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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo II. Lección I. Del teatro en la poesía romántica: Lope Félix de Vega Carpio (I)
Autor del texto editado:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo II
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1842


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Del teatro en la poesía romántica


Hemos recorrido hasta ahora los diversos géneros de la literatura española, sometiendo a la crítica más severa los autores cuya reputación merece, no obstante, las más altas consideraciones: los hemos alabado o censurado sin miramiento alguno, teniendo menos presentes las reglas que hemos hallado establecidas que las impresiones experimentadas por nosotros en la lectura de las obras maestras, celebradas por las demás naciones. No faltará quien se admire de nuestra osadía en juzgar lo que tan lejos está de nuestro alcance, pero al mismo tiempo esperamos que sea aquella perdonada en gracia de nuestra franqueza, estimando más encontrar la entera expresión de las emociones producidas en nosotros por cada obra que el eco de la voz pública, en donde no se reconoce las más veces sino el asentimiento de la indiferencia.

Mas la materia de que vamos a tratar es tanto más delicada, cuanto en ella se ven interesadas algunas creencias nacionales. Hállanse divididos los pueblos de Europa en dos bandos opuestos sobre la literatura dramática, y lejos de ser justos alternativamente, se tratan con un insultante desprecio: cada uno rehúsa admitir la crítica, por justa que sea, sobre el autor nacional que ha escogido por ídolo. Los ingleses divinizan a Shakespeare, los españoles a Calderón, los alemanes a Schiller y los franceses a Racine: todos cuatro pueblos se juzgan ultrajados con solo que se compare a cualquiera de los extranjeros con su gran poeta favorito, y si reconocen algunos defectos en sus obras, no creen que puedan los otros superarle, transformando, cuando se insta en esta concesión, en bellezas los defectos que han reconocido, y haciendo depender el honor nacional de una superioridad, que declaran como innegable, niegan también en el calor de la disputa que pueda ser contestada una tan aventurada opinión.

Habíamos creído que en una obra como la presente, debían exponerse con imparcialidad los sistemas opuestos que han seguido naciones diferentes, haciendo comprender al mismo tiempo la teoría que les era propia y las razones sobre las cuales fundaban sus ataques contra la teoría de sus adversarios; parecíanos que nos habíamos mostrado sensibles igualmente a las bellezas desenvueltas en los más contrarios géneros, y que si bien habíamos comprendido y explicado los diversos modos de ver de los extranjeros, no por eso habíamos adoptado sus creencias; que sin pretender juzgar las reglas de las demás escuelas habíamos tratado severamente a los autores que, aunque célebres, no observaban ninguna; y que sin intentar subvertir la práctica de cada teatro, habíamos, en fin, querido considerar todas las poéticas nacionales, para elevarnos a una poética general que a todas comprendiese. Parece, sin embargo, que este deseo de mostrarnos imparciales no ha sido reconocido; uno y otro partido nos han considerado hostilmente: los críticos ingleses nos han echado en cara la preferencia que dábamos a los clásicos hablando de Alfieri con tanta amargura como los franceses han afeado nuestro gusto por el romanticismo hablando de Calderón; y cuando hemos pretendido separarnos de estas sectas, hemos sido rechazados a menudo hacia entrambas.

Persistiremos, no obstante, en no afiliarnos bajo ninguna bandera, apelando de nuevo a los talentos justos e imparciales, y preguntándoles cómo es que naciones tan numerosas y civilizadas como la Francia, a las cuales concede esta el mérito de la erudición, la capacidad, la imaginación, la sensibilidad y todas las facultades propias de un buen crítico o un buen poeta, forman sobre cosas que conocen tanto como nosotros un juicio opuesto diametralmente al nuestro. ¿No es evidente que los diversos pueblos consideran en el arte dramática partes diferentes? ¿Qué, adhiriéndose cada uno a una cualidad especial, disfama o elogia a cada autor según que ha llenado u olvidado aquella? ¿Que, sometiéndose también cada uno, por amor al arte, a cierta inverosimilitud, no han convenido los demás pueblos en esta concesión que hase hecho al poeta, y que mientras que cierran los ojos a las licencias admitidas en su teatro, se han escandalizado recíprocamente de las que sus vecinos admiten? ¿No reconocerán los hombres de sano gusto e imparcialidad que hay sobre la verdadera belleza, sobre las conveniencias verdaderas una ley superior a todas estas legislaciones nacionales, digna de las investigaciones de un filósofo, reconociéndola solo en la parte que reúne el asentimiento de las naciones rivales, y distinguiendo entre las reglas de la crítica las que son arbitrarias y las que nacen de la esencia de las cosas?

Aunque cada nación tenga, respecto a la literatura dramática, un gusto y unas reglas que le sean propias, todas se han afiliado, no obstante, bajo dos banderas y no hay de una a otra parte de Europa más que dos sistemas que se opongan mutuamente, a los cuales se han dado los nombres de clásico y romántico, que no encierran tal vez un sentido bastante determinado. Los italianos y los franceses han llamado clásicos a los autores antiguos cuya autoridad invocan, clásicos a los escritores propios cuando les ha parecido que estaban conformes con estos modelos, y clásico al gusto que tenían por más puro y elegante; los alemanes, los ingleses, y los españoles no han disputado esta denominación, dejando el nombre de clásica a toda la literatura, que sigue o pretende seguir la escuela de los griegos y romanos, pero adhiriéndose a los recuerdos de la Edad Media y creyendo encontrar más poesía en su propia antigüedad que en la de unos pueblos extranjeros. Deleitándose su imaginación con todas las viejas tradiciones populares, han creado la poesía caballeresca, que se nutre de emociones nacionales, engrandeciendo a nuestros ojos las imágenes de nuestros mayores. Los alemanes han dado a este género de poesía el nombre de romántica, porque era la lengua romana la de los trovadores, autores primeros de estas nuevas emociones, porque la poesía caballeresca, así como la lengua romana, llevaba el doble sello del mundo romano y de las naciones teutónicas que le avasallaron, y porque la civilización moderna ha comenzado con las naciones romanas. Sea por lo demás cual fuere el motivo que los alemanes hayan tenido para adoptar el nombre de romántico, sobre lo cual difieren algunas veces ellos mismos, lo cierto es que lo han tomado y que no hay razón alguna para disputárselo.

La división de los géneros clásico y romántico fue hecha extensiva por los alemanes a todos los ramos de la literatura y de las bellas artes, pero como no es absoluta la oposición entre ambos sistemas, mas que en lo que hace relación al teatro, la denominación de romántico, cuando pasó a Francia, fue aplicada exclusivamente a la dramática cuyas leyes eran contrarias a la de los franceses. Concíbese fácilmente que el sistema clásico debe oponerse al par a todo cuanto es en sí defectuoso, ya lo que es malo solamente por convención: hanse aprovechado los críticos franceses de esta circunstancia y, confundiendo adrede las eternas reglas del buen gusto con las suyas particulares, han llamado clásico al sistema que observa estas reglas, denominando romántico al que las quebranta; y porque entre ellos ha nacido un género bastardo, llorón, enfático é inverosímil, el melodrama, que ni se somete a las reglas clásicas, ni a las de la naturaleza, han asegurado que el melodrama era romántico, añadiendo (porque los malos autores se resisten en todos los géneros al cumplimiento de las reglas), que el romanticismo era el género de la impotencia, y que podía representarse a la poesía que tanto deleita a los ingleses, alemanes y españoles como una simple abnegación de todas las bellezas de la poesía de los Racines y Corneilles.

Pero este modo de juzgar tiene entre otros errores el defecto de poder ser rebatido con sus mismos argumentos. El teatro de las demás naciones civilizadas posee también reglas, aunque no sean en todas partes idénticas: a estas han creído deber sacrificar los franceses todo el efecto de las situaciones que han juzgado de más ventaja, mientras que los alemanes, los ingleses y los españoles miran al teatro fundado en tales máximas como desposeído de aquella verdad, aquella vida y colorido poético que forman todo su encanto. Consideremos, pues, al sistema romántico tal como ha sido desenvuelto sobre todo por los críticos alemanes, tanto en la explicación de las obras de los españoles e ingleses, como en las de sus propios poetas: veamos lo que prescribe y reprueba de una manera abstracta, antes de examinar cómo ha sido observado; e investiguemos, en fin, lo que ha debido hacerse y no lo que se ha hecho, porque los defectos de los escritores románticos, a los mismos ojos de sus más celosos admiradores, están muy lejos de ser considerados como autorizadas bellezas.

El arte dramática, a juicio de todas las naciones cultas, es una imitación de la naturaleza, que representa los acontecimientos verdaderos o verosímiles que han tenido lugar en tiempos y lugares apartados de nosotros, proporcionándonos al par instrucción y divertimiento, y haciéndonos testigos del juego de las pasiones humanas. Hay en este arte una verdad de imitación que debe ser observada, para que los sentimientos y las pasiones, puestos en escena correspondan a los sentimientos y pasiones del espectador, y para que la instrucción que recibimos provenga de una naturaleza conforme a la nuestra; pero hay también en ella muchas inverosimilitudes, a las cuales debemos resignarnos para que nuestros sentidos puedan ver lo que no había sido hecho para ser expuesto a nuestros ojos. En todos los sistemas es una especie de encantamento el teatro, y desde que reconocemos una sola vez el poder del mágico que nos trasporta a Atenas o a Roma, no tenemos ya en modo alguno el derecho de resistirnos a los nuevos actos de su poder.

Deben decidir los objetos que el poeta se proponga representar del grado de violencia que ha de sufrir la verosimilitud, para que pueda el arte dominar la realidad o la historia, cuidando además tener presente que no debe en todas las artes de imitación reproducir exactamente la copia al original, porque el placer que el arte nos causa comprende al mismo tiempo la observación de la diferencia y de la semejanza. La estatua no debe estar imitada y revestida de hábitos reales, ni el cuadro ser al par de relieve y pintura; así tampoco debe estar el drama conforme en un todo con lo que frecuentemente vemos en la plaza pública de la vida real, porque el arte no imita si no es con limitados medios y no debe ocultarse absolutamente su magia a los espectadores.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera