Información sobre el texto

Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo II. Lección VIII. Continuación del teatro. Estado de las letras durante el reinado de la casa de Borbón. Fin de la historia de la literatura española (I)
Autor del texto editado:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842) Amador de los Ríos, José (1818-1878)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo II
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1842


Más información



Fuentes
Información técnica





*


Terminamos, pues, en este lugar la relación que nos habíamos propuesto hacer de la poesía española y sentimos con sinceridad que se hayan desvanecido sucesivamente las brillantes ilusiones, que habían excitado en nosotros los más ilustres nombres y las más caballerescas costumbres. Presentose el poema del Cid primero entre las obras españolas así como el Cid entre los héroes de España, y nada hemos encontrado después de él que haya igualado ni a la augusta sencillez y al heroísmo de su verdadero carácter, ni al encanto de las brillantes ficciones de que ha sido objeto. Todo cuanto le ha sucedido no ha podido nunca obtener de nosotros una admiración absoluta. En medio de los juegos tan animados de la imaginación española ha sido sin cesar herido nuestro gusto, por la hinchazón y la oscuridad, o disgustada nuestra razón por un extravío de ingenio, que toca a menudo en la extravagancia. Jamás hemos podido concebir como puede ligarse tanta imaginación con un gusto tan extraño y tanta elevación de ánimo con una sutileza tan distante de la verdad. Hemos visto caer a los italianos del mismo modo en las sutilezas y en el mal gusto, pero los hemos visto también levantarse con gloria, pudiendo el siglo que ha producido a Mestasio, Goldoni y Alfieri, si no igualarse al del Tasso y Ariosto, sostener al menos la comparación sin humillación alguna.

Pero los débiles esfuerzos de Luzán, de la Huerta, de Iriarte y de Meléndez (G) nos dan a conocer, por el contrario, con mucha más viveza el grado de abatimiento en que había caído la nación, cuya riqueza poética formaron solo por el espacio de un siglo. Concluyó la inspiración antigua y la cultura moderna ha sido demasiado imperfecta y limitada para suplir las riquezas que no concede ya el genio. Los italianos han tenido tres siglos literarios, divididos por dos largos intervalos de reposo: el del vigor antiguo en que Dante parecía agotar su inspiración en la fuerza y plenitud de sus sentimientos; el de la imaginación clásica, en que el estudio de los antiguos ofreció nuevas riquezas al Tasso y Ariosto; y el de la razón, en fin, y el talento aplicados a las artes, en que la elevación de los pensamientos y la enérgica elocuencia de Alfieri, así como la delicadeza de observación de Goldoni, suplen a los tesoros de una imaginación, que comienza a extinguirse. Mas la literatura española no tiene propiamente dicho más que un solo periodo, el de la caballería. Toda su riqueza estriba en la lealtad y en la franqueza antiguas: su imaginación es fértil, en cuanto es ignorante. Crea sin descanso prodigios, aventuras e intrigas, con tal que no se sienta comprimida por los límites de lo posible y del verosímil. La literatura española brilla en todo su esplendor en los antiguos romances castellanos: todo el fondo de sentimientos y de ideas, de imágenes y de aventuras de que se ha valido después, se encuentra ya en este antiguo tesoro. Boscán y Garcilaso le dieron una nueva forma, es verdad, pero no una nueva esencia y vida. Los mismos pensamientos, los mismos sentimientos románticos se hallan en estos dos poetas y en su escuela, ataviados solo con un nuevo adorno y un corte italiano. Dio muestras de vida el teatro español y fue explotado este fondo primitivo de aventuras, de imágenes y de sentimientos, por tercera vez, bajo una nueva forma. Lope de Vega y Calderón reprodujeron en la escena los argumentos de los antiguos romances y dieron al diálogo dramático el carácter de que tanto tiempo hacía participaban los cantos nacionales. Así, pues, bajo una aparente variedad, se han cansado los españoles de su monotonía. La riqueza de sus imágenes y todo el brillo de su poesía retribuían solamente una pobreza real. Pero si el ingenio hubiese sido alimentado como debiera, si el pensamiento hubiera sido libre, los clásicos españoles habrían salido, en fin, de su sendero circular y estrecho, marchando en el mismo sentido que los de las demás naciones.

Este fondo de imágenes y de aventuras que han explotado los españoles, es, sin embargo, el mismo, que lleva en nuestros días el nombre de romántico. A los sentimientos, las opiniones, las virtudes y las preocupaciones de la Edad Media, a esta naturaleza sencilla de los antiguos tiempos vuelven a ligarnos nuestras costumbres. Y puesto que la antigüedad caballeresca ha sido puesta en oposición con la antigüedad heroica, es interesante como experiencia literaria ver el partido que una nación ingeniosa y sensible ha podido sacar cuando ella misma se ha encerrado en este solo círculo, rechazando toda idea nueva y toda importación extranjera y los resultados de la experiencia, siguiendo tan diferentes principios. Tal vez esta observación nos manifestará que las costumbres y las creencias de la Edad Media ofrecen, en efecto, abundantes riquezas a los poetas: pero que es necesario elevarse en extremo sobre ellas para obtener las indicadas ventajas, y que tomando estos materiales en tan lejanos siglos, es indispensable tratarlos con el talento y el espíritu de nuestra época. Sófocles y Eurípides, cuando nos representan con tanta grandeza la antigüedad heroica, se elevan en gran manera sobre ella, y emplean la filosofía del siglo de Sócrates para dar una justa templanza a los sentimientos de los siglos de Edipo y de Agamenón. Conociendo, pues, todos los tiempos y la verdad de todas las historias, podremos dar una nueva vida a las representaciones de la caballería. Pero los españoles de los tiempos modernos no eran en modo alguno superiores a los caballeros que pintaban en sus poesías: estaban, al contrario, en una esfera inferior y se hallaban por tanto en la imposibilidad de caracterizar perfectamente lo que no dominaban.

Bajo otra relación es la literatura española respecto a nosotros un fenómeno y un objeto digno de la observación y del estudio. Mientras que su esencia está sacada de la caballería, sus ornamentos y su lenguaje son tomados de los asiáticos. En la comarca más occidental de nuestra Europa se escucha el lenguaje florido y se despliega la imaginación fantástica del oriente. No trato yo de dar la preferencia a esta belleza oriental sobre la belleza clásica, ni tampoco de justificar las gigantescas hipérboles que ofenden frecuentemente nuestro gusto, ni menos la profusión de imágenes con la cual parece que intenta el poeta embriagar a la vez todos los sentidos, sin despertar jamás una idea, que no vaya rodeada de todo el prestigio de los olores, de los colores y de todas las armonías. Quiero sí observar solamente que cuanto nos sorprende sin cesar y nos disgusta algunas veces en la poesía española es la forma constante de la poesía de las Indias, de la Persia, de la Arabia y de todo el oriente; que esto es lo que las naciones más antiguas del mundo y las que han tenido la más alta influencia sobre la civilización universal han admirado conformes; que nuestros libros sagrados nos presentan en cada página huellas de este gusto gigantesco, de este lenguaje figurado, que escuchamos entonces con respeto, pero que nos choca en los modernos y que finalmente hay de esta manera en literatura y en poesía diferentes sistemas, y que no debemos dar a ninguno de ellos la preferencia exclusiva sobre los demás, antes de acostumbrarnos a comprenderlos todos, gozando igualmente de sus bellezas. Si consideramos a la literatura española como revelándonos en cierto modo la oriental, y como encaminándonos a conocer un ingenio y un gusto tan diferentes de los nuestros, tendrá a nuestra vista mucho más interés. Entonces nos creeremos venturosos al poder respirar en una lengua emparentada con la nuestra los perfumes del oriente y los inciensos de la Arabia, al ver en un espejo fiel aquellos palacios de Bagdad, aquel lujo de los Califas, que devolvieron a un mundo su entumecida imaginación, y al comprender por medio de un pueblo europeo aquella brillante poesía asiática que creó tantas maravillas.

NOTAS DEL TRADUCTOR


(G) De inútiles califica nuestro autor los esfuerzos de don Juan Meléndez Valdés para levantar nuestra poesía al estado de esplendor en que se hallara en los felices tiempos de los Herreras y Riojas, sin que sepamos en qué razones se funde para ello. La poesía lírica española, entregada a una multitud de copleros que se arrastraban por el cieno del prosaísmo, parecía extinguirse para siempre en el suelo de España cuando felizmente apareció Cadalso y después el cantor del Tormes y con sus delicados acentos volvieron a pulsar la lira castellana, que respondió a su impulso con dulces sones, cobrando de nuevo las coronas de las musas españolas su antigua lozanía. Prueba de esto sean respecto a Meléndez sus composiciones de todos géneros y aun el mismo soneto que Sismondi copia de Bouterwek, ¿qué más puede exigirse de un poeta lírico? Verdad es que Sismondi se refiere en este punto a la verdadera poesía española, a la que nació con nuestros romances caballerescos, siendo después el alma de nuestro teatro y caracterizando también las obras de otros poetas que invistieron sus obras con las formas de la poesía italiana. Pero realizado el cambio de costumbres con el advenimiento de la casa de Borbón al trono de España, admitido más lentamente el gusto clásico de la poesía latina, no fue posible en modo alguno a nuestro poeta desprenderse de las circunstancias que le rodeaban, cerrando los ojos a las innovaciones y modificaciones que había sufrido en España el gusto en literatura.

Los esfuerzos de Meléndez, lejos de ser infructuosos, sirvieron de ejemplo a los Jovellanos, Cienfuegos e Iglesias para entregarse al estudio de la poesía con un noble ardor y entusiasmo, y han estimulado en nuestra época a los Arjonas, Núñez, Listas, Reinosos, Martínez de la Rosa, Saavedras, Quintanas y otros muchos que sostienen el elevado trono de la poesía española, dándole nueva vida y esplendor. Pero los extranjeros parece que tienen formal empeño en desacreditar la España moderna, así como ven celosos sus antiguas glorias, y encuentran motivo a sus amargas censuras en el poco amor con que algunos Aristarcos españoles ven en nuestros días cuanto es producido de esta parte de los Pirineos. No hace mucho que a un literato francés, que visitaba la Andalucía, le oyó el autor de estas líneas lamentarse de que la España moderna no había producido ningún escritor de primer orden, fundado en la confesión de algunos españoles que se llaman hombres de letras, pero que ciertamente carecen del amor patrio que a todo ciudadano distingue cuando dan pábulo a que los extranjeros formen juicios ton inexactos sobre nuestro estado de cultura.

FIN DEL TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera