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Título del texto editado:
Discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna
Autor del texto editado:
Estala, Pedro (1757-1815)
Título de la obra:
Edipo tirano. Tragedia de Sófocles, traducida del griego en verso castellano, con un discurso preliminar sobre la tragedia antigua y moderna. Por don Pedro Estala, presbítero
Autor de la obra:
Estala, Pedro (1757-1815)
Edición:
Madrid: Imprenta de Sancha, 1793


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Resumiendo todo lo dicho acerca de la tragedia antigua y moderna, hallamos que solo convienen en el género y que se distinguen específicamente en el carácter, objeto y casi en todas las circunstancias; que las primeras tragedias, que se compusieron en Italia y España en el siglo XVI, son unos diálogos fríos, que nada significan, pues habiendo variado todas las circunstancias, quisieron imitar a los griegos en lo que no son imitables. Siendo esto cierto, creo que no debemos envidiar la gloria, que tanto ponderan los italianos, de haber sido los primeros en cultivar la tragedia. La gloria que en esta parte tienen los españoles es muy superior a la de haber compuesto aquellas frías imitaciones.

Esta es, como ya hemos insinuado, el haber dado al teatro moderno su verdadero carácter. Es verdad que no distinguieron bien nuestros autores el género trágico del cómico, mezclándolos y confundiéndolos; pero es preciso confesar que, a no ser por sus primeros ensayos, quizá estaríamos sufriendo la frialdad y languidez de las pretendidas imitaciones del griego. Las comedias españolas de nuestros buenos autores son irregulares como la misma naturaleza, a quien imitan en esto y en la fecundidad. Son semejantes a una frondosa floresta, donde la naturaleza hace ostentación de sus riquezas. El arte puede formar de ella jardines arreglados, pero sin sus ricas producciones todo el artificio sería vano. Lo mismo digo de nuestras buenas comedias; un gran genio guiado del buen gusto puede sacar de ellas lo trágico, lo cómico y aun lo lírico, pues a veces se hallan mezclados estos tres géneros; pero nada podría sacar de las ponderadas imitaciones de los griegos, hechas por los italianos y españoles del siglo XVI. Así vemos que Moliere se elevó a la mayor perfección de la comedia, imitando a los españoles, como diré en otro discurso; el gran Corneille por el mismo medio se hizo el padre de la tragedia moderna. Pero veamos con más individualidad, que fue lo que tomó de los españoles, y en qué los mejoró.

No hay cosa más repetida, que el que su Cid es una imitación de Guillén de Castro; pero si nuestros críticos, en vez de hacer apologías ridículas, hubiesen cotejado la comedia de este con la tragedia de Corneille, hubieran hallado que es algo más que imitación. Los enemigos de Corneille le censuraron que su Cid era, no imitado, sino copiado del español; y se debe advertir que en aquel tiempo la lengua española era tan común en Francia, como ahora la francesa entre nosotros, y que las comedias españolas eran tan conocidas en Italia, Francia e Inglaterra, como al presente lo son las de Moliere. Esta objeción es tan sólida y verdadera que aun el mismo Voltaire se ve precisado a confesar que todo lo bueno que hay en el Cid de Corneille se halla en el original español, y que a este mérito debió toda su fortuna. El mismo Corneille no niega algo de lo mucho que copió, y para que no se creyese que había tomado del español todo lo bueno que había en su tragedia, cita como unos 72 versos que están traducidos literalmente de la comedia española. Pero, aun concediéndole que no hubiese copiado más que estos, ¿quién no ve que ellos forman las principales escenas, que dan el mayor interés y belleza a su tragedia? Esto fue lo que movió a Voltaire para hacer en una nota la confesión ingenua que hemos dicho, después de haber afirmado en el prólogo con magisterio decisivo que la comedia de Guillén de Castro (que no había visto) era muy mala. Pero además de copiar los mencionados 72 versos, y algunos centenares más, sacó Corneille de la comedia española todo lo que basta para que su tragedia agradase: sacó el argumento, el enlace de la fábula, los mejores lances y pensamientos, los principales caracteres. ¿Es acaso necesaria otra cosa para constituir una buena tragedia?

No se puede negar que Corneille purgó la comedia de Guillén de Castro de muchas impropiedades e irregularidades, pero quizá estas equivalen a las frías e insípidas escenas de la infanta, al carácter de esta, del rey y de D. Sancho.

El mayor defecto del Cid, a juicio de algunos críticos, fue no haber observado las unidades de lugar y tiempo con todo rigor; mas yo creo que el mayor defecto de Corneille es haber observado en el Cid con tanto rigor la unidad de tiempo, de lo cual resulta la indecencia intolerable que Ximena admita por esposo a un hombre cuyas manos estaban aún manchadas con la sangre caliente de su padre. Y para manifestar con más extensión que los defectos de esta naturaleza son mucho más enormes que la infracción de las unidades, veamos qué fundamento tienen estas y en qué términos son necesarias en el drama.

De las tres unidades de acción, de lugar y de tiempo, es preciso separar la de acción, la única esencial, la única enseñada y recomendada por los antiguos, porque sin ella el drama no formará un todo ni podrá tener interés. Sobre las otras dos ninguna regla hallo establecida ni practicada en toda la antigüedad. Es verdad que Aristóteles, hablando de las diferencias entre la epopeya y la tragedia, dice que en esta el poeta se esfuerza a reducir su duración a un giro de sol, es decir, a 24 horas, como entienden los mejores comentadores. Este es el único fundamento que tienen los defensores de la unidad de tiempo. Pero obsérvese, en primer lugar, que Aristóteles no dice que debe la tragedia limitarse a este espacio de tiempo, sino que los trágicos se esfuerzan a no pasar de ese término; y yo no niego que los dramáticos deben esforzarse a abreviar la duración de la acción todo lo posible, como luego diré, pero pretendo que Aristóteles no prescribió esto como una regla invariable y esencial. ¿Y cómo la había de prescribir, cuando veía que todas las tragedias de donde derivaba sus máximas poéticas no se sujetaban a este rigor? Para probar que ni los griegos ni los latinos se sujetaron a estas reglas con la nimiedad que se pretende basta examinar sus dramas; pero en obsequio de los que no tengan proporción para estas investigaciones, y juntamente para demostrar con ejemplos mi aserción, citaré algunos dramas antiguos en cuya práctica juzgan los ignorantes que se fundan los cánones de las unidades.

Lugar y tiempo. En las Euménides de Esquilo, Orestes se halla al principio en Delfos en el templo de Apolo; poco después se halla en Atenas, donde prosigue y concluye la tragedia.

Tiempo. En el Agamenón del mismo, da principio a la tragedia un guardia situado sobre una torre, y desde allí informa a los espectadores que está encargado de observar cuando se vea a lo lejos una llamarada, que desde Troya debe irse comunicando de montaña en montaña hasta Argos, lugar de la acción, para advertir por este medio a Clitemnestra de la toma de Troya. Ve la llamarada, corre a dar el aviso a la reina y casi al mismo tiempo llega Agamenón. Luego o este ha igualado en velocidad a la llama para ir de Troya a Argos o el poeta no se creyó obligado a observar la unidad de tiempo.

Tiempo. En Las Traquinias de Sófocles, Deyanira que habita en Traquinia, lugar de la acción, da la túnica envenenada a Licas, para que en su nombre la lleva a Hércules, que se halla en el promontorio Ceneo. Va Licas a ejecutar esta orden. Ilo, hijo de Hércules, que estaba con su padre en dicho promontorio, se halla presente al funesto efecto del don y viene a Trachinia a contárselo a su madre.

Lugar. En el Ayax flagerífero de Sófocles, dice Ayax que está resuelto a matarse, y que va a buscar un lugar retirado, para que no le impidan la muerte. Después se presenta, dice que ya ha encontrado el lugar solitario que buscaba y se mata a vista de los espectadores. Pregunto, si el lugar que encontró es el mismo que el que ocupaba cuando fue a buscarlo.

Lugar. En el Hércules furioso de Eurípides, un criado cuenta al coro los furores de Hércules en lo interior de palacio. Todo lo que este cuenta lo ve poco después el coro, sin moverse de un lugar. Llega después Teseo y quiere persuadir a Hércules, que aún estaba postrado en tierra, que se levante. ¿Cómo, pues, Hércules, sin variar de lugar, estaba en lo interior de palacio y a vista del coro, que estaba en la plaza?

Tiempo. En la Ifigenia en Áulide del mismo Eurípides, durante el tiempo en que se dicen solos cuatro versos, empieza y se concluye un solemne sacrificio, que se hace fuera de la escena, y lo ve el coro, sin salir de la escena.

Tiempo. En la Andrómaca de Eurípides al verso 1008 se ve partir Ftía a Orestes para ir a Delfos, que distaba como unas 30 leguas. Llega allá, mata a Pirro con muy largas circunstancias y al verso 1070 llega de Delfos a Ftía un mensajero a referirlo todo.

Me parece ocioso referir más ejemplos en particular. 11 Diré por mayor, que en las comedias de Aristófanes se hallan quebrantadas las unidades de lugar y tiempo a cada paso, que en las de Plauto se observa lo mismo y hasta el arregladísimo Terencio no se sujeta ni en el lugar ni en el tiempo a las rigideces, que modernamente se han inventado.

A esto podrán decir que no por hallarse quebrantadas estas reglas por los antiguos deja de ser defecto su infracción, y preguntarán con el Abate d’Aubignac «que ¿quién ha dado a los dramáticos la facultad mágica que es necesaria para transformar de repente un gabinete o jardín en un palacio o plaza?». Con semejantes sofismas se han establecido los ridículos cánones del lugar y del tiempo. Los autores dramáticos podrán responder que no necesitan para estas mutaciones de otra facultad mágica que la que desde el origen de la dramática han tenido todos los autores del mundo para transformar unos tablones y bastidores en una ciudad, jardín o gabinete. ¿Pero cómo se podrá persuadir el espectador, que sin moverse de un puesto ha mudado de lugar? A esto respondo que por las mismas razones que le persuaden que aquel teatro es una ciudad un jardín. Es decir, que no necesitas de estas persuasiones, pues sabe bien que todo aquello es fingido; y así como no padece violencia su imaginación cuando hallándose en un teatro, al levantar el telón, se le figura Atenas, Roma etc., tampoco la padecerá cuando en medio de la acción se le represente en vez de un palacio un jardín. Lo mismo digo del tiempo. Los más rígidos unitarios no tienen por quebrantada esta unidad, cuando la acción se incluye en el término de 24 horas. Pues si el espectador no padece violencia en creer que han pasado 12 o 24 horas en el espacio físico de 3, que ha estado en el teatro, ¿por qué la ha de padecer en que pasen dos o tres días? En resolución, todas estas reglillas son efecto de la pretendida ilusión, que se ha querido asignar por objeto de la dramática; error que ya hemos refutado con sólidas razones, que sirven también para refutar las dos unidades.

La infracción de estas unidades es el gran defecto de las comedias españolas, defecto que a juicio de los pseudoeruditos no puede compensarse por sus muchos primores. Como la doctrina de las unidades es tan fácil de aprender, no ha quedado pedante que no la sepa de coro, y a esta miseria han dado en llamar reglas del arte. En hallando una serie de diálogos que no salgan de un lugar y tiempo muy estrecho, al punto la califican de excelente, por estar arreglada al arte (que no conocen otro que este); pero el pueblo, a quien no se alucina con sofisterías, se ha empeñado en silbar estas arregladísimas comedias o tragedias, y en preferir a ellas las irregularidades y defectos de Calderón, de Moreto, de Solís, de Rojas, y de otros infinitos ignorantes, que tuvieron la desgracia de no saber el gran secreto de las unidades. Mas para que no se crea que pretendo autorizar un desarreglo desenfrenado en esta parte, voy a manifestar lo que la naturaleza del drama exige.

Digo, pues, que las unidades de lugar y de tiempo se deben observar con todo el rigor que sea posible, no por causa de la necia ilusión, sino por la unidad de acción, y para que el cuadro sea lo más perfecto que admita la naturaleza de la acción. Un hecho debe suceder en un lugar y tiempo determinado; pero como en el drama hay varios hechos secundarios, que contribuyen necesariamente a la acción principal, estos a veces exigen algo más de tiempo y de espacio de lugar, y por consiguiente puede darse alguna extensión a uno y otro. Cuanto mayor exactitud haya en esta parte, tanto más perfecto será el drama. Sin embargo, cuando un poeta se vea en la alternativa o de quebrantar alguna de las dos unidades o de faltar a la verosimilitud o de sacrificar algún golpe teatral o algún lance que dé realce al drama, la razón aconseja que se prefiera el placer del espectador y la verosimilitud a la rígida observancia del lugar y del tiempo. Así lo practicaron todos los antiguos; y si Corneille hubiera preferido la verosimilitud a la unidad de tiempo, como lo hizo Guillén de Castro, no hubiera violentado la naturaleza en el carácter de Ximena.

Pero cuando el poeta se vea precisado a sacrificar alguna de las dos unidades a la verosimilitud o a alguna belleza teatral, debe hacerlo con tal arte, que no choque al espectador. Por lo que hace a la unidad de lugar los modernos tienen mejor comodidad para quebrantarla sin que ofenda que los antiguos, pues aquellos pueden reservar las mutaciones de teatro para los intermedios de los actos, división que no conoció la antigüedad. Para disimular la infracción de la de tiempo, como no sea muy enorme, basta que el poeta no esté advirtiendo continuamente las horas o días que vayan pasando; pues el espectador, embelesado con la acción, no se pone a calcular si aquellos lances pueden pasar en tan poco tiempo. El célebre Metastasio, de cuyo extracto de la Poética de Aristóteles he tomado muchas ideas para este discurso , afirma que la experiencia le había enseñado que el espacio de 24 horas era muy suficiente para una acción. Asimismo, sobre la unidad de lugar dice que había cuidado siempre de escoger un lugar de tal extensión que sin violencia se pudiesen hacer en él varias mutaciones; por ejemplo, un palacio, un jardín, un atrio etc.

Últimamente quede sentado que la infracción de las unidades de lugar y de tiempo no es de aquellos defectos que bastan para hacer malo un buen drama; así como por el contrario, su observancia rígida no hará buena una pieza fría, lánguida y desatinada. Los españoles, es verdad, las quebrantaron de un modo tan grosero y las más veces tan sin necesidad, que ofenden a todo el que busca en el drama, no la ilusión quimérica, sino la imitación más exacta que sea posible. Pero al mismo tiempo, cualquier crítico imparcial hallará que recompensan superabundantemente este defecto con la belleza y variedad de la invención, con el interés, con la nobleza, verdad y conveniencia de los caracteres, con la gracia y viveza del diálogo y con otras infinitas cualidades muy apreciables. Por esta razón, su lectura siempre será muy útil a todo hombre de genio y de buen gusto, pues son como un rico almacén de materiales para la comedia y la tragedia.

Así lo entendieron Moliere y Corneille, reformadores del teatro cómico y trágico; y el suceso de las imitaciones que hicieron de las comedias españolas, y de lo mucho que sacaron de ellas, prueba la excelencia de nuestros buenos autores, y que a ellos se debe la gloria de esta importante reforma.

Pero no se piense que es mi ánimo deprimir el mérito de Corneille, cuando afirmo que a los españoles debió la parte más principal de su gloria. Le resta todavía tanto mérito, que con justa razón se le llama padre de la tragedia moderna. Él distinguió el género trágico del cómico; dio a aquel toda la grandeza, majestad y espíritu que requiere; elevó el estilo a la dignidad trágica; observó el mayor decoro en los personajes; presentó los caracteres más nobles, y más bien sostenidos; y aun reduciéndose al rigor de las unidades, supo vencer esta dificultad y nos dio los más excelentes modelos de la tragedia moderna. Estas y otras muchas cualidades sobresalientes se admiran en su Cina, Rodoguna, Polieutes y algunas otras; y por ellas es acreedor a los mayores elogios, pero sin defraudar a los españoles de la gloria, que justamente se les debe, de haber sido sus maestros.

Nada hubiera perdido, antes había ganado mucho la tragedia francesa, si Corneille hubiera imitado algunas cosas más de los españoles. Entre otras cosas pudiera, y aun debiera haber imitado la división que hacen los españoles de sus dramas en tres actos, que es la más racional y más cómoda que se ha inventado. Pero Corneille prefirió a su comodidad propia y al gusto del público la regla arbitraria de Horacio sobre los cinco actos, regla que no tiene fundamento alguno, ni en la razón, ni en el ejemplo. Por lo que es la razón, es evidente que ninguna autoriza los cinco actos con preferencia a cualquier otro número; y por lo que mira a la autoridad y ejemplo, ya hemos dicho que los griegos no practicaron ni conocieron la división en actos ni escenas. En tiempo de Cicerón se usaba la división en tres actos, que después adoptaron los españoles, como se ve por un pasaje de la carta a su hermano. 12 En efecto esta división es más cómoda para el poeta y para el espectador; para este porque no se interrumpe tantas veces la representación, cosa que molesta mucho, y perjudica al interés; y para aquel, porque no se vería precisado a alargar con episodios importunos y con escenas frías los actos, para dar a cada uno su proporcionada cuantidad relativamente a los otros. Parecerá esta circunstancia de poca consideración, pero los que se han ejercitado en el drama saben bien la suma dificultad que cuesta el hacer estas cuatro pausas, de tal manera dispuestas que a cada acto le corresponda una parte considerable de acción, sin que decaiga el interés, que el final de cada acto deje los ánimos en suspensión y que tenga una cuantidad proporcionada. Yo tengo para mí, y de esta opinión son los mejores críticos, que la necesidad en que se han constituido los trágicos franceses de no quebrantar la regla de Horacio, es la principal causa de la desigualdad que se nota en sus tragedias, en las cuales se ven precisados a introducir episodios impertinentes, personas ociosas y alargar las escenas de un modo intolerable para los españoles, acostumbrados a la viveza de nuestro diálogo. La división en tres actos, renovada por nuestros poetas, evita estos inconvenientes, tiene determinado en cada uno el principio, medio y fin, ofrece suficientes pausas para que descansen los actores sin molestar al auditorio y en ellos puede darse al drama la justa cuantidad que le corresponde.

Asimismo pudiera Corneille, así como imitó la impropiedad de las estancias en su Cid, haber adoptado nuestro romance endecasílabo, invención la más bella para el drama, pues tiene todas las ventajas de la rima rigurosa, sin sus muchos inconvenientes. No quiero decir que la rima francesa sea inverosímil en el drama, como creen muchos, pues estoy muy lejos de incurrir en el error de los que desconocen las convenciones teatrales y confunden la verdad con el verosímil, que es el objeto de las artes imitadoras. ¿Pero quién podrá sufrir aquel continuo martilleo de los pareados alejandrinos, que invariablemente han de marchar de dos en dos cual yunta de bueyes, sino los oídos más que bátavos, que ya han hecho callo a tan insufrible monotonía? Nuestro romance, ya el endecasílabo para la tragedia, ya el octosílabo para la comedia, tiene una armonía siempre varia y muy grata al oído, no ofende con el artificio manifiesto de la rima, no obliga a violentar o estropear los conceptos y admite todas las gracias y sublimidad de la poesía más artificiosa. Los franceses, sin dejar de confesar estos y otros muchos inconvenientes que tiene su rima, pretenden que esta dificultad vencida es un género de belleza, y que desde luego trae la utilidad de arredrar a los poetastros, para que no contaminen el teatro. Sobre la pretendida belleza de vencer esta dificultad, creo no debo fatigarme en refutarla, pues en tal suposición, sería doble belleza la rima doble, los acrósticos, los leoninos etc. Por lo que hace al obstáculo que la rima pondrá a los malos poetas para que no profanen la escena, debo decir que se siguen inconvenientes mucho mayores que el que se pretende evitar. Porque ¿quién duda que habrá habido, y actualmente no faltarán, ingenios aptos para inventar, disponer y extender en prosa dramas excelentes, y que por carecer de la facilidad pueril de rimar, dejarán privado al teatro de obras maestras? Este daño es mucho más de temer que el otro, pues por lo regular, los que no tienen otro talento son los más fáciles en combinar palabras; y los grandes ingenios, si en su juventud no se han ejercitado mucho en la versificación, con dificultad se sujetan a este pueril trabajo. La dificultad de la rima no ha servido de embarazo a Beaumarchais y a otros infinitos para afrentar la escena francesa con sus farsas desatinadas; y lo que únicamente se ha seguido es que en Francia ya es muy común escribirse comedias en prosa, y quizá llegará tiempo en que suceda lo mismo con la tragedia, despojando así al drama de uno de sus más bellos adornos.

He concluido mi asunto; y si el amor propio no me engaña, creo haber probado que la tragedia antigua y la moderna son dos especies muy distintas, que se diferencian en sus caracteres más principales; que la tragedia griega no puede adaptarse a nuestro actual teatro; que para este es mucho más ventajosa la moderna, perfeccionada por Corneille e inventada por los españoles en el siglo XVII. Solo tengo que añadir que no porque las tragedias antiguas no sean admisibles en nuestro teatro, será inútil la lectura y estudio de los grandes modelos de la antigüedad. No es lo mismo decir que las tragedias griegas traducidas no harían fortuna en nuestro teatro, que el afirmar que ningún provecho se puede sacar de ellas. Seguramente ni Corneille ni Racine hubieran puesto la tragedia moderna en el estado de perfección que admiramos si no se hubiesen dedicado muy seriamente a la docta imitación de los modelos antiguos; pero los imitaron en la parte posible, esto es, en la pintura y constancia de los caracteres, en la grandeza del estilo, en las situaciones verdaderamente trágicas, en aquellos golpes teatrales, en los afectos y en otras mil circunstancias que se admiran en los grandes maestros; pero de tal suerte imitaron estas bellezas, que se las hicieron propias. A su ejemplo nuestros ingenios, cuando piensen en librar a España de la mengua que padece por falta de tragedias originales, que puedan competir con las francesas, no deben contentarse con imitar a los grandes maestros de esta nación, sino que acudiendo a las fuentes de donde ellos bebieron, deben aspirar a disputarles la gloria que justamente se han adquirido. Nuestra lengua, nuestra versificación y nuestro carácter nos ofrecen más proporción para sobresalir en la tragedia que a los franceses, que han tenido que vencer a fuerza de sumo estudio y trabajo las grandes dificultades que hallaban en aquellas mismas circunstancias. Su lengua no es nada armoniosa; su rima es muy dura y difícil; por confesión del mismo Voltaire tiene muy pocas rimas para el estilo noble; el carácter de aquella nación es muy poco a propósito para lo terrible; a pesar de estas y otras muchas dificultades, que nosotros no tenemos que vencer, Corneille, Racine, Voltaire y Crebillon han dado tragedias, que serán siempre la admiración y el deleite de todos los hombres de gusto. Así que no tienen la menor disculpa los españoles, si con tantas proporciones abandonan el género trágico, cuya renovación se debe originalmente a las atrevidas tentativas de nuestros buenos poetas del siglo pasado.





11. Véase el extracto de la Poética de Aristóteles por Metastasio
12.  Illud te ad extremum et oro et hortor, ut tanquam Poëtae boni, et actores industrii solent, sic tu in extrema parte et conclusione muneris ac negotii tui diligentissimus sis; ut hic tertius annus imperio tui, tanquam tertius actus, perfectissimus atque ornatissimus fuisse videatur. Epist. ad Quint. Fratr. lib. I. epist. I.

GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera