Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Prólogo”
Autor del texto editado:
Quintana, Francisco de (1595-1658)
Título de la obra:
Historia de Hipólito y Aminta
Autor de la obra:
Quintana, Francisco de
Edición:
Madrid: viuda de Luis Sánchez, 1627


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PRÓLOGO


Procura el docto artífice con la valentía de un cuadro dejar o enseñada, o corrida, a la naturaleza; y para esto, en lienzo más escaso o menos costoso, corre algunas líneas, cuyos matices previenen el pincel, disponen la mano y a un mismo tiempo con la variedad divierten y con la hermosura recrean. Esto, aunque en diversa materia me sucede, pues antes de dar a la luz común otros asuntos más graves, el que ahora doy no es otra cosa que haber cortado la pluma o haber corrido algunas líneas en estos discursos, si tal vez incultos, nunca faltos de sentencias y avisos con que prevenir los riesgos a que la juventud desbocada se ocasiona y ciega se determina. Bien sé que darlos título de historia no ha de ser universalmente bien recibido por el inútil escrúpulo de ciertos historiadores que tienen puesto el logro de sus libros en que haya falta de estos, sin advertir a que tales daños nunca se causan de la bondad ajena y siempre nacen de la inutilidad propia. Querría yo persuadir a cuantos hacen mal rostro a este género de escritos que, si lo están con atención y cuidado, son tan provechosos como las historias verdaderas y mucho más que algunas que solamente sirven a unos de cansancio, a otros de risa y a todos de embarazo y estorbo. Para desempeño de esto, será fuerza advertir que las historias verdaderas se distinguen de las imaginadas en que estas refieren imaginaciones que todos tienen por tales y así les dan dudoso el crédito; y aquellas nos dicen verdades, este es necesario precepto en la historia, y así se les debe cuidadoso crédito. Siendo, pues, cosa cierta que las personas de quien muchas hablan no fueron nobles y otras procedieron injustas, forzoso es que sea más fuerte el ejemplo y más dañosa la imitación. Cuando considero que las historias nos refieren casos en que unos hermanos se quitaron a otros las posesiones, los reinos y las vidas; cuando veo que algunos vasallos negaron la obediencia a sus naturales señores; cuando atiendo a que muchas mujeres quitaron con lascivos brazos el honor a sus maridos, y cuando advierto que nos proponen hijos que movieron las armas contra sus mismos padres, digo, y atentamente pienso, que si las historias verdaderas no se leen con cuidado y con deseo de aprovechar, son alientos para algunos males y ejemplares que animan a muchas cosas ilícitas. Yo siempre venero lo que tiene adquirida veneración; siempre afirmo que, siendo vistas para imitar los hechos heroicos, son de singular estimación como maestras de las costumbres; mas esto no falta a las historias imaginadas si se leen con el mismo intento. Con que quedará advertido que en esta parte no se diferencian más que en haber sucedido así las verdaderas o haber podido suceder las fingidas.

Habiéndome introducido a tratar de las historias, forzoso parece no ocultar mi sentimiento acerca de las prendas que deben concurrir en el perfecto historiador, y esto sin dar preceptos, porque yo más me precio de discípulo de los doctos que de maestro de los ignorantes, y porque no querría parecerme a muchos que dan preceptos tan pródigamente que, dando cuantos tienen, se quedan sin ellos para lo que escriben. Supuesto que no deseo pecar en esta parte, digo que muchas veces importa tanto al príncipe tener buenos historiadores como valerosos capitanes, porque si bien estos ocasionan con su valor la gloria de sus dueños, aquellos con la pluma la continúan y conservan en los sucesores; si estos con su resolución acaban felizmente las acciones que emprenden, aquellos con sus escritos hacen que permanezca su memoria inmortalmente y, al fin, si estos pierden con aliento las vidas, aquellos se las dan eternas en la memoria de las gentes. De aquí nace que si el historiador es indocto o remiso, por su omisión o por su ignorancia, quedan los hechos grandes sin aquel lustre, aquella hermosura y aquel decoro que se les debe y, lo que peor es, sepultados tal vez en lastimoso olvido. Yo, a lo menos, hiciera que precediese riguroso examen no solo a la elección, sino a la permisión de las personas que hubiesen de tener tal ejercicio, porque no me sucediera lo que suele a quien se mira en un espejo, donde si el cristal es impuro, de remisa claridad o toca en alguna color extraña, cuanto ve tiene la misma color, quitando a lo perfecto su hermosura. Tuviera para ver acciones ilustres con lucimiento y decoro −esto solo es consejo, no malicia− espejo claro, limpio y perfecto, hombre de buenas prendas, loables costumbres, conocida virtud, acreditada ciencia, prudente resolución, piadosa verdad y desapasionada intención. Estas son partes de buen historiador, no el ser detractores, reformadores de lo que no les toca, porque en nada convienen historias y memoriales de arbitrios, de inconstantes resoluciones, malintencionados, de oscuras costumbres y de ánimos desapacibles; no momos necios que censuren lo mismo que yerran y yerren lo mismo que censuran; no presuntuosos de infelices escritos, de vidas inimitables, porque ¿cómo las escribirá buenas quien las hace malas? No hombres que aborrezcan su estado, porque dificultosamente dirán bien cuando se ofrezca de lo mismo que aborrecen y, finalmente, no gente que introduzca en la ciencia hipocresías. Así juzgo que lo hacen cuantos, en diciendo que saben una lengua, se introducen en diversas facultades menos doctos que atrevidos.

Dilatadamente se ha divertido la pluma a tratar esta materia, si bien no de todo punto ajena de mi asunto, por ser esta historia dictada en mi idea y escrita en los ratos que la juventud permite ocio al descanso de mayores estudios. Confieso que estuve determinado a darla nombre supuesto, como a otra que escribí en mis tiernos años; mas viendo que otros muchos no se le negaron a escritos que ocuparon los ratos de su diversión, entre los cuales me basten Alciato y Heliodoro, y atendiendo justamente a que mi deseo solo ha sido proponer unos sucesos que, deleitando enseñen y enseñando diviertan, y unos discursos adornados de sentencias entre consejos que tal vez sirvan de avisos, me resolví, aunque temeroso, a que no saliese expósito al mundo. Las obras del ingenio jamás deslucen y, siendo buenas, siempre acreditan. Si estas por su rudeza no merecieran crédito, discúlpelas el deseo a quien justamente acredito. Habré con esto cortado dichosamente la pluma y corrido con felicidad líneas que me ocasionarán a más valientes asuntos, sirviendo solo el presente de mostrar los matices que en otras ocasiones levantarán el dibujo a mayor agrado de la vista.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera