la memoria de tan valiente capitán que los deje en libertad y restituya la presa hecha a los castellanos; el rey, arrebatado por las palabras del abad, baja del caballo, y exclama de este modo, arrodillándose delante de la bandera, que sobre el túmulo del Cid ondeaba:

«¡Oh estandarte poderoso
de aquel varón excelente,
que fue muro de Castilla
y cuchillo de la muerte.
De quien tembló la morisma, [5]
quien deshizo sus poderes,
quien venció muerto al rey Búcar
y tuvo vasallos reyes:
a quien hablaban los santos
y le acompañaban siempre, [10]
y le alcanzaron de Dios
que vencido no se viese:
a vos y ante vos consagro,
como a quien tanto se debe,
estos despojos de guerra [15]
y en vueso templo se cuelguen»


En donde se ve hasta qué punto llevaron los caballeros de aquellos tiempos el entusiasmo de sus creencias religiosas, despojándose un rey enemigo de Castilla de la presa hecha a costa de sangre en este reino, para colgarla en el templo que encerraba los restos del héroe,

«A quien hablaban los santos
y le acompañaban siempre»


Mas no porque se ocupasen los poetas del pueblo en celebrar los milagros y hechos maravillosos de su religión dieron cabida en sus cantares a las hadas, genios y encantadores que tanto abundan en los poemas italianos y franceses de igual género y que en la poesía árabe ejecutaban el principal papel. Los primitivos romances del Cid, los de los siete infantes de Lara, de Ruy Velázquez, del rey Rodrigo, de Bernardo del Carpio y otros, presentan caballeros que luchan mano a mano con los musulmanes, y aunque auxiliadas alguna vez por el patrón de España, siempre armados de sus brillantes corazas y espadas cortadoras; mas nunca vestidos de fuego ni blandiendo alfanjes que en lugar de acero ostentasen cien cabezas de venenosas serpientes.

También se encuentran, siendo uno de los caracteres de este género de poesía, sembradas en casi todos los romances sentencias morales, políticas y religiosas, que explican aún más el estado de la sociedad en la época a que nos vamos refiriendo, época de regeneración y en que todas las ciencias iban poco a poco saliendo de la oscuridad vergonzosa, en que yacían.

Dadivoso y justiciero
premia al bueno, pena al malo:
que castigos y mercedes
hacen seguros vasallos.


Se haya escrito en el romance IX de la vida del Cid, hablando del rey don Fernando I de Castilla. En el XVIII se reitere como salió a misa de parida doña Jimena:

Para salir de contray
sus escuderos vistió:
que el vestido del criado
dice quién es el señor
………………………………….
………………………………….
Lleva un manto de contray,
porque las dueñas de honor
mientras más cubren el rostro
más descubren su opinión.


En donde con un solo rasgo, y en una sucinta máxima se retrata la costumbre, que sirvió a nuestros más célebres dramaturgos, principalmente a Calderón, para llevar a cabo tantas veces las tramas de sus comedias, como acreditan Los empeños de un acaso, El escondido y la tapada, Primero soy yo, y otras de sus mejores obras.

El espíritu caballeresco que dominó en los romances no era tampoco otra cosa más que un resultado del sistema feudal, organizado del tal modo y fundado sobre tales bases, que constituían, como dice don Agustín Durán en el erudito prólogo de su colección de romances castellanos, a la caballería casi como una orden religiosa. Por algunos siglos permaneció dueño de la literatura, que se había creado a su sombra, representando las costumbres aventureras y la idealidad poética de los tiempos medios, y animando a la sociedad que iba, como hemos apuntado, formándose poco a poco para llegar al estado de cultura, a que la llevaron los reyes católicos, acallando el orgullo de los grandes y sus desmedidas pretensiones, reduciendo a su dominio el imperio árabe español, y llamando alrededor del trono castellano a todos los habitantes de España, que desde aquella época formaron una sola familia, y proclamaron una misma nacionalidad.

El siglo décimo sexto, que bajo lisonjeros auspicios había comenzado, siendo el destinado para avasallar hasta cierto punto la aristocracia feudal que aún intentaba alzarse sobre sus ruinas, dio al traste con el espíritu caballeresco y decayó en su consecuencia el género de literatura que había caracterizado, mientras que por otra parte se preparaba la restauración general de las letras en toda Europa. Mas se borró de tal punto dicho género de la memoria de los españoles, que no pretendieran los poetas de este y el siglo que le sucedió imitar los tonos que dieron los trovadores de los precedentes a sus canciones y romances. Gran parte de los que forman la colección del Cid, y tal vez los más poéticos y bien escritos, pertenecen sin duda a esta época, siendo los moriscos y muchos de los amorosos, a quienes se pretende dar una antigüedad más remota, hijos también de la imitación inteligente y atrevida de los contemporáneos de Góngora, Lope de Vega y otros excelentes poetas cuyas plumas dieron al romance toda la flexibilidad, soltura, brillantez y elegancia de que era susceptible, sacándole del abandono en que a pesar de sus excelencias le habían tenido los partidarios de Boscán y de la escuela docta; y haciéndole dueño del teatro, así como lo había sido de las tradiciones populares de que se valieron aquellos para escribir algunas de sus mejores comedias.

De todo lo que llevamos dicho se deduce que los caracteres principales del romance castellano, siendo la poesía única que nació entre nosotros y que se amoldó a las costumbres de aquellos tiempos caballerescos, son en el fondo la nacionalidad, el honor, el ascetismo cristiano, el valor, el amor y finalmente el respeto a los reyes; en las formas la originalidad, la sencillez, la rotundidad, y la armonía.

Se dice generalmente que nada hay más fácil que hacer versos de romance, puesto que se deslizan con frecuencia en la conversación, y se le denuesta y aja hasta por hombres de nota en la república de las letras por el mero hecho de ser la poesía del pueblo. Respecto al primer punto, diremos que esta facilidad aparente es, ha sido y será el escollo en donde se estrellen los malos versificadores, que liados de esa equivocada creencia intenten invadir el campo del romance sin haberse antes preparado con la factura de los antiguos cancioneros, que encierran tanto precioso monumento de lenguaje y de poesía española. En cuanto al segundo, añadiremos que esa misma cualidad que tanto rebaja a sus ojos el género de poesía de que tratamos, es la que, a nuestro modo de ver, le hace resaltar más, imprimiéndole un carácter particular que la diferencia de todos los demás géneros, constituyendo una literatura nacional, extraña al influjo de las inspiraciones transpirenaicas.

Hemos tocado rápidamente algunos puntos de la historia del romance castellano, y hubiéramos proseguido examinándola si el objeto de este apéndice no fuera solo decir nuestro parecer sobre los caracteres que distinguen a aquel genero de poesía, cuyo trabajo había olvidado nuestro autor; conteniéndonos además de esto el deseo de no traspasar los límites de la época a que nos referimos. Luego que lleguemos a hablar de los poetas cómicos del siglo XVII expondremos nuestro juicio sobre la aplicación que se hizo del romance en el teatro, y tal vez tengamos ocasión de rebatir algunas opiniones mal fundadas, respecto a si desmereció o no por haberse empleado en las comedias heroicas: Concluiremos, no obstante, recordando que los poetas populares, a los que tanto deben el habla y la poesía castellanas, parece que tuvieron presente al escribir sus obras la máxima que Goethe trató de inculcar en los vates de su patria con las siguientes palabras: «Poeta, ocúpate de tu país: en él están las cadenas de tu amor y él es el mundo de tu pensamiento».





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera