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Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (II)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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Resulta, pues, de cuanto llevamos dicho que el carácter de la literatura española es parto de los sucesos de los postreros años del quinto-décimo siglo y de todo el décimo-sesto, en que se pulió nuestro idioma, y salieron a la luz pública nuestras obras maestras. Era la España supersticiosa y esclava, empero militar y victoriosa; temerosos corderos los españoles en presencia de un fraile o un inquisidor, eran leones impávidos a vista del enemigo: ni los arredraban los climas, ni los asustaban las distancias; arrostraban en las Américas el hambre y el cansancio, como en Europa el hierro de los enemigos, sus bandas jamás rompidas hasta la batalla de Rocroy. Cultiváronse con más o menos fruto aquellas partes de la literatura que pueden adelantarse sin enfurecer el fanatismo, ni sobresaltar el poder absoluto; enmudeció la sana lógica, proscribiose la buena metafísica, o si las cultivaron algunos pocos, fue a escondidas del gobierno y la inquisición, y con la perdurable zozobra de incurrir en el implacable enojo de ambos. La teología no fue más que el extravagante misticismo de la madre Agreda, o Santa Teresa de Jesús, o una bárbara cáfila de expresiones escolásticas sacadas de Escoto, de Suárez, de Santo Tomás o del maestro de las sentencias. Redújose la jurisprudencia civil a casos raros y cur-lam-varies, la canónica al estudio de las decretales de los papas; fulminó la inquisición sus censuras contra todos los tratados de derecho natural, contra todas las historias eclesiásticas imparciales; arrogose un calificador estúpido el privilegio de desmentir hasta las verdades matemáticas, cuando con las sandeces de la teología de las escuelas no se avenían. Aplicaba Descartes el cálculo algébrico a la resolución de los problemas de geometría, inventaban Leibnitz y Newton el infinitesimal, mientras los españoles calificaban de matemáticos a los que aprendían solamente las proposiciones de Euclides. De suerte que si la literatura, que como dice el abate Raynal, hermosea el edificio de la superstición, fue cultivada no sin fruto en España, las ciencias exactas, y más todavía las morales, retrocedieron; que no ignoran los enemigos de la razón humana que las ciencias, avezando al hombre a la investigación de la verdad, le llevan por la mano a aplicar el cálculo de las probabilidades a las nociones morales que le han sido enseñadas, y que una vez que llega a cultivar este estudio, se desploma derrocado por sus cimientos el reino de la mentira. Hasta don Jorge Juan no hubo en España un geómetra que digno de mentarse sea. El pretenso mapa geodésico de la península, alzado en tiempo de Felipe segundo por el maestro Esquivel, no es cosa más probada que el origen español de la novela de Gil Blas, y dado que fuese cierto que se hubiera formado un mapa, acerca del cual los escritores coetáneos observan el más alto silencio, ignoramos si era exacto; ni era prueba, cuando lo fuese, de que las matemáticas racionales estuviesen muy cultivadas; que es cosa sabida que los errores en las operaciones geodésicas se pueden ceñir a límites harto estrechos sin que estén muy adelantadas por eso las matemáticas trascendentales.

Precursor de Bacon de Verulamio, Luis Vives había el primero entre los modernos hecho palpable con razones convincentes la vaciedad del escolasticismo, y dictado las verdaderas máximas que hablan de guiar a los que en investigar la verdad se ocuparan. Este ilustre español vivió la mayor parte de su vida lejos de su nación; y es indudable que si nunca hubiera salido de ella, jamás se hubiera elevado su mente hasta concebir el plan de su obra acerca de la corrupción de las ciencias y de los medios de restaurarlas, mucho menos se hubiera atrevido a darla a luz. El primero que de los modernos filósofos presentó el dechado de la sana lógica fue a la verdad un español, pero ni discípulo ni imitador ninguno tuvo en su patria.

La erudición y el estudio de la historia y las lenguas antiguas con mejores auspicios se cultivaron, sin que por eso cesara el abominable tribunal de la inquisición de perseguir con tesón infernal a cuantos en esta carrera, como en las demás, despuntaban. Abonan esta aserción las causas formadas al maestro Fray Luis de León, una de las mayores lumbreras de España en el siglo décimo-sesto, al célebre Francisco Sánchez de las Brozas, y en tiempos anteriores a Antonio de Nebrija. Encarnizáronse más y más los inquisidores contra los que cultivaban las lenguas orientales cuando hubieron Lutero y Calvino predicado la reforma, y se esforzaron a procesar como sospechosos en materias de fe a todos cuantos procuraban entender en su original idioma los libros que contenían las reglas de moral y los dogmas de los cristianos. Todo el poder de Felipe segundo bastó apenas a librar de las garras del santo oficio al docto Arias Montano, cuyo único delito era haber dado cima a la edición de la políglota conocida con nombre de la Biblia regia; y es de creer que si hubiera vivido algunos años más tarde el cardenal Ximénez de Cisneros, nunca hubiera la inquisición perdonado a uno de sus primeros caudillos el proyecto y la ejecución de la Biblia complutense. Los más de los prólogos de los libros de historia natural y física de aquella época, que en algo de los disparates escolásticos se apartaban, están llenos de amargas quejas, con más o menos rebozo articuladas, de los estorbos que a la investigación y propagación de la verdad se ponían, hasta que la prepotencia del santo oficio acalló aun los suspiros que exhalaba la razón oprimida. Algunos rabinos habían hecho una versión castellana del Antiguo testamento; los protestantes españoles Casiodoro de Reyna y Cipriano Valera pusieron luego en más culto castellano la Biblia entera; esto bastó a calificar de predicadores de calvinismo a cuantos en interpretar las escrituras se afanaban, y la escandalosa cautividad del maestro Fray Luis de León se fundó o se coloreó con su traducción del cantar de los cantares. Tal era en aquellos tiempos el gobierno español; tal la suma de libertad que a los españoles había cabido en suerte; de modo que el fenómeno más extraordinario de esta época no es explicar la cortedad de sus conocimientos en muchas materias, mas sí desenvolver las causas de sus adelantamientos indisputables en muchos ramos de artes y letras.

Si la energía y la vida que a Tácito y a Salustio animan nunca alentó a los historiadores españoles no es dudoso que en la historia de España de Mariana, en la de la guerra contra los Moriscos de las Alpujarras de don Diego Hurtado de Mendoza, en la de la conquista de Méjico de Solís no pocas prendas de buenos escritores resplandecen. Penden en mucha parte las dotes de los historiadores antiguos de aquella pasión de libertad, en los pechos de los griegos y los romanos ingénita; este noble afecto constituye el carácter dominante de las Décadas de Tito Livio, y con él se coordinan subordinándosele todas las demás ideas. No así en España, donde el menor respiro de independencia hubiera sido irremisible delito a los ojos del disimulado cuanto cruel Felipe segundo, a los del venal y supersticioso duque de Lerma, a los del arrogante y suspicaz conde-duque de Olivares. Fue pues la historia en España un mero cuento de acontecimientos bélicos, de contiendas y guerras entre los ricoshombres, de fútiles disputas acerca de vanos privilegios entre las diversas ciudades, de rebeliones de la aristocracia contra la monarquía, de disturbios suscitados por los hijos, hermanos y parientes de los reyes, de usurpaciones del cetro por colaterales y bastardos; mezquinos sujetos que nunca podían elevar el ánimo de los historiadores. Faltan en España más que todo varones dotados de virtudes civiles, varones que como el canciller del Hospital en Francia, y luego los magistrados que con generoso esfuerzo se opusieron a la liga, supieran contrarrestar la anarquía en defensa de las legítimas potestades, y tener a raya el despotismo, amparando los fueros de los pueblos; así nuestros héroes, como los andantes caballeros, no hacen más que rebanar jayanes y arrollar escuadras; y casi nunca se oye resonar su voz en utilidad de la patria.

Los más de nuestros historiadores adoptaron el estilo de poner en boca de sus personajes largas arengas; estilo que por mezquinas razones han abandonado los escritores del siglo décimo-octavo. En los razonamientos en que habla el sujeto propio que ocupa la escena, se pueden explayar los historiadores y desenvolver las circunstancias en que se encontraba a la sazón el estado, los escondidos muelles de las acciones de los principales personajes, y más que todo el carácter y los proyectos del que habla; y esta exposición, si se presenta bien, es tan natural, da viveza y colorido tal a la acción, que transforma la historia en un drama, donde oímos y vemos a los actores, y que eso más es animada que más parecidas son las facciones y la fisonomía de los personajes retratados a lo que ellos realmente fueron. Bien sé yo que hay en las historias de todos los pueblos sus épocas fabulosas, y acaso más que en ninguna otra de las naciones modernas en la de España; bien sé que las historias de Pelayo y Hormesinda, de los amores de Florinda y Rodrigo, de Ximena y el conde de Saldaña, de las hazañas de Bernardo del Carpio, y por ventura de las del Cid Rui Diaz de Vivar tan verídicas son como la del viaje a la luna del Paladín Astolfo en demanda del juicio perdido del señor de Brava y de Anglante. La historia de estos tiempos tenebrosos es en todas las naciones una novela más o menos bien entretejida, como la de los siglos que al de Milcíades y Temístocles precedieron en la Grecia, la de los primeros quinientos años de Roma, y la de los reyezuelos cristianos de España desde las guerras civiles de Rodrigo y Witiza hasta la conquista de Toledo por Alfonso VI. Empero los personajes verdaderamente históricos: Alfonso X, Roger de Lauria, el Gran Capitán, Carlos V, y su ilustre hijo don Juan de Austria, el gran duque de Alba, Antonio de Leyva, Hernán Cortés, etc., etc., estos tales tan bien estampado han dejado el tipo de su índole en la historia, que no es menos grave culpa en los escritores no dar a los razonamientos que en boca de ellos pongan el colorido que de ellos es peculiar, que lo fuera en un autor de tragedias retratar con los colores de Néstor a Diómedes.

Aventájanse en esta parte muy principal de la historia Solís y Mariana; el primero, si en los discursos de Xicotencal y Montezuma no los pinta como ellos en la realidad fueron, los retrata a lo menos al vivo, y conforme al carácter ideal con que al lector los ha presentado; et sibi constant. Mariana desenvuelve a veces con admirable sagacidad en las arengas de sus personajes no solamente quién eran ellos, mas también el estado de las cosas y de las opiniones más generales en el tiempo en que los hace hablar. Léase el discurso que en boca de uno de los principales señores pone, cuando la rebelión contra Juan segundo: ¿quién no ve en él los progresos que habían hecho las ideas de libertad, cuán inculcadas y arraigadas en todos los ánimos a la sazón estaban? Compárese este razonamiento con las coplas de Mingo-Revulgo, y aun con las endechas de Juan de Mena acerca del abajamiento de la potestad real, y dígase si el escritor del siglo de Felipe tercero no conocía bien el carácter del de Juan segundo y Henrique cuarto.

Una cosa muy extraña es que en los siglos bárbaros que al establecimiento del nuevo tribunal de la inquisición en Aragón y Castilla precedieron, el pueblo más tolerante de la moderna Europa fue el castellano. A la verdad los concilios de Toledo, desde Recaredo y desde Sisebuto más particularmente, fulminaron penas contra los judíos que fueron la principal causa de la conquista de España por los musulmanes, porque irritados con razón los hebreos con el gobierno de los reyes godos abrieron a los mahometanos las puertas de la península. Empero posteriormente a los triunfos de los cristianos contra los árabes se establecieron principios más humanos, y la fanática acción de Fernando tercero ni tuvo ejemplo en sus predecesores, ni de sus sucesores fue nunca imitada. Gobernó la hermosa Raquel con despótico dominio la Castilla, y si conjuraron los ricos-hombres la muerte de esta combleza de su monarca, no fue en calidad de judía, mas sí de inaguantable y prepotente avasalladora de la nación. Cuando habla Mingo-Revulgo de los universales desórdenes del pueblo en su tiempo, se queja del poco aprecio que de su respectiva religión en Castilla hacían moros, judíos y cristianos, sin manifestar preferencia a unos ni a otros:

Los de Cristóbal Mejía (los cristianos).

Los de esotro tartamudo (los judíos).

Los de Meco moro agudo (los sarracenos).

¿Quién ignora que casi todas nuestras más ilustres familias están emparentadas con judíos y moros, y quién la diferencia que en los tres últimos siglos de limpieza de sangre y de nobleza se ha hecho? Las patrañas del niño de la guardia, de los cristos azotados, de las hostias profanadas y chorreando sangre, todas han sido fraguadas por el clero después del establecimiento de la inquisición, por cohonestar con tan ridículas imposturas las atrocidades de este abominable tribunal. Con la fundación del santo oficio empieza un nuevo estilo en los escritores, y hasta el idioma vulgar se llena de modismos y refranes, hijos del odio profundo que a cualquiera otra creencia que el papismo inculcan las instituciones y profesan los nacionales. La necesidad tiene cara de hereje, es la expresión que sustituye los clavos de diamante de la dura necesidad de los antiguos y hacer una herejía con uno significa cometer con él las más exquisitas crueldades. Ardían en las hogueras de la inquisición de Valladolid ilustres caballeros, tiernas y nobles doncellas, inocentes religiosas y ancianos sacerdotes tan respetables por la austeridad de sus costumbres, cuanto por sus profundos conocimientos en las materias de religión y dogma; era el delito que tan horribles tormentos les acarreaba dudar de la existencia del purgatorio, o expresarse acerca del libre albedrío, de la fe y de la gracia en los mismos términos que San Pablo; expiraban como el hijo de María orando por sus verdugos; eran calificados de herejes, y la lengua vulgar hacía de la herejía el vocablo sinónimo de cuanta perversidad puede caber en la postrera depravación de la humana naturaleza. Así la superstición embrutece en uno los entendimientos y encrudece los ánimos, apagando la razón, enardeciendo la fiereza y dispensando a los pueblos donde reina, con la inteligencia de las ostras, la sed de sangre de los tigres.

Figúrese el lector con qué precauciones tenían que hablar los historiadores de España de cuanto con las usurpaciones de la potestad eclesiástica estaba conexo. Las continuas competencias del clero con la autoridad real y con los privilegios de la nobleza; la liga de unos y otros cuando de avasallar y oprimir al pueblo se ha tratado, parte tan importante en la narración de los sucesos de las naciones de Europa, en balde es buscarla en nuestros historiadores. Españoles fueron todos cuantos imaginaron y fundaron el más funesto instituto que ha afligido el linaje humano, el de los frailes jesuitas; y si Quevedo en su historia de los Monopantos, y Palafox en sus doctos y piadosos escritos se esforzaron a mostrar los males que de la existencia de esta guardia pretoria del papismo, difundida por todo el universo, redundaban, en breve la persecución embargó la lengua de estos buenos patricios, y sepultó sus escritos en un hondo olvido.

Todo historiador moderno que fuere crédulo y supersticioso nunca podrá ser leído, muy al revés de lo que con los antiguos sucede. Los continuos portentos de que las décadas de Tito Livio están llenas son causa de que se lean con más gusto. Pende este efecto de la diferencia radical de una religión mística, espiritual y abstracta como la nuestra, y otra sensual, material y palpable, digámoslo así, cual la de los griegos y romanos. Los dioses de la gentilidad eran mortales divinizados; desde Júpiter Óptimo Máximo, hasta la postrera de las deidades indigetes, todos eran hombres exentos de la mortalidad, mas no de las pasiones humanas; más fuertes y más poderosos que los mortales, sujetos empero a la fatalidad y al destino, como el más vil esclavo. El Dios de los cristianos es un espíritu inextenso que llena la inmensidad del espacio, una inteligencia que abraza ambas eternidades, sin que en ella haya sucesión de tiempos; que ve la inmensa cadena de todas las verdades posibles hasta sus más remotas consecuencias, sin que para ella existan premisas; ante cuyos ojos las más recónditas relaciones de todos los seres o existentes, o posibles, son una mera percepción instantánea. Tan alta idea se aviene mal con una providencia particular que interrumpe el curso de sus generales leyes por motivos mezquinos en su presencia; los únicos portentos que de ella pueden no desdecir son los que para fundar su religión fueron indispensables, y habiendo esta recibido su total complemento con la resurrección del legislador y la predicación de sus discípulos, parecen cualesquiera otros milagros no menos incompatibles con los dogmas religiosos que indignos de la majestad divina. Por eso las vidas de los santos atestadas de prodigios nos parecen tan insulsas y pueriles, mientras escuchamos enajenados las amenazas de Neptuno a los vientos que sin su licencia pretenden echar a pique la armada de Eneas, y contemplamos amedrentados el enojo de este dios cuando con su pujante tridente destroza a vista de las playas de Feacia la nave que lleva a Ulises a su cara Ítaca. Así el milagro del obispo atanasiano que delante de Leovigildo llenó de confusión al arriano, sin que por eso mudara de religión aquel monarca; el del breviario mozárabe saliendo ileso de la hoguera que consumió el romano, y tanta cáfila de paparruchas del mismo jaez que la historia de Mariana, deslustran, y son todavía muy más comunes en los más de nuestros historiadores, nos causan un inaguantable hastío, y se nos cae el libro de las manos. Bastará para figurarse de qué cáfila de patrañeros milagros están atestadas nuestras historias considerar que Feyjóo ha insertado en sus obras una larga disertación acerca del toque de la campana de Velilla, probando con argumentos muy serios que nunca la tal campana se tocó por operación divina. El único de nuestros historiadores totalmente inmune de esta pueril credulidad es don Diego Hurtado de Mendoza en su historia de la guerra de las Alpujarras. Estadista y embajador en Roma, y cerca del concilio de Trento, conocía sobrado bien a los clérigos, y mal podía persuadirse de los portentos que ellos fraguan.

Generalmente hablando, los historiadores nuestros solo han imitado las externas formas de los antiguos, sin penetrar su médula, sin revestirse del generoso espíritu que los anima; no mal parecidos a aquellas figuras de cera que con bastante propiedad retratan las facciones, la estatura y el colorido, mas siempre privadas de brío, de lozanía y de vida. Así los cursantes de las aulas de retórica se piensan que imitan a Cicerón cuando le pescan algunas frases, o que les inspira la musa lírica de Horacio cuando hacinan de él centones, incurriendo en el defecto del que por no apartarse de las huellas de aquel a quien sigue, se atasca en un atolladero de que no puede salir. Visible cosa es que tenía presente don Diego de Mendoza el proemio de las Historias de Tácito cuando empezó la suya de la guerra de los moriscos; copia es el uno del otro; mas quien a consecuencia se presumiese hallar en el diplomático historiador los valientes toques con que están delineados los caracteres de Galba, de Otón y de Vitelio, la animada escena del incendio del Capitolio, o de la batalla dada dentro de la propia Roma entre vitelianos y flavianos, todas sus esperanzas las verá frustradas.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera