Dedicatoria a nuestra Señora de la Fuencisla. Por Alonso de Ledesma
Después que Segovia, mi amada patria, serenísima Virgen, os labró casa, cuyo insigne templo es la iglesia mayor, edificio costoso y admirable, tanto por su grandeza cuanto por ser hecho todo de limosnas, quiero haceros otra a la entrada principal, que, puesto que el sitio es estrecho, por ceñirle de una parte el río y de la otra un peñasco tan alto, que casi se pierde de vista, fue justo acuerdo fundarla en semejante lugar por dos cosas. La primera, por ser la parte donde librastes de muerte a aquella inocente y afligida india, aunque condenada a despeñar por adúltera, que, a la manera que en diciendo el juez “Aquí de la justicia” acuden todos a prender al delincuente, esta discreta presa dijo “Aquí de la misericordia”, y vos, como madre de ella, acudistes a librarla. Lo segundo, que, si las ciudades labran casa a las entradas principales, a donde asistan las guardas de la peste, vos, que hace cien años que nos habéis guardado de esta miserable plaga a que estábamos sujetos, pagándonos en esto el alquiler de la casa principal, justo era tener otra, accesoria, a la entrada de la ciudad, donde asistiésedes usando el oficio de guarda, que no fuera bien quitar la comisión a quien ha tanto tiempo que la tiene y da tan buena cuenta del oficio. Para cuya piadosa fábrica puedo decir que todos salen de madre, pues hasta el frescorio y el camino real, por no degenerar de tan noble intento, se desvían a una parte, ofreciendo de la suya lo que pueden, que es sitio para tan dichosa obra. Y cuando don Andrés Pacheco, obispo de Segovia, tan noble como docto y tan docto como religioso, la ampara, autorizándola con su presencia y enriqueciéndola con sus limosnas; y cuando desde el eclesiástico al seglar acuden con sus grandes mandas, y los oficios con santa porfía ofrecen ricas y costosas lámparas dotadas de aceite, tan grandes y tantas, que no son mayores ni más las de ningún santuario; y cuando, finalmente, el labrador trae la piedra, y el oficial pone las manos, y[o], que no debo menos, os ofrezco este libro junto con lo que valiere la primera
impresión,
haciendo lo que el
pobre
hortelano, que, viendo al poderoso colgar de vuestro santo templo el blanco y pesado cirio en memoria de la salud o vida que de esa mano ha recebido (milagros anexos a tal caso), cuelga el freco ramillete de varias
flores,
primicias de su sudor, pagando en voluntad lo que no puede en obras.
Así yo, como
pobre,
os ofrezco este
pequeño
don, que, si la
poesía
son flores de la tierna
juventud,
en ellas os libro la paga, por que no digan que todo el tiempo se me ha ido en
flores,
sin dar ningún género de
fruto.
. Yo quisiera que estas lo fueran de las que se crían en los cultivados vergeles que son los claros
ingenios
que esta insigne ciudad produce, capaces para todo género de letras, donde se hallará el negro y honoroso clavel, la blanca y vistosa azucena, la fresca y encarnada rosa, el bello y jaspeado alhelí y las demás flores, tan olorosas como bellas. Pero, si las mías no
sirvieran
para ramillete, serán para
esparcir
por la iglesia, que no menos devoto se muestra el que en semejantes fiestas acude con tomillos y espadañas que sirvan de alfombra para el suelo que el que trae junquillos, azahares y mirasoles; aquel trajo lo que lleva su mal cultivada
huerta,
y este lo que produce su regalado
jardín.
Recebid, pues, dulcísima Virgen, este pobre y humilde presente, que, si los que tratan de letras humanas, se valen de los
príncipes
de la tierra, dedicándoles sus ingeniosas obras, yo, que mi último intento es cantar
alabanzas
del Príncipe vuestro hijo y vuestras, justo es valerme de vuestro
favor,
pues, siendo vos la protectora, mi libro irá seguro, y yo quedaré pagado.