Información sobre el texto

Título del texto editado:
“Al ilustrísimo señor el señor don Blasco de Alagón y Cardona, marqués de Villasor, mi señor, conde de Montesanto”
Autor del texto editado:
Arnal de Bolea, Jacinto
Título de la obra:
El forastero
Autor de la obra:
Arnal de Bolea, Jacinto
Edición:
Cagliari: Tipografía de Antonio Galcerín, 1636


Más información



Fuentes
Información técnica





[1]

AL ILUSTRÍSIMO SEÑOR EL SEÑOR DON BLASCO DE ALAGÓN Y CARDONA, MARQUÉS DE VILLASOR, MI SEÑOR, CONDE DE MONTESANTO


Todo vuestra señoría, señor, debe mirarse en este bizarro espejo que le represento a los ojos de su grandeza, que, guarnecido de inmortalidad, no el tiempo ni la emulación –polilla atenta a todo lustre– se han empeñado a perturbar sus luces, que tan fieles se muestran al aplauso del mundo, cuya luna hermosa, sin linaje de mancha que le haga ofensa; se traslada a ser sol de su ilustrísima casa, comunicándose en rayos de su estirpe gloriosa, para que no con deslumbramiento me desate en fervores; pero, a tanto esplendor, ¿qué pluma no quedará en cenizas? ¿Qué atrevimiento no con castigo en confusiones? ¿Qué discurso no sumergido en piélagos de antigüedades? Mi afecto dicta, el respecto enfrena, la obligación anima, el imposible acobarda; y entre tantas dudas indeciso –abalanzándome al riesgo–, quiero más la fatiga de una pena en mi delito que un escrúpulo de queja en mi reconocimiento. Sirva de acuerdo a vuestra señoría esta copia de original tan valiente, para que, corriéndole el cendal de sus pocos años, vea a todas luces retrato seguro de la calidad antiquísima que ha merecido, primorosamente animado a los retoques de tantos trofeos en la oficina de la antigüedad.

No quiero, no, fatigar su atención de vuestra señoría con tan gloriosas memorias de tantos y tan calificados servicios del señor don Juan de Cardona, generalísimo de mar y tierra, de quien ha sido vuestra señoría tan dignamente sucesor que fuera tropezar en la inadvertencia de prolijo cuando le solicito desahogo en tantos recuerdos; que vuestra señoría casi puede hallarse embarazado en la elección de sus mismas glorias; pues ¿a qué heridas, haciéndose lenguas, no debe vuestra señoría en sus bocas –purpureando los cardos coronados– victorias tantas? No quiero molestar a vuestra señoría con las relevantes facciones en que se hallaron sus progenitores gloriosos con los serenísimos reyes de Aragón en las conquistas de los reinos de España, que será ofensa a su decoro valerme de tan breve resumen cuando la fama de su apellido inmortal de vuestra señoría tan ocupada se ha visto en las dilatadas edades respirando solamente admiraciones entre tanto peso de victorias.

¿Qué premios se le negaron a don Artal de Alagón, casado con doña Teresa Pérez, hermana del rey don Pedro? ¿Qué de liberalidades de don Blasco no fueron aplaudidas del serenísimo rey don Jaime cuando ganó el castillo de Morella y, a instancia y ruego de su Alteza, disponiéndole con la ley del parentesco –como si no fuera mayor la de su fineza–, se la entregó a sus pies, siendo –en virtud de su real firma– todo lo que ganase propio? ¿Qué fuerzas le faltaban para defenderlo? ¿Qué recompensa no mereció entonces, pues por juro de heredad para él y sus descendientes le dio las villas y castillos de Sástago, Pina y María, que el rey don Pedro había empeñado a don Artal de Alagón su padre? ¿Qué el peso de sangrienta guerra no resistió, enviándole a Sicilia el serenísimo rey don Jaime con cargo de gobernador y capitán general de la provincia de Calabria, proveyéndole el infante don Fadrique de todo lo que necesitaba? ¿Qué atropellamiento no hizo de su pundonor por el servicio de su rey para que no se perdiese lo ganado en el tumulto y discordia de la guerra que se despertó entonces? ¿Qué retiro a Monte León, entre bizarra astucia, no deslució a Vidal de Sarria, Guerau de Pucher y Ponce de Quenalt, recibiéndole después en común aplauso por lugarteniente del reino de Aragón? ¿Qué conquistas no venció, prendiendo al francés Guido de Primirano, general de Carlos? ¿Qué aciertos no le debió el infante don Fadrique, teniéndole por principal ministro para la empresa del reino de Sicilia? ¿Qué batallas no dio don Blasco en compañía de don Guillén Galcerán, conde de Catanzaro, a Gualter conde de Brena, junto al Garillano, viéndose los franceses vencidos? ¿Qué horror y espanto no daba el apellidar su nombre a los enemigos, teniéndole por astucia para vencerlos? ¿Cuántos no se retiraban fugitivos a su eco? ¿De qué valor no se hizo experiencia cuando, atropellado el estandarte de don Guillén Galcerán, acogiéndose su gente al escuadrón de don Blasco de Alagón –venciendo la batalla– prendió al conde de Brena, que valerosamente se defendía entre unas rocas? ¿Qué preciosa piedra solicitó mejor engaste en augusta corona, como la tosca que se trasladó a ser finísimo rubí en la cabeza de don Artal de Alagón su hijo, combatiendo a Villena y Saix, apoderado ya de las dos partes de la villa, muriendo tan gloriosamente en la contienda?

Ya me parece que veo a vuestra señoría encendido a los rayos de tanto sol, que le alumbran en la ocasión presente con afectuoso deseo de inquirir más luz de su progenitor glorioso, conducido a este reino don Salvador de Alagón quinto, abuelo de vuestra señoría, hermano de don Leonardo de Alagón, marqués de Oristán y conde de Gocéano, hijo de don Artal de Alagón, señor de Pina y de Sástago, y de segunda mujer doña Benedeta de Arborea, hija del marqués Leonardo Cubello de Arborea. Casó pues don Salvador con doña Isabel de Besora, hija y heredera de don Jaime de Besora, copero del serenísimo rey don Alfonso el quinto de Aragón, el cual, así en la Real casa como en la guerra de España, Nápoles y otras partes, derramó su sangre, destruyó su hacienda y sirvió con satisfación tanta que el mismo señor rey, en un privilegio de infeudación, lo reconoce y confiesa con particulares honras que le comunica, siendo vuestra señoría legítimo descendiente y heredero suyo, como lo es también de don Salvador de Alagón, que habiendo servido como en apuesta –glorioso tema de su sangre– a los serenísimos reyes, con tanta ostentación de fineza mereció del serenísimo rey don Juan el Segundo de Aragón escritura otorgada, ofreciéndole en ella el condado de Gocéano, siempre que llegase a sus reales manos y poder, que vuestra señoría tiene en el Archivo de su casa; y aunque no tuvo efecto esta donación, no fue por culpa ni sombra que lo ocasionase; antes bien, a más que era legítimo y verdadero sucesor del marquesado de Oristán y condado de Gocéano por haber faltado su hermano y descendientes, fue digno y merecedor de esta y de mayores mercedes por su mucha fidelidad y servicios, asistiendo siempre a los serenísimos reyes, sin haberle embarazado las inquietudes del marqués su hermano, conforme lo declaró el señor rey don Fernando el Católico por medio de justicia, habiéndose hecho muy grande y exacta averiguación, como parece por la declaración misma, y habiendo tenido don Salvador de Alagón y doña Isabel de Besora por su único hijo y sucesor en su casa a don Jaime de Alagón, conde de Villasor, cuarto abuelo de vuestra señoría. Este continuó los servicios de sus pasados y le sucedió el conde don Blasco, su hijo, el cual, siendo criado de la cesárea majestad del emperador y rey nuestro señor, le sirvió en todas las guerras de Alemania con la asistencia y satisfacción que se sabe; y su mujer, la condesa doña Ana de Cardona, fue Camarera Mayor de la Cesárea majestad de la señora emperatriz doña María de Austria, habiendo tenido el mismo oficio y ministerio la condesa doña Mariana, su hija y de don Álvaro de Madrigal en segundo matrimonio, que tantos años sirvió a su majestad de virrey y capitán General en este reino; y asimismo don Antonio de Cardona, hijo del duque don Juan de Cardona, padre de doña Ana, le gobernó también con tan general aplauso de todos.

Pues, ¿qué afectos no examinaremos en los fervores de don Carlos, hermano de don Jaime de Alagón, si en el último parasismo de sus luces quiso, en su muerte, dar vida eterna a su inmortal fama con tan lucidas prevenciones de grandeza, tan inclinadas al servicio de su rey, pues mandó expresamente mármores le fabricasen sepulcro y, en la inscripción que había de guarnecer el cincel valiente, gobernado del diseño en la diversidad de banderas y demás triunfos de batallas esculpidas, hablasen estas letras: «Aquí yace el ilustre y noble don Carlos de Alagón, criado, maestresala y capitán del serenísimo y católico don Fernando de Aragón, rey que conquistó el reino de Granada»? Y el motivo de pensamiento tan glorioso fue para que sus hijos, viendo tan fiel ejemplo, más ganosamente se empleasen en el real servicio, que esto mismo lo dejó mandado particularmente para que ejercitasen a un tiempo fidelidad y fuerzas, que, aunque su ilustre natural le dictaba estos nobles discursos, quiso la gloria de ser motor para obligarlos a estas finezas, como si su sangre pudiese faltar a su cumplimiento; y habiendo tenido el conde don Blasco, tercero abuelo de vuestra señoría, y doña Ana de Cardona por hijo único, legítimo y natural a don Jaime de Alagón, conde y, después, marqués de Villasor, segundo abuelo, este continuó los servicios de sus pasados, sirviendo en las galeras de Sicilia, siendo general de ellas don Juan de Cardona, su tío, el cual fue nombrado lugarteniente de capitán general de ellas durante su ausencia, en donde hizo particularísimos servicios en diferentes ocasiones, teniendo de ordinario y llevando por su cuenta la escuadra hasta que don Juan fue proveído en las de Nápoles, quedando por general de las de Sicilia el conde don Jaime, en las cuales sirvió con este título más de cinco años, sirviendo después en la jornada de Portugal con particular orden y carta de su majestad el rey, nuestro señor don Felipe II, llevando a su cuenta veinte galeras con instrucciones o y cartas reales tan favorecidas, por concurrir en su persona la experiencia en las cosas de la mar, calidad y parte que tan grande cargo requiere.

Mas sería fatigar este discurso si acordara a vuestra señoría en él todas las ocasiones de escuadras en que sirvió a su majestad. Lo ardiente de su celo cuando pasó a Nápoles, castigando los forajidos con tan severa justicia que aún hoy su nombre amedrenta a los que, escrupulosos en la opinión, hacen memoria de aquellos sustos; lo próvido de su vigilancia en el socorro, aquietando tumultos cuando dieron muerte a un electo en la ciudad de Nápoles, dando trojes al hambre y satisfacción a sus anhelantes deseos. Y habiéndole sucedido el marqués don Martín I, abuelo de vuestra señoría, deseando repetir en continuación los servicios de sus pasados, sirvió en este reino a su majestad de teniente de capitán general, hallándose en todas las juntas generales que en su tiempo se ofrecieron, sirviendo tan ventajosamente a la real corona que no pudieron sus deseos alcanzar más satisfacción en sus aciertos y felices afectos del real servicio, ni se podía prometer menos de la generosidad de sus alientos; y en particular pasando desde Cerdeña al reino de Mallorca, donde estaba la armada cuyo general era don Juan de Cardona, su tío.

Se embarcó en las galeras y sirvió en ellas hasta que se deshizo y se volvieron las escuadras a sus puestos y, acogiéndose a los pies de su majestad, solicitando en ellos el premio de tan calificados servicios, mereció luego la merced de título de mayordomo de la señora emperatriz, que, con particulares honras, le premiaba en el conocimiento de la calidad de su casa; y según las señas que se iban conociendo, mayores mercedes se podía prometer de su poderosa mano, si la muerte no le atajara a su fortuna tan felices pasos en lo más florido de su edad, dejando en este reino al marqués mi señor, padre de vuestra señoría, de edad de dos años, heredero de tantos y tan calificados servicios que la vanidad de haberlos hecho puede bastar casi por premio a su ilustre casa.

¿Qué confianzas no hizo de su persona la majestad grande católica de don Felipe IV, nuestro señor? ¿Qué deseos no correspondieron a su sangre? ¿Qué fervores no manifestaba su pecho? ¿Qué aplausos le negaba el reino? ¿Qué voluntades no se llevaba tras sí el concurso grave de la nobleza? Habiéndose visto, en el campo dilatado de su calidad antiquísima, solamente en esquicio la merced de la llave de la cámara de su majestad, honra tan digna a la fidelidad de su persona, aunque no llegó a perfeccionarse este bosquejo con el valiente retoque del efecto –publicándose– pues en el oriente de su grandeza se vio la sombra atropelladamente de su ocaso, con satisfacción bastante de los alientos con que emprendía su real servicio en todas ocasiones, aunque la violencia de un hado riguroso al mejor tiempo troncó –sin que se gozase– tan en flor árbol que había de producir tanto fruto que tan sazonado había de ser para el real servicio de su majestad, que entre anhelantes deseos se desataba en acciones ardentísimas: dígalo el último término de su vida, pues en la penalidad de su contraste dilató sentimientos; escribiendo su majestad que si viviendo moría por servirle, muriendo vivía sentido a esta queja, por no poderle servir más; animado al fatal golpe que le daba amenazas, que aun este valor, este brioso espíritu, aun en las ya heladas venas, se hicieron entonces respetar de los accidentes de la muerte.

Y correspondiendo a su naturaleza vuestra señoría tan diestramente –asistiéndole mi afecto en curioso examen, llevado de la admiración en que se eleva–, miro suspenso –a todo vuelo– una fiel copia; reparo advertido –a toda vista– un primoroso retrato con la primera intención; tan prevenido, con tan superior diseño, tan espirituoso y con tan hermosas tintas, tan perfecto, de su padre de vuestra señoría el marqués mi señor, cuya gloriosa memoria atentamente se despierta a la valiente mano que vuestra señoría le da con el estudioso ejercicio, no embarazándole lo prolijo de la continuación en el desahogo de tan buen gusto y cogiendo estas cambiantes flores tan en la primavera de sus años, a cuyas pocas auroras empieza tan lúcidamente a rayar el sol de su juventud. Debe justamente vuestra señoría con desvanecimiento noble hacer precio de su ilustre fortuna, confesando esta deuda, aclamando esta dicha de partes tan amables, en tan común aplauso del reino a la devoción ferviente, a la caridad abrasada, a la piedad devota de aquel ángel –¡oh cuánta licencia solicita un afecto!–, de aquel ejemplo de mortificación, de aquella señora que a los veintiséis años de su edad – madre de vuestra señoría–, rompido de su vida el espejo, supo desmentir tan modestamente el eclipse que vimos en su belleza, cuando la luna, pura, hizo unión apretada en el sol de sus religiosas costumbres: hija del Ministro grande del Ilustrísimo señor don Andrés Roig, comendador de la Encomienda de Silla, en la Orden de Nuestra señora de Montesa, del Consejo de su majestad, su vicecanceller en los reinos de la corona de Aragón.

Pero habiendo quedado vuestra señoría tan originalmente dueño de sus acciones, no fatiguemos su memoria con prolijidad tanta, sino acuda con su atención vuestra señoría a tan fiel ejemplo, examinándole codicioso, para que, en su imitación, siga su vereda, repitiendo tan gloriosas huellas de sus ilustres progenitores que, aunque en poca estampa, se le representan, siendo este pequeño epílogo sombra solamente a tantas luces. Puede servir este acuerdo de pauta por donde se gobierne vuestra señoría con muchos aciertos en el servicio de su majestad, que en la escuela de las finezas de su padre –en cuyo ansioso desvelo murió desatado en fidelísimos afectos– pudo vuestra señoría, con tan noble enseñanza, hacerse dueño de estas primeras letras y, juntando aquellas superiores partes –con este dócil natural que a vuestra señoría gobierna–, formar sus primeros cuidados. Pero a tanta destreza en su ilustre sangre, ¿para qué solicito materiales cuando el ejemplar más vivo, y dechado seguro, ha de ser solamente hallarse vuestra señoría don Blasco de Alagón? Que esto le basta en sus pocos años para prometerse muchos aciertos en el servicio de su rey. Esta licencia me la dio su padre de vuestra señoría cuando le merecí tantas honras en su muerte. Si he tropezado en lo prolijo, no habré caído en falta de reconocimiento en mi estimación. Permítase vuestra señoría: le suplico a lo abatido de este Forastero, que le mendiga favor por mi medio a las puertas de su ilustre casa, dándole la mano para que a sus pies confiese en su rendimiento la dicha que le ha sabido merecer en los contrastes de su fortuna. Guarde nuestro Señor a vuestra señoría muchos años.

Criado de vuestra señoría que su mano besa,


Jacinto Arnal de Bolea






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera