Autor del texto editado:
Silvela, Manuel, 1781-1832 Mendíbil, Pablo de 1788-1832
Autor de la obra:
Silvela, Manuel, 1781-1832 Mendíbil, Pablo de 1788-1832
De
nuestra
poesía desde Góngora en
adelante.
En los reducidos límites de un
discurso
no nos era dado adoptar la división por
géneros
que pedía descender a menudas
subdivisiones
y por consecuencia más latitud y hemos tenido que contentarnos con designar solo aquellas épocas que por serlo de la historia de la lengua poética, son de impulso general, se extienden a todos los géneros, haciéndose notables por la perfección o el vicio en el manejo de esta.
Este último origen tiene por desgracia la época de que vamos a ocuparnos, y que reconoce a
Góngora
por dogmatizador y corifeo. La
Academia
de los
Anhelantes
de Zaragoza, según refiere
Luzán,
llamó al Caballero Juan Bautista Marino el Góngora de Italia, y este rasgo, mirado entonces como el mayor elogio, define exactamente a entrambos, y nos da una idea del
estrago
que estos dos hombres, reforzados por los Malvezzis y Paravicinos, hicieron en el
gusto
y la literatura de las dos naciones.
No es posible ni concebir ni explicar toda la
extravagancia
de Góngora. Después de habernos dicho que es de una hinchazón sin igual, que usa de las metáforas más violentas, de las más
exageradas
hipérboles, que parece se propuso traer a la lengua en continua
tortura
para darle una novedad ridícula, que perdido él mismo en las elevadas regiones a donde le arrebata su encrespado estilo, acaba por ser de una oscuridad impenetrable, en fin, completamente ininteligible, todavía para formar una idea cabal de lo que es efectivamente, es necesario leerle. Solo él se describe a sí mismo. Su
Polifemo,
sus
Soledades,
y en general todo lo que escribió en el género
heroico,
parece escrito en otros tantos accesos frenéticos. Sirvan de breve muestra los dos trozos siguientes, principio el uno de su
Canción a la toma de Larache,
y fin el otro de su Polifemo. Y no se crea que estos trozos son raros en él, no hacen sino parecerse a todos los demás de su género.
A la toma de Larache:
«En roscas de cristal serpiente breve, [...]
Fin del
Polifemo:
«Su horrenda voz, no su dolor interno, [...]
Yerno lo saludó, lo aclamó rio».
¿Quién podrá reconocer en esta especie de delirante al autor de algunos sonetos, canciones, romances y letrillas insertas en nuestra colección, y en que relucen una
sensibilidad
exquisita, apenas conciliable menos que con el
gusto
más delicado, la
novedad
más graciosa en los pensamientos, feliz elección en las imágenes, el talento difícil de la descripción, una dulzura y
facilidad
admirables en la versificación? Tanto como fue feliz mientras que la naturaleza
sencilla
de su asunto le forzaba a renunciar a sus encumbramientos, tanto tuvo de disparatado e insoportable, cuando quiso hacer alarde del
os magna
sonaturum,
que sin duda creyó que consistía en el ruidoso estrépito de palabras altisonantes.
Todos los
hombres
grandes de su
tiempo,
tales como
Cervantes,
Lope de
Vega,
Quevedo y Jáuregui, alzaron el grito contra un uso tan descabellado de la lengua, y contra un abuso tan monstruoso de la sana razón; mas Góngora continuó
delirando
y su siglo, aplaudiéndole, les hizo entender a todos ellos cómo quería que le
hablasen
y que era lo que estaba más dispuesto a admirar, reduciéndolos así a la necesidad de
delirar
también. Lope de Vega, Quevedo, y Jáuregui particularmente, se aprovecharon de la lección, y aun el segundo añadió a la
hinchazón
el afeite, sembrando los piropos de Góngora con los conceptos acicalados y sutiles, y con toda la metralla de antítesis, paronomasias y retruécanos, no queriendo desmentir como poeta lo que hemos dicho de él como autor
prosaico.
Bien consultada la historia del mundo, nos parece que es necesario convenir en que el espíritu humano presenta en cada siglo un aspecto diferente, que es el resultado de causas generales que le dan más bien una tendencia que otra, contra la cual pueden bien poco los que la contradicen, por grandes que sean, y en cuyo favor arrastran y precipitan los que se ponen al frente de ella y la protegen. No pretendemos por esto disculpar enteramente a Góngora ni a los que se le parecen. Siempre serán culpables los que han delirado con un siglo dispuesto a delirar; pero nos proponemos disminuir hasta cierto punto su culpabilidad, y más aun, hacer observar a nuestros lectores que en la investigación filosófica de estos fenómenos morales debemos subir al examen de las causas que han producido aquella disposición
general
que ha hecho muchas veces que un loco se apodere de su siglo, mientras que los hombres de juicio han sido desoídos, despreciados, ¡y pluguiese al cielo que no se hubiese pasado de aquí! En medio de esta infección y contagiados por ella, además de Góngora y Quevedo, brillaron todavía con
mérito
no poco distinguido, un Jáuregui, un Príncipe de Esquilache, Rioja y Villegas.
Distinguióse Jáuregui en el principio por su fácil y armoniosa versificación, y por aquella corrección y
gusto
que le hizo escribir su
Discurso poético contra el hablar culto y escuro,
satirizar a Quevedo y ser el
antagonista
más intrépido de cultos y conceptistas. Mantuvo el honor de esta lucha en sus
Rimas
y en su justamente celebrada
traducción
del
Aminta
del Taso; cedió al torrente de su siglo en su
Orfeo
y su traducción de la
Farsalia,
afeando algunas veces las bellezas de aquel y de esta con los mismos vicios que tan gloriosamente había hasta entonces combatido y evitado.
Fue el Príncipe de Esquilache amigo de los Argensolas, y uno de los hombres más
sensatos
de su siglo, no menos dotado de
talento
poético, que de sólido juicio. Nególe sus favores la intratable
Calíope,
y fue poco feliz en su
Nápoles recuperada;
pero en cambio, sus romances y otras composiciones hacen ver cuánto se esmeró en prodigarle sus gracias la jovial y ligera
Erato.
Enemigo constante y declarado de los cultos, aprovechó todas las ocasiones de
clamar
contra tal desorden. En el
prólogo
de aquel poema, manifestando que se propone huir de palabras ásperas y de ruido,
«son
espanto –dice- de los ignorantes, y risa de los cuerdos, pues con ellas se falta a la dulzura y al número, y mezcladas después con oscuridad, hacen intolerable la locución, y aborrecible la
sentencia».
Mas a pesar de todo, no pudo excusarse de pagar a su siglo el tributo de algunas hipérboles desmedidas y de algunos pensamientos alambicados.
Francisco de
Rioja
es sin duda el poeta que hace más honor al reinado de Felipe IV, y el que, más se preservó del contagio de su siglo. Es bien extraño que
el
Bouterwek
le haya confundido con Mello, el Conde de Villamediana y otros que, dice, «desprovistos de gusto, y que no hicieron más que seguir el torrente de su
siglo.»
Si hubiera leído el número, por desgracia pequeño, de composiciones suyas que poseemos, habría visto que Rioja es uno de nuestros primeros versificadores, que por su talento descriptivo, por la grandeza de su imaginación y la
corrección
de su
gusto,
ocupa un lugar al lado de
Herrera
y del Maestro León, y disputa con ellos la primacía
lírica.
Nicolás
Antonio
ni aun pareció conocerle como poeta; así es que, sin decir nada de sus poesías, solo habla de su Aristarco, su
Tratado de la Concepción de Nuestra Señora,
unos
Avisos a Predicadores
y otros varios trabajos, que están bien distantes de poderle dar la reputación que tan de justicia se debe al autor de la
Canción a las ruinas de Itálica,
de algunas silvas, y de la
Epístola moral a Fabio.
Para conservar en el
juicio
crítico de Villegas la debida imparcialidad, es necesario olvidar su orgullo, su indiscreta jactancia y sobre todo, sus
groseros
insultos,
nada menos que a un
Cervantes;
mas hecho esto, y depuesta así toda especie de prevención, no es posible dejar de hacer justicia, no menos a la asombrosa
precocidad
de su
talento,
que al mérito eminente que le distingue donde no le arrastra la manía de su
siglo,
o separándose de su verdadera vocación, habla por su boca un falso Apolo. Es bien extraño que habiendo sido discípulo de Bartolomé Leonardo de
Argensola,
renunciase a tan buena escuela, y no se supiese preservar de la algarabía culta, nueva prueba de lo que anteriormente hemos indicado sobre la débil
influencia
que los Argensolas ejercieron sobre sus contemporáneos. Es Villegas el poeta del
amor
juguetón y festivo, y uno de los más aventajados
imitadores
de Anacreonte. Sus composiciones de este género, abundantes en imágenes
risueñas,
tienen toda le soltura, la
gracia,
la ligereza de su voluptuoso modelo, y si no merece, como ha querido uno de nuestros críticos, la palma de la poesía
lírica,
con harta más justicia que a Castillejo hubiera podido dársele, en su tiempo, el renombre de Príncipe de los poetas anacreónticos. Quiso Villegas introducir en nuestra poesía
novedades
importantes, y sus tentativas fueron harto
felices
para que se hubiesen debido desmayar los ingenios que le han sucedido. Sus hexámetros, y sus sáficos particularmente, prueban hasta qué punto puede aproximarse nuestra lengua a la perfección de la latina, y nos hacen desear que no se abandone una empresa en que tanto ganarían la lengua y la poesía. Además de sus traducciones e imitaciones de Horacio y de Anacreonte, compuso una sátira, hizo una
traducción
del
Hipólito
de Eurípides, otra del tratado
De Consolatione
de Boecio, y otras varias cosas de menos importancia. Alcanzó ya la minoridad de Carlos II, como que murió en 1669.
Nada tenemos que añadir a lo dicho en la primera parte de nuestro discurso para caracterizar esta
época
aciaga
de nuestra historia. Bajo del reinado de este monarca pusilánime, a excepción de
Talía
que, como ya hemos indicado, habló aun por la boca de Solís, Candamo,
Zamora
y Cañizares, todas las Musas quedaron reducidas al silencio, o más bien trasportadas de repente a las orillas del
Sena;
en las del Manzanares y el Guadalquivir no resonó por largo tiempo, sino el ingrato chillido de las metamorfoseadas hijas de Pierio. Pasóse el reinado de Felipe V en guerras y agitaciones interiores, y no hizo poco este soberano estableciendo en medio de ellas la Real Biblioteca de Madrid, y fundando la
Academia
de la Historia y la de la
Lengua,
a quienes se deben trabajos recomendables, y preparando la que más adelante se llamó de San Fernando, destinada al fomento de las nobles artes.
Bajo el
reinado
del pacífico Fernando VI, empezaron a aparecer de nuevo las ahuyentadas Musas, no ya con el talar ondeante y majestuoso, si bien algo embarazoso e irregular con que salieron de nuestro suelo, sino con los trajes
ajustados
que habían vestido en la corte victoriosa de Luis XIV. En el año de 1749 se formó en Madrid una
academia
poética con el nombre del
Buen
Gusto, presidida por la señora Condesa de Lemos, entonces viuda, y posteriormente Marquesa de Sarría, en donde se reunieron, entre otros ingenios, el Conde de
Torrepalma,
D. Agustín Montiano, D. Ignacio Luzán, D. José Porcel, y D. Luis Velázquez, a quienes por la influencia del ejemplo y de las doctrinas
debemos
en gran parte esta época de nueva
restauración.
El Conde de Torrepalma por su
Deucalion,
Montiano por
su
Virginia y su Ataulfo,
Porcel por sus
églogas,
Velázquez por los vastos conocimientos, y escogida
erudición
y crítica que manifestó en sus
Orígenes de la poesía española,
y más que todos aun,
Luzán
con su
Poética
y sus composiciones, formaron una especie de
escuela
en que la
rigidez
más escrupulosa sucedió al desarreglo y descabellada licencia de los cultos y conceptistas, las tres unidades a la embrollada multiplicidad de acciones, tiempos y lugares; en fin, la escuela francesa con todos sus preceptos a la abjuración completa de toda regla y de toda razón. Entre estos dos extremos puede haber un justo
medio.
Si el genio, por libre y disparatado, degenera en extravagante y pueril, también, enervado y sujeto, se hace apocado, desabrido, insustancial y tedioso.
Nuestra poesía en estos últimos
tiempos
empieza a presentar un aspecto que parece conciliarlo todo, y en que ni la imaginación es frenética, ni el genio esclavo de una servil
imitación.
Los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX no serán en verdad indiferentes en los anales de nuestra poesía. Grandes y señalados ingenios han preparado y distinguen en el día esta época, de cuyo
nuevo
impulso y carácter, bellezas y defectos podrán ocuparse los que escriban pasado algún tiempo, cuando ya no se conozca de los autores más que sus obras. Sin embargo, por la influencia que ha ejercido sobre sus contemporáneos, por la singularidad de su asombroso mérito, y por tantas otras cosas, séanos permitido derramar algunas
flores
sobre la pobre losa que cubre los ilustres restos del cantor del Tormes, del
Anacreón
y del
Tibulo
del siglo XIX. Dulcísimo Meléndez, cuando ya no se oiga el lenguaje rencoroso de encarnizadas pasiones, cuando la razón recobre su imperio, y la impasible Clío empiece a poner en la desquiciada Europa de nuestros días a todos los hombres y todas las cosas en su verdadero lugar, el que tú
ocupes
será sin duda
digno
de tu celebridad y tus virtudes. Tus versos, cual tú mismo dijiste, aunque con diversa aplicación, tus versos opuestos a la murmuración y a la ignorancia para vindicarte y defenderte, responderán a todo. En ellos está pintada la tierna
sensibilidad
de tu alma candorosa, tu
honrado
pensar y tu encendido
patriotismo,
con un lenguaje que en vano querría contrahacer quien le sintiese menos.
Al terminar este reducido y defectuoso cuadro, permítasenos manifestar que no hemos pensado hablar ni dirigirnos a los verdaderos sabios, a los hombres
instruidos
para quienes esto es tan poco y a cuyo lado no tenemos otra pretensión que la de oír con docilidad y con gusto sus útiles
lecciones;
no a los necios que se lo saben todo, porque ya sabemos que en la medicina del entendimiento el síntoma de la presunción reduce la ignorancia a la clase de las enfermedades incurables, sino a los jóvenes que se proponen aprender lo que no saben ni creen saber, y a los
extranjeros
poco versados en nuestra literatura. Para esto hemos querido reunir en un punto lo que diseminado en muchos volúmenes han escrito plumas más felices, nuestros mejores ingenios, a quienes pedimos perdón, si contando con aquella indulgencia que caracteriza al sabio verdadero, nos hemos atrevido a
censurar,
contradecir sus opiniones, y a decir las nuestras con aquella franca libertad de hombres que desean hacer algún uso de su propia razón, pero que están persuadidos que entre todos el más noble que pueden hacer de ella es el de abjurar el error conocido y oír con docilidad y respeto a los que quieran tener la bondad y tomarse el trabajo de corregirlos y enseñarlos.
Debemos añadir, consiguientes a las miras que en la publicación de esta obra nos hemos propuesto y que hemos indicado en el
principio,
que nuestra colección no podía reducirse a un apuradísimo extracto de quintas esencias y perfección. Se ha tratado en ella de dar una idea bastante extensa y cabal de nuestra literatura, para vindicarla de injustos desprecios, deseando al mismo tiempo que pueda servir de testo a una enseñanza donde el maestro debe hallar
ejemplos
abundantes en todos los géneros para establecer entre los mismos modelos la debida graduación, y enseñar a distinguir no solo lo malo (que no necesita colecciones) de lo bueno, sino entre lo bueno lo
mejor.
Bien incompleta sería la idea que se formara de la literatura francesa el que no leyese sino un pequeño volumen donde estuviese recogido lo más depurado y brillante de Lafontaine y de Boileau, de Moliere y de Racine. Hay pues en nuestra colección trozos, que sin dejar de ser selectos pues que son de aquellos
ubi plura nitent,
llevan no obstante el sello de esta triste humanidad, y a los cuales hemos tenido que aplicar el.
. . . . . . . . . . . . . . . non ego paucis
Offendar maculis, quas aut incuria fudit
Aut humana parum cavit natura.
Consultando el mismo espíritu, hemos tirado a que nuestro
discurso
preliminar presente un cuadro
histórico
de muestra literatura, en que recorriendo las épocas más notables y hablando, aunque con mucha rapidez, de las obras y de los autores, los hemos calificado por las bellezas más generales que los distinguen, y como que se trata de presentar una colección
selecta,
de dar de nuestra literatura una idea, que sin dejar de ser justa, sea ventajosa; todo en nuestro discurso tiene una tendencia acomodada a este objeto. Otro habría sido nuestro trabajo, diferente su división, si nos hubiéramos propuesto llenar el vacío de un curso de literatura de que carecemos, y sobre lo cual tal vez, si nuestra situación venidera lo permite, aventuráramos alguna tentativa, aunque no sea más que con la idea de provocar a mejores trabajos a los que se sientan con mayores fuerzas. Entonces será cuando, sin poner
à cóté des décisions de la critique l'échafaudage insipide employé pour les former,
como dice con mucha gracia Condorcet, hablaremos de los defectos con franqueza, y de las
bellezas,
si no con entusiasmo, con calor por lo menos; entonces analizaremos menudamente las producciones todas que forman el caudal de nuestra literatura, y entonces será la ocasión de describir su fisonomía
particular,
buscando en nuestra historia las causas morales y políticas que la han determinado, y que por la naturaleza de nuestro trabajo nos hemos visto precisados a trazar solamente por pinceladas muy rápidas. Un conjunto de observaciones, por curiosas que fuesen, un trabajo incompleto en esta línea hubiera dejado mucho que desear, y el que medianamente haya de satisfacer a tanto objeto es obra de más de un día y pide más de un volumen. No obstante, rogamos a nuestros lectores que por vía de excepción y apurando el caudal de su paciencia, lean, además del resumen, las observaciones que contiene el capítulo siguiente y que
sibi constant,
pues que conspiran a dulcificar la excesiva yel de amargas
censuras,
y a hacer ver que reducidos nuestros defectos a su verdadero tamaño, en medio de ellos somos más dignos de la compasión que de la burla, de la admiración que del desprecio. Con un viento contrario en los campos de Castilla el 23 de abril de 1521, cambia tal vez enteramente la suerte de la España. ¡Cual nos prodiga la naturaleza sus lecciones de moderación! En los individuos como en las naciones, de cuán poco dependen las diferencias que nos distinguen. Si las examinamos en su origen, no puede menos de quedar bien corrida nuestra ridícula vanidad.