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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo I. Lección VI. Continuación de la literatura del siglo XVI
Autor del texto editado:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo I
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1841


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Al Don Quijote debe Cervantes la inmortalidad: en ninguna obra de cuantas se han escrito en todas las lenguas ha sido la sátira más fina y agradable al mismo tiempo, ni tampoco desenvuelta con más talento ninguna más dichosa invención. Todo el mundo ha leído la historia de don Quijote, y por lo tanto no es ya este libro susceptible de análisis, ni puede ser presentado en fragmentos; todos conocen al ingenioso hidalgo de la Mancha que, perdiendo el juicio a fuerza de leer libros de caballería, se figura aún estar en el tiempo de los paladines y encantadores, proponiéndose imitar a los Amadís y Roldanes cuya vida ha tenido para él tantos encantos; y recorriendo sobre su viejo y flaco caballo cubierto de una armadura antigua los bosques y los campus en busca de aventuras. Ve todos los objetos vulgares alterados por su imaginación poética: gigantes encantadores y paladines se presentan a cada instante a su vista, y todas sus desventuradas aventuras no bastan para abrirle los ojos. Pero don Quijote, su fiel Rocinante y su buen escudero Sancho Panza han ocupado ya seguramente más de una vez la imaginación de mis lectores: cada uno los conoce como yo, y por esta razón nada puedo decir de nuevo sobre sus caracteres y su historia, viéndome reducido a hablar solamente de las miras que parece haber tenido el autor y del pensamiento que le animaba en la composición de su obra.

Este libro tan deleitoso, este tejido de aventuras tan agradables y originales solamente nos suministrará graves reflexiones. Es necesario, pues, leer al mismo Don Quijote si ha de conocerse hasta dónde llega el ridículo en el heroísmo del caballero y en el pavor del escudero cuando escuchan en medio de una noche oscura los espantosos golpes de un batán; ningún extracto podría tampoco conservar la gracia y jovialidad de las aventuras de la venta, que por desgracia suya veía siempre don Quijote como un encantado castillo y donde Sancho fue garbosamente manteado. En este libro, sobre todo, es donde se ve claramente la contraposición burlesca entre la gravedad, la nobleza del lenguaje y de las maneras de don Quijote y la grosera ignorancia de Sancho, siendo Cervantes el único que tiene la gloria de sostener al propio tiempo el interés y el donaire, y de reunir la jovialidad que nace del tejido de las aventuras a la jovialidad del talento, que se desenvuelve en la pintura de los caracteres. Los que hayan leído su obra no llevarían a bien escuchar un extracto y no puedo menos de felicitar a los que no la han leído, porque aún les resta experimentar este placer.

La creación fundamental del Don Quijote estriba en el sostenido contraste entre el genio de la poesía y el de la prosa; la imaginación, la sensibilidad, todas las cualidades nobles y generosas conspiran a exaltar el ánimo del héroe. Los hombres de una alma elevada se proponen en la vida ser los defensores de los débiles, el apoyo de los oprimidos, los campeones de la justicia y de la inocencia, como don Quijote encuentran en todas partes la imagen de las virtudes, a las cuales dan culto, creen que el desprendimiento, la nobleza, el valor y, finalmente, la caballería andante reinan aún, y sin calcular sus fuerzas se comprometen y exponen por hombres ingratos y se sacrifican a las leyes y a los principios de un orden imaginario.

Este ejercicio continuo del heroísmo y estas ilusiones de la virtud son lo más grande y sensible que nos presenta la historia del género humano y el objeto de la poesía elevada, que no es más que el culto de los sentimientos generosos. Pero el mismo carácter que es admirable considerado desde un punto elevado, es risible visto desde la pequeñez de la tierra, porque siempre excitan vivamente la risa los errores, y el que en todas partes halla heroísmo y caballerosidad debe engañarse a cada paso; y además porque es la viveza de los contrastes, después del error, el más poderoso medio de excitar la risa y porque nada hay que haga más contraposición que la poesía y la prosa, la imaginación romancesca y los pormenores más triviales de la vida, el heroísmo, y el hambre del héroe, el palacio de Armida y una venta, las princesas encantadas y Maritornes.

Explícase por estas reflexiones la causa de haber considerado algunos al Don Quijote como el libro más triste que se ha escrito jamás: la idea fundamental, la moral de la obra es en efecto profundamente triste. Cervantes nos ha presentado en cierto modo la vanidad de la grandeza del alma y la ilusión del heroísmo, pintándonos en el don Quijote un hombre virtuoso y que, a pesar de esto, es el constante objeto del ridículo; valiente como los más bravos guerreros que la historia nos ofrece, arrostra sin pensar nunca en la desproporción de sus fuerzas los más grandes peligros, ya estén en el orden de la naturaleza, ya sean sobrenaturales; no permitiéndole la lealtad de su corazón la más leve duda sobre el cumplimiento de sus promesas, ni la más ligera separación de la verdad. Desinteresado como valiente, combate siempre por la gloria y por la virtud, y si anhela apoderarse de los reinos que se finge en su imaginación, muévelo únicamente el deseo de hacer feliz a su escudero Sancho Panza.

Don Quijote es el amante más fiel y respetuoso, el guerrero más humano, el señor más cumplido y el más instruido caballero; distinguiéndose frecuentemente por un gusto tan delicado como son amenos sus conocimientos, cuyas dotes le hacen en gran manera sobresalir en bondad, lealtad y bravura entre los Amadís y Roldanes a quienes Cervantes tomó por modelos. Pero sus más generosas empresas no le producen nunca más que golpes y magulladuras, su deseo de gloria lo arrastra solo a turbar la sociedad, los gigantes con quienes cree combatir son molinos de viento, las princesas que intenta libertar de los encantadores, pobres mujeres a quienes espanta en sus viajes y cuyos criados maltrata; y, finalmente, mientras que se dedica a enderezar tuertos y desfacer agravios, el bachiller Alonso López le responde con justicia: 1 «No sé cómo pueda ser eso de enderezar tuertos, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio, que en mí habéis deshecho, ha sido agraviarme de manera que me quedare agraviado para siempre, y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras». De modo que la consecuencia que naturalmente se saca de esta obra es que el heroísmo mal entendido no solamente perjudica al que lo alimenta, resolviéndole a sacrificarse por los demás, sino que también es peligroso para la sociedad, cuyo espíritu e instituciones contraría, introduciendo en ella la discordia.

Empero, mientras que una obra que tratase lógicamente esta cuestión sería tan triste como degradante para la humanidad, una sátira escrita sin amargura puede ser el libro más alegre porque desde luego se advierte que el que se burla y quienes se dirige para burlarse son susceptibles de generosidad y de nobles sentimientos, siendo del medio de estas personas de donde ha podido salir un hombre como don Quijote. Existía en efecto en el carácter de Cervantes, a quien el amor de la gloria había apartado de sus estudios y de los placeres de la vida, haciéndole abrazar la carrera de las armas bajo las banderas de Marco Antonio Colona, una especie de caballería andante que, sin haberlo elevado sobre la clase de soldado raso, le hacía gozarse de haber perdido una mano en la batalla de Lepanto, por llevar en sí mismo un monumento del más grande hecho de armas de la cristiandad; que en su esclavitud de Argel había excitado la admiración por una constante osadía, granjeándole la estimación de los musulmanes, y que, en fin, después de haber recibido la extrema unción, y sabiendo que no viviría más que hasta el próximo domingo, le hacía considerar la muerte con la alegre indiferencia que le hemos visto manifestar en el prólogo y la epístola dedicatoria de Persiles y Sigismunda.

Paréceme que en estos últimos escritos se reconoce en Cervantes al héroe desengañado que advierte finalmente cuán vana es la gloria y cuán pasajeras las ilusiones de una carrera ambiciosa que difíciles circunstancias habían contrariado siempre; y si es verdad que «burlarse de sí mismo es el arte del buen gusto», obsérvase que Cervantes lo tuvo especial en mostrar el lado ridículo de sus más generosos esfuerzos. Los hombres entusiastas como él se asocian voluntarios a un donaire cuando se vuelve este en contra suya o de lo que más aman y respetan, siempre que no llegue a degradarlo.

Mas esta idea primitiva del Don Quijote, este contraste entre el mundo heroico y el mundo vulgar y esta burla del entusiasmo no son únicamente el objeto de las obras de Cervantes; hay otro mucho más evidente, de una aplicación más directa y que ha sido perfectamente logrado. La literatura española estaba en la época en que fue escrito el Don Quijote inundada de libros de caballería en su mayor parte medianos o detestables, el gusto de la nación corrompido y falseado por ellos su carácter. Hemos apreciado justamente en las lecciones anteriores la sublimidad de la invención poética de la andante caballería, cuyo genero mitológico se apoderó en un todo de la imaginación, ligándose estrechamente al honor y a la moral, y debiendo tener la más benéfica influencia sobre el carácter de las naciones modernas. El amor ha sido purificado por este espíritu romancesco, y tal vez debemos el de la galantería que diferencia a las naciones de la Edad Media de los pueblos de la antigüedad, a los autores de los Lanzarotes, Amadís, y Roldanes, con el culto del bello sexo y el respeto que lo diviniza y que no conocieron los griegos. Entre ellos lo mismo Briseida que Andrómaca y Penélope estaban sometidas y resignadas a vivir como esclavas y señoras al misino tiempo en los brazos del vencedor. La lealtad llegó a ser el patrimonio de la fuerza, y el deshonor fue aplicado a la mentira, considerada por la antigüedad como inmoral pero no como deshonrosa, habiéndose ligado el honor de tal modo a la existencia que la deshonra fue más terrible que la muerte, y siendo en fin el valor una cualidad necesaria no solo para el soldado, sino también para el hombre en todas las clases de la sociedad.

Pero así como los buenos libros de caballería tuvieron una benéfica influencia en las costumbres nacionales, así también los imitadores de aquellos influyeron en la depravación del gusto: cuando la imaginación no se apoya sobre realidad alguna, cuando no guarda ninguna relación, es una cualidad no solamente común sino dañosa. Hay, es verdad, algunos pueblos o algunos siglos los cuales han carecido de esta facultad, pero cuando existe es general a toda la nación: los españoles, los italianos, los provenzales, y los árabes han tenido una imaginación brillante y exaltada, tan propia al último artesano como al primer poeta; más si esta facultad no se somete a reglas determinadas, grande será el número y la variedad de las extravagancias que inventen los escritores. En el escrutinio que el cura y el barbero hacen de la biblioteca de don Quijote, encuentran muchos centenares de libros de caballería que Cervantes condena a las llamas, y sin embargo es imposible creer que su principal defecto consistiera en la falta de imaginación, porque esta era la cualidad sobresaliente del Esplandián, de la Continuación de Amadís de Gaula, de Amadís de Grecia, y de todos los Amadís, de Florismán (sic) de Hircania, de Palmerino de Oliva y de Palmerino de Inglaterra, y finalmente de todos aquellos libros ricos en encantamentos, gigantes, batallas, amores extraordinarios y aventuras maravillosas.

En el ancho campo, en que podían vagar a su placer los novelistas sin encontrar obstáculo alguno, eran siempre dueños de abrirse una nueva senda; pero la mayor parte no supieron conservar entre sus escritos y la naturaleza, la relación estrecha que debe reinar hasta en las obras de la imaginación: ninguna proporción guardaban entre las causas y los efectos; los caracteres no tenían unidad, ni los acontecimientos trabazón alguna, y la exageración, que a primera vista parece nacer de la fantasía, disgustaba por su monstruosidad, concluyendo por helar a los lectores. Faltaba pues, no solamente la verosimilitud de la naturaleza, la cual no era en aquellas obras consultada, sino también la de la ficción, que se debe encontrar en todas las obras artísticas; porque no puede dejar de guardarse en los prodigios y en los cuentos de las fadas cierta verosimilitud, sin la cual ni son más extraordinarios los milagros, ni causan tampoco más efecto.

La facilidad de inventar, y la certeza de ser leídos contando estupendas hazañas, habían abierto la carrera de las letras a una multitud de medianos talentos que ni sabían de qué conocimientos debía estar dotado un autor, ni tampoco lo que constituía el mérito y la gracia del estilo. Inclinados ya los españoles a las sutilezas y la antítesis, y siguiendo en este punto el gusto de los africanos o de los árabes, entregáronse con frenesí a los juegos pueriles de palabras, hinchazón, y alambicamiento, que pueden por sí mismos ser considerados como una enfermedad de la fantasía y que cuando se miran como una perfección, están al alcance solamente de los talentos más inferiores. Este es, pues, el estilo que Cervantes critica en Feliciano de Silva, del cual cita estos ridículos pasajes: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura», o también: «los altos cielos, que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento, que merece la vuestra grandeza».

Mientras que los escritores de moda destruían así todas las reglas de la verosimilitud, del gusto y de la gramática, la multitud de los malos libros de caballería tenía la más lamentable influencia sobre el espíritu y el juicio de los lectores: acostumbrábanse los españoles a estimar únicamente la hinchazón y las exageraciones tanto en la acción como en los conceptos, eran halagados por vanas lecturas que alimentaban la imaginación sin desenvolver ninguna de las facultades humanas, y hallaban en fin monótona e insípida la historia al lado de las fábulas que tanto les complacían, perdiendo el gusto vivo por la verdad, que la distingue y la hace adoptar donde quiera que se encuentre y ser considerada como un solaz del alma. Exigían también de sus historiadores que mezclasen en las más graves narraciones y en los anales de la monarquía circunstancias dignas de figurar solamente en los cuentos de las viejas, como lo hizo Francisco de Guevara, obispo de Mondoñedo en su Crónica general de España. Es cierto que los primeros libros de caballería fueron compuestos por hombres de un carácter elevado, y que inspiraron el gusto de los sentimientos nobles, pero también lo es que su lectura no produce instrucción alguna absolutamente, y que extraños como son al mundo, no puede aplicarse nunca a la vida real ninguna de cuantas cosas se haya en ellos leído, sin exponerse ni cometer enormes desaciertos.

Propúsose, pues, Cervantes un objeto útil y patriótico al censurar como lo hizo en el Don Quijote el abuso de los libros de caballería, poniendo en ridículo semejante clase de novelas, cuyo principal mérito estribaba en el desvarío de una imaginación que se complacía en inventar hechos y crear caracteres que nunca pueden existir unidos. Logró dar cima a esta empresa y la literatura de las novelas caballerescas murió a manos del Don Quijote, no pudiendo sus partidarios luchar más contra una sátira tan ingeniosa y mordaz, ni exponerse a encontrar su caricatura perfectamente diseñada en la obra inmortal del cautivo de Argel. ¡Sería de desear que después de aparecer en cada género de literatura una de estas obras maestras, pudiera colocarse en mitad de la carrera (como se verificó con el don Quijote) un espantajo que volviese atrás a todo el rebaño de imitadores!

La fuerza del talento de Cervantes se desenvuelve sobre todo en la parte cómica, en que nunca ofende a las costumbres, a la religión, ni a las leyes. El carácter de Sancho Panza hace un admirable contraste con el de su amo: mientras que el de este es esencialmente poético, es el de aquel prosaico en extremo, hallándose desenvueltas en él todas las cualidades de un hombre vulgar. La sensualidad, la glotonería, la pereza, el egoísmo, la charlatanería, la cobardía y la astucia se encuentran en Sancho mezclados con un cierto grado de bondad, fidelidad y sensibilidad al mismo tiempo. Sabía muy bien Cervantes que no era necesario, sobre todo en una novela cómica, colocar en primer término un carácter odioso: quería que sus lectores amasen a Sancho como a don Quijote, burlándose al par de entrambos; y en este concepto les hizo contraponerse en todo, sin dividir entre ellos la moral y el vicio. En tanto que don Quijote se ha vuelto loco siguiendo la filosofía del alma, la cual nace de los sentimientos exaltados, no demuestra Sancho más cordura, tomando por regla la filosofía práctica de la utilidad calculada, cuyo extracto son los proverbios y refranes de todos los pueblos: la poesía y la prosa están puestas igualmente en ridículo, y si el entusiasmo es risible en don Quijote, el egoísmo lo es también en Sancho Panza.

La invención general de la fábula y la de cada una de las aventuras que se encadenan sucesivamente son un prodigio de gracejo y de imaginación: el atributo de esta última es la facultad de crear. Si tratásemos de hacer una aplicación profana de las palabras del Evangelio, la imaginación nombraría las cosas que no existen como si realmente existieran y en efecto dado un nombre ya a los objetos por una imaginación ardiente y poderosa, quedarían grabados en nuestra memoria como si positivamente hubiesen existido. Su forma, sus cualidades, sus costumbres estarían tan bien determinadas, se habrían presentado tan vivamente a los sentidos y asociado con tanta estrechez a la naturaleza, ligándose tan perfectamente al encadenamiento general de los seres, que pudiera privarse de la existencia a otro objeto o personaje real con más facilidad que a ellos mismos. De este modo, pues, don Quijote y Sancho, el ama y el cura, han ocupado en nuestra imaginación y en la de todos los lectores, como antes apuntamos, un lugar de donde no podrán jamás ser arrojados: la Mancha y los desiertos de Sierra Morena nos son conocidos por esta historia, y la España nos ha sido presentada en ella tal cual es: sus costumbres, sus hábitos, y el espíritu de sus habitantes se reflejan en este espejo fiel, dándonos a conocer con mucha más exactitud por el Don Quijote esta nación original, que por las relaciones y observaciones del más escrupuloso viajero.

Pero Cervantes no quería dirigirse únicamente al espíritu, ni agotar sus recursos en la jovialidad solo; y por si su héroe no podía excitar un interés dramático quiso probar al menos con las novelas que enlazó a la historia principal que era dueño de causar un interés vivo por la pintura de sentimientos tiernos y apasionados y por el encadenamiento de situaciones romancescas. Las novelas de la pastora Marcela, de Cardenio, del Cautivo y del Curioso impertinente componen casi la mitad de la obra y están llenas de amenidad, tanto por la naturaleza de los acontecimientos como por los caracteres y por el lenguaje; tal vez se les tachará de comenzar siempre con cierta lentitud y de alguna pedantería en la exposición y los discursos, pero luego que llega a animarse la situación, los caracteres se engrandecen, tomando nueva vida y nobleza, y el lenguaje se hace patético. La del Curioso impertinente, que peca al principio más que ninguna otra por demasiado lánguida, concluye de un modo verdaderamente sensible.

El estilo de Cervantes en el Don Quijote es de una belleza inimitable que ninguna traducción puede conservar: tiene la nobleza, el candor y la sencillez de los antiguos libros de caballería y al mismo tiempo una viveza de colorido, una rigidez de expresión y una armonía tal en los períodos que ningún escritor español ha podido igualar. Algunos trozos en los cuales arenga don Quijote a sus oyentes han adquirido una grande celebridad por su belleza oratoria: tal es, por ejemplo, su discurso 2 sobre las maravillas del siglo de oro, pronunciado en medio de unos pastores que, después de obsequiarle en su apero, le presentan una gran cantidad de bellotas.

En el diálogo es sostenido siempre el lenguaje de don Quijote, y reúne la pompa al corte antiguo de las frases: sus palabras así como su persona jamás dejan la coraza ni el casco, llegando a hacer aún más gracioso este contraste [con] las maneras de hablar en extremo plebeyas de Sancho Panza; a quien había prometido el gobierno de una isla nombrándola siempre con la antigua palabra ínsula; por lo que Sancho, que repite enfáticamente esta voz, no comprende lo que significa, quedando seducido por el lenguaje misterioso de su amo, tanto más cuanto menos lo entiende.

Hállanse desenvueltos en el Don Quijote conocimientos profundos y extensos, y un talento muy flexible y delicado, siendo este libro el cuadro en que Cervantes colocó sus pensamientos más ingeniosos. Como sucede a menudo a los escritores, entrégase con grande complacencia a la crítica literaria: el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, hecho por el cura, es un breve tratado sobre la literatura española lleno de agudeza y de imparcialidad; pero no es este el solo que hay en la obra: el prólogo y muchos de los discursos de don Quijote, o de los personajes introducidos en la escena, contienen reflexiones sobre este punto, unas veces graves y otras irónicas, mas siempre no menos verdaderas que nuevas y picantes. Y para poner sin duda a cubierto la severidad con que trata a los demás, no se ha descuidado en criticarse a sí mismo: en el mencionado escrutinio de la biblioteca de don Quijote pregunta el cura al barbero «“¿Qué libro es ese que está junto al Cancionero de Maldonado?” “La Galatea de Miguel de Cervantes”, dijo al barbero. “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo, y no concluye nada; es menester esperar la segunda parte que promete (y que no publicó), quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y entretanto que esto se ve tenedle recluso».





1. Lib. III. cap. XIX.
2. Lib. I. cap. XI.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera