En alabanza del Apolíneo caduceo escribió un amigo del autor este romance ‘hendecasílabo’.
¡Oh, tú, Guadalquivir, sagrado río!,
cuyas alternas márgenes previenen
argentada armonía, que consagran
a la grande Sevilla tus pimpleides;
cuyos cristales, transparentes plectros,
son páginas diáfanas que enseñen
y en líquidos cuadernos eternicen
a la hesperia colonia cuanto deben.
Si, émulos de un Orfeo tus acentos,
imitaban sus ecos tus corrientes,
y al dulce imperio de tu voz se pasman
o domestican duras rustiqueces,
ya en el mayor imperio te ha elevado
el febeo favor, tan altamente
que a tus ondas, en lugar de escamas,
con su cetro las honra y enriquece.
No el dorado Pactolo, o Tajo altivo,
ni el Arimaspo competir te pueden,
el Ganges ni el Hidaspes, aunque todos
destilen oro en margen transparente.
Si ellos son ricos, es vulgar riqueza
que satisface balbucientes sedes,
pero tu honor, que trae tan alto origen,
le producen raudales de Hipocrene.
Ya el caduceo tus sinuosos lares
acorde habita, y su poder emprende,
en la esfera de Apolo y de Neptuno,
colocar de la paz palmas virentes.
Ya pacífico dicta las sentencias
más celebradas de los sabios siete,
que, trasladadas desde el Pindo a Grecia,
son Amalteas de sus sacras sienes.
Ya las fecunda el soberano numen
del Jasón beticano, que le mueve,
a cuyo impulso ceden más discordias
que al zafir turban pardas esquiveces.
Ya saludable antídoto dispensa
contra el
orco
feral, que, desde el Lete,
amenaza las mórbidas escuadras
que el reino habitan de su luz palente.
Médica erudición y ética ciencia
sin contenderse una y otra exceden:
si averigua antinomias,
paz
pronuncia,
si modera pasiones,
paz
profiere.
Vengan Grecia y Apolo a coronarse
con más digna diadema de sus frentes,
pues les ofrece el Betis más corona
que Delos cifra en rubios caracteres.