Información sobre el texto

Título del texto editado:
“A Gabriel López de Peñalosa del Consejo de su Majestad y su secretario de estado de la augustísima casa de Borgoña”
Autor del texto editado:
Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de (1581-1635)
Título de la obra:
El curioso y sabio Alejandro, fiscal, y juez de vidas ajenas
Autor de la obra:
Salas Barbadillo, Alonso Jerónimo de
Edición:
Madrid: Imprenta del Reino, 1634


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A GABRIEL LÓPEZ DE PEÑALOSA DEL CONSEJO DE SU MAJESTAD Y SU SECRETARIO DE ESTADO DE LA AUGUSTÍSIMA CASA DE BORGOÑA


La invencible modestia de vuestra merced y el justo deseo que yo tengo del beneficio común y público me han puesto en una estrechísima angustia: ella quiere que calle lo que él pretende que diga, y yo he determinado obedecerle a él, aunque sea haciendo a vuestra merced una pesadísima in[ju]ria. San Bernardo, ilustrísimo doctor de la Iglesia, dice de la hu[m]ildad, definiéndola, que es un desprecio de la excelencia propia; y verifícase en vuestra merced tanto esta sentencia, que le he visto consultar muchas veces –en materias en que tiene superior eminencia con suma desconfianza de sí mismo– a otros que le son conocidamente inferiores; y con ver que en ellos halla mucho menos de lo que en sí desprecia, aún no queda de sí satisfecho. Su inclinación perpetua a los estudios en medio de grandes y continuas ocupaciones es admirable; en que ha pretendido la propia utilidad, no la vana ostentación; y aun en esto se ha gobernado con tal templanza que pudiéramos decir de vuestra merced lo que de su suegro dijo Tácito: «Retinuit, quod difficillimum est, in sapientia modum».

Pues, siendo vuestra merced versado en ambas historias, en las filosofías moral, política y económica y [en] las lenguas latina, griega, francesa, toscana y otras, fue con tanto silencio que, si no es los muy familiares suyos, todos los demás lo ignoraron –por lo menos esta fue su pretensión de vuestra merced– hasta que el servicio del rey nuestro señor le llamó el año de 1627 a la traducción de los papeles secretos [q]ue en diferentes lenguas vienen al Consejo de Estado, ocupación de tanta confianza y en que vuestra merced ha servido y sirve con la satisfacción que todo el mundo sabe, y con tal excelencia que en ocasiones en que era imposible vencer uno solo, con la brevedad y priesa que pedían los despachos lo dilatado de los papeles de que constaban, se dividió vuestra merced en tres maravillosamente, traduciendo y escribiendo por su mano y dictando al mismo tiempo a otros dos de papeles y lenguas diferentes, de manera que ninguna de las tres plumas paró en más de nueve horas continuas que duró alguna vez este ejercicio en casa del señor secretario Andrés de Rozas, tan justamente alabado de vuestra merced por el primer hombre de su profesión.

De sus muchas noticias y caudal de vuestra merced en todas materias fiel testigo es la elección de superior ministro para ocupación cerca de su persona, donde se pudiera brevemente prometer aventajadas medras; pero vuestra merced, no sé si culpablemente modesto o cuerdamente advertido, a la primera dificultad que reconoció en los medios por donde se había de ejecutar esta merced –¡oh ambición!, ¡oh envidia!– la cedió fácilmente, contentándose con haber merecido, sin pretenderle, aquel lugar a que todos anhelan, porque le ignoran todos. De la facilidad y elegancia con que a todo correr de la pluma escribe vuestra merced en la materia menos vulgar discursos admirables dijera algo de lo mucho que he visto, si no lo supieran cuantos conocen a vuestra merced de la delgadeza, fundamento y noticias con que habla y escribe en materias políticas, atándolas tan estrecha e ingeniosamente a la pureza de la religión y piedad católica. Serán testigos los estudios singularísimos que tiene trabajados en estas materias, que si su modestia de vuestra merced se deja persuadir a sacarlos a luz, serán a un mismo tiempo beneficio tan importante para todos cuanto honrado blasón para su patria.

Doime priesa por llegar a aquella excelentísima virtud llamada amistad, tan excelente que se precian de tenerla los ángeles con los hombres, y aun el mismo Dios la tiene con aquellos que, amándole con perfecta caridad, son sus fidelísimos siervos a quien él mismo honra con el título y renombre glorioso de sus amigos; pero volviendo a la amistad humana –porque la divina pide pluma muy santa y muy docta–, no he conocido en estos días quien en esta virtud, no digo que exceda, pero ni que iguale a vuestra merced, porque habiendo sido nuestra amistad –antes que yo entrase en estos grandes trabajos, tan grandes y tan continuos que pudiera decir con Marcial «Fortiter ille facit, qui miser esse potest» – no más de un conocimiento común que suele haber entre los hombres que profesan unos mismos estudios. Al mismo tiempo que los mayores amigos se me fueron mesurando y tratándome con aquel falso cumplimiento tan recebido entre los cortesanos, vuestra merced se me ofreció todo con llaneza, grande una y muchas veces para alivio y consuelo de mi mal acondicionada fortuna. Tantas fueron que, rompiendo todos los imposibles de mi encogida cortedad, empecé a experimentarle y le hallé siempre, en lo poco y en lo mucho, tan seguro, tan fiel, tan igual que pudiera hacer libro aparte de los sucesos. ¡Quién duda que de aquí –entre las demás partes suyas– nace el tener vuestra merced tantos que le amen, veneren y estimen; porque, dándose todo a todos, a nadie se da menos que a sí propio! Si ya no es que digamos que en darse vuestra merced a todos todo, con mayor seguridad se da todo a sí mismo. Así lo entendió el liberalísimo rey don Alonso de Aragón, quinto de este nombre que, preguntado qué guardaba para sí, pues parecía que no tenía otra ocupación sino el estar dando siempre, respondió que las mismas cosas que daba. Respuesta digna de rey y de tan gran rey; y doctrina de vuestra merced con grande excelencia ejercitada, porque, aunque la fortuna le hizo persona particular, la naturaleza le dio ánimo magnífico de rey grande y generoso.

Bien pudiera dilatarme por el campo espacioso y fertilísimo de todas las virtudes morales y políticas, porque en ninguna dejo de reconocer a vuestra merced por varón insigne, pero sería con notable injuria de su paciencia, y yo la he menester en esta ocasión para que vuestra merced perdone tantas ignorancias como tendrá el breve discurso de esta fábula que le presento, presente verdaderamente humilde. Pero yo no tengo hoy más caudal que el de una pluma y esta de tan corto vuelo como lo muestra el inferior estado en que me tiene. Nuestro Señor guarde a vuestra merced largos años con los acrecentamientos que yo, su mayor amigo y servidor, le deseo. En Madrid, etcétera.

Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo






GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera