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Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (I)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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DISCURSO PRELIMINAR

Incorruptam fedem professis, sine amore
nec odio quisquam dicendus est.
Tacit. Hist. I.º


La literatura y las lenguas de los pueblos modernos de Europa se han ido formando en épocas distintas. La Italia fue la primera de las naciones europeas que vio perfeccionarse su idioma, manejado por el audaz y sublime Dante, por el delicado cuanto puro Petrarca, por el donoso y castigado Bocaccio. Siguiose a esta nación inmediatamente la España que a fines del quinto-décimo y principios del décimo-sesto siglo pulió su tosca lengua, tan desaliñada en los poemas de Gonzalo Berceo, tan llena de argucias escolásticas, y en uno tan boba y pobre en las trovas de los copleros de la trecena y cuarta-décima centuria. Todos saben que los franceses no tuvieron idioma que a este nombre fuese acreedor, hasta que los versos de Corneille y la prosa de los doctos Ermitaños de Puerto-Real le hubieron formado. Los ingleses, a quienes Shakespeare había presentado tal cual trozo sublime, anegado entre lodazales de la más repugnante barbarie, oyeron las primeras lecciones de buen lenguaje en no pocos pedazos de Milton; mejorose luego la lengua hablada, si no siempre con corrección, casi siempre con acierto por Dryden, y la fijaron al fin las plumas de Adisson, de Swift y de Pope. Muy más modernos Gellert, Haller y Gessner han introducido la corrección en el tudesco, que repelen aun los sectarios de una nueva oscurísima escolástica, con nombre de estética, que calificando de romántico o novelesco cuanto desatino la cabeza de un orate imaginarse pueda, se esfuerzan a hacer del idioma y la literatura germánica tan desproporcionados monstruos, que comparado con ellos fuera un dechado de arreglo el que en su Arte poética nos describe Horacio.

Los siglos en que se apura y acendra un idioma; las circunstancias en que a la sazón se encuentra el pueblo que le habla, sobre manera contribuyen a la índole y carácter de la lengua. La indisputable primacía del toscano, comparativamente a los demás idiomas modernos, sin duda del estado de Florencia y la Italia toda en el tercio y cuarto-décimo siglo proviene. Dividido el pueblo en bandos de güelfos y gibelinos, adictos los unos a la potencia eclesiástica, a la secular los otros, había sacudido el yugo de la superstición; y por otra parte la flaqueza de los emperadores había dado lugar a que por todas partes se formaran repúblicas, las cuales, puesto que mal organizadas para afianzar la propiedad y seguridad individual, únicos manantiales perennes de toda estable prosperidad, mantenían empero nunca extinto el sagrado fuego de la libertad política. De aquí la energía del idioma del Dante, de aquí la correcta expresión del Petrarca, y más castigada aun la del Bocaccio; que no es posible que las naciones donde es la superstición universal, enuncien clara y distintamente sus ideas, acostumbradas a las densas nubes que constantemente su inteligencia ofuscan. La irreligion de los italianos de los siglos duodécimo, décimo-tercio, décimo-cuarto, décimo-quinto y décimo-sesto sesto notoria en la Europa entera; varios sumos pontífices de aquella época, Gregorio IX particularmente y Juan XXII, han sido tildados de incrédulos por la historia; y nadie ignora cuán escandalizado con la falta de fe de los príncipes de la iglesia se tornó el docto y religioso Erasmo de su viaje de Roma. Acháquese en buen hora esta universal incredulidad de los pueblos de Italia de aquellos siglos a la moral laxa que entre ellos reinaba, y que freno ninguno consentía, o admítase cualquiera otra explicación de un fenómeno que no es problemático. Siempre es cierto que la libertad de pensar y expresarse que de él es inevitable consecuencia, debió acarrear felicísimas resultas a la lengua que entonces se formaba y perfeccionaba.

Muy menos venturosos fueron los españoles. Desde las guerras civiles de don Pedro el cruel y el Bastardo de Trastámara, en medio de las zozobras que de la general anarquía eran consecuencia necesaria, habían cundido en la masa de la nación ideas de libertad civil y política, que echaron honda raíces durante los reinados del flaco Juan segundo y del muelle y sensual Enrique cuarto. A vueltas de los disturbios nacionales se iba formando y perfeccionando el idioma: remontábase a veces Juan de Mena hasta rayar con lo sublime; destellaban en las coplas de Mingo-Revulgo de cuando en cuando sales epigramáticas; maridaba el abulense a una portentosa erudición eclesiástica y profana una libertad de pensar en las materias religiosas, precursora de la reforma por Lutero y Calvino más tarde y con más fruto llevada al cabo; cultivaba el célebre marques de Villena las ciencias naturales, granjeándose nombradía de mágico, sin duda con descubrimientos de que nos ha frustrado la destrucción de sus manuscritos quemados por la superstición. Todo en fin anunciaba la aurora de un día más puro, cuando por irreparable desgracia de la nación española subieron Isabel y Fernando al trono de Castilla y Aragón. Fernando que sin letras y sin espíritu marcial supo ahogar aquellas y exaltar a este; tenaz cuanto profundo en sus maquiavélicos planes, irreligioso adalid de la fe católica, perseguidor atroz sin fanatismo, y fautor despótico de la independencia del clero; Isabel versada en letras; halagüeña en sus palabras, despiadada en sus acciones; tan afable en su trato, como implacable en sus venganzas; aparentando repugnancia al establecimiento de la inquisición, y atizando so capa las hogueras en que perecieron veinte mil infelices víctimas durante su reinado; más accesible que su marido, no menos absoluta; irreprehensible y austera en sus acciones privadas, sin fe en la conducta pública; celosa de las comblezas de su esposo, soberana independiente de él en el gobierno de sus estados; reyes dotados ambos de altas prendas con feos vicios amancillados; y que unos y otras en sumo menoscabo de la nación redundaron, por la antipatía a los fueros y derechos del pueblo y la insaciable sed de despotismo que a entrambos por igual los caracterizaba.

En tiempos tan contrarios a los sólidos progresos de los conocimientos humanos empezó el mejor siglo de la literatura española que, menos poderosa que Alcides en su infancia, no bastó a sofocar las sierpes que en su cuna con estrechos ñudos la enlazaron. Había el sabio Antonio de Nebrija aplicado el mismo espíritu de análisis con que había estudiado las lenguas doctas, a perfeccionar, a limpiar y fijar el idioma patrio; y poco después, en los primeros años del reinado de Carlos Quinto, Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, convencidos de la analogía que en la índole y, más aún, en la prosodia de los idiomas toscano y castellano reinaba, trasladaron a España el metro florentino, y al fastidioso sonsonete de las coplas de arte mayor, al insípido ritornelo de las trovas de tres o cinco versos de siete y cinco sílabas, se sucedieron las variadas estancias, las majestuosas octavas, el severo y dificultoso terceto. Óyose entonces con melodía encantadora «El dulce lamentar de dos pastores»; la sonante cítara del amador de la Flor de Gnido exhaló sus tristes querellas y pintó el merecido castigo de la cruda Anaxarte, convertida en piedra en pena de su desamor con no menos brío que el lírico latino había cantado los tormentos de las hijas de Danao, que con la sangre de sus esposos habían manchado el lecho conyugal. Caminaba a paso igual que la poesía la prosa; trasladábanse a la lengua castellana con más o menos acierto los primores de los autores clásicos griegos, romanos y toscanos; y la Pastoral del Taso y la Farsalia de Lucano encontraban con intérpretes que no solo el sentido, más también las perfecciones, las gracias del Taso, la energía y el calor de Lucano reproducían.

En medio de estos adelantamientos nunca pudo la literatura española competir con la italiana. Así es comparable con la Jerusalén del Taso la Araucana de Ercilla, cual el poema de Estacio con la Eneida de Virgilio; y del Orlando Furioso al Bernardo de Valbuena hay la misma distancia que del libro de la cueva de San Patricio a la Odisea de Homero, o de las hazañas de San Cristóbal gigante a las de Áyax, Héctor y Aquiles en la Ilíada. La explicación de este fenómeno la encontraremos en el estado político de las dos naciones cuando se fijaron sus respectivos idiomas y salieron a luz las obras maestras de poesía, historia y elocuencia.

Los dilatados reinados de Isabel y Fernando, el carácter absoluto de ambos, las opiniones del cardenal Ximénez de Cisneros acerca de la obediencia que a los soberanos es debida, el vigor de su regencia que nada dejó perder de cuanto de los privilegios de la nobleza y los fueros de las comunidades habían cercenado los reyes católicos en beneficio de la corona, poco a poco habían borrado en los ánimos, con las ideas anárquicas que la esencia del gobierno feudal constituían, las de verdadera libertad popular que con el establecimiento de las behetrías, y las carta-pueblas otorgadas por los reyes en beneficio de las comunidades se habían ido formando. Si la insaciable codicia de los validos flamencos al arribo de Carlos V excitó el universal descontento que en la guerra de las comunidades rompió luego, excepto tal cual pecho generoso los nobles todos alzaron el pendón contra la nación y en favor del despotismo; las comunidades mismas se dividieron y, vencido el noble caudillo de los comuneros en los infaustos campos de Villalar, pereció en un infame patíbulo el postrero de los españoles. Las brillantes proezas de Carlos V, vencedor a orillas del Elba, al pie del Capitolio, y en los campos donde fue Cartago, convirtieron en sed de gloría militar el amor de la libertad en los ánimos briosos; desgracia la más funesta que a una nación pueda sobrevenir, porque son tantas las nobles prendas que constituyen un guerrero esforzado y un gran capitán, de tal manera deslumbra la aureola de gloria que en torno los ciñe, que ofuscados los ojos no saben distinguir las dotes del buen ciudadano del íntegro magistrado, las cuales principalmente en el respeto a las leyes y en la resistencia a todo arbitrario poder se vinculan. Muy menos fatal es el avillanamiento de los ánimos soeces, dispuestos en todo tiempo a ser los sayones de la tiranía. Este natural instinto de las almas corvas solamente a sus semejantes contagia, que nunca un espíritu noble miró sin repugnancia y asco las torpes genuflexiones del vil esclavo.

Vencida la Italia por las armas españolas, sujetos a sus reyes Nápoles y Milán, se vio renovar el fenómeno acontecido en Roma; ilustraron los vencidos a los vencedores, pulieron los españoles su lengua a imitación de los italianos y cultivaron la buena literatura que tan adelantada estaba en el pueblo sojuzgado. Gensque victa ferum victorem cepit. La Italia es la verdadera madre de nuestra literatura, a ella en mucha parte debemos los primores de nuestro idioma. Empero, cuando la conquista de Nápoles y las guerras de Italia, no era tan bozal nuestra lengua que fuese dable imprimirle al antojo de los escritores de aquella era el carácter y tipo que tuviesen por conveniente. Desde la tercia-décima centuria, el mejor de nuestros monarcas, el sabio Alfonso X, había escrito poesías tan superiores a su siglo, como lo es el código de las Siete Partidas, redactado bajo los auspicios de este excelente soberano, a los bárbaros estilos de la anarquía feudal; y ya hemos dicho que las letras hicieron en España no pocos progresos bajo los dos reinados que al de Isabel y Fernando precedieron. El continuo roce con los árabes que durante dilatados siglos poseyeron en todo o en parte nuestra península, y que mientras vivieron en ella hicieron en letras y ciencias cuantos progresos de un pueblo supersticioso y esclavo pueden esperarse, comunicó al castellano aquel estilo figurado, aquellas audaces exageraciones que en los orientales son tan frecuentes. Al abandonar la España los musulmanes nos dejaron no solo muchas de sus voces y sus expresiones, sino también en mucha parte la índole de su idioma, sus osadas metáforas, el vivo colorir de sus expresiones, el arte en que a los mismos griegos sacan ventaja de poner de bulto y pintar las ideas abstractas; arte que, si a veces perjudica y deslumbra al ideólogo severo, es la vida y el alma de la poesía y con especialidad de los cantos líricos; arte que, no obstante la uniformidad, o por mejor decir la carencia de ideas, nos embelesa aun en los salmos hebreos, y de cuya magia todavía quedan vestigios hasta en la miserable y no inteligible antigua versión itálica, admitida no sé por qué en la Biblia vulgar, puesto que de San Jerónimo no sea.

Así la conquista de la Italia, al paso que mejoró y pulió la lengua castellana, no la hizo mudar de carácter; y la literatura española, muy más cultivada que hasta entonces lo había sido, nunca se encumbró a los elevados géneros que con tanto acierto habían tratado los italianos; que mal podían los espíritus que temblaban bajo un Torquemada, un Pedro de Arbués o un Lucero contrarrestar con el denuedo que Sarpi las pretensiones de la curia romana, poner patentes al mundo los miserables enredos y chismes que en las decisiones de los padres de Trento influyeron; o los esclavos del franciscano Cisneros denunciar a los pueblos los sistemáticos delitos de los monarcas, y hacer palpables las ventajas de la libertad política, como lo ejecutaba el ilustre autor del Príncipe y de los discursos acerca de Tito Livio.

Iba creciendo la gloria marcial de los españoles al paso que se disminuía su libertad civil y política. Sus victoriosas armas, después de asustar el continente europeo, abrían carrera más vasta en un mundo nuevo, donde, si bien los moradores pocas o ningunas dificultades al verdadero esfuerzo presentaban, la inmensidad de los espacios, la insalubridad de los climas, la absoluta carencia de mantenimientos el más constante denuedo arredraban. La novela con nombre de historia de Solís retrata a Hernán Cortés como un valiente conquistador, y le hace parecido a otros mil que como él lo han sido. Muy más alto aparecería este claro varón si nos le pintara su coronista como él fue verdaderamente, imperturbable en medio de las arduas dificultades que para alimentar a un millar de europeos suscitaba un país inmenso, donde solamente malezas y pantanos se encontraban, y donde la falta absoluta de hierro hasta el solicitar materias nutritivas de la tierra estorbaba. Más dieron en qué entender a Cortés la enemiga de Diego Velázquez y la expedición de Pánfilo de Narváez que los decantados ejércitos de Montezuma, el pretenso ardimiento de Guatimozin, el arrojo de Xicotencal y todo cuanto han fraguado los historiadores coetáneos del poderío del emperador de Nueva España y de la belicosa índole de los republicanos Tlascaltecas. Empero un mundo nuevo en todo diferente del antiguo, en hombres, animales y plantas; insuperables estorbos que la vastísima extensión del país, la falta de mantenimientos, la insalubridad de los climas, lo impracticable de los caminos, lo fragoso de los más altos montes del orbe, lo raudo de los más caudalosos ríos presentaban, vencidos y allanados a esfuerzos de la más heroica constancia; tan nuevas y magníficas escenas no podían menos de exaltar y agrandar la imaginación de los españoles, influyendo poderosamente en el carácter de sus escritores.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera