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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo II. Lección V. De don Pedro Calderón de la Barca (II)
Autor del texto editado:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842) Amador de los Ríos, José (1818-1878)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo II
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1842


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En efecto, aunque dotado Calderón por la naturaleza de un bello ingenio y de la más brillante imaginación, me parece el hombre de su siglo, el hombre de la miserable época de Felipe IV. (C) Cuando una nación se corrompe, cuando pierde lo que la hacía recomendable, no tiene más a la vista que los modelos de la verdadera virtud, de la verdadera grandeza, y creyendo representarlas cae en la exageración. Tal es a mis ojos el vicio del talento de Calderón, que traspasa en todas partes el objeto del arte. La verdad le es desconocida (D) y el ideal que se crea choca siempre por su demasiada licencia; había en los antiguos caballeros españoles una noble fiereza que tendía al sentimiento de una patria gloriosa, en la cual tenían alguna representación, pero el orgullo fanfarrón de los héroes de Calderón se resalta con las desgracias de su país y con su propia servidumbre. Había en las costumbres de los caballeros una justa estima de sí mismo que prevenía las ofensas y a cada uno aseguraba el respeto de sus iguales, pero después que el honor pública y particularmente estaba sin cesar comprometido por una corte cobardemente corrompida, los dramáticos supusieron el honor como una delicadeza vidriosa, que herida sin cesar exigía continuamente castigos o venganzas terribles, y que no hubiera podido existir realmente sin trastornar la sociedad. El duelo y el asesinato llenaban en cierto modo la vida del hijodalgo, y si las costumbres de la nación llegaron a hacerse feroces, las costumbres dramáticas lo fueron aún más. Habíanse al mismo tiempo corrompido las costumbres de las mujeres, la intriga había penetrado detrás de las celosías de las casas y las rejas de los conventos en donde se encerraban las doncellas, la galantería se había también introducido en las familias y, separando al marido de su esposa, había emponzoñado la unión doméstica. Mas Calderón da a sus mujeres tanta más severidad, cuanto estaba más relajada la moral, y pintando al amor solamente en el espíritu, atribuye también a la pasión un carácter que no puede sostener, perdiendo de vista a la naturaleza y conociendo solo la exageración cuando juzga alcanzar lo ideal y lo bello.

Si las costumbres son constantemente falsas en el teatro (E) lo es aún más el lenguaje. Deben los españoles a su comunicación con los árabes el gusto de las hipérboles y las más atrevidas imágenes; pero el estilo de Calderón no está tomado del oriente: es todo suyo, porque traspasa los límites de las licencias que se habían tomado sus antecesores. Si su imaginación le suministra una imagen brillante, persíguele durante una página entera y no la abandona hasta que no nos haya fatigado. Encadenando comparaciones a comparaciones y recargando un objeto con los más brillantes colores, no deja percibir su forma bajo los multiplicados rasgos que le presta. Da al dolor un lenguaje de tal manera poético, le hace buscar tan inesperadas imágenes y justificar con tanto cuidado estas imágenes que ha buscado fuera de sí, que deja de quejarse el que se distrae tan bien de su pena para aguzar el ingenio. La sutileza y las antítesis que se han echado en cara a los italianos, bajo el nombre de concetti, son hasta en Marini y los más amanerados escritores muy sencillas aun al lado del alambicamiento continuo de Calderón. Vésele ligado a aquella enfermedad del ingenio que ha formado época en cada literatura después de la del buen gusto, que comenzó en Roma con Lucano, que se señaló en Italia con los seisentisti, en Francia con el palacio de Rambouillet, en Inglaterra con el reinado de Carlos II, y que todos los siglos han convenido en condenar como de mal gusto. Los ejemplos se ofrecerán en gran número en los extractos que recorreremos muy pronto, pero entonces los evitaremos por no suspender el interés y por tanto será más oportuno separar algún otro para dar aquella idea de lo que llevamos dicho. He aquí uno respecto a la comedia, tomado de la que Calderón tituló Nadie fíe su secreto: Alejandro, duque de Parma, cuenta cómo ha llegado a ser rival de don César, su secretario y su amigo:

Entré galán al cuarto de mi hermana
y con ella y sus damas vi a doña Ana:
vi en un jardín de amores
que presidía entre comunes flores
la rosa hermosa y bella.
Mal digo, que si bien lo considero
yo vi entre muchas rosas una estrella
o entre muchas estrellas un lucero,
y si mejor en su deidad reparo,
prestando a los demás sus arreboles,
entre muchos luceros vi un sol claro,
y al fin un cielo para muchos soles;
y tanto su beldad los excedía,
que en muchos cielos hubo solo un día.
Hablando estuve, en ella divertidos
los ojos, cuanto atentos los oídos,
porque mostraba en todo milagrosa
cuerda belleza en discreción hermosa.
Despidiose, en efecto. Si fue breve
la tarde, amor lo diga, que quisiera
que un siglo entero cada instante fuera,
y aún no fuera bastante,
pues, aunque fuera siglo, fuera instante.
La salí acompañando cortésmente
y aquí basta decirte
que muero amante y padezco ausente.


Este lenguaje, poético si se quiere, pero tan prodigiosamente falso, llega a ser aún más extraño cuando expresa las grandes pasiones o los grandes dolores. En una tragedia, llena por otra parte de grandes bellezas y de la cual volveremos a ocuparnos, que tiene por título Amar después de la muerte, y que más bien debiera nombrarse la rebelión de los moros de la Alpujarra, acudiendo al socorro de su bella don Álvaro Tuzani, uno de los revoltosos, la encuentra muerta a puñaladas por un soldado español en la toma de Galera; respiraba aún y lo reconoce:

CLARA. Sola una voz, ¡ay bien mío!
pudo nuevo aliento darme,
pudo hacer feliz mi muerte:
deja, deja que te abrace.
Muera en tus brazos y muera… (muere)
ÁLVARO. ¡Oh, cuánto, cuánto ignorante
es quien dice que el amor
hacer de dos vidas sabe
una vida! Pues si fueran
esos milagros verdades,
ni tú murieras, ni yo
viviera: que en este instante
muriendo yo y tú viviendo
estaríamos iguales.
¡Cielos que visteis mis penas,
montes que miráis mis males,
vientos que oís mis rigores,
llamas que veis mis pesares!...
¿Cómo todos permitís
que la mejor luz se apague,
que la mejor flor se muera,
que el mejor suspiro os falte?...
Hombres que sabéis de amor,
advertirme en este lance,
decidme en esta desdicha
qué debe hacer un amante
que viniendo a ver a su dama
la noche que ha de lograrse
un amor de tantos días,
bañada la halla en su sangre,
azucena guarnecida
del más peligroso esmalte,
oro acrisolado al fuego
del más rigoroso examen &c.


Solo el genio hubiera podido en una situación tan violenta, y deplorable hallar el grito doloroso de un amante desesperado, el cual hubiera sido escuchado por todos los espectadores, haciéndoles participar de su tormento antes de conocer que el lenguaje de Álvaro Tuzani es falso y que hiela al punto la emoción profunda que una situación despedazadora y bien traída había excitado, cuyo defecto se advierte con frecuencia en las obras de Calderón. La intención tan pronunciada de cubrir con el colorido de la poesía el lenguaje de todos los interlocutores le quita siempre la expresión del sentimiento; he hallado en él muchas situaciones de un efecto admirable, pero nunca una palabra patética o sublime por su verdad y sencillez. (F)

Los admiradores de Calderón consideran como un mérito el no haber conservado a ningún argumento extranjero el colorido nacional: «Su patriotismo, dicen, era demasiado ardiente para que pudiese revestir a sus personajes de ninguna otra forma más que aquellas propias de España; pero ha encontrado en aquel género muchas ocasiones en que desplegar toda la riqueza de su imaginación y sus creaciones tienen un carácter fantástico, que da un nuevo encanto a las comedias en que no se ha dejado avasallar por los hechos». Este es el juicio de los críticos alemanes: mas ¿cómo después de tanta indulgencia, por una parte, tienen tanta severidad con los trágicos franceses por otra, porque han prestado a sus héroes griegos y romanos algunos rasgos y sobre todo las formas respetuosas y civilizadas de la corte de Luis XIV? Pudiera perdonarse a un autor de misterios del siglo XIII o del XIV confundir la historia, la cronología y los hechos: entonces era difícil en extremo instruirse, y la mitad de la historia antigua estaba aún velada de espesas tinieblas, pero qué podrá pensarse de Calderón, o al menos del público a quien destinaba sus comedias, cuando se le ve mezclar de tal manera los hechos, las costumbres, y las circunstancias sobre los periodos más ilustrados de la historia romana, que no hay estudiante que no haya desechado? Así, pues, en su Coriolano, que intituló Las armas de la hermosura, nos presenta a Coriolano continuando contra Sabinio, rey de los sabinos, la guerra que Rómulo había comenzado ya contra este rey imaginario; y por consecuencia, cuando más a una generación de distancia; y sin embargo nos habla ya de España y de África sometidas de Roma, hecha reina del universo y émula de Jerusalén. El carácter de Coriolano, el del senado y el del pueblo están del mismo modo disfrazados, siendo imposible reconocer a un romano en ninguno de los sentimientos expresados por los personajes de toda esta composición. Metastasio en sus romances dialogados era cien veces más fiel a la historia y a las costumbres de la antigüedad.

Por otra parte, no es justo atribuir a Calderón solamente su ignorancia de las costumbres extranjeras: sea este un elogio o un vituperio, no le es personal, perteneciendo a la nación entera y a su gobierno. El círculo de los conocimientos permitidos se hacía de día en día más reducido, todos los libros que pintaban las costumbres o la cultura extranjera eran severamente prohibidos, porque no había uno solo que no contuviese en su mismo silencio una sátira amarga del gobierno y de la religión de España. ¿Cómo se hubiera permitido, pues, conocer a los antiguos, cuya vida era la libertad política? Cualquiera que se hubiese penetrado de su espíritu, hubiera echado de menos desde luego los nobles privilegios que la nación había perdido. ¿Y cómo se habría permitido tampoco conocer a los modernos, cuya libertad religiosa formaba su prosperidad y su gloria? ¿Después de haberlos estudiado hubieran soportado la Inquisición los españoles?...

En esto consiste el ultimo rasgo de Calderón, sobre lo cual insistiré muy poco, por la misma razón de que mi sentimiento es demasiado vivo. Calderón es, en efecto, el verdadero poeta de la Inquisición: animado por un sentimiento religioso, que brilla en todas sus composiciones, no me inspira más que horror por la religión que profesa. (G) Nunca había sido permitido desfigurar a tal punto el cristianismo, nunca se le habían atribuido tan feroces pasiones, ni una moral tan corrompida. Entre un gran número de comedias animadas por el mismo fanatismo, la que lo pinta más exactamente es, a mi entender, la que lleva por título La devoción de la Cruz; su objeto era convencer a los espectadores cristianos de que la devoción consagrada al signo de la iglesia bastaba para escusar todos los crímenes y asegurar la protección de la divinidad. El héroe que tiene por nombre Eusebio es un salteador de caminos incestuoso y un asesino de profesión, pero que conservando en medio de sus errores una devoción fervorosa a la cruz, al pie de la cual ha nacido, y cuya señal lleva sobre su corazón, levanta una cruz sobre la tumba de cada una de sus víctimas, y se detiene también en mitad del crimen, a vista de este sagrado signo. Su hermana Julia, que es al par su dama, más abandonada y feroz que él, participa, sin embargo, del mismo respeto supersticioso. Muere en fin Eusebio a manos de unos soldados que conduce su propio padre, pero Dios le resucita para que pueda oír su confesión un santo religioso, asegurando de este modo su recepción en el cielo. Su hermana, estando a punto de ser aprehendida y víctima de sus monstruosas iniquidades, abraza la cruz que se encuentra a su lado, haciendo voto de volver a su convento para llorar sus pecados, y esta cruz se eleva al instante en los aires y la lleva lejos de sus enemigos, a un asilo impenetrable.

Hemos instruido en cierto modo ante los lectores la causa de Calderón y escuchado a ambas partes; no olvidemos no obstante que los defectos, que yo he realzado, no oscurecen las bellezas señaladas por Mr. Schlegel. Calderón tiene sin duda bastantes dotes para ser colocado entre los poetas cuya imaginación era la más rica y cuyo estilo es a menudo el más picante. Réstame solamente darlo a conocer por sí mismo, presentando aquí algunos análisis de sus más señaladas comedias: escogeré ante todo dos de los más opuestos géneros, pero siempre con la intención de presentar lo que este célebre autor ha hecho de ingenioso, sensible y digno de imitarse, y no con el deseo de hacer resaltar los defectos, que he señalado a mi entender, suficientemente.

NOTAS DEL TRADUCTOR


(C) Hombre de la miserable época de Felipe IV llama nuestro autor al gran poeta cuyas obras son la gloria de su patria y la admiración de los extranjeros. Preciso es confesar que Mr. de Sismondi no ha leído detenidamente las obras del insigne Calderón, o que no ha sabido apreciar en lo que valen las inimitables bellezas que contienen. No puede negar el autor que traducimos, a pesar de que en otros capítulos de su obra demuestra grande inteligencia, que ha nacido en Francia, cuyos escritores siempre han mirado con sumo desdén las cosas de España, por envidia tal vez o por ignorancia; de lo que ha resultado que al hablar de ellas cometan las más groseras faltas y caigan en los más supinos errores. Es imposible contenerse en los límites de la templanza cuando así vemos ajadas las glorías de nuestra nación y despreciados con tanta petulancia sus timbres literarios.

Calderón era digno de florecer no solo en la época miserable de Felipe IV, sino en la brillante de Carlos IV o Felipe II. ¿Qué dramático español ha poseído tan buenas dotes como Calderón? ¿Quién le ha igualado en pintar la amena urbanidad y los modales caballerosos de los personajes de sus comedias? ¿Quién compite con él en el instinto dramático, y en el admirable ingenio con que conduce sus complicadísimas fábulas? ¿Quién, en fin, ha sembrado en sus dramas tanta poesía, ni tan profundas lecciones filosóficas? Respóndanos Mr. de Sismondi u otro que haya estudiado con más gusto, con más conocimientos o con más imparcialidad las obras inmortales de nuestro celebérrimo ingenio. Apostrofaremos a los mismos dramáticos franceses de más nota, que han calcado el argumento de sus piezas sobre las de Calderón, para que nos respondan si es o no justo el juicio de Sismondi sobre este excelente poeta. Tristán, Boissy, Corneille, Voltaire ilustraron el teatro de su nación, estudiando las obras del vate español, y presentando en la escena francesa sus más ingeniosas y admirables invenciones.

¿Qué el autor del Mayor monstruo de los celos, de La dama duende, de A secreto agravio secreta venganza, de Peor está que estaba, de Casa con dos puertas mala es de guardar, del Secreto a voces, de No hay burlas con el amor y de La vida es sueño no pudo figurar más que en una época miserable?

Esta última producción sola es capaz de dar a Calderón el título de profundo filósofo y de eminente poeta. El señor don Alberto Lista, a quien hemos citado tantas veces, hizo en uno de sus artículos publicados en el Tiempo, periódico de Cádiz, un preciosísimo análisis de esta comedia ideal, joya inestimable de nuestra literatura, comparándola con la que escribió en francés Boissy titulada La vie est un songe, y notando la gran ventaja que lleva la comedia del dramático español a la del francés. Conócese desde luego que Boissy quiso trasladar a la escena de su patria el pensamiento de Calderón, pues los personajes de la pieza francesa tienen hasta los mismos nombres que los de la española; pero Boissy desvirtuó en gran parte la idea de Calderón, altamente filosófica y desenvuelta con una maestría admirable.

En Segismundo, personaje principal de la comedía, está comprendida la historia de la humanidad, sin freno alguno, dejándose llevar del torrente de las pasiones, y amaestrada después en la escuela del desengaño. ¡Qué bien pintados están en Segismundo, símbolo de esta magnífica idea, los raptos de cólera, el orgullo, las pasiones brutales del hombre fisiológico! ¡Qué bien la timidez y el escarmiento, cuando Segismundo despierta otra vez en su prisión y ve que han desaparecido su poder y sus riquezas! Entonces empieza la existencia del hombre moral.

No hace mucho que hemos leído en el Heraldo, periódico de Madrid, un precioso artículo sobre esta comedia. Su autor desentraña con mucha inteligencia el pensamiento de Calderón y lo analiza no menos cumplidamente que el profundo crítico antes citado. Después de probar con muy buenas razones las ideas que el señor Lista manifiesta en un artículo sobre esta comedia, caracterizando a Segismundo de Edipo cristiano, habla así del título del drama: «el título del drama comprende otra idea, antídoto sublime de la irresponsabilidad humana con que revestían a los monarcas las antepasadas generaciones. En tiempo de Felipe IV y de Calderón no se había formalizado legalmente, digámoslo así, el dogma del derecho divino de los reyes, porque los nombres no se inventan sino mucho después de consumados los hechos; pero el derecho divino existía, los teólogos, que eran los publicistas de su tiempo, lo habían insinuado, y el derecho divino había penetrado tan hondamente en nuestra monarquía, que no hay una sola comedia de nuestro antiguo teatro, verdadera literatura de nuestro pueblo, en que no resuenen los grandes palabras de: “el rey es Dios en la tierra”. Pero aquella irresponsabilidad era puramente humana: en la necesidad de buscar un remedio más alto contra una potestad sin apelación y sin límites entre los hombres, se había acudido a la moral de la religión para pedirle el escudo de la responsabilidad de los reyes ante Dios, y los ministros de Dios tuvieron licencia para echar en cara a los reyes la vanidad de las cosas de este mundo. He aquí lo que significa el título de La vida es sueño, la nada de las cosas terrenas, presentándose en todo su espanto a la imaginación de un príncipe nutrido con la leche de la barbarie, aguijoneado por el acicate de la venganza y haciendo brotar en su alma la idea del deber y los sentimientos de la clemencia y de la justicia».

Lástima da que un crítico español tan profundo y delicado como el señor Martínez de la Rosa no vea en la comedia de que nos ocupamos más que «un príncipe de Polonia, encerrado por su padre como una fiera». Duélenos que tan erudito literato haya exagerado en su apéndice a la comedia los defectos de nuestro gran poeta, y no haya dado a sus innumerables bellezas el valor que de derecho les corresponde. Bien que en cambio citaremos el magnífico epitafio compuesto por el señor Martínez para el sepulcro, adonde se han trasladado recientemente con gran pompa los restos del esclarecido dramático. Dice así:

Sol de la escena hispana sin segundo,
aquí don Pedro Calderón reposa:
paz y descanso ofrécele esta losa.
corona el cielo, admiración del mundo.


Finalmente, Calderón, como hemos leído en un juicio muy bueno sobre este vate, es un verdadero modelo del poeta del mediodía, fresco como el rocío de la mañana, ardiente como el sol en el cénit, lleno de vida y de entusiasmo, poseído de aquella dulce embriaguez causada por el aromático perfume de nuestras plantas, la suave melodía de nuestras aves, y la risa de nuestras deliciosas campiñas.

Los franceses siempre han mirado con despego nuestro teatro, empezando por Boileau, que no tuvo reparo en llamarle grosero, sin duda porque sus producciones no estaban ajustadas a los estrechos límites de las formas aristotélicas. A pesar de la miserable antonomasia de Sismondi, nuestra nación puede colocar al gran dramático, cuya alta nombradía pretende rebajar el autor francés, al lado de Schiller, Shakespeare y de Corneille.

(D) Decir que la verdad no era conocida de Calderón es una prueba más de que Sismondi no ha estudiado detenidamente las obras de este insigne dramático. Ya hemos probado que las costumbres descritas en sus comedias son los de la corte de Felipe IV fielmente retratadas y que conservan en el fondo una admirable verdad, aunque el poeta para embellecerlas las haya exagerado un poco. También hemos asentado que de la falsedad de lenguaje y de los demás vicios que corrompieron nuestra literatura, fue Calderón uno de los dramáticos menos contaminados: veamos si en la expresión de los sentimientos, en las situaciones o en la conducción de las fábulas se halla el defecto criticado por el autor francés. Cansaríamos inútilmente a nuestros lectores si hubiéramos de citar los pasajes de las comedias de Calderón que son capaces de convencer a cualquiera de que nuestro dramático conocía la verdad en alto grado. En cuatro o cinco de sus dramas está pintado el terrible furor de los celos; desafiamos a cualquiera a que nos señale lo falta de verdad en la expresión de esta pasión. ¿No se descubre la misma verdad en la pintura de la altivez de las damas de sus comedias y de la caballerosidad de sus galanes? En cada una de sus comedias pudiéramos señalar una situación perfectamente preparada y desenvuelta, y como es sabido, una de las más relevantes prendas de Calderón fue el complicar extremadamente los argumentos con repetidos incidentes, sin faltar empero a la verosimilitud, porque de lo contrario no excitarían sus fábulas un interés tan vivo y sostenido. Magníficos trozos líricos y descriptivos hay en las comedias de nuestro poeta que pudieran también servir a nuestra opinión de apoyo. Es verdad que en los dramas de Calderón no hay exactitud en la historia, en los personajes, en la cronología ni en la geografía; pero son tan repetidas las alteraciones, la confusión de los tiempos, los lugares y las personas que no puede atribuirse esto a ignorancia. Además, Calderón embellece sus composiciones con una magia de estilo indefinible, que arrastra y que cautiva; su versificación sonora, grandilocuente, el raudal de pensamientos ingeniosos unas veces, tiernos otras y apasionados otros, en fin, sublimes nos embelesan de tal modo que concedemos al poeta todas esas licencias en gracia de las innumerables bellezas con que seduce nuestro espíritu. ¿Haremos un cargo al poeta porque embellece los objetos que presenta a nuestra vista, para cumplir con su objeto, que es hacerlos agradables?

(E) Peregrina idea es la de que nuestros antiguos dramáticos no pintaron en sus obras las costumbres de su época: solamente hemos visto tan desacertada opinión en el autor que traducimos, y en un artículo inserto en un periódico cuyo título no recordamos. Pues ¿qué costumbres, preguntaremos nosotros, eran las que en sus comedias retrataban Rojas, Lope, Calderón, Alarcón y Moreto? ¿Eran por ventura las de la antigua Roma o Grecia? No, pues que cuando alguno de aquellos esclarecidos autores presentaban en la escena personajes de aquel tiempo, ponían en su boca el lenguaje que se usaba en España en el siglo XVII y los pintaban con las mismas ideas, sentimientos y costumbres de esta época: Alejandro, César y Coriolano en nuestras comedias antiguas no son otra cosa más que caballeros de la corte de Felipe IV. ¿Eran acaso las de Francia o Inglaterra? Todos saben cuánto se aparta del espíritu que reinaba en estas naciones en el siglo de que hablamos la sociedad descrita por nuestros dramáticos. ¿Formaron, por último, estos un mundo ideal para colocar en él a los personajes de sus dramas, atribuyéndoles ideas y costumbres a su placer? ¿Y cómo se explica el extraordinario aplauso con que fueron recibidas las producciones de Lope, Calderón, Rojas, &c.? Nadie podrá negar que si el hombre que se presenta en la escena no es semejante en costumbres a los espectadores, no puede interesarles: he aquí porque hoy no gustan las comedias de nuestro teatro antiguo, que la mayor parte del público no entiende por las razones que antes hemos asentado; he aquí porque han sido vanos los esfuerzos de algunos literatos del día para resucitar aquel género de dramas. Todo su talento no ha bastado a conseguir una cosa que, en nuestro concepto, es de todo punto imposible. Han puesto todo su conato en hacer una copia exacta, y no sabían que mientras más se acercasen a la perfección en este punto, con más frialdad habían de ser recibidas sus obras. Hay una gran distancia de las costumbres de este siglo a las del XVII: es muy natural que ahora gusten El vaso de agua de Scribe y El casamiento sin amor de Dumas, y que no concurra nadie al teatro cuando se anuncian las inimitables comedias de Calderón.

Estúdiese la historia de España de aquel siglo y véase si Lope y los demás poetas que le sucedieron no comprendieron y trasladaron al teatro el espíritu de su época. ¿Habrá quien niegue que las damas españolas del tiempo de Lope no eran tiernas, amorosas y sensibles? Calderón las pintó altivas y orgullosos, porque así eran las de la sociedad que frecuentaba. ¿No son muy propios de los caballeros de aquel tiempo el orgullo, los celos, la galantería, la nobleza, el desafío, el respeto a los reyes y el espíritu religioso? Pues estas son las cualidades que nuestros dramáticos atribuyen a los personajes de sus fábulas.

No pueden estar retratados más al vivo en las producciones de Rojas y Moreto los guerreros, conquistadores del nuevo mundo, y los que peleaban en Flandes e Italia; Alarcón es un pintor fidelísimo de la sociedad en que vivió, este autor observaba cuidadosamente el cuadro que presentaba y con los mismos rasgos y colores lo trasladó al teatro.

No negaremos que entre nuestras antiguas comedias hay algunas del género ideal y que Calderón exageró algún tanto los sentimientos de su época, pero todos saben que aquellas producciones representan ideas o máximas, y por consiguiente pertenecen a todos los tiempos y que el poeta tiene facultad para embellecer los hechos que describe, conservando siempre la verdad del fondo.

En cuanto a la falsedad del lenguaje usado por nuestros dramáticos del siglo XVII no negaremos tampoco que a causa del mal gusto, introducido a la sazón en nuestra literatura, se encuentran algunas de sus obras, principalmente las de Montalbán y Rojas, plagadas de antítesis, de violentísimas metáforas, de excesivos incisos que involucraban la frase, de estilo retumbante e hinchado y de otras extravagancias de esta laya. Pero este era el gusto de aquella época, y estos defectos se estimaban entonces como bellezas; además, estúdiense las obras de Lope, las de Calderón, las de Moreto y muy particularmente las de Alarcón, y se verá que casi están exentas de esas monstruosidades. Es raro el encontrar una incorrección de lenguaje o un resabio de mal gusto en las comedias del último; también son poco frecuentes en las del primero, y podemos asegurar que aun en las mismas obras de los dramáticos que más se dejaron llevar de esa manía, hay hermosísimas escenas y rasgos sublimes, que la crítica razonable debe apreciar; el oficio de esta es separar el oro de la escoria.

(F) Cuando afirma Mr. de Sismondi que en ninguna de las situaciones de Calderón corresponde el lenguaje al sentimiento, al mismo tiempo que analiza la comedia, intitulada Amar después de la muerte, no puede menos de conocerse que el autor francés leyó con demasiada ligereza esta y otras producciones del gran dramático español. No desconocemos que, entregándose muchas veces nuestros mejores poetas a las sutilezas y demás defectos que plagaron la poesía española en el siglo XVII, relajaron el sentimiento e hicieron palidecer las situaciones, perdiendo así el fruto que, libres de semejante empeño, hubieran obtenido. Pero no por esto convendremos en que estuvieran sus obras exentas enteramente de los grandiosos rasgos que caracterizan al genio. Y en prueba de que Mr. Sismondi no ha sido en este asunto tan imparcial como debiera, citaremos aquí solamente la situación en que Tuzani descubre al matador de su querida Clara. El soldado español, creyéndole cristiano, le refiere la toma de Galera y el modo con que había dado muerte a la hija de Malec, lleno del entusiasmo que los soldados de la Cruz experimentaban al referir las victorias alcanzadas sobre los sarracenos; pero al terminar este su relación, Tuzani, que había permanecido silencioso, exclama arrebatado y hundiéndole al por un puñal en el corazón:

………………………… ¿Fue
como esta la puñalada?


Rasgo altamente trágico y que descubre el gran talento de Calderón. Otros pasajes no menos interesantes y terribles pudiéramos citar, pero preferimos este a todos los demás, porque pertenece a una de las obras que el autor francés analiza, habiendo pasado en claro una belleza de tanto bulto y relieve.

(G) No vemos nosotros afortunadamente en las obras de Calderón esa tendencia que señala Sismondi. La religión de Calderón aparece siempre brillante y esplendorosa en medio de los absurdos que en sus producciones se notan, absurdos que no son suficientes a desfigurar las creencias del caballero y del sacerdote, ni a inspirar el horror de que se supone Sismondi poseído. Esto se halla explicado en una de las notas anteriores. El autor francés no participa de los sentimientos religiosos de nuestros escritores y de aquí proviene esa desavenencia continua. Pero, a pesar de esto, no creemos que anduvo acertado, ni menos circunspecto, al emitir una proposición tan aventurada. El sacerdote que departía sus bienes con la pobreza y la orfandad, que veía llegar impávido el último instante de su vida, que consolaba a los que por su muerte se mostraban afligidos exclamando: «No temáis: ¿para qué temblar por mi futura suerte cuando llega la hora de la felicidad? ¿Ya no me conocéis hijos míos? ¿No soy yo el mismo que se entusiasmó siempre al recuerdo de la eterna vida y que tan grande idea tiene del poder, majestad y clemencia de Dios? Ánimo, ánimo pues y pensemos con serenidad en este trance tan natural», este hombre, repetimos, no era acreedor a que se le injuriase, llamándole el poeta de la Inquisición y designando la pura religión que profesaba con el epíteto de horrorosa. Las últimas palabras del gran poeta serán siempre la más firme defensa contra los que intenten menoscabar el brillo de sus creencias religiosas.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera