Título del texto editado:
“A Lope Félix de Vega Carpio, procurador fiscal de la cámara apostólica y su notario descrito en el archivo romano, familiar del Santo Oficio de la Inquisición”
[1]
A LOPE FÉLIX DE VEGA CARPIO,
PROCURADOR
FISCAL DE LA CÁMARA APOSTÓLICA ETCÉTERA
El crisol donde se descubren los quilates del discurso he creído muchas veces que es la elección, pues, si bien este es acto que el alma obra mediante la voluntad, no pequeña parte alcanza al entendimiento, como a quien ilumina, enseña, y propone lo que debe ser escogido. A cuya causa, oh dignísimo Fénix de Europa, el más seguro, entre opuestas dudas receloso y entre varios recelos indiferente, dudaba la elección de protector para este humilde trabajo, por no adquirir en algún yerro créditos de ignorante, hasta que despertaron a mi memoria, del imprudente olvido en que asistía, las prendas con que a Vuesa Merced hizo tan singular el cielo, y el efecto que en mí por tantas razones es deuda, y que debe serlo en todos, menos los que, aborreciendo la virtud, no hacen estimación de los merecimientos. Que me obligasen ellas, demás de ser justicia, ha sido interés, pues,
si stant tamen suis omnia tuta locis,
como dice
Ovidio,
sin duda este desacreditado hijo de mi ingenio tendrá la seguridad que pudo desear en
manos
de Vuesa Merced pues, siendo él poético, se hallará en las del más dignamente
laureado
poeta del mundo: testigos tantas obras, tan dilatados
poemas,
tan prodigiosas fábulas, tan eminentes y tantos libros que demás de las
comedias
que hasta hoy están impresas, que son veinte cuerpos, se irán dando a la inmortalidad en la imprenta, y a la gloria de Vuesa Merced en el
aplauso
de todos, hasta mil y trecientas que tiene escritas, sin las que escribirá, cuyo número, si se hubiera de medir con mi deseo, primero faltará unidades a la aritmética que a Vuesa Merced, para continuarlas, vida. Sin estos,
La Jerusalén,
poema que tiene la ostentación de su eminencia en su invidia, y que ha descubierto en su escrutinio la apasionada ceguedad de algunos que tienen puesto el fundamento de su ciencia en la detracción, como si fuese lo mismo demonstrar que notar, y saber que procurar ofender, de cuyo torpe engaño hallan castigo en la risa de todos, escarmiento en su misma afrenta, y respuesta en la boca de cuantos juntan al conocimiento entrañas desnudas de toda pasión, como se ve claramente en el discurso que escribió don Luis de la Carrera, por quien, entre los golpes de tal venganza, tuve algunos impulsos de clemencia, acordándome que
parcendum est animo miserabile vulnus habenti,
del poeta en el I
de Pont,
y que tal vez les hace hablar, más que la verdad de su sentimiento, la rígida alteración de su ánimo. Fuera de este,
El Peregrino, poesis
a quien conviene de todas suerte el nombre;
La Arcadia,
donde, debajo de villana corteza, están ocultas almas nobles y verdaderos sucesos;
La Angélica,
La Dragontea,
El Isidro,
gloria
de nuestra patria, celebrado en versos castellanos para que lo fuesen el sujeto, el poema, y el poeta; dos fiestas a este soberano labrador, una en su beatificación y otra en su canonización, a quien se debe gran parte de haber sido las mejores que han visto los presentes, ni esperan los futuros siglo;
La Filomena,
ya más célebre por la suavidad de los acentos de Vuesa Merced que por la dulzura de su voz;
La Circe,
engaño de los sentidos y alegre suspensión de ajenos cuidados; las
Rimas humanas
y, finalmente, los
Pastores de Belén,
el
Triunfo de la fe,
la
Almudena,
las
Rimas Sacras
y los
Triunfos divinos,
poesías que lo son en los sujetos y en el modo de celebrarlos, sin tanta copia de obras sueltas que por descuido se han perdido, que pudieran exceder en número a las
impresas,
todas escritas con tanto acierto como si cualquiera de ellas hubiera sido sola, con tanta brevedad como para haber de ser tantas, con tanta prontitud que tal vez se ha visto la mano imposibilitada de escribir de dolor por no poder seguir con la pluma al ingenio, con tan pública aceptación del mundo, tanta
gloria
de España, tanto honor de Madrid, su dichosa patria, donde confieso me pesara de no haber nacido, y finalmente, con tanto crédito de su nombre, conocido por proverbio hiperbólico de alabanza en cuantas provincias miran entrambos polos, y por quien pudiera yo decir mejor lo que Virg. 7
Aeneid.:
Non, mihi si linguae sint centum, et corpora centum,
seguro de que sin ellas quedara la osadía, escarmentada en la vana consecución de sus deseos, ni esto es mucho, supuesto que
non est ad astra mollis e terris via,
como
Séneca
in Herc.
refiere. En sus manos, por todas estas causas, he puesto este breve trabajo, para que, como en lugar sagrado, empiece yo (que le desestimaba) a venerarle, pues basta ser, aunque
adoptivo,
hijo de Vuesa Merced desde este punto que reconocido le ofrezco, para que lo que por sí no pedía, por tal amparo merezca. No ignoro que puede este atrevimiento de darle luz dejarme lleno de temores, que es lo que el otro poeta desterrado dijo:
Inter audaces non est audacia tuta, si atiendo a que res nimium singularis est homo parem ferre non patiens; minores despicimus, maioribus invidemus, ab equalibus dissentimus,
como siente Plauto in
Aulular.,
y aquello de
Persio:
mille hominum species et rerum discolor usus;
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velle suum cuique est, nec voto vivitur uno.
Mas consuela mi desconfianza Juvenal, Lib. I, diciendo:
Loripedem rectus rideat, at Aethiopem albus nemo repente sit summus.
A que añado la diversidad de mi profesión, pues, como Ovidio 2 de
Trist.,
puedo decir:
Crede mihi distant mores a carmine nostri.
Disculpas son estas con que queda viva la esperanza de que sean tenidos por menores mis
yerros.
Se recibirá piadosamente este empleo, pues demás del propio conocimiento me acompaño de lo que el mismo poeta en el 4 de
Trist.,
cuando dijo:
deque fide certa sit tibi certa fides.
De amor, de fidelidad, de deseos, que siempre han sido y serán siempre de que Vuesa Merced tenga merecidos aumentos, dilatada vida, preciosa salud, y gloriosa estimación.
Capellán
de Vuesa Merced,
el licenciado Francisco de las Cuevas