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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días. Tomo II. Lección VIII. Continuación del teatro. Estado de las letras durante el reinado de la casa de Borbón. Fin de la historia de la literatura española (II)
Autor del texto editado:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo II
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1842


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Continuación del teatro: Estado de las letras durante el reinado de la casa de Borbón


La Europa ha olvidado demasiado pronto la admiración que tributó largo tiempo al teatro español: el entusiasmo con que acogió tantas novelas dramáticas, tantos acontecimientos romancescos de intrigas, duelos, disfraces y personajes desconocidos a sí mismos y a los demás; tanta pompa en las palabras, brillantez en las descripciones y tan riente poesía, en fin, mezclada a una vida tan activa. Los españoles eran considerados en el siglo XVII como los dominadores del teatro: los hombres de más alto ingenio de las demás naciones tomaban prestado de ellos sin escrúpulo alguno. Es verdad que trataban de someter los asuntos castellanos a las reglas de los teatros francés e italiano, reglas que aquellos despreciaban, pero lo hacían más bien por deferencia hacia la autoridad de los antiguos que por consultar el gusto del pueblo, que en toda Europa aparecía con el mismo carácter que en España. Hoy todo ha cambiado, el teatro español es absolutamente desconocido en Francia y en Italia, donde se hace mención de él solamente con el epíteto de bárbaro. Tampoco se le estudia ya en Inglaterra y la reciente celebridad que se han esforzado por darle los alemanes aún no ha llegado a tomar el carácter de nacional.

Los españoles deben acusar a sí mismos de una decadencia tan rápida, y de un olvido tan absoluto. Lejos de perfeccionarse, lejos de adelantar en la carrera que con tanta gloria habían empezado, solo han sabido copiarse mutuamente, pasando mil veces por sus mismas huellas, sin añadir nada al arte, cuyos creadores pudieran haber sido, y sin introducir variedad alguna en este género. Habían visto a dos hombres de grande ingenio dar cabo a sus comedias en pocos días y casi en breves horas, y creyéndose obligados, ante todas cosas, a imitar su rapidez, se negaron al estudio y a la corrección con no menos rigor que un autor dramático se hubiera entregado a ellos en Francia. Creyeron esencial a su gloria que se dijera que componían sus dramas por pasatiempo, si es que puede hablarse de gloria cuando no ambicionaban más que el pasajero estruendo de un popular aplauso y el éxito de la novedad, al cual estaba unida la remuneración pecuniaria; mientras que la mayor parte ni aun consultaban a sus más instruidos contemporáneos sobre sus comedias, o el juicio de la posteridad, dándolas a la prensa.

Hemos hablado de las comedias del arte de los italianos, de aquellas improvisaciones enmascaradas, con caracteres dados, repetidos donaires y acontecimientos, que se habían representado innumerables veces, pero que se adaptaban bien o mal al nuevo cuadro. La escuela española, que acompañó y que siguió a Calderón podía en buena ley compararse con las comedias italianas del arte. La improvisación era, sin embargo, producida con más lentitud y en lugar de recibir la inspiración sobre las tablas, iba el poeta a buscarla por medio de algunas horas de trabajo en su gabinete. Escribía en verso, pero usaba del metro corriente y fácil de las redondillas, que hallaba siempre con grande abundancia bajo su pluma. No se afanaba, además de esto, por observar la verosimilitud, la historia, ni las costumbres nacionales más que pudiera hacerlo un autor de las arlequinadas italianas, y sin atender a la novedad de los caracteres, de los acontecimientos y donaires, tampoco observaba la legislación moral. Trabajaba sus comedias del mismo modo que un fabricante o un artesano sus manufacturas y hallaba más fácil y lucrativo hacer una segunda parte que corregir la primera. Con esta negligencia y precipitación apareció, pues, en la corte de Felipe IV aquel inaudito diluvio de composiciones dramáticas, que componen tantos volúmenes.

Los títulos, los autores, la historia de esta innumerable turba de comedias están no solamente fuera del alcance de los extranjeros, que apenas pueden consagrar una rápida ojeada a otra literatura, que no sea la suya propia, sino también de los escritores españoles, que han puesto el mayor esmero en reunir todos los monumentos literarios de su país. Cada compañía de recitantes tenía su repertorio y se esforzaba por conservar la propiedad exclusiva de él, mientras que los libreros imprimían por especulación de cuando en cuando las obras dramáticas, que obtenían de algún director más bien que del poeta. De este modo se han hecho en España las colecciones de Comedias varias, que se encuentran en las bibliotecas, y que casi siempre fueron impresas sin corrección y sin crítica. Casi nunca han sido recogidas y publicadas las obras separadamente: la casualidad más bien que el gusto del público ha salvado a algunas del naufragio en que han perecido la mayor parte, y la casualidad me ha hecho también leer algunas que no son las mismas de que hablan Bouterwek, Schlegel, Dieze y otros críticos, por cuya razón el juicio sobre el mérito personal de cada autor llega a ser necesariamente vago e incierto. Sentiríase aún mucho más esta confusión si el carácter de los poetas se pintase con más exactitud en sus escritos si fuese posible señalar entre ellos diversas categorías, o una diferencia de escuela o de principios. Pero la semejanza es tan grande que parecen todas estas piezas escritas por un mismo autor y que si alguna de ellas aventaja en algo a las demás, lo debe a un argumento más feliz, a un rasgo histórico, o a la fábula o intriga que afortunadamente escogiera su autor, más bien que al talento con que los ha tratado.

Las comedias, que han excitado más vivamente mi curiosidad en las diferentes colecciones del teatro español son anónimas y llevan la designación de un ingenio de esta corte. Sábese que el rey Felipe IV dio muchas obras al teatro bajo este título, y debe creerse que las que eran tenidas por suyas, fueron buscadas por el público con más avidez que las de los demás poetas. Un buen rey podía, no obstante, hacer muy malas comedias: Felipe IV, que era todo menos un buen rey o un hombre distinguido, tenía aún menos acierto para ser poeta. Sería, a pesar de esto, muy curioso ver cómo considera desde el trono la vida privada y qué idea forma de la sociedad el que ha vivido siempre en una posición más elevada que ella. Las mismas comedias, que sin ser del rey habían sido escritas por sus cortesanos, sus ministros o sus amigos, podrían llamar también vivamente la atención; pero nada hay tan vago como el título de estas comedias. El anónimo puede atribuirse a placer una grandeza que no puede por medio alguno someterse al examen y, además de esto, hacen extensivo los españoles el nombre de la corte a todo lo que existe en la capital del reino.

Sea como quiera, lo cierto es que entre las piezas dramáticas de un ingenio de esta corte he encontrado las comedias españolas más picantes. Tal es la que lleva por título El Diablo predicador y mayor contrario amigo, obra de un devoto de san Francisco y de los capuchinos. Supónese que Luzbel ha logrado por medio de sus intrigas excitar en Luca una animadversión extremada contra los capuchinos: todo el mundo les niega las limosnas, mueren de hambre y se ven reducidos al último extremo, recibiendo, en fin, orden de salir de la ciudad, cuya medida dicta el gobernador de la misma. Pero en el momento, en que Luzbel aparece victorioso, desciende el niño Dios acompañado de san Miguel al mundo y obliga al diablo, para castigar su insolencia, a vestir el hábito de san Francisco, a predicar en Luca para destruir el mal que en aquella ciudad había causado, a pedir limosna, reanimando la caridad, y no abandonando la ciudad ni el hábito de la orden hasta que no haya edificado otro convento de la observancia de san Francisco, más rico y numeroso que el primero. La invención es bastante rara y más aún cuando se observa que esta tratada con la más verdadera devoción y la fe más ardiente en los milagros de los franciscanos, pero la ejecución está llena de chistes y donaires. La actividad del diablo, que trata de poner término lo más pronto posible a una labor que le es tan desagradable, el fervor con que predica, las palabras encubiertas con que disfraza su misión y pretende que su despecho pase por una mortificación religiosa, el éxito prodigioso que obtiene contra sus propios intereses, el solo goce que le resta en su dolor, atormentando la pereza del hermano limosnero que le acompaña y engañando su glotonería; todo está puesto en escena con una jovialidad y un movimiento que hacen a esta comedia de muy divertida lectura, habiendo sido parte a que el público pidiese entusiasmado su representación cuando hace pocos años se trató de dar al teatro de Madrid una comedía regular, que parecía tomada de aquella. Era entonces uno de los grandes placeres de los espectadores el reír largo tiempo a costa del diablo, mientras ahora creemos habitualmente que el diablo es siempre quien se burla de nosotros.

Había aún en España algunos escritores de gusto que ponían en ridículo el estilo que Góngora había inventado. Don Fernando de Zárate, autor de La Presumida y la hermosa, comedia de una intriga bastante complicada y agradable, y de mucha verdad y belleza en los caracteres, dando a Leonor un lenguaje culto u oscuro, pero que no se diferencia del de Góngora y algunas veces del de Calderón, se esfuerza en probar cuán absurdo es aquel estilo, haciendo quejarse al gracioso del ultraje que se hacía a la lengua castellana. Leonor está con su hermana en presencia de un caballero a quien entrambas aman, y pretende hacer que se decida por una de ellas:

LEONOR. Distinguid, señor don Juan,
de esta retórica intacta,
quién es el alba y el sol;
porque cuando se levanta
de la cuna de la aurora
la délfica luz, es clara
consecuencia visual
que el alba, nevado mapa,
cadáver de cristal, muera
en monumento de plata.
Y así en crepúsculos rizos,
donde se angelan las claras
pavesas del sol, es fuerza
que el sol brille y fine el alba.
DON JUAN. Señora, vos sois el astro
que da furor a Diana
y Violante es el candor
que se deriva del aura.
Y si el candor matutino
cede la náutica braza
al zodiaco austral,
palustre será la parca,
avasallando las dos
a las ráfagas del alba.
CHACOL. ¡Viva Cristo! ¿Somos indios,
pues de esta suerte se habla
entre cristianos?... Por vida
de la lengua castellana,
que si mi hermana habla culto
que me oculte de mi hermana
al inculto barbarismo,
o a las lagunas del paria
o a la nefrítica Idea;
Y si algún crítico trata
morir en pecado oculto,
dios le conceda su habla,
para que confiese a voces
que es castellana su alma.
[…]


Habíase sostenido la poesía española durante los reinados de los tres Felipes, 1 a pesar de la decadencia nacional. Las calamidades de que se había resentido la monarquía, el doble yugo de la tiranía política y religiosa, las continuas derrotas, la rebelión de los países conquistados, el aniquilamiento de los ejércitos, la ruina de las provincias, y la desolación del comercio no habían detenido inmediatamente el vuelo del genio poético. Embriagados los castellanos por la falsa gloria de Carlos V y por la nueva importancia que habían adquirido en Europa, eran impulsados a abrazar grandes empresas en la carrera que habían empezado por un noble orgullo y por un sentimiento elevado de su grandeza. Abrigaban una sed ardiente de distinciones y de gloria y se precipitaban con un ardor inagotable en la senda, que les estaba aún abierta, no disminuyendo nunca el número de los que aspiraban a tan noble palma. Y como se les cerraban sucesivamente todos los caminos que podían conducirlos a la ilustración, el servicio de la patria, el culto del pensamiento y todos los ramos de la literatura que están ligados con la filosofía, como los empleados civiles habían llegado a ser tímidos instrumentos de la tiranía, y los militares se veían humillados por sus continuas derrotas, era permitida solamente la poesía a los que aspiraban a distinguirse. Iba creciendo el número de los poetas prodigiosamente, mientras que el de los hombres de mérito disminuía en todas las clases de la sociedad. Pero con el reinado del IV de los Felipes acabó también este impulso interior, que hasta entonces animara a los castellanos.

Resentíase mucho tiempo antes el gusto de los poetas de la decadencia universal, aunque su entusiasmo no había disminuido, y la afectación, la hinchazón y todos los defectos de Góngora habían corrompido la literatura. Detúvose, en fin, el móvil que los había impulsado en su carrera, entreviose la vanidad de la gloria ligada al gusto por la oscuridad e hinchazón y no hallándose medio alguno para alcanzar ninguna otra, entregose el pueblo a la apatía y la inacción, doblando la cerviz al yugo que se le preparaba. Esforzose entonces en olvidar las calamidades públicas, estrechando el círculo de la vida y contrayendo sus placeres a los goces físicos; tales como el lujo, la pereza y la molicie, y adormeciose, en fin, toda la nación, cesando la literatura con todo su esplendor y su gloria. El reinado de Carlos II, el cual ascendió al trono en 1665 de edad de quince años y transmitió a su muerte, acaecida en 1700, la heredad de la casa de Austria a la de Borbón, es la época de la última decadencia de España, de su más grande nulidad en la política europea, de su mayor debilidad moral y más señalada humillación de su literatura. Las guerras de sucesión que estallaron después, desbastando todas las provincias de España, comenzaron, no obstante, a dar a sus moradores alguna energía, cuya dote se había extinguido completamente bajo la dominación austríaca. En sentimiento nacional puso de nuevo a los españoles las armas en la mano: el orgullo y la afectación, y no la autoridad, decidieron del partido que debían seguir y al mismo tiempo que volvieron a sentir por sí mismos, comenzaron también a pensar sobre su situación. Su vuelta hacia la literatura fue sin embargo lenta y calmosa: habíase apagado la llama, que en el espacio de un siglo dio a España tantos millares de poetas, y los que sucedieron a estos acontecimientos no tenían el mismo entusiasmo, ni poseían tampoco la misma brillantez de imaginación.

Felipe V no influyó en la literatura española porque concediese a la francesa preferencia alguna: tenía poco talento, y carecía de conocimientos y de gusto; pero su carácter grave, sombrío y silencioso le acercaba más a los castellanos que a sus compatriotas. Fundó la Academia de la Historia, que estimuló a los eruditos para hacer útiles investigaciones sobre las antigüedades españolas, y la Academia de la Lengua, que se ha ilustrado con la composición de su excelente diccionario. Abandonó, sin embargo, sus nuevos vasallos a su dirección natural en la cultura de las letras. El brillo del reinado de Luis XIV, que deslumbró a toda Europa y que impuso a las demás naciones y literaturas las reglas del gusto francés, llamó, no obstante, la atención de los españoles. Un partido que se había formado entre los hombres de letras y en la alta sociedad daba una grande preferencia a las composiciones regulares y clásicas de los franceses sobre todas las riquezas de la imaginación española. El público por otra parte estaba adherido obstinadamente a una poesía que juzgaba ligada a la gloria nacional y la oposición entre estos dos partidos se hacía más sensible sobre todo en el teatro. Los literatos miraban á Lope de Vega y Calderón con cierta mezcla de desprecio y de piedad, mientras que el pueblo no sufría en los espectáculos las imitaciones o traducciones francesas, ni concedía sus aplausos sino a las comedias de sus antiguos poetas en el primitivo gusto nacional. El teatro quedó pues, durante el siglo XVIII, bajo el mismo pie que en tiempo de Calderón. Aparecieron solamente como nuevas algunas piezas religiosas; pero en este género se suponía que la fe podía suplir al talento, y en la primera mitad del referido siglo se publicaron y se representaron multitud de vidas dramáticas de santos, que con mucha frecuencia debieron ser objetos del ridículo y del escándalo, y que obtuvieron, sin embargo, no solamente el permiso, sino la aprobación y los elogios del Santo Oficio.

[…]

De todo cuanto había sabido comprender Calderón en sus dramas alegóricos, solo quedaba a los autores modernos la extravagancia. Pero mientras que el gusto del pueblo permanecía aun tanto más vivo por este género de espectáculos, cuanto que era avalorado por el clero y sostenido por la Inquisición, la corte, ilustrada por los críticos y los hombres de sano gusto, quiso substraer a España de las acusaciones del escándalo que estas representaciones excitaban entre los extranjeros. El rey Carlos III prohibió en 1765 la representación de las comedias religiosas y de los autos sacramentales, habiendo hecho ya desaparecer la casa de Borbón de la vista del pueblo otra clase de espectáculos, que no le eran menos gratos y que se apellidaban autos de fe. El último de estos sacrificios humanos fue celebrado en 1680, conforme a los deseos de Carlos II y como una fiesta religiosa y nacional que al mismo tiempo atraía sobre él las bendiciones del cielo. Después de la extinción de la rama española de la casa de Austria no se permitió al Santo Oficio inmolar en público sus víctimas, pero continuó no obstante hasta nuestros días ejerciendo sobre ellas horribles crueldades en sus ocultos calabozos.

El partido de la literatura crítica que se esforzaba en reformar y afrancesar el gusto de la nación tuyo a su cabeza a mediados del siglo último un hombre de mucho talento y de extensos y profundos conocimientos, que ejerció una grande influencia sobre el carácter y las producciones de sus contemporáneos. Tal fue don Ignacio de Luzán, individuo de las Academias de la Lengua, de la Historia y de la Pintura, consejero de Estado y ministro del comercio. Amaba con pasión la poesía y hacía versos con bastante elegancia. No halló en su nación huellas algunas de crítica excepto entre los imitadores de Góngora, que habían reducido a máximas todo el mal gusto de su escuela, y para combatirlos estudió cuidadosamente los principios de Aristóteles y los de los literatos franceses, y como él mismo era más inclinado a la elegancia y la delicadeza que a la riqueza de imaginación y a la energía, no trató de reunir a las cualidades eminentes de sus compatriotas la corrección francesa, poniendo en lugar de la literatura nacional una literatura extranjera. Conforme a estos principios y para reformar el gusto de su nación, compuso su célebre Poética impresa en Zaragoza en 1737, en un volumen en folio de 500 páginas. Esta obra escrita con suma cordura y una erudición vasta, clara, sin languidez, y elegante y adornada sin hinchazón, fue acogida por los letrados como una obra maestra, y desde entonces ha sido siempre citada por los españoles del partido clásico como regla y fundamento de todo principio literario. Los que emite Luzán sobre la poesía, considerada como un entretenimiento útil e instructivo, más bien que como una necesidad del alma y el ejercicio de una de las más nobles facultades de nuestro ser, son los que hemos oído repetir en todas nuestras poéticas hasta la época en que algunos alemanes han mirado el arte desde un punto de vista más elevado, y han sustituido a la teoría del filósofo peripatético un análisis del espíritu humano y de la imaginación más ingenioso y más fértil.

Algunos literatos españoles comenzaron a mediados del siglo último a trabajar para el teatro, siguiendo los principios de Luzán y el gusto francés. Había traducido él mismo un drama de La Chaussée, y otras muchas traducciones fueron representadas casi al mismo tiempo en los teatros de Madrid. Don Agustín de Montiano y Luyando, consejero de estado e individuo de ambas Academias, compuso en 1750 dos tragedias, intituladas Virginia y Ataúlfo, que están, según afirma Bouterwek, calcadas sobre modelos franceses, pudiendo tenerse más bien por traducciones que por composiciones originales. Entrambas, añade, son frías y carecen de vigor, pero la pureza y la corrección del lenguaje, el cuidado que ha tenido su autor en evitar toda clase de falsas metáforas y la naturalidad del diálogo las hacen de una lectura agradable y entretenida. Están escritas en versos sueltos, como las tragedias italianas. Don Luis Velázquez, el historiador de la poesía española, se adhirió también al mismo partido; su obra intitulada Orígenes de la poesía española, impresa en 1754, da a conocer el olvido en que yacía la antigua poesía nacional, puesto que un hombre de tanta erudición y talento ha embrollado a menudo su historia en lugar de aclararla. Su libro fue traducido al alemán y enriquecido con amplios comentarios escritos por Dieze, cuya publicación se hizo en Gotinga el año de 1769 en un tomo en 12.°. Al lado de estos críticos, que no carecían de talento y gusto, pero que eran apenas capaces de apreciar la imaginación de sus mayores, no ha producido España, después de la muerte de Felipe IV hasta mediados del siglo XVIII, un poeta que merezca la atención de la posteridad.

El solo género de elocuencia que recibió culto en España aun en los siglos de esplendor de su literatura fue el del púlpito. Jamás tuvo un orador en otra cualquier carrera el permiso de dirigirse al público. Pero si la influencia de los frailes y las trabas con que avasallaron el ingenio nacional habían destruido finalmente casi toda la poesía, puede calcularse fácilmente lo que habría llegado a ser entre sus manos el arte de la oratoria. El estudio absurdo de una jerigonza ininteligible, que se presentaba a los jóvenes bajo el nombre de lógica, de filosofía y de teología eclesiástica, falseaba infaliblemente el talento de los que se dedicaban a la oratoria sagrada. Para formar su estilo, no se les señalaban más modelos que a Góngora y su escuela, y este lenguaje oscuro e hinchado, al cual había dado el primero el nombre de estilo culto, llegó a ser el de todos los sermones. Estudiaban los predicadores la formación de numerosos y altisonantes periodos, cuyos miembros eran casi siempre versos líricos, reunían las más pomposas e incoherentes palabras, alteraban la construcción de las frases, teniendo por modelo la lengua latina, y fatigando los ánimos, a quienes admiraban, ocultaban a los oyentes el sentido de sus discursos. Apoyaban casi todas sus frases en una cita latina, pero con tal que repitiesen a cada instante las mismas palabras, nunca guardaban relación ninguna con el sentido, y aplaudían por el contrario como un rasgo de ingenio, cuando tergiversando las palabras de la Escritura, hallaban medio de expresar las circunstancias locales, los nombres y las cualidades de los asistentes en el lenguaje de los escritores sagrados. En cuanto a lo demás, para adquirir tales ornamentos, no limitaban sus pesquisas a la Biblia. Ponían en contribución todo cuanto conocían de la antigüedad pagana y los expositores de la antigua mitología, porque siguiendo el sistema de Góngora y la opinión que del estilo culto se había formado, era el conocimiento de la fábula y su uso frecuente lo que distinguía el lenguaje bello del vulgar. Las suspensiones repentinas, los juegos de palabras y los equívocos les parecían también giros de oratoria dignos del púlpito, y los oradores del pueblo solo se satisfacían cuando numerosas y violentas carcajadas aseguraban el éxito de su obra. Atraer y dominar la atención desde el principio les parecía la esencia del arte, y para conseguirlo no juzgaban indigno de su ministerio despertar al auditorio con una bufonería, o escandalizarle con una proposición que pareciera contener una herejía o una blasfemia, con tal que la continuación de la frase, que jamás se profería sin una larga pausa, explicase naturalmente lo que se había confundido en un principio.





1. Desde el año 1556 hasta el de 1665.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera