Información sobre el texto

Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (VII)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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Nuestro discurso se alarga más de lo que quisiéramos, y vemos con sentimiento cuánto nos queda por decir acerca del teatro español, empero los otros géneros nos llaman. La poesía lírica es la que primero se presenta, y en esta parte la España se deja muy atrás a todas las demás naciones de Europa, ora se atienda al número de sus poetas, ora al mérito de sus poemas. Garcilaso, el Maestro León, Herrera, Rioja, Quevedo, los Argensolas, Lope de Vega, y el propio Góngora, cuando de la manía del estilo culto no se dejó dominar, todos presentan obras con las cuales las de Juan Bautista Rousseau no sufren cotejo, y algunas que hasta las de Gray eclipsan. La canción sobre las ruinas de Itálica de Rioja ni tiene modelo en la antigüedad, ni se igualan con ella ninguna de las odas de Píndaro y Horacio. Ateniéndonos a nuestro plan examinaremos, primero que califiquemos el mérito relativo de los líricos españoles, la causa de los adelantamientos de la nación en este ramo de poesía, mientras que tan atrasada la hemos visto en otros.

Ya hemos dicho que las locuciones y modismos que de la lengua arábiga tomó la castellana le comunicaron en parte la índole de los idiomas orientales, que con tanta viveza pintan y coloren los objetos externos, y dan vida y movimiento a las más abstractas ideas. El infernal tesón de la inquisición en perseguir y proscribir cuanto con el cultivo de las ciencias morales está conexo, el universal terror en que perpetuamente se veían condenados a vivir cuantos a los estudios profanos se aplicaban con fruto, ciñó casi todo el saber a la teología escolástica, a una jurisprudencia fundada en decisiones de prácticos casuistas, como se había cimentado la moral en las de casuistas teólogos; y si algunos pocos siguieron aplicándose a la erudición sagrada y profana, solamente ocultando o disimulando las verdades que descubrían se podían librar del tribunal infame, fue pues natural cosa que los poetas compusiesen y publicasen a porfía poesías devotas para que a sombra de ellas les permitieran dar a luz las profanas, y efectivamente de todos nuestros clásicos Garcilaso es acaso el único que no haya escrito versos devotos. De estas composiciones muchas eran un hacinamiento de conceptos, equívocos y puerilidades, cuentos de patrañeros milagros, ridículas trovas de poesías profanas o eróticas, pero en no pocas lucía el sistema del cristianismo en toda su majestad y grandeza. Los mayores poetas españoles parafraseaban los salmos hebreos, los valientes pensamientos y osadas imágenes de Job, los encendidos suspiros de la enamorada esposa de los cantares. Revestíase el sublime Herrera de todo el estro de Moisés, cuando habiendo a la cabeza de sus israelitas atravesado a pie enjuto el mar Rojo, ve el brazo de Jehovah, que para el tránsito de su pueblo escogido las contenía, despeñar las olas sobre las olas, y sepultar en los abismos de la mar las cuatregas de Faraón, y sus peones y sus jinetes, para entonar el canto de loor de la victoria de Lepanto; resonaba su lira lamentando la temprana muerte del rey don Sebastián, los pendones de Lusitania arrollados y derribados, sus legiones desbaratadas, derrocado y desmoronado su antiguo poderío, con son no menos doliente que el del arpa que acompañaba los lamentos de Judá, que sentado triste a las orillas del río de Babilonia recuerda las caras ondas del patrio Jordán huérfano de sus hijos, el templo de Jehovah yermo de víctimas, de pueblo y sacerdotes, el alcázar de Sion sin guardas, Jerusalén viuda de sus moradores. El conde de Rebolledo, menos que mediano poeta, se encumbra tanto en alas de Jeremías, en su paráfrasis de las Lamentaciones de este profeta, que merece estudiarse no pocas veces como modelo. Pende este fenómeno de la esencia misma de la religión cristiana.

Dos especies hay de cultos: los unos sensibles, materiales y palpables; los otros ideales, espirituales y abstractos. La religión judaica proscribiendo las imágenes, enseñando la doctrina de un Dios criador, condenando como la más abominable profanación el culto de los ídolos, se acercaba tanto al espiritualismo, que puesto que Moisés no le haya formalmente enseñado en el Pentateuco, en tiempos más cultos fue la opinión dominante, y excepto el Saduceo, autor del Eclesiastés o Coheleth, todos los demás autores de los libros hebreos y griegos del Antiguo testamento profesan el dogma de la inmortalidad del alma. Jesús se le enseñó a sus discípulos, San Pablo se alababa de ser fariseo, secta que no solo la inmortalidad de las almas enseñaba, mas también la resurrección de la carne, esto es la transformación de nuestros propios cuerpos de corruptibles y mortales en incorruptibles y exentos de la muerte.

Tales fueron los principios del cristianismo desde su cuna, cuando San Juan, o el que con nombre de este apóstol compuso el cuarto evangelio, cimentó en estos fundamentos la doctrina de la trinidad, y todos los dogmas del platonismo. Porque se ha de notar que Jesús que San Juan transforma en el verbo no es otra cosa que el Logos de Platón, la divina sabiduría, revestida de nuestra carne mortal, conversando con el linaje humano, y descubriéndole sus arcanos. La teología especulativa de los cristianos toda está fundada en tan atrevida y brillante idea, como fue la de admitir la existencia del increado y eterno Logos, identificarle con la humana naturaleza, y mirarle como el fundador de la nueva doctrina. Apropiose de este modo la religión cristiana toda la sublime teología del platonismo; abriose la imaginación fuera de la naturaleza un campo tan vasto, que los indefinibles límites del universo, si con sus dimensiones se cotejan, son como un punto matemático respecto de la inmensidad del espacio.

No nos paremos ahora en indagar cuánto los cimientos de edificio tan vasto son sólidos o deleznables, si se aviene o no con las demostraciones y probabilidades que de los recónditos abismos de la ideología saca a luz una lógica sagaz cuanto severa, que no es del poeta escudriñar las fuentes de donde las opiniones se derivan, y para él un error asentado es lo mismo que una verdad inconcusa. La poética del cristianismo la misma será para el fiel creyente que para el incrédulo; grandiosa y sublime en su incomprensibilidad, en su severidad majestuosa y bella. No proviene lo escondido de los arcanos de la religión de las densas tinieblas que la escurecen, mas sí de los inexhaustos raudales de luces que de su centro sin cesar destellan, y que deslumbran y ofuscan los flacos ojos de los mortales. Así es invisible el disco del Sol a los ojos que alumbran sus rayos, mientras que con su luz contemplamos cuanto el mundo encierra.

Alimentase la poesía lírica de imágenes, y eso más se encumbra que son estas más altas y grandiosas. Es la sublimidad el alma de la poesía lírica, y por eso ningún sistema religioso tanto como el del cristianismo con ella se aviene. De aquí el relevante mérito de los más de los salmos del Maestro León, de las composiciones líricas de Herrera fundadas en la religión, de muchas de la novena musa de Quevedo, y de la oda a Cristo resucitado de un poeta moderno.

La perfección en el género lírico debida a la naturaleza de la religión de la nación no podía menos de influir en las odas y canciones que ninguna conexión con la religión tenían; por eso son dechados tan perfectos no solo nuestras odas y canciones cristianas, mas también las morales y las eróticas. La inquisición dejó siempre cultivar en paz la poesía lírica, porque es la que menos directo influjo en la destrucción del error tiene. Solo los inteligentes conocen de cuan acendrada razón los raptos de la imaginación del poeta lírico proceden, y con cuanto orden está el aparente desorden de la oda concertado; los más de los lectores se dejan arrastrar del impulso que les comunica el poeta, sin ver en él otra cosa que el entusiasmo de una imaginación arrebatada. Ora el papismo halaga y acaricia la imaginación; la razón es la que le asusta y le enoja.

Como en la égloga había presentado Garcilaso una de las más hermosas, sino la más hermosa de las poesías pastorales de nuestra lengua, su canción a la Flor de Guido es también una de las más bellas odas eróticas. Se ha de notar que las canciones de nuestros poetas clásicos son odas verdaderas, sin que se pueda entre ellas y las que han nombrado odas señalar diferencia ninguna. No pintó Horacio el castigo de las Danaidas, ni los desesperados lamentos de Europa, con más fuerza y brío que el poeta español la metamorfosis de la cruda Anaxarte,

En duro mármol vuelta y transformada.


Las exhortaciones que de ablandar su fiereza hace a la despiadada Flor de Gnido nacen naturalmente del asunto; primero le ha pintado la pasión que todo entero a su amador posee, y que cual ya a Sibaris, de Lidia prendado, le ha traído a paso tal que huye de la palestra polvorosa, y ya

Como solía
del áspero caballo no corrige
la furia y gallardía,
ni con freno le rige,
ni con vivas espuelas ya le aflige.


Como Horacio en su oda en loor de la vida descansada y exenta de zozobras del campo, se propuso el Maestro León en la primera de las suyas elogiar la vida rústica, añadiendo a las reflexiones que al que de las ilusiones del tráfago de los negocios está desengañado naturalmente ocurren, la pintura de un huertecillo plantado por manos de este religioso y docto varón, y que todavía subsiste a distancia de una legua corta de Salamanca, a la falda de una colina, donde está situada una casilla propia de los agustinos. La descripción de la Noche serena es la más natural expresión de aquel indefinido devaneo que en un ánimo religioso, a la manera de Platón, produce la contemplación del firmamento. Mas su oda maestra es sin disputa la Profecía del Tajo, en que, a imitación de la de Nereo a Paris robador de Helena, anuncia el río al forzador de la Cava la irrupción de los moros, la pérdida de España, y el fin de la monarquía goda. Fuerza sería que cerrara los ojos a la evidencia el que se negase a confesar las muchas ventajas que lleva en ella el poeta español al latino. ¡Qué valentía en esta idea!:

Llamas, dolores, guerras,
muertes, asolamientos, fieros males
entre tus brazos cierras;
trabajos inmortales
a ti, y a tus vasallos naturales.


Todavía es más perfecto el Maestro León en sus paráfrasis de los salmos, y en muchos trozos de su traducción en verso de Job. La poesía lírica nada puede ofrecer más sublime que la pintura de la divina omnipotencia en el que empieza:

Alaba, o alma, a Dios: Señor, ¿tu alteza
qué lengua hay que la cuente?


¿Cómo es posible pintar la nada de las criaturas y la grandeza del criador de modo más enérgico, más conciso y más sublime que en los cuatro versos siguientes, donde dice hablando con Dios?

Si huyes, desfallece el ser liviano,
quedamos polvo hechos;

mas tornará tu soplo, y renovado
repararás el mundo.


Un estudio profundo de la lengua castellana, y de los poetas españoles sus coetáneos, y que le habían precedido, una severa crítica, un oído sobremanera versado en la armonía y el ritmo poético, distinguen especialmente a Herrera, a quien apellidó su siglo con el dictado de divino, a que le hacen de verdad acreedor sus cantos líricos, puesto que el petrarquismo que en sus inacabables elegías domina, infunde miedo al más osado lector. A las dos composiciones maestras que ya de él hemos citado, se ha de agregar la oda a Don Juan de Austria después de la batalla de Lepanto, en que introduce a Apolo celebrando el impávido esfuerzo de Marte en la rota de los gigantes, pronosticando empero que ha de venir día en que las hazañas del vencedor de Lepanto oscurezcan y eclipsen las del numen de la guerra. Su canción al sueño respira la molicie, tanto como la otra el ardor marcial; y con tal tino ha manejado el idioma, con maestría tal están las sílabas encadenadas, que en la primera retratan sus fuertes sonidos el estrépito de las armas, el retumbar de los truenos, el ronco estruendo de las trompas bélicas, y en la última la dulzura del sueño, el blando sosiego del mundo de su beleño tocado, el silencioso y suave vuelo de sus perezosas alas.

Suave sueño, tú que en tardo vuelo
las alas perezosas blandamente
bates, de adormideras coronado
por el puro, adormido y vago cielo,
ven a la última parte de Occidente (…)


Mas quien elevó hasta el ápice de la perfección la poesía lírica, fue su paisano, y acaso su discípulo Rioja. El afecto que la célebre canción a las ruinas de Itálica anima, es la melancolía filosófica, que la presencia de las vastas reliquias de los edificios en que se ufanaba el humano poderío, en los mortales infunde. Tremendos documentos de la flaqueza del hombre, y la fuerza de la naturaleza, el moho que sus derribadas columnas carcome, el amarillo jaramago que en los fragmentos mal-seguros de sus medio-allanadas paredes crece, nos están contino señalando la honda sima que a nosotros, las obras nuestras, nuestros vicios y nuestras virtudes, en perpetuo olvido nos ha de sepultar un día. La aniquilada potencia del pueblo-rey que fundó a Itálica, los soberbios edificios de esta colonia, la gloria de sus hijos, señores los unos del universo, ilustres otros por sus tareas literarias, todo se retrata con viveza a la mente del autor: las regaladas termas, el vasto anfiteatro, los palacios que habitaron los Césares hijos de Itálica, las piedras que publicaban sus hazañas; todo ha sido víctima del tiempo y la muerte. La sacra Troya, la altiva Roma, la docta Atenas se le representan entonces, y tan nobles ruinas aumentan su dolor. Por fin en el silencio de la noche oye una lamentable voz que grita Cayó Itálica, Eco repite Itálica; y al oír tan claro nombre lanzan profundos gemidos las nobles sombras de los altos varones que en su antiguo esplendor la poblaron.

Mal podía el universal ingenio de Quevedo dejar de cultivar un ramo que tanto en su país y en su siglo florecía. Este hombre extraordinario que unas veces se dejaba llevar del estragado gusto de su siglo, embutiendo en sus composiciones los más sofísticos conceptos, las agudezas más por los cabellos traídas, las más indecentes y zafias chocarrerías, otras gastaba los donosos chistes de la inagotable vena de sus gracias en enmendar los disparates que él propio con su ejemplo autorizaba; que en un mismo instante componía escritos de una devoción ascética, que parecen partos de un ermitaño de la Tebaida, y obras tan obscenas que se dejan muy atrás las de Meursio y Petronio; que en muchas de sus producciones se muestra un ingenio sin cultura, sin tintura ninguna de la antigüedad, que solo al impulso de la naturaleza obedece, y en otras descubre su inmensa erudición, no solo en las lenguas griega y latina, más aún en la literatura oriental, en la cual fue efectivamente doctísimo; que ora huella a sus plantas las reglas, los preceptos todos de la poética, ora son sus obras el modelo más perfecto de regularidad y de escrupulosa sujeción al arte, nos ha dejado en las que bajo el pseudónimo sobrescrito del bachiller Francisco de la Torre publicó, las poesías líricas castellanas que más por el patrón de las de Horacio están cortadas. No son por eso serviles imitaciones del poeta latino, que un ingenio tan original como el de Quevedo mal podía incurrir en la torpeza de ser un mero copiante. Hasta en las versiones de Horacio se columbra la independencia de ingenio del intérprete, que con su acostumbrada osadía castellaniza, digámoslo así, su original, y puesto que le atavíe con los mismos arreos que le ornaban, los corta a la española. Permítaseme citar en prueba de esta aserción las primeras estancias de la oda de Horacio sobre la medianía, en sáficos, como la latina.

Muy más seguro vivirás, Licino,
no te engolfando por los hondos mares,
ni por huirlos encallando en playa
tu navecilla.

A quien amare dulce medianía
no le congojan viles mendigueces,
ni le dementan con atruendos vanos
casas reales.

Más hiere el viento los erguidos pinos,
dan mayor vaque las soberbias torres,
en las montañas rayos fulminantes
dan batería.


Tan arreglados en sus composiciones todas ambos Argensolas, como Quevedo en las que quiso serlo, en sus poesías líricas se descubre casi siempre aquella filosofía que de no pocas de las de Horacio es el alma, mas nunca se encumbran a los sublimes pensamientos que en el cisne del Ofanto son tan frecuentes. El carácter que más resalta en las poesías de los dos hermanos es una razón siempre recta, un gusto acendrado; en todos sus escritos se manifiesta el conocimiento profundo de la lengua, que les mereció que de ellos dijera Cervantes que dos hermanos aragoneses habían venido a dar lecciones de castellano a Castilla; mas no les cupo en suerte tanto estro poético, tanta viveza de imaginación como rectitud de juicio. Ambos abundan en reflexiones morales, consecuencia de su meditativo espíritu; mas Lupercio las funda casi siempre en solos los preceptos de la razón; Bartolomé no pocas veces las entronca con ideas de religión, y con máximas sacadas de un orden sobrenatural. Los sonetos son casi siempre composiciones líricas, y los mejores que tenemos son indisputablemente de los dos Argensolas, siendo notable que hasta los eróticos de Lupercio vienen a parar en una máxima moral; tan naturales en su entendimiento eran las reflexiones acerca de las acciones humanas. Citaremos en prueba uno de los mejores suyos, dirigido al sueño, rogándole que no turbe sus amores con espantosas imágenes, y que las reserve para asustar al tirano, representándole el tumulto popular rompiendo las ferradas puertas de su alcázar, o el sobornado siervo ocultando el hierro huido, o para atemorizar al rico avaro figurándole sus riquezas robadas con falsas llaves o con irresistible violencia, mas que deje al Amor sus glorias ciertas.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera