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Título del texto editado:
Lecciones de Filosofía moral y elocuencia. Discurso preliminar (IX)
Autor del texto editado:
Marchena, José (1768-1821)
Título de la obra:
Lecciones de filosofía moral y elocuencia; o colección de los trozos más selectos de poesía, elocuencia, historia, religión y filosofía moral y política, de los mejores autores castellanos, puestas en orden por don Josef Marchena, Tomo I
Autor de la obra:
Marchena, José (1768-1821)
Edición:
Burdeos: Imprenta de don Pedro Baume, 1820


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Entre los poemas filosóficos pueden colocarse las epístolas, en que casi todos nuestros poetas se han ejercitado. Los que más han sobresalido son indisputablemente los dos Argensolas, puesto que se han quedado muy atrás de Horacio, y que ni aun con Boileau son comparables. La epístola dirigida al célebre geómetra Lanz por un poeta moderno es de una nueva especie en este género, mas no estando aun impresa, no sabemos cómo pensará acerca de ella el público.

El autor de esta epístola, Meléndez y Quintana, puesto que el primero haya seguido en sus poesías principios muy distintos de los dos últimos, coinciden en que el blanco principal de sus versos ha sido desterrar las preocupaciones funestas, propagar las verdades útiles, y contribuir al triunfo de la razón, y la libertad civil y religiosa. Despojadas las composiciones poéticas de Quintana, como las de M… de cuantos arreos a la elocución y a la versificación deben, nunca desmerecerán la atención del filósofo, y en cualquier idioma que se viertan conservarán las altas y generosas ideas que a los hombres acostumbrados a profundas meditaciones embelesan… De estos dos autores el uno está prófugo de su patria, el otro gime aherrojado en un calabozo. Un día la posteridad alzará un monumento a la memoria de uno y otro, y condenará a ignominia perdurable la de sus perversos cuanto estúpidos opresores.

Hasta Iriarte y Samaniego ninguno de los poetas españoles se había ejercitado en la fábula, puesto que las que el primero intituló literarias, más son preceptos de sana literatura, o críticas de escritores so color de fábulas, que poemas semejantes a los que con este título Fedro, Lafontaine y Gay escribieron. Todavía es cierto que en ninguna de las demás obras de este poeta hay tanta poesía como en esta. La excelente crítica de Iriarte, su fino gusto, una amenidad de estilo que en él se maridaba con cierta mordacidad exenta de malevolencia, un conocimiento profundo de las letras humanas y del idioma castellano han dado a sus fábulas aquella originalidad que coloca a un escritor entre los clásicos, y que en todas las otras poesías suyas en balde se busca.

Samaniego se arrimó mucho más al género de Fedro y Lafontaine, y si no igualó al último, se dejó muy atrás al primero. Sin manejar con la maestría del poeta francés todos los estilos, sin que haya en sus fábulas aquella inefable gracia, aquel natural donaire, aquel colorido y aquella verdad que dieron motivo a comparar a Lafontaine con un fábulo que daba fábulas, como un avellano produce avellanas, no reina en sus composiciones la uniformidad que en las del liberto de Augusto, que con su continua elegancia y su castiza elocución no deja de aburrir al lector. Fedro es poco dramático; sus interlocutores todos hablan de un mismo modo; Samaniego varía los estilos según difieren los caracteres de cada uno, siguiendo las huellas de Lafontaine, puesto que a pasos muy más cortos. De este se puede decir lo que de los Dioses de Homero, que cuanto los ojos humanos alcanzan en un espacioso y despejado horizonte, tanto se dejan atrás de un solo paso los inmortales; mas si no puede competir Samaniego con el gran maestro, ninguno de cuantos se han probado en este género en España sufren cotejo con él. Ni dudaría yo en darle la palma, si otros émulos que el inglés Gay, o el alemán Gellert no tuviese.

Réstannos las poesías sueltas, entre las cuales pondremos las jocosas. Ya hemos dicho que los más de nuestros autores pecaban en truhanes cuando querían ser chistosos, deduciendo de nuestra situación política algunas de las causas de este efecto. La principal razón de él es la forma de nuestro gobierno; el despotismo que es su esencia no admite aquellas chanzas finas, aquellos donaires que excitan una ligera y blanda sonrisa. Penden estos las más veces de alusiones que por entre un semitransparente velo se columbran, y que eso más contento dejan al lector que, adivinando el enigma que encierran, acredita su propia sagacidad. Ningún pueblo presenta dechados tan perfectos de esta especie de chistes como los que viven regidos por una monarquía contrapesada con ciertas leyes y usos que no puede violar el monarca a su antojo, y en que cuerpos independientes le oponen insuperables estorbos cuando pretende salvar ciertas vallas. En España ningún cuerpo hay que pueda tener a raya al déspota, como el clero no sea; y este en vez de contribuir jamás a mantener los fueros de la nación se pone siempre de parte del soberano, a menos que pretenda este cercenar sus riquezas, o disminuir su influjo. Quien hubiera querido decir pullas con solapa de las más remotas alusiones acerca de la superstición, pensando tirar la piedra y esconder la mano, infaliblemente hubiera pagado tamaño atrevimiento en las hogueras de la inquisición. Al ejemplo de este sangriento tribunal se ha conformado de tres siglos acá el gobierno, y las burlas más inocentes han bastado a veces para causar la ruina de familias enteras. Los pueblos libres se explican con sumo vigor acerca de los que reputan por enemigos suyos; sus burlas son acerbas befas y escarnios infamantes; ese es el humour de los ingleses, y las chanzas que de Catón, de Labieno y otros romanos de aquel tiempo nos han quedado. Las naciones esclavas ni a quejarse son osadas, y el susto que la idea de sus opresores en ellas infunde, no les deja libertad para ridiculizarlos, ni aun envolviéndose en densas tinieblas, porque siempre temen que la perspicacia de la tiranía atine en ellas con sus víctimas. En las monarquías donde no se ha soltado de todos sus frenos el soberano; donde suele a veces la opinión corregir la arbitrariedad; donde si es frecuente la violación de los derechos individuales, y comunes los agravios, no se vedan totalmente las reclamaciones y las quejas; donde descargan muchas veces el azote en el inocente, mas no le ponen una mordaza para estorbar sus gritos; en semejantes gobiernos que llaman monarquías moderadas, fundándose sin duda en las propiedades que nombra Tácito regias, florece este chiste donoso. Empero la España desde el reinado de los Reyes católicos, y más especialmente desde Carlos V, ha sido una monarquía tan absoluta como la de los sucesores de los Califas, ni por sus prendas personales han sacado muchas ventajas nuestros monarcas a los Mustafaes y Selines. Tan apocados ha tenido el miedo los ánimos, que el portentoso ingenio de Quevedo, poniéndose de intento a escribir donaires, ha figurado las bodas de la berza con el repollo:

Don Repollo y Doña Berza,
de una sangre y de una casta,
si no caballeros rancios
verdes fidalgos de España.


A tamañas insulseces ha tenido que abajarse el numen de nuestros más ingeniosos escritores cuando se han esforzado a decir chanzas.

Pasemos a aquellos escritos en prosa de que aún no hemos hablado. Los diálogos filosóficos, ora alegóricos en que se introducen fantásticos personajes, como en el Criticón de Gracián, en la Visita de los chistes de Quevedo; ora sujetos reales como en Los nombres de Cristo del Maestro León, son los que primero examinaremos.

De los diálogos unos son jocosos, como los más de los de Quevedo; estos adolecen de los vicios que hemos señalado como inherentes a las obras chistosas de nuestros autores. A los diálogos de esta especie en tanto les asiste un mérito real, en cuanto llevan por blanco desterrar acreditados errores, o hacer palpables verdades útiles que mira el vulgo como mentiras. El más perfecto modelo de estas composiciones son los diálogos de Luciano; en ningún escrito aparece la superstición mas risible, mas extravagante la mentira; su Menipo se encumbra tan alto, y abaja en tal manera a Júpiter que no es posible que un lector racional no saque de esta lectura el desprecio más desdeñoso a los sueños de la superstición. Si en El Sueño de las calaveras o en La Visita de los chistes se hubiera probado Quevedo a escarnecer los errores y patrañas del papismo, no hubiera habido bastante leña en los montes de Sierra Morena para reducirle en pavesas. Los dogmas de las religiones falsas son de todas las paparruchas las mas ridículas, y una vena festiva encuentra en ellas una mina inagotable de risa cuando a ridiculizarlas se pone. El papismo, si es por una parte la más funesta de todas cuantas doctrinas ha abrazado el linaje humano, por otra es la más desatinada, la más inconsistente, y la que más a risa mueve. Precisados nuestros autores a respetar doctrinas tan despreciables, a venerar lo que hubieran debido escarnecer, a tributar adoración a cosas que son blanco de perpetua mofa para cuantos entendimientos no están ilusos, el más copioso manantial de chanzas finas cuanto chistosas estaba para ellos vedado, y mal se podían probar a imitar, no ya a Luciano, mas ni a Erasmo siquiera. ¿A quién ve Quevedo en su visita a los infiernos? No a los tiranos que han esclavizado los pueblos, no a los clérigos que con sus imposturas los han engañado, no a los frailes que a la filosofía del primitivo cristianismo han sustituido los antisociales dogmas de la curia romana, y sus propias socaliñas, mas sí a poetas que han abusado del consonante, y que habiendo puesto en un soneto escudos habían hecho que siete maridos con mujeres honradas fueran cornudos. Tan mezquinos sujetos poco pueden interesar a los lectores.

Lástima es que la materia de Los nombres de Cristo sea en sí de tan poca importancia; que es innegable que cuanto puede el ingenio dar realce a las cosas que nada valen, tanto ha dado a su asunto el Maestro León. Mas si el platonismo convertido en religión dogmática es una inexhausta vena de sublimidad para el poeta, para el dialéctico lo es de contradicciones y sofismas, por la perpetua discordancia entre la inmensa elevación y magnitud del edificio, y lo ruinoso y aéreo de sus cimientos. Es el platonismo una magnífica fantasmagoría; la imaginación cierra primero todos los portillos a la luz de la razón, y figura luego las más grandiosas, las más tremendas, o las más deliciosas escenas: mas si un rayo de luz disipa la oscuridad, al punto se deshace el encanto. El Maestro León, precisado por la naturaleza de su obra en muchas partes a ventilar los fundamentos en que estriba esta doctrina, descubre su ninguna solidez. Verdad es que no es posible pintar con más vigor y elevación los más altos misterios del cristianismo, y es tal la fuerza de convencimiento del autor y su estático rapto, que sus argumentos nunca concluyentes siempre son persuasivos, y si no satisfacen el entendimiento, arrastran la voluntad.

En la forma de sus diálogos siguió este gran escritor a Cicerón, quiero decir que sus interlocutores no se preguntan y responden, antes disertan sucesivamente, y asientan sus doctrinas. Este modo de tratar las materias filosóficas deja más campo a la elocuencia, y en el género serio me parece en todo preferible al método socrático, el cual más veces es fuente de paralogismos que medio adecuado para indagar la verdad.

Las disertaciones filosóficas son, por consiguiente, las que más analogía con esta especie de diálogos tienen. Las que consagró Feijoo a rebatir vulgares preocupaciones, son muchas veces notables por una dialéctica concluyente, por lo bien hilado de los argumentos, y la lucida colocación de las pruebas que unas a otras se ilustran. Puesto que los errores que rebate son por lo común tan extravagantes que con el mero uso de una mediana razón sobra para desprenderse de ellos, que no pocas veces sustituye mentiras a mentiras, que nunca asienta aquellas verdades fecundas en corolarios que las tinieblas del ánimo disipan, finalmente que tributa acatamiento a cuanto embuste la inquisición y el despotismo abroquelan con su férreo impenetrable escudo, todavía fue no poco provechoso el Teatro crítico de este autor, no tanto por las patrañas que desterró, como porque dio documento y ejemplo de examen de proposiciones inculcadas en los ánimos por la autoridad, sin estar arraigadas en el convencimiento. La perpetua seriedad de estilo de Feijoo, siempre puro, siempre correcto, las más veces noble, toca a veces en uniformidad, y engendra fastidio. Errores hay tan ridículos que fio merecen un acometimiento serio, y que las veras parecen de más para rebatirlos. Mas no perdamos de vista las profundas tinieblas que envolvían la España cuando escribió Feijoo, y confesaremos que es su obra modelo del modo como han de refutarse las mentiras universalmente admitidas.

De las obras ascéticas, las unas dan preceptos de vida devota, y otras enseñan a elevar la mente a Dios por la oración. Las últimas de nuestros autores son por lo común mezquinas y risibles, como no sean las que, como materia de meditaciones, el Maestro Fray Luis de Granada y Palafox nos han dejado. Aquí la religión se reviste de toda su venerable y tremenda majestad, porque no se deslindan los fundamentos de sus dogmas, mas se profundizan las consecuencias que de la verdad de ellos resultan. La muerte considerada como el umbral de la vida perdurable; el alma citada a juicio ante su criador que de sus más ignoradas acciones, de sus pensamientos más recónditos, de sus más fugaces deseos le pide estrecha cuenta; los ojos de aquel para quien son más claras las tinieblas del caos que los lucientes rayos del sol, escudriñando los senos de nuestro corazón; el cielo y los infiernos atentos al tremendo fallo; el mar sin fondo ni orillas de amargura perpetua volviendo por toda la eternidad en sus sonantes remolinos al precito, la gloria del justo para siempre a la fuente de felicidad, de luz, y de verdad reunido; los mundos aniquilados, el voraz tiempo sumido en los abismos de la eternidad; el hombre resucitado sobre la tumba de los seres para recibir el premio o la pena que sus obras han merecido: estas son las altas ideas de las meditaciones religiosas del cristiano, que con fuerza digna de su alteza ofrecen las meditaciones de Fray Luis de Granada. La armonía de estilo, la pureza de elocución, todas cuantas prendas constituyen un buen escritor se reúnen en sus escritos, utilísimos para el que en ellos tome lecciones de elocuencia, no menos funestos para los espíritus melancólicos, ilusos y preocupados, en quien no pocas veces su continua lectura ha engendrado la demencia.

Las reglas de la vía purgativa, principio de la vida contemplativa hasta las de la vía unitiva, término de ella, forman tal cáfila de desatinos y extravagancias cual apenas se pudiera aguardar de la locura humana, y estas disparatadas paparruchas componen lo que llaman los doctores papistas teología mística. Muchos de los que van por esta senda que es de todas la más segura y perfecta, son favorecidos con visiones de cosas celestiales, no menos bien compaginadas que cuantas vio Don Quijote en la cueva de Montesinos. El Padre Villacastín y Fray Luis de Granada con otros muchos nos han dejado los preceptos de devoción tan acendrada, y Santa Teresa corroboró sus máximas con su ejemplo. Las cartas de esta santa que en muchos parajes son pauta del estilo epistolar, deslucidas con tanto adefesio, excitan la indignación y el desprecio en un trozo que sigue a otro que se ha leído con mucho gusto.

De nuestros sermones poco tenemos que decir: las misiones son títeres espirituales, y por lo general nuestros predicadores ni la más leve idea tienen de la elocuencia del púlpito.

Tal es el estado de nuestra literatura, tal la cultura del espíritu humano en España. Este Discurso es la respuesta corroborada con hechos a la cuestión, si las buenas letras pueden prosperar en los gobiernos despóticos. Contémplese el estado literario de nuestra nación, cotéjese con el político, y está el problema resuelto.

J. MARCHENA


4 de Mayo de 1819.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera