Información sobre el texto

Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (IV)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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Menester era esta larga digresión para que sirviera de preámbulo a lo que vamos a decir acerca de La vida del Gran Tacaño, y de otras novelas en que se retratan al vivo las costumbres de los españoles. Los lectores que no se hicieren cargo del exceso de la depravación universal, más las tendrán por caricaturas que por verdaderas y parecidas imágenes. Pablos, el héroe de la famosa novela de Quevedo, se encuentra en mil situaciones enteramente diversas, porque su carácter mudable le incita a querer probar todos los estados, y que tiene maña y ardid bastante para asociarse con la clase de sujetos que más le peta. En todos topa con los hombres más corrompidos que hallarse puedan, y repito que las costumbres que les atribuye Quevedo eran cabalmente las de las profesiones en que se ejercitaban. Monipodio en la novela de Rinconete y Cortadillo es el caudillo notorio de una banda de ladrones que viven pacíficamente en Sevilla, desempeñando su oficio; los robados tratan con él del rescate de sus hurtos, y los ministros de la justicia, en vez de perseguir a él y a sus subalternos, entran a la parte en el producto de sus delitos. En La Gitanilla de Madrid vemos a los gitanos que forman un estado dentro del estado, que obedecen a leyes que les son peculiares, eligen sus caudillos, y no tiene su asociación otro objeto que robar y quebrantar todas las obligaciones sociales. Verdad es que en todos los países forman los malvados sociedades clandestinas; pero el vigor de las leyes que los persiguen estorba que tomen consistencia estas asociaciones, que se estrechen entre sí con vínculos de hermandad, y precisadas a esconderse bajo tupidos velos, nunca pueden ser ni extensas sus conexiones, ni apretados los ñudos que las ligan.

El roce con la Italia trajo a España la peste de los asesinatos pagados, tan frecuentes en aquel país en los postreros siglos. Consecuencia este abominable uso de la flaqueza de los reducidos y débiles señoríos en que estaba dividido aquel hermoso país, cundió en nuestra España tan fatal dolencia, y se arraigó con la venalidad de los jueces, y con una forma de enjuiciar que eternizando los pleitos abría la más ancha puerta a la arbitrariedad. Así no menos en nuestras novelas que en nuestras comedias salen a cada instante a la plaza asesinos con quien se concierta la muerte de un enemigo, el ajuste se hace como se pudiera celebrar el contrato de venta de una prenda, y nunca los asusta la severidad de la justicia, porque efectivamente raras veces eran por ella castigados.

«Nunca hubo», dice Boileau, «monstruo tan horrible que su retrato bien hecho no agradara». Así sucede con nuestras novelas; y eso más nos causan deleite sus pinceladas, que no es posible disimularse que por muy estragadas que sean hoy las costumbres de los españoles, han tenido notables mejoras, porque si bien ninguno de nuestros monarcas desde el reinado de Carlos segundo pueda citarse como un dechado de reyes, si bien ninguno ha dado muestras ni de un entendimiento perspicaz ni de un entrañable amor a sus vasallos, todavía la irresistible fuerza de las cosas, y el espíritu de filosofía y tolerancia que tan universal se ha hecho en Europa, han producido algunas mejoras en España, especialmente desde la expulsión de los jesuitas. De tres años a esta parte con el restablecimiento de estos frailes han cobrado nuevos bríos las más fatales instituciones, y todo anuncia que sin una pronta y radical reforma el país al mediodía de los Pirineos será en breve la Berbería cristiana. Apartemos empero la contemplación del doloroso espectáculo que ofrece en el día la cara patria, despedazada por las más ponzoñosas sierpes que pueblo ninguno abrigó en su seno, y tornemos a la historia de nuestra literatura.

El eminente arte de observar a los hombres que poseía Quevedo, su festivo ingenio, del cual, como de una abundosa vena, manaban los chistes y los donaires, las pinturas con suma viveza coloridas de los personajes que finge, y que con tanta propiedad a los sujetos existentes retrataban; una elocución siempre castiza, no pocas veces armoniosa y elegante, naturalidad y gracejo en los coloquios, agudeza en los dichos; tantas dotes reunidas hubieran constituido de su vida del Gran Tacaño el más perfecto modelo, si sus chistes no hubieran con frecuencia degenerado en chocarrerías, si un cierto cinismo que era en él ingénito no le hubiera inducido a pintar torpes y sucias escenas que no menos que mueven a irritación, levantan el estómago, y si el prurito de delinear siempre los objetos con valientes pinceladas no le hiciera incurrir en ponderativas expresiones, ineficaces a poder de abultadas. Defecto es general de nuestros escritores incurrir en chocarreros y juglares, cuando aspiran a ser chistosos, y ni aun el ilustre autor de Don Quijote está siempre inmune de esta labe. Pende esto de que nunca fue el palacio de nuestros reyes escuela de finura y gracia, como el de Luis XIV en Francia, y ya en el décimo-sesto siglo el de Francisco primero. Carlos V, el único de nuestros reyes dotado de algunas prendas sociales, la mayor y la mejor parte de su vida la pasó fuera de España, ora al frente de sus ejércitos, ora en sus dominios fuera de la península; y ni el suspicaz Felipe segundo, ni el devoto Felipe tercero, ni el estúpido y enfermizo Carlos segundo podían gustar de aquella libertad de trato indispensable para que se desenvuelvan las facultades del espíritu humano. Felipe cuarto más puede calificarse de rey majo y libertino que de monarca popular; y si bien es verdad que reunía a literatos, poetas y pintores en su palacio, los pasatiempos en que se entretenían, las piezas de repente que componían más propias eran de juglares y truhanes, que de doctos que se aprecian en lo que valen, y no condescienden en desairadas bajezas. Felipe quinto mejor que monarca fue un muñeco coronado; incapaz de entendimiento, de voluntad y de energía, divirtiéndose en cazar moscas cuando en su consejo se ventilaban a su presencia los más arduos negocios, ni más ni menos que si cabe una estatua se trataran; y muy pocas ventajas sacó a su padre el flaco Fernando sesto, gobernado al antojo de la portuguesa, con quien tanto podía el soprano Farinelli. La increíble pasión de cazar sin parar llenó la vida entera de Carlos tercero, más ocupado en otear una chocha que en pulir a sus palaciegos; y Carlos cuarto solo la decoración de monarca tuvo dejando su poder todo entero en manos de Godoy, el más zafio y el más inepto de los humanos. De suerte que la aurora del fino gusto que durante el reinado de Carlos quinto con Garcilaso de la Vega, don Diego de Mendoza, etc. había rayado, se cerró muy luego en una densa y oscurísima noche, donde nunca ni un falleciente rayo de luz ha penetrado. Nuestros Grandes de España, unos viven en compañía de toreros, carniceros y gitanas; otros entre inquisidores y frailes: figúrese el lector cuál es su urbanidad, cual la finura de su trato.

No es culpa nuestra si parecen severas nuestras reflexiones; comprometidos con el público a desenvolver las causas del estado de nuestra literatura, no podemos menos de decir sin rebozo por qué se encuentran tan atrasados ciertos ramos. Muchos de nuestros escritores han derramado a manos llenas la sal en sus composiciones, mas siempre ha sido la sal andaluza, nunca la sal ática. Indispensable cosa era explicar la causa de este fenómeno, y los lectores sinceros verán que hemos atinado con ella.

Sin detenernos a circunstanciar menudamente el mérito del Lazarillo de Tormes, de La Pícara Justina, de Guzmán de Alfarache, de La relación de la vida del escudero Marcos de Obregón, tan desatinadamente indicada como el modelo del Gil Blas de Santillana de Lesage, puesto que sea la obra de Espinel una de las más necias composiciones de la lengua castellana, y Gil Blas la obra maestra en su género de la francesa, empecemos el examen de Don Quijote, sin disputa la primera de las novelas modernas, y que aun después de Gil Blas y de Tom Jones ni émulo, ni siquiera imitador en idioma ninguno tiene. Aun cuando fuera exacta la exagerada expresión de Montesquieu que no hay en España más obra acreedora a ser leída que esta, en ella sola tuviéramos una que por una biblioteca entera valiese. Sea, si se empeñan en ello, el pueblo de nuestros autores un pueblo de pigmeos; las agigantadas dimensiones de este inmenso coloso siempre infundirán admiración y respeto, y nunca podía menos de ser mirada con aprecio la nación que le dio el ser.

Cervantes es parecido a Homero, no solo por haber vivido pobre, y porque después de su muerte varias ciudades han alegado la gloria de haber sido su cuna, mas también porque sus comentadores han encontrado en su Don Quijote todas las perfecciones, dotes y prendas, menos aquellas que en él hay. ¿Quién creerá que un tal don Vicente de los Ríos ha compuesto una luenga, pesada y fastidiosa disertación, que él titula análisis, esforzándose a probar que Don Quijote es un poema épico, ni más ni menos que la Ilíada de Homero, o la Eneida de Virgilio? ¿Quién se figurará que la academia española toda entera haya adoptado tan solemne adefesio, y puesto al frente de su magnífica edición de esta obra esta bellísima producción? Cierto ni a Cervantes, ni a ninguno de sus coetáneos pasó nunca por la cabeza tan desatinada idea; y su pretensa epopeya le vino, como los consonantes a los copleros de repente, sin que él pensara que tal cosa hacía. Ni se presuma por eso que ignoraba este ilustre autor su propio mérito, ni el de su obra; bien sabía que había levantado un edificio que había de durar hasta los más remotos siglos, y bien claro lo dice en el prólogo a su segunda parte, y en otros mil pasajes; mas nunca se figuró que había hecho una epopeya. Sin duda que siendo el héroe de la Argamasilla el Aquiles o el Eneas de este poema, Sancho Panza es o el Patroclo o el fiel Acates. ¿Risum teneatis?

Es la admirable novela del caballero manchego una serie de aventuras, fundadas todas en la manía del héroe de resucitar la antigua andante caballería, para deshacer tuertos y enmendar agravios. Como a fuerza de cavilar en la ejecución de su plan ha perdido la cabeza, todo cuanto ve, todo cuanto oye, lo amalgama con las ideas de caballería de que la tiene atestada, y de aquí procede una perene vena de chistes que pueden llamarse de situación, y es la oposición entre lo que realmente son en sí los objetos que se le presentan, y el modo como él los considera. Esta es la razón porque una no corta parte de las gracias de Don Quijote se traslada a todas las lenguas, y porque todas las versiones mueven a risa, puesto que la inimitable gracia de su estilo; la chistosa naturalidad de sus expresiones, y otras mil gracias que le adornan, ninguna versión las pueda trasplantar del patrio suelo: semejantes a aquellas plantas frondosas y lozanas en el sitio donde han venido, más que se marchitan y mueren así que las mudan de la tierra donde nacieron.

Estaba por decir que es preciso ser tan loco como el héroe de Cervantes para figurarse que pueda ser un insensato el protagonista de una epopeya; más considerado como héroe de novela, nunca otro más interesante que Don Quijote se ha presentado en la escena. Parece que tuvo su historiador presente la máxima de Horacio, que «el justo se convierte en injusto, y el sabio en loco, cuando se apasiona sobradamente hasta de la propia virtud»; y no es la novela entera otra cosa que la irrefragable prueba de esta importante verdad moral. El manchego es en todos los sucesos de ella un hombre enojado hasta la más violenta irritación con la humana perversidad, prendado hasta los más estáticos raptos de la virtud y la ideal belleza, y a quien su admirable y generoso entusiasmo persuade que le ha dotado el destino de una fuerza y un poder casi sobrenatural para socorrer menesterosos, amparar doncellas, enmendar sinrazones, y restituir a la tierra el siglo de oro y el reino de Astrea. ¡Qué desinterés, o más antes qué amable abandono en su conducta toda! En su primera salida, ni dinero, ni ropa, ni siquiera bastimentos de boca lleva consigo; consagrado al servicio del linaje humano ni sospecha que puedan los hombres negarle su sustento, y si estos le faltan, los encantadores, las hadas, y otros seres superiores a la humanidad vendrán en su amparo. Menester es que le advierta el castellano que le arma caballero que se ha de pertrechar de las cosas más indispensables para vivir, para que cuide de que las lleve su escudero consigo en sus otras dos salidas. Enamorado de su dama no anhela a disfrutar con ella los contentos del amor; todo se apura, todo se acendra en su generoso ánimo; ni siquiera ha visto a su Aldonza Lorenzo, mas idolatra en ella el prototipo de la beldad, de la honestidad, y de todas las virtudes. En vano le requiere de amores la desenvuelta cuanto donosa Altisidora; en vano pierde por él la vida, que no le restituyen los jueces del infierno sino a costa de las mamonas, pellizcos y alfilerazos de Sancho; en vano las lindas bailarinas de Barcelona se afanan por sacarle de quicio, que imperturbable y firme resiste a todas las tentaciones, arrostra todos los embates y guarda inviolable fe a su dama, puesto que de apuesta señora en zafia y rústica aldeana transformada por la inaplacable ojeriza de malos encantadores.

El desprendimiento de todo interés personal jamás en ningún actor de novela ha llegado hasta el punto que en Don Quijote, y para gloria eterna de su historiador jamás ha sido tan verisímil. Una vez determinado el carácter del andante manchego, era absolutamente imposible que procediera de otro modo en cuantos lances se presentan, que fuera menos valiente, menos comedido, menos enamorado de su dama, menos liberal de su caudal, menos abstinente del ajeno. La bella infanta Micomicona le brinda con su mano y cetro que ha de deber ella a su esforzado brazo, Don Quijote desecha sus ofertas por no faltar a la fe de su Dulcinea, y se parte sin tardanza en seguimiento de la menesterosa infanta, sin esperar ni querer premio de su esfuerzo. Ni pueden menos con él las desventuras de las dueñas viejas que las de las reinas mozas y hermosas, que por acabar con las cuitas de la condesa Trifaldi y su escuadrón dueñesco sube con impávido pecho en Clavileño, y se dispone a hender los aires, por venir a singular batalla con el encantador Malambruno.

No era posible que se desenvolviese todo entero el admirable carácter de Don Quijote, si no le hubiera representado su historiador en situaciones totalmente diversas, y para esto era indispensable que fueran sus aventuras tan varias como inconexas. Así que la unidad de acción, una de las primeras leyes de la epopeya, se opone diametralmente al plan que en su obra Cervantes se propuso. Ridícula cosa parecerá a los críticos inteligentes nuestro empeño en refutar el disparatado aserto de Ríos, mas como le dio implícitamente su asenso la academia española, y que puede tanto con los más de los lectores la autoridad, se hace forzoso rebatir una idea que una vez admitida estorba que sean apreciadas en lo que realmente valen las inestimables dotes de esta obra inmortal.

Una sola vez huye el cuerpo al peligro Don Quijote, que es en la aventura del Rebuzno, donde salió Sancho tan malparado. Esta aparente contradicción es en Cervantes efecto del arte más fino. Sabía este juicioso autor que ninguno en todos los lances de su vida es constante con su propio carácter, que los más sabios y los más esforzados adolecen en ciertos instantes de las flaquezas de la humanidad; y quiso que el héroe manchego pagase el tributo de que nunca puede quedar enteramente inmune un mísero mortal. Pincelada atrevida cuanto feliz en una novela, y que sería un defecto inaguantable en una epopeya. Bien sé que ni aun en este lance es Don Quijote cobarde, que la necia sandez de Sancho no podía menos de disgustar a su amo, que no le obligaban las leyes de la andante caballería a tomar en este caso a pechos la defensa de su mal aconsejado escudero; mas siempre es cierto que pecó entonces más de sobra de prudencia que de arrojo. Nunca en Aquiles falta el valor, en Ulises la prudencia, ni la piedad en Eneas; y si Cervantes hubiera contemplado a Don Quijote como héroe de epopeya, no hubiera cometido tan solemne yerro.

Digo más; cuando compuso Cervantes la primera parte de su novela, ninguna idea se había formado del plan que en la segunda seguiría; y acaso sin la malhadada producción de Fernández de Avellaneda la postrera y mejor parte de los hechos de Don Quijote no hubiera salido a la luz pública. Esta falta de plan que en un poema épico fuera intolerable, deja de serlo en una novela de tal naturaleza que su principal valor, como ya hemos notado, en la variedad y aun incoherencia de acontecimientos y lances se cifra.

Se ha de notar que la locura de Don Quijote, rematada cuando su primera salida, va disminuyéndose por grados, hasta que con la pérdida de la salud recobra al fin el juicio. En la primera parte los molinos de viento se le antojan gigantes, las manadas de ovejas ejércitos de combatientes, una vacía de barbero el yelmo de Mambrino, las ventas castillos, las sucias mozas de mesón bellas y enamoradas princesas, y hasta los clérigos encantadores, y las imágenes de la Virgen en sus andas reinas encantadas. Su lenguaje es el de los caballeros andantes, y hasta los arcaísmos de los libros de Amadís y Esplandián usa. En la segunda no siempre es loco, aunque siempre maniático; de mil tretas se vale el caballero de los Espejos para que venga con él a singular batalla, las ventas las reconoce por tales, el encantamiento de Dulcinea le parece increíble, y no queda enteramente persuadido de la verdad de él hasta que en el castillo de los duques se le confirma el sabio Merlín. Si el cautiverio de Melisendra, y el hallazgo del barco encantado le vuelven a sus antiguas locuras, no se obstina en ellas, como en los primeros tiempos, y los duques tienen que recurrir a mil ardides, y tramar con sumo arte la urdiumbre de sus engaños para que dé él crédito a sus fingimientos. Lo que nunca padece la menor alteración en Don Quijote es la invariable excelencia de su alma, su imperturbable amor de la justicia, su generoso ánimo, sagrario de todas las virtudes sin flaqueza, la actividad de una beneficencia sin tasa, procedente no de una blandura de corazón que con facilidad se mueve a compasión, empero de una fuente muy más abundosa y pura, de la obligación en que con verdad se cree constituido de consagrar todas sus facultades y su vida entera en beneficio del linaje humano y del reino de la justicia y la virtud en la tierra.

El más notable carácter después del de Don Quijote es evidentemente el de su escudero Sancho Panza. Con todos los hábitos de la educación de un zafio aldeano tiene cierta sagacidad natural que le advierte de las celadas de los embusteros, y que es más común en los rústicos de España que en los de ningún otro país. Sancho es interesado, malicioso, nada escrupuloso en mentir, sin ser cobarde huye los peligros, y con todo eso el lector se prenda de él por el sincero cariño que a su amo tiene, y que más que el poco crédito que a las promesas del gobierno de su ínsula da, le empeña en seguirle por barrancos y encrucijadas, sin escuchar las propuestas de Tomé Cecial, ni rendirse a cuantas tentaciones de abandonarle las locuras de Don Quijote le ocasionan.

Repetir que es la boca de Sancho un perenne manantial de donaires, fuera decir lo que todo el mundo sabe; mas no puedo menos de notar que nunca este escudero es juglar, y por eso sus chistes no le hacen despreciable. Panza no se propone decir gracias por divertir a las personas con quienes está; aun cuando se le lleva la duquesa consigo con ánimo de entretenerse con sus dichos, todas sus respuestas y razones las dice él muy de veras, y no es culpa suya si excitan la risa de la duquesa y sus doncellas. Provienen las gracias de Sancho de que, habiendo siempre vivido en compañía de rústicos patanes, su repentino roce con sujetos principales, y su manía de hablar perpetuamente, y meterse en todas las conversaciones, son causa de que diga mil sandeces, y cometa otros tantos graciosos desaciertos. Ya hemos dicho que no siempre son sus chistes exentos de chocarrería, que rayan a veces en sucios y asquerosos; no obstante este vicio es menos frecuente en Don Quijote que en ninguna otra composición jocosa española.

La historia de los diez días que duró el gobierno de Sancho en la isla Barataria es uno de los mejores trozos de esta novela. Aunque en todo el transcurso de ella haya Cervantes retratado a este escudero como codicioso y no sobrado escrupuloso, en su gobierno se porta con un ejemplar desinterés, y en las más de sus decisiones falla con rara sagacidad y tino. No es esta una contradicción; Cervantes sabía muy bien que un hombre bajo, repentinamente encumbrado a una alta dignidad, no se entrega los primeros días a sus depravados afectos; los principios siempre son buenos, cuando la elevación es inesperada; y los impulsos de la codicia y las soeces pasiones no se hacen obedecer hasta que sosegado ya el ánimo los atributos del poder pierden el embeleso de la novedad. Si Sancho falla con acierto las cuestiones que se le proponen, no hay para qué extrañarlo, que Cervantes nos le pinta como un rústico que antes peca de malicioso que de necio. Por otra parte los prudentes consejos de su amo los tiene presentes a su memoria, y la atención que en los negocios pone, y que es debida al vivo deseo de acertar, por no deslucir a su amo que ha sido su fiador con los duques, todos estos móviles de sus acciones hacen verisímil cuanto en ellas parece que de su ordinaria capacidad excede.

Engolfarse en circunstanciar las hermosuras en que abunda esta obra magistral fuera nunca acabar, y la forma y límites de este discurso no nos permiten alargarnos. No podemos empero menos de recomendar el trozo donde describe Don Quijote la primitiva edad de oro, como uno de los más elocuentes y perfectos que en idioma ninguno se encuentran: acaso el único que en francés se le pueda comparar es el que, a imitación de Plutarco, pone Rousseau en su Emilio contra el uso de comer carne de animales.

La única novela española del siglo XVIII que citarse merezca, es la historia de Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla, jesuita. Fue el objeto de este ingenioso escritor enmendar ridiculizándolos los vicios de que adolecía el púlpito, y que eran tales cuales por el carácter de la sátira puede colegirse. Acometida la frailería en su alcázar levantó los más desaforados gritos; y la siempre descarada inquisición, no obstante el gran poder de los jesuitas, prohibió un escrito que podía contribuir a que cesaran desatinos tan absurdos como anti-religiosos, pero en que cifraba la chusma frailesca una no corta porción de las estafas con que se enriquece. El más escandaloso abuso de los textos del viejo y nuevo testamento, las más indecentes truhanerías aplicadas a la vida de Jesucristo y los santos, los más fútiles conceptillos, los equívocos más pueriles, y a veces más obscenos; en estos elementos se resolvían todos o los más de los sermones. Juntaban los predicadores con tan relevantes dotes la más completa ignorancia de la teología dogmática, de la tradición, de las obligaciones naturales, civiles y religiosas; era su acción y su voz no la de ministros de un Dios remunerador y vengador, encargados de publicar sus misericordias, y amenazar con su justicia, mas la de viles histriones que con malos entremeses quieren entretener a un público fatuo. Mas como estas infamias producían abundantísimas limosnas para los conventos de frailes mendicantes, que son en nuestra España los empresarios de las misiones y otras farsas religiosas, la inquisición que se cura mucho de las religiones, y nada de la religión, vedó al punto la lectura de un libro que podía disminuir unas rentas fundadas en la estolidez ilusa del pueblo entero. Deja Fray Gerundio los estudios, y se mete a predicador; es el satírico título del capítulo en que empieza el héroe la carrera del púlpito, y este título es la expresión de un hecho notorio en España hasta para los chiquillos, a saber que los predicadores son los frailes que interrumpen sus estudios, y no aspiran a la dignidad de maestros. Y hemos de confesar, si queremos ser sinceros, que merced de la prohibición del Fray Gerundio, con corta diferencia los sermones de hoy día, especialmente los de los misioneros, pocas o ningunas ventajas sacan a los de este adalid de la sacra elocuencia.

Si consideramos ahora el mérito literario de Fray Gerundio, hallaremos que es tan inferior al de Don Quijote, que aun al paralelo se resiste. No podía ser menos. Uniformes siempre los lances, ceñidos a una reducidísima esfera los caracteres de los interlocutores, privada la novela de variedad que es el alma del deleite; a los amenos o interesantes episodios del cuento de Cervantes sustituye el Padre Isla largas disertaciones de teología, máximas de elocuencia sagrada, refutaciones insulsas del Barbadiño; y como no hacen otra cosa Fray Blas y Fray Gerundio que predicar, sus sermones, puesto que entretenidos y chistosos sobremanera, empalagan al cabo al lector. Sin duda la enseñanza del maestro de escuela de Campazas y las lecciones de latinidad del dómine Taranilla provocan a risa; ¿mas cuánto no aburren los razonamientos del Padre Fray Prudencio, y en general todo cuanto serio contiene el libro entero? Acaso hubiera salido mejor esta novela si Fray Gerundio se hubiera poco a poco enmendado de sus desaciertos hasta llegar a ser un predicador tan elocuente como docto y piadoso, y si hubieran sido sus postreros sermones dechados de la sana elocuencia del púlpito, como lo son los primeros de cuantos desbarros a un loco rematado pueden ocurrirle. Pero el capital defecto de que adolece esta producción es su prolijidad, dos abultados tomos que contiene pudieran ceñirse a la mitad de uno, y entonces hubiera campeado el donaire tan natural como ameno del Padre Isla; y si hubiera seguido el plan de presentar enmendado a su héroe, habría podido ofrecer en sus últimos sermones modelos que con los de Bourdaloue y Massillon compitiesen. Alabemos empero el estilo siempre puro y castizo, las festivas y parecidas pinturas en que abunda esta obra, la ironía amarga con que de muchas vulgares supersticiones se burla el autor, el aborrecimiento y desprecio que a las opiniones laxas de moral profesa, dotes eso más recomendables que era el escritor miembro de la compañía de Jesús.

A esta clase de escritos se pudieran reducir los viajes que como el del pretenso Henrique Wanton al país de las Monas, esconden bajo la ficción de imaginarios pueblos la pintura de las costumbres, opiniones, leyes y estilos de su propio país, y también los que, figurando un viajante fantástico, como en las Cartas Marruecas de Cadahalso, le atribuyen las observaciones y reflexiones que los autores han hecho. El original del viaje al país de las Monas es un libro italiano poco conocido y menos apreciado; pero el traductor, o más antes imitador español, ha añadido y mudado infinitas cosas de su original, dejándole indisputablemente muy mejorado. Cadahalso tuvo sin duda presente, cuando compuso sus Cartas Marruecas, las Persianas del inmortal Montesquieu; mas aun prescindiendo de la notable inferioridad de ingenio, nunca su obra hubiera podido competir con la del presidente de Burdeos. La madura reflexión de Usbek, la satírica sagacidad de Rica de todos los asuntos promiscuamente tratan; todo lo examinan; todo lo bueno lo elogian y lo aprueban, todo lo malo lo vituperan y satirizan; palacio, magistratura, clero, leyes, costumbres, religión, ciencias, moral, todo lo escudriñan, de todo fallan, y no cierto con indulgencia ni miramientos. Cadahalso vivía en el pueblo más ignorante, más avasallado, y más supersticioso de Europa; y la inquisición y el gobierno a porfía perseguían a cuantos la verdad más indiferente publicaban, como persiguen hoy, y perseguirán por los siglos de los siglos, mientras subsistiere aquella, y no mudare este de naturaleza; lo dicho basta para conocer, sin detenernos más en ello, cuán privada de fuego, acción y vida está la composición de Cadahalso. Este autor era indisputablemente hombre de talento, y en tal cual trozo de su obra se columbra: ¿mas qué vale la agilidad de pies a quien con pesados grillos los tiene trabados?





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera