Información sobre el texto

Título del texto editado:
Carta de Damasio de Frías para el Secretario Palomino y Jerónimo de los Ríos y el bachiller Rivera
Autor del texto editado:
Frías, Damasio de
Título de la obra:
Damasio de Frías. Controversias literarias en la corte vallisoletana
Autor de la obra:
Salazar Ramírez, María Soledad
Edición:
Valladolid: Diputación Provincial de Valladolid, 2002


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Carta de Damasio para el secretario Palomino y Jerónimo de los Ríos y el bachiller Rivera


El día de la Concepción de Nuestra Señora, día de que con tanta razón me acuerdo y acordaré mientras viviere, importunado de un niño, (cosa que pocas veces suelo hacer) le di siete sonetos míos, los primeros que en aquella sazón se me ofrecieron a la memoria, y no quiero decir los peores o de los razonables, pues se hicieron a tales personas en cuyo servicio y loor estaba yo obligado a poner todo el caudal de mi juicio y habilidad, si por ventura en casos semejantes es alguna. Antes, señor mío, para menos excusar sus defectos y más claro mostrar lo poco que de poesía sé, quiero confesar que son de los mejores que yo he hecho, si en mala poesía se puede decir mejor y no menos mala. En fin de tantos días, han remanecido mis pobres sonetos en manos de unos señores poetas críticos, cuyo oficio es juzgar de composiciones ajenas, notar sus faltas, reír sus defectos, burlar finalmente de todo lo que suyo no sea, queriendo Sus Mercedes ganar crédito en sus cosas con decir mal de las ajenas (que por ventura no lo merecen); finalmente, burlan de todo, ríen de todo y todo dicen que es poco estos ingenios peregrinos. No miran Sus Mercedes, cuando esto hacen, el daño que de ello resulta. Dirame vuestra merced:

–Bueno está eso. ¿Por daño tenéis vos, señor Damasio, desengañar a los que poco entienden? ¿Malo os parece reprender tan mala poesía como la vuestra? ¿No entendéis cuán bueno y de cuánto provecho es que se conozca y diferencie lo bien dicho de lo malo, la buena poesía de la no tal?

–Muy bien estoy en esto, señor Jerónimo de los Ríos; bien me parece a mí que los que más saben desengañen y alumbren a los que poco entienden, pero vuestra merced y los demás de esos señores y amigos suyos, ¿no ven que han de ser ellos los desengañados y yo quien los desengañe? ¿No entienden de sí Sus Mercedes que ellos no son sino para ser juzgados?

Gana me da de reír cuando veo a qué juicios ha venido la poesía y las gentes que tratan de ser poetas; y de lo que más río es de ver la libertad (no quiero decir la desvergüenza) con que tratan de ella los que ni la entienden, ni la saben, ni aún la pueden saber. Piensa el señor Jerónimo de los Ríos que el ser poeta es ser remendón; parécele a él que no hay más poesía en el mundo ni en el cielo que tomar mis sonetos y remendarlos, y, como dijo el otro, a un sayo de seda echarle un remiendo de sayal. ¿Cómo, señor Jerónimo de los Ríos, así se emiendan mis cosas o, por mejor decir, tan mal se remiendan? ¿No estaba yo en el mundo? ¿Era por ventura muerto Damasio? ¿Qué vio vuestra merced en mí? ¿De dónde le nació tanta confianza para poner lengua y pluma en cosas mías? ¿Tan poco le pareció que sabía yo que no sabría volver por ellas? ¿Tan huérfanas le parecieron, tan desnudas de amparo y favor? ¿Confiose, por ventura, en que yo no lo sabría?

Fueron allá las emiendas secretas, fueron los concilios secretos, anduvieron mis pobres sonetos de Anás a Caifás, de Herodes a Pilatos, al fin volvieron a ser crucificados de vuestra merced. Bien está; todo se sabe. Verdaderamente los siete Macabeos no fueron tan martirizados de Antíoco cuanto mis siete sonetos de Vuestras Mercedes. Dícenme que no se tenía por buen poeta quien no le daba lanzada, bien que algunas cosas fueron de ellos muy loadas: artificio viejo y muy sabido ganar crédito con una verdad para cien mentiras. ¡Cosa sería de ver aquellos ingenios divinos! ¡Las agudezas, los pasos delicados, las vivezas que dirían…! Aquí, donde estó, se me representa la viveza con que el señor Jerónimo de los Ríos reprendía algunas cosas, la gracia con que se reía de otras. Pues los demás de esos señores, y más que todos ingenioso el señor bachiller Ribera (ingenio, por cierto, harto digno de admiración en poesía), dícenme que en unas partes daban carcajadas de risa, en otras arrugaban las frentes y las narices, como en cosa de grande enfado; de tales hacían notable burla, a cuales llamaban necias, a cuales frías. «Estas –decían– son superfluas, aquellas impropias. Este pie merece cien azotes por vagamundo; el que se sigue, desterrado por malo».

No fueron estas cosas tan secretas que, al fin, algunos señores y amigos míos, doliéndose de mi honra, me avisaron de ellas. Contáronme todo lo pasado, dijéronme muchas de las emiendas y todas las cosas que en mis sonetos se reprendían. Parecioles que debía volver por mí, abonar mis obras. Yo, con todo esto, no me persuadía a tomar la voz de mis sonetos, pareciéndome que en ser reprendidos de tales juicios no perdían nada, donde yo en tomar con personas semejantes competencia venía a mucho menos de la reputación que entre algunos señores doctos de estos reinos tengo. Y quien sin interés de ganancia se aventura a la pérdida, en solo aventurarse pierde. Con todo que yo fuese de este parecer, al fin hube de hacer su ruego, más por dar algún color a lo que de mí tan amigamente en algunas partes han dicho que por parecerme a mí necesario defender mis composiciones, pues donde quiera que hubiere gentes de doctrina y juicio ellas no hallarán resistencia, y entre las no tales ninguna defensa les bastará.

Primero, con todo esto, que responda a mis sonetos, querría saber del señor Jerónimo de los Ríos y del señor Palomino qué vieron en sí, qué partes son las suyas para meterse en juicio de poesía y enjerirse en nombre de poetas. ¿Hanse soñado, por ventura, como dice el otro, en Helicón o en Parnaso? ¿Están revestidos del alma de Boscán, como Ennio de la de Homero? Porque si esto no es, yo no siento cómo ellos puedan ser poetas críticos, habiendo gastado tan poco aceite en poesía, tan poco en retórica, menos en lógica, ninguno en filosofía. Saldrá el señor Palomino con decir, viendo que es verdad que él no sabe nada de esto, que muchos hombres con letras son unos grandes asnos y en veinte años de estudio no saben más que parlar un poco de latín lleno de veinte barbarismos, ni tienen juicio en cosa donde, por el contrario, otros con dos onzas de gramática, por beneficio de un buen natural, de un distinto juicio, sin letras ningunas, de todo hablan muy bien, en todo tratan con juicio, finalmente en cualquiera cosa entran y salen con mucho propósito. De aquí verná a inferir su merced la razón de haberse hecho juez de poesía, por su extremado juicio y excelente natural. No soy yo de tan mala condición que pretenda quitar al señor Palomino lo que Dios y el cielo le han dado, si es algo, pero quiérole decir una cosa: que natura nunca juzga bien del arte. Y si me dijere que el artificio en las cosas nació del buen natural de las gentes, direle que es verdad, como yo de mi madre y la fruta del árbol; pero no por eso deja de ser muy diferente la fruta de su árbol y el hijo de su madre. Muy bueno es que quiera el señor Palomino ni otro alguno, con un juicio natural de treinta años sin ningunas letras, y no agora el más admirable del pueblo, presumir de entender lo que tantos millones de ingenios y con tan muchas letras, añadiendo 1 a cada cual su poco, compusieron, en espacio de tantos mil años. Allá en coplas redondillas, en esas agudezas ingeniosas donde cada uno dice lo que siente y no lo que el arte le manda, en estas cosas tales, bien estoy que se meta, que juzgue, reprenda, apruebe, repruebe; pero en poesía grave, llena de artificio, de juicio, de doctrina, de particulares conceptos y ocasiones no le aconsejo que se meta, si no quiere ser reído; ni por esto entienda de mí malignamente que quiero yo decir de mi poesía que es tal, pues decirlo sería mucha arrogancia y manifiesto engaño. Eslo, a lo menos, la de otros muchos y muy buenos ingenios de España, en la cual le aconsejo no juzgue con la libertad que en la mía, pues siempre que lo haga se reirán de él cuantos algo supieren.

Ya ve vuestra merced, señor mío, cuánto es peor que se rían de él los doctos que no que burle vuestra merced de sus cosas; porque si todo lo que no entendiere ha de ser malo, sospecho que habrá pocas cosas buenas. El zapatero, dicen los latinos, no se extienda a más que zapatos, ni el carpintero hable fuera de su carpintería. Bien soy entendido el señor Jerónimo de los Ríos (verdad es, según me dicen gentes) que tiene más entrada en estas cosas, pero, aunque me lo juran yo lo creo poco, o con dificultad, viendo el efecto 2 de su juicio tan diferente del que se espera de un hombre de sus letras. Suelen los hombres ingeniosos y de mucha doctrina mostrar muchas veces sus admirables ingenios en decir bien de lo muy malo, o a lo menos de cosas que ningún bien tienen, y en defender las cosas mal dichas. Así quiso el otro loar la cuartana, otro la mosca, tal la necedad, alguno el asno; que si vuestra merced es el que todos me dicen, cuando bien mis sonetos fueran tan malos como el señor Palomino decía, debiera defenderlos y abonarlos, siquiera para mostrarse ingenioso y docto. Pero sea cuanto docto vuestra merced piensa y otros le hacen, a lo menos no me negará que supo aprovecharse de tan favorable ocasión para mostrar su ingenio. Pero según es de ingenioso, dirame que no es menos dificultoso ni de menos arte decir mal de lo bueno que bien loar lo malo. Esto no lo negaré yo, aunque pudiera, pero diré que no supo vuestra merced decir mal de mis buenos sonetos, si por esa vía pretendió ganar honra, pues debiera traer algunas razones si no verdaderas a lo menos aparentes.

Tratando el marqués de Montesclaros y yo una cuestión delante de la marquesa de Cenete y su marido y otros señores, eran jueces de la cuestión la marquesa de Cenete y la de Cogolludo; pareciéndoles que yo no tenía razón en decir que los celos no nacen de amor, dijo la marquesa de Cenete: «Mirá, Damasio, yo os condeno a carga cerrada. Razón, no me la pidáis.» Tal fue vuestra merced, señor, en el juicio de mis sonetos y en lo que de ellos dijo, pues ninguna otra dio de cuanto dijo 3 que decir: Sic volo, sic iubeo, sic pro ratione voluntas. Para tan absoluto poder faltole a vuestra merced el César, ya que le sobró el Augusto 4 conmigo. (Hombre tan caviloso, menester fuera más que mediana razón). Mahoma en su Alcorán, si bien me acuerdo, en el salmo de Las Arañas y en el de Las Espadas manda que sus leyes no se sustenten por razones, sino que sólo se defiendan por armas. Así, vuestra merced con los demás señores deben querer averiguar cuestiones de Poesía con cuestiones de manos. Pues avísoles que en nuestros nacimientos ni el sol estaba en Leo, ni tuvimos por ascendente 5 a Marte en aspecto trino con Júpiter, por donde se den a entender que son muy belicosos; créanme que es lo más seguro llevar las cosas por razón. Preguntando yo a algunos de estos señores que presentes se hallaron al juicio de mis sonetos en qué se fundaron, con qué razones tan bastantes se armaron contra mí, no me dicen más de: «Así lo dijo Jerónimo de los Ríos: el porqué él lo sabrá». Los discípulos de Pitágoras, como refiere Cicerón en el primero De natura deorum, preguntados la razón de lo que decían, ninguna otra cosa respondían sino «nuestro maestro lo dijo». Tales son los discípulos de Vuestra Merced. En verdad que les debe mucho por tanta fe como daban a sus dichos. No sé dónde me leí de Aristótiles que habiendo visto la Biblia 6 escrita por Moisés, después de vista dijo: «Bien habla este rústico, si probase lo que dice». Aristótiles en cosas de fe pedía razón; estos señores en poesía no la quieren dar, pareciéndoles poco necesaria.

Ya estaba para dar velas de este lugar, persuadido de publicar a Vuestras Mercedes por hombres de ninguna razón para jueces (menos mucho para ser poetas), cuando se me ofreció a la menoría una división de poesía no poco favorable a Vuestras Mercedes. Mario Equicola, si bien me acuerdo, dice que hay unos poetas racionales y irracionales otros. Llama racionales aquellos todos que en sus versos siguen artificio y razón, y así ni más ni menos en todo aquello de que juzgan; y no solo estriban en buen natural, pero se fundan en mucha arte, en varia lección, en profunda doctrina, en grande experiencia. Llama irracionales aquellos cuyas obras no tienen otra cosa, ni se ve en ellas sino una profusa y confusa natura: son los tales unos poetas fanáticos y, por hablar castellano, unos componedores locos que, arrebatados de un furor poético con que nacieron de los vientres de sus madres, o por mejor decir, movidos de una loca y vana consonancia, de pensado y de repente no hacen sino decir versos, escribir poesía sin orden, sin concierto, sin elección ni juicio; si algo bueno dicen es ventura, lo malo es propio de su ignorancia; los cuales, desnudos de arte, pobres de ciencia, faltos de elección, confiados de sí como ignorantes, no hacen sino decir cuanto se les viene a la boca, sin hacer diferencia de palabras, de sentencias, de lugares, de personas; puestos en solo seguir su profusísima copia, por donde vienen a dar en monstruosas composiciones. Suele natura cuando redunda y sobra la materia engendrar monstruos, así también como cuando falta. De aquí vemos unos con treinta dedos, otros con dos cabezas por abundancia de materia. Otros, por el contrario, en defecto de ella, suelen nacer cuáles ciegos, tales mancos, algunos cojos. Ni más ni menos estos poetas naturales, llamémoslos con este nombre. Tales hay de ellos insufribles por la redundancia de cosas, sin orden ni concierto, derramados, profusos; otros tan pobres, tan estériles que, si bien en palabras son demasiados, faltan a la sustancia de lo que tratan; ansí vienen a ser monstruosos los unos por defecto, por demasía los otros. Digo, pues, que si Vuestras Mercedes son de los poetas irracionales, yo no los culpo en condenarme sin razón, pues los tales aun en sus cosas no la tienen, cuanto más en las ajenas.

No me acuerdo bien si el Mutio Justinopolitano, o Mario 7 Equicola refieren entre otras una pintura de Amor de un poeta, el cual le pintó hecho pastor de muchas ovejas y de otros muchos y muy diferentes ganados; y si Amor, como aquella pintura daba a entender, es dios de bestias, bien estoy en que sus historiadores, que son los poetas, sean ni más ni menos gente sin razón. Si bien lo mira vuestra merced, paréceme a mí que quiso significar esta diferencia de poetas el divino Ariosto en aquella ingeniosísima ficción del río Leteo, de donde vio Astolfo muchos cisnes y grajos volando, cuyo oficio no era otro sino sacar del río unos nombres de famosos hombres y de ilustres mujeres. Los nombres que los cisnes llevaban por el aire jamás caían en el río del olvido, donde aquellos de los grajos sacados luego se les tornaban a caer. Con razón llamó aquel divino espíritu grajos a los poetas que el otro dijo irracionales, pues su canto es propio al de estas aves, sin gusto, sin armonía, áspero, insufrible; ni jamás suena otra cosa que “cras” “cras”, propio canto de algunos poetas cuales vuestra merced sabe que hay en este pueblo, que nunca dicen otro que “cras” “cras”, significando, a mi parecer, el poco tiempo que ha de durar su memoria y la de aquellos que con su poesía celebraren, pues llegado 8 mañana estarán olvidados. Y cierto, no es muy mala emblema de los tales un grajo pintado sobre las aguas del olvido.

Queriendo Nealco, pintor excelente, pintar una batalla de los egipcios y persas, la cual se dio a la entrada del Nilo en la mar, no le socorriendo el arte con diferencia entre el agua del Nilo y la del mar, suplió con una ingeniosa invención el defecto de su arte: que pintó un asno bebiendo y un cocodrilo que salía del agua a comerle, por donde agudamente mostró ser aquel agua del Nilo, pues bebían de ella animales como dulce y se criaban en ella cocodrilos, que fuera del Nilo no los hay. Paréceme a mí, no sé yo a Vuestras Mercedes si les parecerá lo mismo, que tampoco sería mala pintura de los malos poetas pintar sobre las fuentes muchos asnos bebiendo, y que saliesen de ellas algunos monstruos que los comiesen; pues miren bien el ingenio de esta pintura y traten de entenderla, que a fe mía cómo a mi parecer no está muy mala; y si bien les pareciere, añádanla a las Emblemas de Alciato con un comentillo mío o suyo, cual más quisieren. Yo los permito que vendan por suya la pintura sin que incurran en el título de plagiariis. Ya me parece, no sé si me engaño, que oigo reír a algún bachiller en leyes o cualque licenciado viéndome alegar títulos de leyes, cosa tan ajena de mi profesión, y aun por ventura dirán Sus Mercedes: «Dimienten, dimiento». Confieso hidalgamente lo poco que de ellas sé, pero también quiero decir cuánto mejor puedo yo hablar de ellas, pues al fin las estudié algún tiempo, que Sus Mercedes en poesía, tan sin saberla ni entenderla y aun sospecho sin jamás haberla visto.

Pregunto, señor, cuando para reprender mis sonetos se aconsejaba con bachilleres y licenciados tan poco poetas, tan poco retóricos, tan poco lógicos, tan ninguna cosa filósofos; cuando dio cargo al bachiller Rivera que lo consultase con otros bachilleres cuales él, ¿qué intención fue la suya, qué pensamiento, qué propósito, qué juicio? ¿Por ventura, trató de condenarlos civil y jurídicamente? El juicio bien sé yo que fue civil; jurídico..., después se verá. Quiso por ventura vuestra merced, como quien trataba en perjuicio de menores, hacerlo por parecer de letrados con decreto público de jueces ordinarios (y mirá qué jueces); no quiso que les quedase a mis pobres sonetos, ni a mí como a tutor suyo, recurso de restitución in integrum, en su honra ni en la mía. Dieron al fin los señores letrados sus pareceres, pero ninguno se atrevió a firmarlo de su nombre. Dejaron satisfecho al señor Jerónimo de los Ríos de su justicia contra mí, aconsejáronle siguiese la causa tan puesta contra mis sonetos como fiscal de poesía, pero ninguno de estos señores se atrevió a salir con la causa adelante. Sacáronle al coso y dejáronle en los cuernos del toro. Están agora a la mira, con gran risa de ver caer y levantar a su merced. «Al fin, señor –dijo vuestra merced– quien con tales calabazas tañe tal son hace». El propósito del refrán bien se deja entender; la genealogía suya búsquela vuestra merced en Erasmo, pues tanto sabe y entiende.

Por cierto, señor, de ninguna cosa tanto holgara yo en esta sazón cuanto de ver en público el juicio de un señor letrado que, según me dicen, trata de ser poeta secreto, cantando entre dientes su poesía, y allá en rincones encantados está hecho juez de mis cosas, de tal manera que sin ser de mí provocado ni ofendido, ni acordándome yo de él, si es hombre ni si es asno, está hecho un Momo (quiero decir un Momo de cosas ajenas) y aun me dicen armado de sonetos contra mí. Pues quien quiera que sea, si es algo, avísole que viva contento y pagado de sus cosas, como el mono de sus hijos, y cante allá, como cuclillo, a solas; ni se meta en hacienda ajena si no quiere que nos demos a buscarle y entremos todos en su demanda, como en la del Santo Grial, pues hay tal de nosotros que, si bien no sea Galaad 9 ni el Caballero de las Dos Espadas, se atreve a desencantarle. Pero temo que, salido a luz, será, como tesoro de trasgos, cualque costal de carbón.

Luego como me dijeron de la emulación de Vuestras Mercedes conmigo (si es emulación la de gente tal y no envidia), comenceme por cierto a holgar y a presumir de mí algo bueno, pues tales ingenios se arman en competencia mía, pareciéndome, como es ello y lo afirma Aristótiles, que jamás hombre sin mucha virtud y entendimiento fue emulado. Comenzaba a tenerme en algo, visto que mis cosas les ponían espuelas donde yo no me acordaba de las suyas, pero cuando entendí la condición de sus ingenios, el género de la guerra, la razón de su competencia, finalmente, cuando bien supe la gente que era, las partes que tenían, lo poco que entendían, quedé corrido pues no pudieron Sus Mercedes ponerse en una tal competencia menos que persuadidos de mí que debía ser yo cuales ellos. Y fundados en este parecer ya se ve lo poco que de mí presumirían; pero bien mirado, no me debe pesar que, en virtud de lo que ellos de sí tienen entendido y piensan que saben, entren a serme émulos (o por mejor decir, me sean envidiosos detractores). Pero está bien, si les parece muy honroso el competir conmigo, si entienden que han ganado mucha honra, yo les permito se jacten y alcen trofeos y triunfen de mis despojos, publiquen su victoria, celébrenla con gloriosos encomios, mas yo bien creo (Dios quiera no sea crédito vano) que tal dejara el pellejo como Marsias, a tal le nacieran orejas de asno como a Midas; los demás, si algo bueno sacaren de la contienda será sólo el nombre de “pegas”.

Ya me parece tiempo de venir a la respuesta de mis sonetos, cosa que tantas veces he rehusado, viendo que no puedo yo responder por mí sin enseñar a Vuestras Mercedes infinitas cosas que no saben, alumbrarles de grandes ceguedades, desengañarles de gravísimos hierros, sacarles de muchas ignorancias, y debiérame bastar a mí, por venganza de cuanto han dicho, dejarlos 10 con sus ignorancias, pues, como dice Cicerón y muy bien, ningún castigo mayor se puede dar al ignorante pertinaz y presuntuoso que dejarle con su engaño e ignorancia, porque ella le mete cada hora en mil vergüenzas y corrimientos, y donde quiera que habla le afrenta. Y delante de tales ingenios y juicios y en tales lugares pudieran decir lo que de mis sonetos dijeron, que fueran Vuestras Mercedes muy reídos, muy burlados, y yo quedara harto mejor vengado por mano ajena de lo que podré quedar por la mía. Pero el estar Vuestras Mercedes, señores míos, tan mal animados contra mí será causa que, no creyendo mi doctrina ni dando crédito a mi juicio, como aquellos que piensan que todo lo saben, todo lo alcanzan, todo lo entienden, ni fuera de sí hallan qué poder desear en sus cosas ni loar en las ajenas; finalmente, ciegos de su presunción, no sabrán aprovecharse de lo que yo aquí les enseñaré, de suerte que yo habré cumplido con la deuda de mis cosas y con la obligación de mis señores y amigos, por cuyo ruego me dispuse a esto, y Vuestras Mercedes quedarán cuales primero, si no fueren peores con la pertinacia de su propósito.

Bien sea verdad que temo otra cosa (y de tales ingenios bien se puede presumir cualquiera cosa). Sospecho que se aprovecharán de mis avisos saliendo de muchas ignorancias con mi carta y querrán después hacerse autores de lo que por causa mía bien dijeren, cosa de que ya tengo experiencia con algunos señores de este pueblo, que enseñados de mí en mil cuestiones, advertidos de su ignorancia, venden, partidos de mí, mil cosas por suyas que por ventura jamás las soñaron, y aun llega a tanto su descomedimiento (no quiero decir desvergüenza) que se me vienen después a mí con una confianza extraña, y tratan de hacerme guerra con lo que yo les enseñé, cosa muy reída de algunos señores, y de mí sufrida con grandísima indignación. Pero permite Dios que jamás los tales entienden cosa bien, ni saben aprovecharse de ella a tiempo y sazón conveniente, y así los trae su malicia a doblada afrenta y corrimiento.

De esto no más. Vengamos al juicio de mis sonetos, veamos las emiendas, estemos a cuenta para ver cómo los entendieron, y así se verá cuán bien los emendaron; pues, si las faltas fueron bien puestas y los sonetos bien entendidos, el juicio habrá sido muy acertado y las emiendas muy razonables; donde habiéndolo mal entendido, habrá sido perverso el juicio y temeraria la corrección, y Vuestras Mercedes por hombres da niente, como dice el italiano, que quien con hombres tan italianos habla, bien podrá, para recrearles el gusto, injerir cualque dicho de aquella lengua, siempre que a propósito venga.

El primero de aquellos siete sonetos comienza:

«Oh fresca rosa, estrella matutina,
milagro y maravilla de doncellas».


Hízose este soneto a mi señora, doña María de Guzmán, hija del conde de Niebla muerto, nieta del duque de Medinasidonia, que también pasó de esta vida poco ha. Es doncella de hasta doce años o trece. Todo esto he dicho para entendimiento del soneto porque en decir:

«Oh fresca rosa, estrella matutina!»


di a entender su poca edad, y más claro cuando dije abajo:

«Vos sois un nuevo sol que sale al mundo».


De este soneto ni de sus palabras, estos mis señores, estos poetas divinos, no supieron entender el fin, que fue loar a la madre, al padre, principalmente a la hija, ni entendieron si se hacía en servicio de doncella ni de casada, de poca ni de mucha edad, cosa que tan claro consta de los versos dichos. Y tales hubo de ellos que no entendieron «estrella matutina» cuál era, ni podían atinar en el cielo cuál de todas sus estrellas se llame propiamente matutina, cosa tan sabida de míseros repetidores, que Venus, tercero planeta de los siete, ilustre y venturosa estrella con cuyo concurso los demás planetas todos son fortunados, única competidora del sol y de la luna, cuando sale con Apolo, llámanle los poetas Lucifer, cuando con Diana tengamos con la luna (…), de suerte que siempre por estrella matutina se entiende la Venus, uno de los más excelentes planetas. Cosas son estas tan sabidas que no sin gran corrimiento se pueden tratar.

En el segundo verso notó por gran bajeza el señor Jerónimo de los Ríos haber dicho «doncellas». Pregunto yo a Su Merced si fuera mejor decir “mujeres”, si fuera más acertado “señoras”. Imagino yo que le sonará a él mucho mejor “damas”. ¿Cómo, señor Jerónimo de los Ríos, bajo nombre es «doncellas»? Un nombre al cual solo después de Dios se debe inclinar la cabeza, un nombre a quien solo de todos los del mundo se debe reverencia como a divino; un nombre santísimo, un nombre honoratísimo, un nombre tan dulce, tan suave, tan grato, que no hay pecho tan rústico, tan inhumano, tan bestial ni tan duro, que al nombre de doncella no se enternezca, regale y regocije. ¿Un nombre que es la honra de las mujeres por casar, le parece a Vuestra Merced bajo?

Veamos agora si este nombre es bajo, que después veremos si en aquel lugar pudiera tener sazón otro ninguno. Dejo la Sagrada Escritura, no me meto en cosas de Dios y de Su Madre (no quiero parecer que mezclo sacra profanis). La más excelente canción del divino Petrarca, o una de las mejores, ¿no es aquella de «Virgine bella»? ¿Cuál otro vocablo hay allí repetido dos veces en cada estancia si no es doncella? Y el mismo autor en otros muchos lugares usó de este nombre. ¿El divino Ariosto no dijo:

«La virginella è simille alla rosa»,


tomada la comparación de Catulo? (Y aún dijo menos que doncella: “doncellica”). Virgilio en el primero: «O, Virgo, quam te memorem». El mismo: «virginibus Tyriis mos est gestare pharetram». 11 El mismo: «O Virgo nec inopina mihi». El mismo: «Virgines os habitumque gerens». En otro lugar: «Et tria virginis ora Dianae». 12

Pero no sé yo de qué sirve querer dar claridad al sol con lumbre, no sé yo cuál hombre jamás de cuantos algo entienden dijo que el nombre de doncellas era bajo. Después de esto, ¿parécele a Vuestra Merced que, siendo esta señora doncella y de tal edad, estuviera bien dicho «milagro y maravilla de mujeres», si con este nombre no se usan llamar sino las casadas o las de mayor edad? Ya que se hubo de especificar la excelencia, ¿no entiende Vuestra Merced que debió ser entre aquellas de su especie y condición y estado? De todos los estados de mujeres, ¿cuál mejor ni más excelente, cuál de mayor dignidad ni más honroso que el de las «doncellas»? Pues quien de lo más la hizo excelente, que entre las primeras la hizo primera y sin segunda, entre las no tales también la extremaba, lo que no hiciera comparándola con otro nombre ninguno de los que se pudieran decir. Por cierto, señor, ternían mucha razón todas las doncellas de juntarse contra Vuestra Merced para tomar de él la venganza que las dueñas de Tracia tomaron del mísero Orfeo, pues tan injustamente les infama su divino nombre. Pero sospecho que ternán ellas por mayor bajeza poner las manos en hombre de tan dañado juicio de la que Vuestra Merced tuvo.

¿Nombrarlas yo, cómo, Señor Jerónimo de los Ríos? ¿No fue bajeza en el Petrarca decir «madre mía» en aquel soneto de Lucrecia y fuelo en mí decir «doncellas»? ¿No el mismo Petrarca en aquel famoso soneto, reprendido del Dolce y de otros muchos por tan limitado, que comienza: «Giunto Alesandro a la famosa tomba», habiendo dicho de su Laura que era digna de ser celebrada del divino Homero, de Orfeo, añada y del Pastor de Mantua? ¿Cómo, señor Petrarca, paréceos que es bien seguir a dos tales nombres, cuales son Homero y Orfeo, el de un pastor? ¿Paréceos que es buen encarecer? ¿No sabéis, señor Petrarca, el precepto de Quintiliano y de todos los retóricos, que mandan que la oración no baje, sino que siempre suba, mayormente loando? ¿Cómo, señor Petrarca, no adevinábades vos que, andando los tiempos, sucediendo las edades, en fin de doscientos y tantos años se habían de levantar en Valladolid unos ingenios divinos, unos poetas del cielo, a cuyos ojos de lince no se habían de poder encubrir ningunos defectos vuestros ni de otros? Pero bien está, divino Petrarca: gozá felicísimo la gloria en compañía de vuestra divina Laura y perdé cuidado de vuestras cosas, que ellas ternán acá valerosos defensores. No temáis tan bajos juicios que ni os sabrán acusar ni, acusado, defender. Y pues vos dijistes en un soneto tan levantado, tan subido, en un soneto tan celebrado, habiendo dicho de Alejandro, de Aquiles, de Homero, de Orfeo, después de tantos y tales nombres, holgastes de poner un pastor, bien pude yo entre las rosas, entre las estrellas, entre los milagros y maravillas decir «doncellas», nombre santísimo, nombre sobre todos los nombres humanos, nombre en cuyo loor se deben emplear todos los buenos ingenios del mundo, todos los avisados estilos, fuera el de estos señores que le tienen por bajo y de poco (no sé si como los niños las piedras preciosas, por no conocerlas).

En el séptimo verso, que es este:

«Parecen pequeñísimas centellas»,


dicen estos divinos ingenios que tampoco pude decir «pequeñísimas». ¿Razón? Buscalda. Si dicen que el vocablo no es puro castellano y muy usado, tanto cuanto el que más, direles a Sus Mercedes que no saben romance (y no creo que habré dicho cosa muy nueva), y si esto dicen no les responderé, pues sería necedad mía las cosas muy averiguadas meterlas en disputa como dudosas. Pido yo al señor Jerónimo de los Ríos: ¿de este positivo «pequeño», qué superlativo sacara Su Merced? Sospecho que no sabe aún materia de positivos ni superlativos.

Yo no sé a un hombre tan pequeño cómo le pudo sonar mal «pequeñísimas», pues jamás se le cae de a cuestas este nombre, también como a mí. Pero ya, ya.... Yo caigo en la razón de la reprensión, aunque Su Merced ni los demás señores (tengo por cierto) no cayeron en ella. Pero quiero yo por ellos poner las más fuertes objeciones que a mis cosas pueden ponerse para que vean como las sé defender y como las sé hacer. Los superlativos, señores míos, son nombres muy huidos en buena poesía, y así por maravilla en poetas latinos ni griegos ni italianos se usan. La razón de esto yo sé que si la preguntasen a Vuestras Mercedes la dirían como los que nunca la supieron ni oyeron. Y aún me dirán más, que jamás oyeron decir esto (a fe mía, cómo lo creo sin mucho juramento): el superlativo no se hará en el verso. La primera razón por ser de tantas sílabas, pues todos los más de ellos, como sean regulares, tienen a cuatro, cinco sílabas, y en todas cinco no más de un acento, por lo cual vienen a hacer el verso malsonante con los pocos acentos, pues no hay verso, principalmente en estos italianos, que no haya de llevar cierto número de acentos, y tantas cesuras, 13 que son tres, en ciertas sílabas (que esto no debo yo decirlo aquí), y como los superlativos quiten estos acentos hacen duro el verso. Quita, ni más ni menos, mucha gala en el verso, pues donde él entra, como tan largo, no da lugar a muchos epítetos o otros nombres, a poderse decir mucho en un verso. Son ni más ni menos los superlativos, por el concurso que en todos ellos hay de dos “ss” y en muchos de tres, letra tan dura y de tan mal sonido que ofende mucho a la blandura del verso y al oído con su aspereza.

Pero, puesto que tengan los superlativos estas razones de huirse, no es menos sino que muchos usen. Usan de ellos los poetas. Así dijo Virgilio: «Fortissime gentis 14 Danaum». Horacio: «Fortissima Tyndaridarum». 15 Y Garcilaso: «Clarísimo maestro»; en otra parte: «Divina y hermosísima María». Y aún hay en este pueblo un señor poeta que nunca sale de superlativos, cosa muy reprensible, porque como los poetas estén obligados a decir las más de las cosas por circunloquios, los que mucho usan de superlativos es por ser faltos y pobres de copia, y así se acogen luego a ellos como a bordón de cojos. Pero, señores míos, yo si puse aquel superlativo púdelo poner por la razón dicha: que es muy castellano, muy propio y los poetas a sus tiempos usan de ellos. Mas con todo yo le puse por otra razón que Vuestra Merced no entendió, y digo que cualquiera otra cosa que allí pusiera cayera mal, y aquella sola pudo estar bien.

Hay una figura que los retóricos llaman por cinco nombres: energeia, 16 evidentia, representatio, sub oculos subiectio, 17 suo ninsio, 18 cuya virtud es representar con las palabras o con las oraciones de tal manera lo que decimos, que no solo no parezca a los oyentes que lo oyen muy bien contado, pero aun, lo que más es, les parezca que lo ven por sus ojos. Pone Quintiliano un maravilloso ejemplo en la toma de una ciudad, y mejor que todos aquel de la divina Filípica de Cicerón: «videbar 19 videre». Porque hácese también esta figura cuando con una palabra representamos muy al vivo lo que pretendemos. Divino ejemplo el de Horacio y de grandísímo artificio: «parturient montes, nascetur ridiculus mus»; así Virgilio hablando de las almas del infierno, no me acuerdo si dijo: «exiguis sonus ovigua nox». 20 (Si no entendieren bien el propósito de los ejemplos, no me doy nada, que tal vendrá que los entienda). Así yo, pues queriendo significar cuán poco parecen todas las demás hermosuras delante la de esta señora, dije: «pequeñísimas centellas». Pregunto yo, ¿qué palabra, qué oración pudiera yo decir que más las disminuyera? Por cierto yo no las sé, pero bien está, que yo hago lo que entiendo y Vuestras Mercedes reprenden lo que ni entienden ni saben si es bueno o malo.

A este verso se sigue otro más que todos dificultoso, verso que según me dicen trujo muy confusos a todos Vuestras Mercedes, con gran duda, muy solícitos, revolviendo calepinos, digestos, códigos, consultando letrados, oráculos. El verso es el octavo del soneto. Dice:

«Como ante el sol cualquiera luz malina».


Puso aquella palabra, «luz malina», en tanta confusión estos admirables ingenios, túvolos tan suspensos que ni sabían ni atinaban lo que quería decir. Nudo, por cierto, digno de la espada de Alejandro y, teniéndolo por tal, dieron cargo al bachiller Ribera para desatarlo y sacarlo a luz. Anduvo Su Merced con él por muchas tierras, fue a la sepultura de Merlín, al Poeta Encantado, subió al cielo a ver la luz de las estrellas y de la luna para saber por qué había yo llamado su luz «malina». En el cielo riéronse de él. Solo (…) le dijo que había sido necedad mía. Baja el señor bachiller, nuevo Mercurio de estos señores poetas, con la resolución, diciendo que ni en el cielo ni en la tierra no se sabía lo que yo quise decir. Sólo el Poeta Encantado, el espíritu de Merlín, dicen que dijo que estaba pasadero.

Pues ¿cómo, señores, como enviaron al cielo, como anduvieron por la tierra, no bajaron 21 Vuestras Mercedes con Virgilio al infierno, y allá en el sexto hallaran este verso del divino poeta: «quale per incertam lunam sub luce maligna», donde a la luz de la luna nublosa llamó «luz maligna», que quiere decir «luz escasa»? ¡Oh bienaventurados veinte años de estudio del señor Jerónimo de los Ríos! ¡Oh bien empleadas horas de sus estudios! ¡Oh felicísimo ingenio! ¡Oh espíritu divino! ¡Oh admirable erudición de hombre que en veinte años no topó con este verso en el sexto de Virgilio! Paréceme según esto que tampoco habrá encontrado Vuestra Merced con aquel precioso ramo de oro del mismo lugar, y bien se le parece, pues tan poco fruto muestra de él. ¿Vuestra Merced no es el que ha pasado a todo Santo Tomás, toda la Biblia, Hyeronimus, 22 Augustinus? ¿Vuestra Merced no es el que ha pasado todos los historiadores griegos y latinos, hebreos, arábigos, caldeos, todos los poetas? ¿Vuestra Merced no dice que lo ha visto todo, que lo ha leído todo, que lo sabe todo? Pues… ¡maldito sea el diablo! ¿Entre tanto como ha visto y leído nunca vio «luz malina», nunca supo en latín lo que significaba malignus y benignus? Quien le preguntara la supositio de este dicho «diues aut malignus aut maligni ficor», que por otra manera se dice: «aut iniquus 23 aut iniqui haeres», 24 ¿qué le respondería?, ¿cómo le entendiera? Por ventura dijera: «todo rico es malo o heredero de malo». ¿Este no ve cuán mal sentido y cuán mentiroso es? Pero con toda la luz que le he dado le suplico me lo declare, y si no supiere comuníquelo con esos sátrapas, con esos señores letrados, a ver cómo lo entenderán, según son Vuestras Mercedes, señores míos, agudos y cavilosos. Diríanme, con todo, que, Señor Damasio, «luz malina» quiere decir «luz escasa»; fuistes muy necio, ni por esa vía estáis sin culpa, pues usastes del vocablo en significación latina, siendo la poesía castellana.

Digo que si yo fui necio, como Vuestra Merced dice, que lo fue ni más ni menos Juan de Mena cuando dijo: «aprés de aquestos a citra»; 25 cuando dijo:

«Eran tan especiales
los rayos piramidales
que del basis procedían
que sus conus impidían
la vista de los mortales».


Entiéndanme Vuestras Mercedes esta algarabía, miren si es alguna palabra de aquella copla castellana, sino puras latinas, y respóndanme como respondió un señor poeta delante de seis testigos, diciendo: «Si Juan de Mena fue necio, ¿téngolo de ser yo?» Miren cómo entendía aquel señor poeta la Poesía. ¿Qué dijera cuando viera en Plauto no sé cuántos versos moriscos de lengua cartaginés, cuando viera en Virgilio «gaza», vocablo pérsico, cuando en Garcilaso mil nombres puros italianos, en Petrarca puros latinos, tales puros castellanos, otros franceses?

En este soneto no había más que reprender, salvo acusarme de un hurto. Allá en los tercetos está un verso que dice:

«Gloriosa rama, antes fruto, de oro».


Dice el señor Jerónimo de los Ríos que este verso es al pie de la letra tomado del Petrarca, y júralo y perjúralo. ¿Cómo, señor pecador de mí? Hurta Garcilaso la mejor de sus églogas, toda al pie de la letra, sin faltar renglón ni palabra en dos o tres planas, del Sannazaro. Hurta Boscán de Pietro Bembo todo el «fértil Oriente». Toma el divino ingenio de don Diego de Mendoza la carta toda de Horacio, o la mayor parte. Toma Petrarca las más de sus invenciones, los Triunfos, de Osias Marc. Hurta Virgilio de Homero cuanto puede, Ovidio de Virgilio, Lucano de entrambos, Estacio de todos. Toma Pontano de Marcial, Ausonio de Marcial, Juvenal de Horacio. Finalmente, cuantos poetas hay y ha habido hurtaron unos de otros; ni por esto son reprendidos, antes son sumamente loados muchos de ellos, y repréndeme Vuestra Merced que haya yo tomado un verso de Petrarca, tomando los propios italianos cuantos pueden de sus versos en la misma lengua, cosa de más reprensión. Cuanto más que, señor Jerónimo de los Ríos, yo nunca tal tomé, ni nunca Dios tal mande, y como confieso otras cosas tomadas confesara esta si fuera verdad, pero por Dios que no lo es, ni yo creo que en todo Petrarca hay tal verso, ni Vuestra Merced lo mostrará; y si lo hubiese yo confieso que no lo he visto. Pero, a trueco de ver si me lo enseña, digo que confesaré que lo tomé del Petrarca (y mire cómo trata conmigo de Petrarca, porque adelante le mostraré que ni lo sabe ni lo ha visto, según lo que de él ignora).

Dícenme algunos señores familiares del señor Jerónimo de los Ríos que entre otras cosas se loa muy de veras que jamás tomó cosa de ninguno. A ellos paréceles dificultoso de creer, a mí no, por cierto. Antes juraré por él, pues quien ha tratado veinte años tan fielmente con sus libros sin tomar de ellos nada, bien se le puede creer que tampoco tomará de los poetas. Cuando esto dice, ¿no se acuerda Su Merced de un dicho que ha mil y seiscientos años que se dijo: «nihil dictum quod dictum non sit prius»? Si entonces esto se tenía por cierto, después de tantos años acá pasados, cuánto más verdadero será. Que habiendo tantos millares de escritores tan excelentes, tan divinos todos, ¿qué cosa podrá decir el señor Jerónimo de los Ríos tan nueva, tan nunca oída que de puro añeja no esté ya rancia? ¿Parece a él (cosa por cierto de reír) porque él diferencie las palabras, varíe los términos, dejará de ser la misma sustancia, en efecto, lo que él dijere con lo que otros muy muchos han dicho? Bueno está pensar que por tomar un señor de este pueblo las composiciones italianas enteras y venderlas por suyas, pasadas en español, que dejarán de ser de otro todas aquellas cosas. De veinte y cuatro letras, cuando más, usan todas las naciones, y de solas veinte y cuatro letras, hacen tantos millones de diferentes razones; aún naturaleza, poderosa infinitamente, no cría cosa de nuevo, sino que corrompiendo uno cría otro.

Y el señor Jerónimo de los Ríos, «potentior omnibus istis», como dijo el otro, quiere ser solo el que jamás dijo cosa dicha. Y tal puede ser ello a la verdad, y tan malo que, como en tal, ninguno haya dado en ello, y sea Vuestra Merced como el primero que trajo la sarna a Castilla. Lo que yo, señor, digo de mí y cuantos algo saben de sí, es que en las más cosas, si bien en algunas no, hurtan; y si por caso dan en cosas de otros, es encontrándose sin haberlas visto con ellos, por donde muchas cosas se piensan hurtadas en algunos que realmente no lo son. Pero sepa el señor Jerónimo de los Ríos que el hurto bien disfrazado es más honroso mucho que la propia invención, y así se ha de entender aquel verso de Horacio en la Arte Poética «tu rectius iliacum carmen deducis in tuum».

El segundo soneto, hecho en servicio de la señora doña Juana Cortés, hija del marqués del Valle, soneto donde yo quise seguir una llaneza de decir la mayor que pude, con los mayores encarecimientos que en tan llanas palabras fueron posibles a mi poco saber; en este, según me han dicho, se reprendió tan sola una cosa, por ociosa, en el segundo verso, que dice:

«que no hay, quien más que vos lo sea, nacida»;


aquella palabra «nacida». «Nacida», por cierto, en el lugar donde está y para el propósito paréceles a Sus Mercedes inútil.

En las demás cosas han parecido Vuestras Mercedes: en tales poco latinos, en algunas 26 malos retóricos, en otras no cosa de poetas; en esta he visto que aun construir gramática castellana no saben, pues no entendieron con quién iba aquella palabra, la cual va luego con el «hay», como diciendo que no «hay nacida» quien más que vos lo sea. Si de esta manera la palabra está legítima y muy bien puesta, ¿cómo por una interposición de palabras la hallaron ociosa? Confiesen que no supieron ordenar las palabras y yo confesaré que no fue aquel su mayor hierro. En los tercetos de este mismo soneto está un verso, el cual, según dicen gentes, engendró tanta admiración en el señor Jerónimo de los Ríos leyéndolo que, admirado de él, dicen que se le espeluzan los cabellos, ni jamás acaba de celebrar este verso con estos tercetos. Antójaseme decir, exclamando con el divino Ariosto, yo también admirado del señor Jerónimo de los Ríos: «Ecco il giudicio human come spesso erra»; 27 pues, ¿cómo, señor, admírase Vuestra Merced de este verso:

«Si el ser esquiva os quita el ser perfeta»,


y admirase de los tercetos de este soneto, que son éstos?

«Hermosa sois, graciosa y muy discreta,
y sobre todo honesta, que es ventura,
mas, ay de mí, que sois, señora, esquiva.

Si el ser esquiva os quita el ser perfecta,
dejad, pues sois divina, de ser dura
y amad a quien os ama, porque viva».


Admírase de estos tercetos, en los cuales, por cierto, a mi juicio no hay cosa que pueda ser muy admirada, y no se maravilla de los tercetos del soneto pasado, donde yo dije todo lo posible de mi ingenio, donde yo, si jamás en cosa fui venturoso, lo fui en ellos. Son estos los tercetos:

«Vos sois un nuevo sol que sale al mundo,
dechado verdadero de tal madre,
gloriosa rama, antes fruto, de oro,

de aquel ilustre y venturoso padre,
que en todo fue sin par y sin segundo
y más lo fue en dejarnos tal tesoro».


¿Qué hay en estos tercetos que no sea maravilloso? ¿Cómo se pudieron más encarecer ni loar tres personas? ¿Qué palabra hay en todos ellos que no sea de oro nacida? ¿Qué tropel, qué priesa llevan hasta el concluir estos versos? Cierto, entendieron mejor su bondad unos gentiles espíritus que andan en corte, de lo que Vuestra Merced los entendió, pues le parecieron en su propósito no tales como esos otros, cosa tan clara la diferencia de unos a otros.

Pero aun en aquellos donde Vuestra Merced quiso loarme, donde al fin confesó que había algo bueno, dijo que habían sido versos de ventura, ni holgó de presumir de mi entendimiento tanto como saber hallar y buscar aquellos versos. Garniberto, en sus libros de Fortuna, en el capítulo “De invidia”, tratando del origen de este maldito afecto, de esta rabia infernal, dice, y muy bien, como todas las demás cosas, una: que del mucho amor que los hombres tienen a sí mismos y del poco que tienen a los demás nace que en sus propias cosas (las que ellos bien hacen y aciertan) se llamen prudentes, y en las que salen desvariadas dicen que tuvieron poca ventura, pero no falta de saber ni discreción. Al revés en las ajenas, pues dicen: lo que otros hacen bien hecho y muy acertado que fue ventura, tuvo dicha; las mal hechas y de mal suceso y desvariadas llaman imprudentes, que por ser de poco saber y consejo las erraron muy mucho. Ejemplo es, señor Jerónimo de los Ríos, de esta doctrina. (Por cierto, yo cuando la leí no pensé ver en mi vida persona de quien tan bien se pudiese decir aquello como de Vuestra Merced, pues lo bueno mío dice que fue de ventura, lo malo ignorancia, atribuyéndose a sí todo el saber del mundo, toda la arte en lo que bien dice y hace, aunque yo no he visto nada). Arguyendo un hombre a Sócrates (otros dicen a Diógenes), queríale probar que no era hombre, diciendo a Sócrates: «Tú no eres lo que yo soy; yo soy hombre, luego tú no eres hombre». Respondiole él: «Muda la orden y concluirás bien». Así digo yo a Vuestra Merced, que mude la orden del juicio y verá cómo al parecer de todos concluye mejor.

El cuarto soneto comienza:

«Pluguiera a Dios y nunca soltara
mis ojos tan sin rienda a conoceros»


Sobre la postrera palabra del primero verso hubo, según me dicen, en algunos señores mucha risa y burla, como de cosa torpe y mal sonante. No querría responder a semejante objeción, viendo cuán excusada se estaba y propia con el uso, no quiero decir de los ingenios cortesanos y de cuantos bien hablan, pero aun de los muy bajos y viles hombres del mundo, ni sé yo quién sino Vuestras Mercedes pudieran dar en tal sentido; pero con todo que, como digo, esté tan excusada, a esta palabra quiero que vean en todo lo poco que saben, y vean si tengo yo razón de publicar su ignorancia.

El cacófaton, vicio muy huido en cualquiera género de escritura por ser una torpe significación de palabras o de sentencia, se hace en una de tres maneras: en sentencias, o en palabras; en palabras o divisas o conjuntas de sentencia. Es muy común verso aquel de Ovidio, no me acuerdo la epístola: «Siqua latent meliora putat». 28 Así quieren decir algunos con poca razón que es ni más ni menos el de Virgilio, en el cuarto: «Siquid tibi dulce meum fuit unquam». 29 (Las palabras son éstas; no tengo el número; son infinitos los ejemplos de esto en los poetas latinos).

En el Petrarca se reprende aquella estancia de la sestina

«Con lei foss’io da che si parte il sole,
et non ci vedess’altri che le stele,
sol una nocte, e mai non fosse l’alba».


(No debo cargar de autoridades en cosa tan sabida, mayormente en tanta multitud de ellas).

En las palabras conjuntas se comete este vicio por el fin de la palabra precedente y por el principio de la susecuente. Podrán servir de ejemplo aquellas coplillas tan sabidas y cantadas de «Cuando Jorge cercó un castillo». Pongo en prosa un ejemplo: jugamos cuatro a los naipes, tengo yo a Vuestra Merced por compañero, jugamos a las malillas, pregúntame si tengo carta firme, respondo yo: «Compañero, tengo un as, no sé si lo juegue». Bien se deja entender lo dicho. (Ya sabe Vuestra Merced que en los ejemplos, como dicen los lógicos no se presupone verdad; por esto no se agravie, que como lo puse en él pusiera en los demás de esos señores.) En las palabras simples o llamémoslas divisas, suele hacerse este vicio cuando de sí son torpes, cuales son todas las que significan torpezas y cosas vergonzosas, aunque no de hacerse algunas, pero sí a lo menos de decirse. Horacio: «et cui im mirator cupemus albi». 30

Agora pregunto yo a Vuestra Merced: ¿«Soltara mis ojos» tiene torpe significación? ¿En la conjunción de estas dos palabras hay algún torpe sonido? ¿La palabra, ella en sí, propiamente significa alguna torpeza? Si en todas sus maneras ello está muy honesto, ¿por qué, veamos, se rieron de ello? ¿Con qué fundamento, cuál razón tan bastante les movió? Quiero, con todo, decir por su parte lo que yo pudiera callar muy bien, sin temer que ninguno de ellos me lo preguntara ni dijera. Hay, señores míos, también cacófaton en las palabras metafóricas, cuales hay muchas; entre otras me acuerdo aquella frasis de Salustio: «Catilina ductabat exercitum». Verbum enim ductare tratare significat virilia. (Las cosas torpes no las debo tratar en romance). Lo que siendo ansí, entrarán Vuestras Mercedes diciendo a esto (a lo menos, pudieran decir si supieran) que aquella palabra soltara significa metafóricamente ‘echan suspiros perdidos’ y por esto no debí usar de ella, pues daba en esta significación odiosa. Esta, señores, es ni más ni menos objeción poco discreta, pues en las palabras, principalmente, se ha de tener cuenta con las más nobles significaciones, con las propias, con las primeras, pues de otra manera ninguno diría hacer, ninguno subir a caballo, como se suele decir; ninguno diría sino ojos ni sería lícito hablar de ellos en singular, ninguno nombraría servidor (a lo menos a Vuestra Merced cumplíale mucho no venderse por tal a ninguna dama). Muy pocas son, señor, las palabras tan contentas con una significación que no admitan dos, y si algunas buenas, otras no tales. En las semejantes suelen los ingenios cortesanos, las personas de buen trato, los hombres de gentiles entendimientos, bien hablados, tomar siempre la principal y más noble significación, donde, por el contrario, unos hombres mal nacidos y peor criados, en todo cuanto oyen, siempre asen de lo peor. Y como sea cosa tan averiguada, los hombres descuidados y cuando menos advertidos mostrar por sus palabras sus entendimientos y por sus entendimientos y razones descubrir a lo que son inclinados, vienen los tales en una interpretación semejante en notar una cosa cual esta, a descubrir de lo que en sí tienen, en lo que están puestos y criados.

Cuento es viejo, pero viene muy a propósito: Licurgo, habiendo criado dos galgos, uno muy cocinero, con muchos huesos y pedazos de carne y livianos, otro solamente ejercitado en el campo a seguir las liebres corriendo mañana y tarde, de suerte que el día que no cazaba comía poco o nada, después de así impuestos, deseando mostrar a sus ciudadanos cuánto puede en las cosas la crianza, sacolos delante de todos al campo y pareados hizo soltar a un lado una liebre y juntamente echar unos bofes. El flaco, bien impuesto, siguió su liebre al momento que la vio, ni hizo caso de la asadura; el otro, grueso, reluciente, criado en la cocina lambiendo platos y sartenes, dejando ir la liebre porque le pareció ligera, arremete como un perdido a sus livianos y comienza a zamarrearlos. Cual es este galgo, hay unos ingenios criados toda su vida en bajezas, en ruines tratos, en conversaciones deshonestas: a estos siempre que se les pone delante alguna palabra con dos significados, como personas de tal ingenio y crianza, dan luego en lo peor y allí ceban sus habilidades. Acaecerles ha finalmente a Vuestras Mercedes lo que a unos lebreles que mandó echar el Príncipe con los leones. En la digresión de este cuento me quiero extender más de lo permitido. (No pasar de aquí para llamarme mal retórico con tan prolija digresión, que yo sé cuán breves han de ser semejantes salidas, y si con entender esto vieren que hago esto otro, sepan que quiero espaciarme un poco y como dicen los gramáticos «dilatare verbi f[…]brias» para mostrarles cómo sé yo tratar las cosas que tomo a cargo cuanto quiera bajas y de poco, cosa que bien hecha es de mayores ingenios y más elocuente copia que la mía). El Príncipe, nuestro señor, como todo el mundo sabe, de ninguna cosa tanto holgaba todo el tiempo que aquí estuvo ni había con que él recibiese tanto gusto y contento cuanto de ver pelear animosos lebreles, traídos de muchas partes, con sus leones (certísimo y verdadero indicio del belicosísimo ánimo, de la animosa inclinación que su alteza tiene a cosas de guerra y presagio manifiesto de lo que, llegado a mayores años y a edad robusta hará, teniendo delante la viva virtud del invictísimo padre, de tan glorioso agüelo, con cuyas dos imágenes de inmortal fama encendido el ánimo de tan venturoso príncipe, con generosa y magnánima competencia, enriquecerá las Españas de gloriosas victorias y triunfos...).

En este mismo soneto se reprende en el verso postrero una palabra como ociosa. Es el verso

«La causa porque muero ni el contrario».


Aquel «contrario» les parece a Vuestras Mercedes perdido y que, como dicen los maestros de cantería, sólo sirvió de ripia, porque habiendo dicho que no osaba decir la causa por que moría no debí añadir después «ni el contrario», pues son lo mismo en aquel verso «causa» y «contrario». Y para decir la verdad no sé yo si Vuestras Mercedes siguieron tan bien su objeción y pienso que sí harían, pues de tan buenos ingenios todo bien se debe presumir, pero no sé yo si en cosa mal entendida puede fundar bien contradición.

Primero que responda a esta buena objeción, quiero decir cómo este soneto se hizo a una señora de cuyo valor no debo tratar en este lugar, pues en otras partes no he tratado yo, con más razón y propósito. Entre otros galanes que a esta señora servían, yo también, convidado del valor de su persona, de la discreción de su entendimiento y de las demás partes suyas, sujeto digno por cierto de cualquiera buen ingenio, quise emplearme en su servicio y de tal manera le fui aficionado algunos días, que ella no lo sabía ni yo se lo osaba descubrir, por ser ella tal persona que con su valor refrenaba mi atrevimiento; y no solo a ella encubría mi deseo, pero aun a todos aquellos con quien trataba, ni jamás entre algunos señores y amigos míos osé decir ni dar a entender mi cuidado, por ciertos respetos. Con todo esto, yo le envié una vez ese soneto, principio de una larga y trabajosa historia y de muchos trabajos míos. Esto entendido, mis señores, digo en aquel verso que me sentía morir y no osaba decir «la causa» de mi muerte, que eran amores, ni «el contrario» que me mataba, que era esta señora. Y a quien le pareciere «causa» y «contrario» lo mismo en aquel verso terná muy mal parecer, pues una es la «causa» por que yo he dicho todas estas cosas (fue por la injusta reprensión de mis sonetos) otro es «contrario», que me las hace decir (el señor Jerónimo de los Ríos con los demás señores, ni más ni menos). En cualquiera afición, la «causa» de penar el amante es la ausencia, los celos, el disfavor, los temores, las sospechas; quien causa todo esto como «contrario» es su dama. Yo pues, a ella bien que muchas veces le decía mi mal y mi afición, pero nunca le osé decir por quién penaba a mis amigos, porque tal de ellos no lo presumiese; no sólo encubría por quién penaba, pero aun negaba mi amor y disimulaba mi deseo, y así concluye el soneto diciendo:

«Morir me siento y aun decir no oso
la causa por quien muero ni el contrario».


Miserable género de tormento y uno de los mayores de cuantos se sufren: padecer un mal y estar obligado al secreto de él y disimularlo; pues los males, aun cuando sin remedio, parece que comunicados se ablandan y sufren mejor.

Sintiendo bien lo mucho que duelen los males secretos y callados, dijo el otro en un soneto: 31

«Dichoso el que en su mal puede quejarse
y publicar su pena y su tormento
y puede, con sacar su mal al viento,
de pena y de dolor desahogarse».


Y así va prosiguiendo todo el soneto de este propósito. Entrarán Vuestras Mercedes diciendo luego, según Dios los hizo cavilosos y sofistas:

-Si vos, señor Damasio, le habéis dicho ya a esa dama en los versos de arriba que la amáis y morís por ella, ¿cómo concluís diciendo que no osáis descubrir una pena ni decir por quién morís? Aquí cogido os tenemos, ni os valdrá el ser tan pequeño para saliros de este nudo ni el preciaros de tan lógico para no haber caído en este descuido.

Bien está, señores míos; no quieran Vuestras Mercedes ejecutar con tanto rigor todos los golpes con los amigos, basta señalarlos. Summum 32 ius, summa iniuria, dicen los latinos; no todo se ha de llevar tan por el cabo, pues si el buen Homero se duerme algunos ratos, Damasio, tanto menos que Homero cuanto Homero más que todos, no es mucho se descuide una vez ni se duerma ciento. Como estos diablos de sonetos son tan largos y tienen tantas docenas de versos, cuando el hombre llega al fin no es de maravillar, y más en tan flaca memoria como la mía, que ya no se me acuerde lo otro al principio. Mas, con todo quiero parecer descuidado en otras cosas, pues hay tantas más donde lo podré confesar con verdad, no quiero admitir el descuido que realmente no tuve.

Hay una figura, señores míos, que los retóricos llaman apófasis (no se me ofrece el nombre latino), la cual viene en uso todas las veces que, fingiendo no querer decir una cosa, la decimos; sirva de ejemplo lo que yo agora diré: El señor Jerónimo de los Ríos y otros señores han querido sin causa y sin razón reprender mis sonetos, decir de mí, pues ténganme por tal que si yo quisiese sabría decir de Sus Mercedes y de sus cosas; bien podría yo decir del señor Jerónimo de los Ríos que ha veinte años que estudia y con todo su estudio no parece que ha visto libro; bien podría yo decir de Su Merced que se precia de hacer sonetos en italiano, en francés, en romance, en latín, en griego y en todas cinco lenguas, muy pestilenciales y muy malos; bien podría yo decir de Su Merced que se precia muy de poeta y aun no sabe cuántos pies ha de llevar un verso, o llamémoslas sílabas, y dice que los agudos pueden llevar a once y a doce y todos los versos pueden llevar esta medida; bien podía yo decir de Su Merced que no entiende los sonetos que reprende; bien podía yo decir de Su Merced estas y otras muchas cosas, pero nunca, Dios quiera, que yo diga de un caballero tan principal cosa que no sea muy en su favor y servicio.

Otro ejemplo quería decir de unos señores letrados, que por verse licenciados en leyes y en necedades, se persuaden que lo son también para juzgar de mis sonetos; querría decir lo poco que entienden, lo poco que saben, cuán grandes idiotas son; querría decir, como dicen estos perros de audiencias, que debajo de capa y gorra ni en compañía de espada puede haber letras; querría mostrar las pocas que ellos tienen, pero no quiero de gente tan bien acreditada y con tanta razón decir cosa mal dicha.

Vean aquí Vuestras Mercedes dos ejemplos de esta figura apófasis; ni por los ejemplos se agravien, pues dicen, y aun yo lo he dicho otra vez, que exemplare non requaerit veritas. De esta figura usé yo en mi soneto, cuando, habiendo dicho aquella señora que moría por su servicio, concluí después con decir que no lo osaba decir, para ganar el ánimo con tan temeroso respecto, que de razón del atrevimiento de estos versos pasados podía quedar ofendido.

Comienza el soneto que se sigue a estos:

«¡Oh blanca ninfa, más que nieve helada,
a sola mi triste alma helada y fría!».


En este no debo decir su intento ni propósito pues él lo 33 dice, y tan claro para cuantos algo entienden, que en tan claro soneto la explicación sería ociosa, ni serviría sino de gastar tiempo. Lo que yo puedo decir de él es que si nunca en cosa mía tuve razón de acertar fue en esta, pues la ocasión era tan aparejada, y la causa tan noble y tan principal, en proprios méritos de su persona, cuanto todas las pasadas en los de sus mayores y suyos. Ni piense ninguno por esto que faltaban aquí nobleza y valor de pasados, pues tiene tanta y tal, cuanta para lustre a las demás partes suyas fue menester. Pero como las virtudes de nuestros mayores en nosotros pongan y quiten tan poco donde las hay propias y tales como en esta señora, sería sinrazón buscar las ajenas de sus padres. Y siendo hecho este soneto en tan principal servicio con tan noble (no quiero decir divino) sujeto, con tan favorable ocasión, solo pudo faltarle mi ingenio, del cual, si en semejante facultad se puede esperar cosa acertada, fue al propósito presente, donde, si bien faltara (como realmente entiendo que no llegué, ni pienso que todos los ingenios del mundo pudieran llegar), merezco fácil disculpa con lo que yo, en otra parte, a semejante propósito, dije en el fin de una canción, diciendo:

«que a las mayores ocasiones
faltan más el juicio y las razones»,


cosa que realmente he yo probado muchas veces y cada día me acaece, cuándo mal obligado, cuándo con mayor ocasión confundido de lo mucho que siento, cosa tan común en los muy aficionados decir menos.

Pero con todo que yo no llegase con mi ingenio a bien decir lo que entendí, confieso sin arrogancia una cosa: que no levanté tan poco el vuelo, ni sigue tan mal mi propósito, ni con tan bajas palabras, ni con tan vulgar concepto que dejase puerta abierta para legítimas reprensiones, pues a las no tales ninguno jamás la cerró sino quien nunca puso mano en cosa; por donde me parece justo tomar, con mucho ánimo, a mi cargo la defensa de un soneto donde yo tanto procuré y tanta razón tuve de acertar, y cuando ninguna otra razón hubiera para tan larga escritura que la reprensión de este soneto, era para mí tan grande que no digo yo trabajo de diez pliegos y contra tales ingenios, pero de mil y contra todos los del mundo y mejores le tomara, sin pensar que cumplía con lo que debo a tan principal ocasión como la de aquel soneto.

Lo primero que con tan mal agüero reprendieron estos ingenios divinos en él fue aquella palabra «helada» dos veces repetida en los dos primeros versos, donde claramente mostraron cuán poco saben de galana poesía. Cosa, por cierto, harto vergonzosa para mí ponerme a satisfacer tan de veras, con tan prolija escritura, a hombres tan poco ejercitados en buena poesía, tan poco cursados en excelentes poetas, tan apartados de entender las curiosidades galanas de los ingeniosísimos poetas, sus sabrosos artificios, los cuales son mayores mucho que en todos los demás escritores, por tener la suavidad de la oración, el deleite y movimiento de los ánimos por principal objeto; bien que a ratos enseñen, pero esto es propio, a lo menos, más 34 de los oradores y de la Historia que de los poetas.

Yo no sé con gente a quien la repetición, una de las galanas figuras de toda la poesía, les parece y suena mal qué me queda decir sino solo contarles el cuento 35 del otro barbero: Auriculas asini rex Midas habet. Veamos, señores, aquella palabra «helada» les suena mal dos veces repetida. ¿Cómo, y no entendieron Vuestras Mercedes, con todo cuanto saben y entienden? ¿No vieron? ¿Agora entienden (dejemos el sonido) cuán necesaria y cuán forzosa es a la sentencia del verso aquella palabra, pues a no repetirse en el segundo verso quedaba en el primero dicha generalmente; que así dicha, pues, fuera llamarla «más helada que la nieve» y decirle lo que unas señoras doncellas dijeron, que la llamaba «desgraciada», y cuando esto 36 no se entendiera, notarla de «desamorada» con todo el mundo. ¿No ven Vuestras Mercedes que fuera vituperarla buenamente, pues el desamor universal para con todos en una mujer es abominable vicio, y no me acuerdo si le llama Aristótiles a las tales «insensatas»? Pues quien no siente ni jamás sintió fuego de amor, cosa que aun los brutos animales, las plantas sin razón ni sentido lo sienten, muy bien se puede pensar de ella que es más sin razón que las fieras, más sin sentido que las piedras; y por no dar lugar a este sentido, fue necesario reducir aquel sentido y que el frío universal para conmigo solo. Llamándola «helada» y «fría» quiero decir «desamorada para con sola mi alma», cosa que dejar de amar una dama en una parte no es vicioso ni se debe llamar vicio de ingratitud, pues se ha de presumir, y con mucha razón, estar el defecto en el amante por no saber granjear su amor, servirla ni merecerla; y como muy bien dice el divino conde Pico Mirandola: «Quien no tiene partes de ser querido, sinrazón hace en quejarse ni en procurar ser amado». De suerte que, si cuando el señor Jerónimo de los Ríos andaba hecho Leandro en las riberas del turbio Esgueva (como tan poco gentilhombre, aunque tan buenas otras partes) no contentaba a su dama, no por eso con razón la pudiera llamar «ingrata»; por donde consta con mucha evidencia cuán injustamente se agravian de sus damas y las acusan algunos galanes, no viéndose de ellas amados, pues ninguno ama lo que bien no le parece. De esta manera, el verso primero de mi soneto, injurioso a aquella señora entendido generalmente, estrechándolo yo después en el segundo, la libré de tan notable vicio, pasando tácitamente el defecto a mí, y no ser querido a mi poca ventura o a mis pocos méritos.

Pero quiero librar mis versos de esta necesidad, (veamos si por otra vía los podré librar de la necedad de aquella reprensión). Admito, señores, lo dicho por ninguno: el sentido del primer verso por legítimo sin el socorro del segundo. Y pregunto a estos señores si saben o han oído decir cuán excelente y preciada cosa y de cuánta gala y gusto es la repetición entre los poetas. Sospecho que nunca llegó 37 a sus orejas «Nomen Palla medis belli et in asta fama». 38 Si esto es, quiero yo decirles lo que de ella entiendo. La repetición, señores míos, es una virtud contraria de dos vicios llamados batología. Es primero tautología, 39 el segundo es batología, cuando se repiten las mismas palabras o las mismas oraciones sin necesidad, sin gracia, sin elegancia. Los ejemplos de este vicio son infinitos; el autor de la Rethorica ad Herennium, pone uno muy bueno. (Quaerite algunos otros). El mejor que algunos traen a este propósito es de aquel versecillo de Ovidio, no sé si en el tercero de los Metamorfosis:

«Errant sub montibus illis sub montibus illis errant».


Pero los que este verso reprenden por vicioso no entienden su artificio y tienen tan poca razón como Vuestras Mercedes con la reprensión de los míos. Suplícoles, si tan grandes latinos son, estudien en defender al pobre de Ovidio, tan sin razón acusado. Tautología 40 es también cuando se repite el mismo sentido sin gracia ni elegancia. De este vicio es propiamente opuesta la virtud de la variación, cual es aquel admirable ejemplo de Virgilio, en el segundo, de aquel Panthus. 41 La repetición es más propiamente contraria de la batologia, de la cual son tantos y tan infinitos los ejemplos cuantos no bastaría toda la vida de cien años para traerlos de todos los que yo he visto. Es el más galano aquel de Virgilio no me acuerdo en cuál Bucolica:

«Saevus Amor docuit natorum sanguinem matrem
conmaculare manus; crudelis tu quoque, mater:
crudelis mater magis, an puer improbus ille?
improbus ille puer, crudelis tu quoque mater».


El mismo poeta,

«dicemus Daphnimque tuum tollemus ad astra;
Daphnim ad astira feremus: amavit nos quoque Daphnis».


El mismo en otros infinitos lugares. Es tan común en estas repeticiones, ora de un solo verbo, ora de una misma oración, que no hay ninguna de sus églogas sin muchas y muy galanas repeticiones. Ovidio usó tanto de ellas que ya, como con tanto dulce, enfada.

Yo, como tan amigo de imitar los poetas latinos, verdaderos artífices en todo poético artificio, en los cuales, como en copiosísimas y muy verdes selvas todo está lleno de cien mil diferencias y diversidades de frescuras, de flores, de árboles, de plantas, mostrando en partes 42 la menuda y verdísima hierba, en partes los derechos y levantados pinos, aquí el robusto roble, allí la religiosa encina, en unos cabos llenos de frescor y sombríos, al amor en otros de altas y espaciosas hayas, a trechos con temerosa y sombría espesura, a ratos con raro, tendido y espacioso campo, de suerte que todo esto, repasando en tan conforme diversidad, es un objeto tan sabroso, tan admirable, tan divino a la vista que con razón se admiran las gentes de estos divinos poetas, sapientísimos imitadores de la prudentísima natura, madre y maestra nuestra. A estos tales, pues, deseando yo parecerme en algo, queriendo sacar de sus caudales y copiosas fuentes cantos que son de los pobres arroyos de este tiempo, he querido hacer algunas repeticiones, algunos círculos, similiter cadentes, poniendo en uso, lo mejor que yo he sabido, las figuras entre ellos, como más galanas, más usadas. Ni pienso que en algunas he sido desdichado, pues en tales de ellas, sin ser yo el juez de mis cosas, he contentado a muchos buenos ingenios, pero en esta figura de la repetición he sido yo continuo, usándola con más familiaridad, por razón que algunas de las demás no caen tan bien en nuestra lengua por la poca diferencia de casos, o a lo menos puede caer esta mejor que ninguna de las otras. Si yo de poetas castellanos supiera algunos ejemplos no fuera tan loco ni tan presuntuoso que me sirviera de los míos, mayormente entre gentes tan puestas en decir mal de mis cosas (no pequeño argumento de su bondad), por no descontentar a tales ingenios, pues ya que no en el propio conocimiento, en lo demás son como unos gentiles hombres que leyendo un epitafio latino de una sepultura, no lo pudiendo entender, dijo el uno: «Sin duda esto debe ser muy bueno, pues nosotros no lo entendemos». Quiero, con todo que mis cosas tengan tan poco bueno al parecer de Vuestras Mercedes, traer algunos ejemplos míos de esta figura, donde si ellos o no fueren tales, ternán materia más larga de reprensión y podrán decir con mucha razón de mis versos que son cuales los hijos de jimio (o sin ojos), bien que nunca me engañó tanto el amor de mis propias cosas, ni el ser mías es parte para que yo deje de ver lo bueno y malo de ellas, tan bien como cualquiera otro que más libre de afección las mire. Pero quiero decir una cosa de mí, que de tal manera amé 43 siempre mis escritos y favorecí mis composiciones que no desamé las ajenas, ni de cosa jamás dije mal, sino muy fatigado por mi parecer (hay en tan manifiesta razón que callarlo quiera quedar por necio), ni jamás traté de levantar mis cosas con deprimir las ajenas, trato muy de gente necia, pues Virgilio para más loar al piadoso Eneas pone en el cielo al Turno.

Vengo a los ejemplos. En un soneto mío pastoril, donde está un pastor esperando la aurora y llamándola en los tercetos, usé 44 de esta figura, a mi parecer harto bien y galanamente, con todo el afecto que de un ánimo muy aficionado y en semejantes repeticiones se requiere. Dicen los tercetos:

«Ven, blanca ninfa, dice en voz cantando.
Ven, aurora gentil, ven, luz del cielo,
que aquí te aguardo; deja el viejo esposo,

deja tu viejo esposo, ven volando;
vuela diosa gentil y deja el velo,
muestra el cabello de oro, el rostro hermoso».


Estoy yo tan pagado y tan enamorado de estos tercetos, no sé con cuánta razón, que por decir lo que de ellos siento sin mucha arrogancia, me parece que quien en su género metiere otros tales seis versos hará muy mucho en ellos; y no solamente una repetición, pero muchas; no sólo de un verbo 45 «ven» y del otro «deja», pero de muchas oraciones. Ni solamente hay repetición, pero hay anadiplosis, hay una maravillosa variación, hay finalmente un afecto en la priesa de las repeticiones tan grande, una blandura en los epítetos, un regalo en todas las palabras, un decoro tan natural, un seguir el propósito que yo hallo tan bien seguido, que no sé yo de todas mis cosas cuál llega a estos seis versos. Y quien bien no sintiere en bondad de estos tercetos será porque no entiende lo bueno de ellos, ni estará en su artificio mayor arte del que yo he dicho, que no solo debo decir ni en todos lugares.

Otro ejemplo quiero traer y con este solo me contentaré de muchos otros que pudiera traer míos, por ventura no peores. En una canción hecha a una señora que yo celebré con nombre de Fortuna, por cierta razón en una estancia de ella dije:

«Yo iré; 46 y a mi dolor solo la Eco,
tan fiel y lastimada compañera,
responderá tornando,
de cualque risco cavernoso y seco,
mis voces en llegando.
Oírse ha por Pisuerga y su ribera
sonar Fortuna fiera,
sonando irá Fortuna
el río presuroso al mar profundo.
En llano y sierra sonará Fortuna,
Fortuna sonará por todo el mundo,
y libre de su cárcel tenebrosa
mi alma desdeñosa irá al profundo,
do sin pasar las aguas del olvido
Fortuna oirá sonar el rey perdido».


Bastarán estos dos ejemplos para que, señores míos, vean cómo en semejantes repeticiones no doy yo acaso, sino muy de industria y muy procurándolas. Entiendan cuán fuera estoy yo de pensar que aquella palabra, «helada», fue mal repetida, pues a fe mía, como si bien entendiesen cuánta fuerza allí tiene y cuánta gracia, viesen muy mejor lo poco que entienden para juzgar de cosas ajenas, cuando son de quien presume entender lo que hace. Si por ventura hubieran dado en esta estancia de Fortuna, ¿qué dijeran?, ¿qué les pareciera?, ¿qué juicio fuera el suyo?, ¿qué sentido le dieran?, ¿cómo me excusaran?, ¿con qué razón me reprendieran?, ¿cómo la entendieran? Pues mírenla bien y traten de entenderla. Más hay en ella de lo que les parece, más trabajo me costó de lo que su facilidad muestra. ¡Por vida mía, que estaría para me contentar con este ejemplo! Y no pude no darles otro donde pudieran poner con más razón sus lenguas.

Quiéroles decir un soneto del cual ya se me antoja que los veo reír y mofar. Ya me parece que no lo pueden sufrir, ¿qué me harán después de visto y leído? Póngolo no porque piense de él que es tal como las cosas pasadas, pero para que entiendan cómo no doy yo en estas cosas buenas o malas sin saber lo que hago, ni acaso o por ventura, como dice el señor Jerónimo de los Ríos. Dice el soneto ni más ni menos, hecho en servicio de Fortuna:

«Pasa la hermosa Venus navegando
en su amorosa concha el mar ventoso;
arde de amor el mar dulce y sabroso,
el viento arde de amor suave y blando.

Ardiendo van los peces y nadando;
arde Tritón y Proteo arde dudoso,
Neptuno arde también grave y celoso,
arde la hermosa Doris con su bando.

Arden Cimótoe, Nereis y Fortuna,
en torno arde Anfitrite de la tierra,
la blanca Thetis arde, arde Nereo.

Sintiendo arder el mar, huye Fortuna,
huye de amor helada y mueve guerra
en tierra al sin ventura de Dameo».


Con este habré concluido bien a propósito de Vuestra Merced. Paréceme que tienen bien de qué decir (mucho más yo de qué me reír). De esto no más, pues me he extendido tan demasiadamente. No les dé pena el verme tan prolijo, pues todo lo que yo mal dijere o hiciere, hace tanto en su favor…

Los versos que se siguen a los postrimeros de aquel son estos dos:

«Oh, cómo te hacen rica, a costa mía,
gracia, valor, saber, belleza amada».


De estos dos versos cuánto más ni menos dijeron, por no entender romance estos señores, que eran herejes, pues daba yo a entender de mí que la hacía yo 47 graciosa, valerosa, sabia y hermosa, cosas que solo Dios las puede dar. Y decir yo de mí que se las daba, concluían diciendo: «Blasphemavit». «Herejía dijo». ¡Oh, Mercurio que oyó! ¡O, rem prodigiosam! Nacidos en España, criados en corte, con veinte años de estudio, con treinta de edad, ¿es posible que no entendieron lo que quería decir «a costa mía»? ¿Es posible, oh Mercurio, que tengo yo de responder a gente de tales ingenios, de tan poco saber que aun la lengua con que nacieron de los vientres de sus madres, la lengua que mamaron en la leche de sus amas, la lengua en que son nacidos y criados y en la que tanto presumen no entienden ni saben la propiedad de sus términos? Y mucho cortesanos, mucho poetas, mucho oradores.

¿Cuál niño de cuantos ayer nacieron no entiende que «a costa mía» quiere decir «con daño mío»? ¿Quién no sabe cómo «costa» se toma por «daño» y otras veces «daño» por «costa»? La gente vulgar, las abaceras, pues si algo compran, les preguntan sus vecinas: -¿Cuánto ha hecho de daño aquello?, por decir «cuánto ha hecho de costa». Decir un médico a su enfermo: -Señor, no comáis de esto, sí no será «a costa» de vuestra salud, ¿no es decirle que será con daño de su salud? Cuando Boscán, dijo Garcilaso, «a costa de mi alma lamentadas», y cuando Boscán dijo: «Vengada estáis, señora, a costa mía» ¿qué quisieron decir sino «con daño»? Cuando yo en otro soneto mío dije que «a costa de mi vida se sustenta», entendí que mi vida le daba vida a aquella señora, o con daño de mi vida. Pues ¿qué otra cosa quise yo decir en aquellos dos versos, sino que era graciosa, valerosa, sabia, hermosa y todo para mi daño, pues con todas estas partes me daba guerra y me mataba? Por cierto, que es gran vergüenza responder tan de veras a cosas de tanta burla, mas ya tengo dicho cuán forzado y contra mi voluntad lo hago, por solo satisfacer a algunos señores y amigos míos, en cuyo servicio se sufre muy bien que yo pierda de mi derecho.

En estos mismos dos versos reprendieron «belleza amada», pareciendo que, pues todas las hermosuras son amadas, como en cosa de sí sabida, no debí decir «amada», de suerte que «amada» sólo sirvió de consonante. Por esta misma razón dirán también estos mis señores que es mal dicho «blanca nieve», «dulce miel», «hiel amarga», «verde hierba», «claro sol», pues todas estas cosas, sin explicar sus propiedades y otras muchas, las tienen necesariamente entendidas. Y con todo eso no hay cosa más común en poesía, ni entre poetas más usada que decir «nieve blanca», «oro rojo», «duro diamante», «mar salado», «colorada sangre». Pregunto yo agora ¿si todas estas propiedades sin decirse, necesariamente se consiguen y entienden, para qué las ponen los poetas? Y si en ellos está bien, ¿por qué lo reprenden Vuestras Mercedes en mí? Y si es malo ¿por qué lo usan todos? Si bueno, ¿por qué lo reprueban estos señores? Esto tienen las malignas reprensiones cuando salen de ánimos envidiosos, que como van guiadas por pasión, van desnudas de razón, y así vienen a redundar en perjuicio de sus autores y en propia vergüenza y corrimiento suyo.

Pero no quiero defender mis cosas con decir: «Hago lo que otros hacen, digo lo que otros dijeron», defensa de Vuestras Mercedes, no mía por cierto, pues nunca que pude tener razón legítima por mi parte me contenté con el uso, si no fuese con aquellas cosas cuya razón no es otra que el uso. Pregunto yo, ¿decir que toda hermosura es amada, dónde lo hallaron como necesario para de aquí inferir que sin decirse podía muy bien entenderse? De la hermosura hallo yo que es propio ser amable en cuanto buena, pero no ser amada, que es acto accidental, pues aprovecha muy poco a una hermosura ser tal para ser amada, si no parece lo que es al amante, siendo como es objeto de la voluntad, según lo define Aristóteles, «el bien aparente, no el real». Diranme ¿cómo puede ser una mujer hermosa y no parecerlo, cómo puede ser una pintura muy perfecta sin que lo entienda un rústico? ¿Y cómo en gusto dañado pierden su sabor todas las cosas? Ni más ni menos si, como algunos autores dicen, no es otra cosa beldad que una conveniente proporción de partes... Acaecerá mil veces ser un rostro muy bien proporcionado, y por el consiguiente muy hermoso, sin que parezca tal a los que lo miran, lo que según opinión de doctísimos hombres no nace de otra cosa sino de faltarle una viva gracia, un cierto espíritu que acompaña las extremadas hermosuras, y las hace no sólo amables, pero amadas; y donde esta gracia y espíritu faltan, importa poco la proporción para el amor. Así vemos muchas mujeres que, compasados sus rostros, no exceden un punto en la proporción debida y, con todo que sean tales, no hay quien ame ni siga, que si solo valiese el ser hermosa en cuanto bien proporcionada para ser de todos querida, amarían los hombres sumamente muchas imágenes, muchas estatuas, tan perfectas y acabadas que no les falta sino el hablar. Pero ¿quién hay tan loco, tan sin seso ni razón que por ver una figura muy acabada, una estatua muy perfecta, la ame? Y si toda fermosura puesta en proporción de partes es necesariamente amada, como Vuestras Mercedes dicen, ¿cómo podrán dejar de ser amadas todas las pinturas que fueren tales? Bien que algunas lo han sido: cosa es muy sabida lo de la estatua de Venus Gnidia, tan locamente amada de aquel mancebo que dejó por memoria y testimonio de su locura aquella abominable mancha. Dejemos a Pigmalión con su estatua de mármol, dejemos a Alenidas (sic) perdido por la estatua de Cupido, al otro necio que murió enamorado de la estatua de la Fortuna y una mañana le hallaron muerto por sus amores al pie de ella, que si estos y otros muchos fueron cuentos verdaderos, no hay que hacer caso de ellos, habiendo sido amores monstruosos, cual fue el de Pasífae con el toro y el de Cratis, pastor, con la cabra. Yo no trato sino de amores fundados en razón, con la cual nunca hombre hizo cosas semejantes. En estos es manifiesto un engaño: pensar que todo lo verdaderamente hermoso es amado. Hay más, que comúnmente vemos muchas imágenes tenidas y confesadas de todos por hermosas y con todo esto amadas de ninguno. Lucio Apuleyo en su Asno de oro, en aquella graciosa fábula de Psiche, dice de ella que era tan hermosa que verdaderamente parecía cosa fuera de toda condición mortal, ni por ser tal había en toda la ciudad, 48 ni hubo entre todos cuantos la conocieron hombre que a ella se aficionase, ni jamás persona se sintió encendida con los rayos de su hermosura. Todos la miraban, todos la loaban, pero de la suerte que a una muy acabada pintura, con aquel calor con que solemos mirar una estatua de mármol muy bien hecha. Por el contrario, las dos hermanas, de gran parte no tan hermosas como ella, contentaron más y fueron pedidas de dos reyes por mujeres. Por lo dicho parece claro cómo no todas las hermosuras, si bien sean amables, son amadas. (Entiendo yo esto).

Dije de aquella señora no solamente que era hermosa, pero añado que su hermosura era no tan solamente amable, pero amada de todo el mundo; como la que es tal y tan aventajada que, desnuda de todas las demás partes, ella por sí sola es admirada y amada de todos los buenos entendimientos del mundo. Entendiendo, pues, yo, señores, que hay muchas hermosuras frías, desnudas de toda gracia, sin calor de amoroso fuego, dije «belleza amada». No fue necesidad de consonante, no fue palabra ociosa. Particular advertencia fue mía, mal entendida de Vuestras Mercedes, y pluguiera a Dios en todo hubieran parecido poco advertidos, pues en tal caso no pecaran de ignorantes.

Lo que después de esto se reprendió fue que el soneto era tomado lo principal del Petrarca, o digamos todo. Por cierto, señores, en tales de mis cosas saben Vuestras Mercedes más que yo y en las demás, mías o suyas, no saben nada. Verdaderamente se querrán haber con mis sonetos como, según dicen, se hubo el teniente de Medina con las hechiceras, haciéndoles confesar por fuerza lo que nunca les pasó por el pensamiento. ¿Quieren Vuestras Mercedes, ni más ni menos, que confiese yo por hurto lo que está tan lejos de serlo cuanto de parecerlo? Miren agora cuán bien lo miraron, pues si libres de envidiosa calumnia lo miraran, vieran la mucha diferencia del soneto mío al de Petrarca, pues bien mirado el soneto es

«Era il giorno ch’al sol si scoloraro»


Si cosa tiene que pueda a las del mío parecerse es aquel verso, «però al mio parer non li fu onore», tan diferente del mío, «Oh blanca nimpha, no fue gloria honrosa», que si bien el aire de las palabras sea tan semejante y parezca que por diversos términos fuimos los dos a un fin, ¿qué mucho?, habiendo sido la ocasión mía semejante a la del Petrarca, pues si él vio su Laura el Viernes de la Cruz y se enamoró de ella en la iglesia, como algunos dicen, yo ni más ni menos vi a aquella señora en la iglesia un día de harta solemnidad, y tan descuidadamente di yo en su hermosa vista cuanto el Petrarca dice que dio en la de su Laura. Las ocasiones iguales, los lugares semejantes, aunque con tan desiguales ingenios, ¿por qué no pudimos concurrir? Cuanto más, señores míos, que la imitación no se debe llamar hurto, ni tampoco me maravillo si como los que no saben en qué consiste el imitar, acostumbrados a siempre hurtar, llamen hurto cualquiera ingeniosa imitación.

Después de las reprensiones referidas de estos sonetos, han puesto, ni más ni menos, las manos o las lenguas en algunas otras cosas mías, en la misma igualdad de juicio en esto que en aquello (tales son las reprensiones de estos señores, que, una vista, serán fáciles de conocer las demás por suyas).

Ríense mucho de que en un soneto pastoril dije:

«Ingrata Galatea, cruel, maligna»


Pareciéndoles, lo uno, que «maligna» no es vocablo castellano (como ni fue «mercedes» latinos). Lo segundo, dice uno de estos señores que «maligno» y «maligna» no se dice sino de los espíritus malignos. Lo tercero, llamar a una dama «maligna», cosa que solo se dice al demonio, que es muy mal hecho y de muy mal poeta.

Veamos, pues, si el vocablo es castellano y preguntémoslo a cuantos ayer nacieron si hay cosa más común que llamar «maligno» a un hombre malicioso, en romance. (Por cierto, yo no sé cómo puede presumir de castellano quien niega la propiedad de este vocablo en romance). Si les parece por ser vocablo que también le hay en latín, y más antiguo suyo que nuestro, que por esto no deba llamarse castellano, quitarán ni más ni menos el uso de los más nombres de nuestra lengua, pues todos son puros latinos, y tales griegos, algunos italianos, y muchos arábigos; de ellos flamencos y franceses.

Mucha niñería es responder a semejantes frialdades. Pero excúseme la fuerza de algunos señores amigos, que a ello me obligan, pues decir lo segundo es muy bueno: que «maligno» no se dice sino a espíritus malignos. Pues, señores, ¿qué haremos, que entre los demonios no hay hembra? Esta terminación maligna y malignas ¿de quién se dirá? Pues las reglas de Gramática no permiten decir «espíritus malignas» (si ya no quieran sentir con algunos de los antiguos que dijeron que había demonios mujeres, y no mintieron si entendieron de algunas que viven entre nosotros). Cosa, «maligno» y «maligna», paréceme a mi señores míos que se podrá decir propiamente de Vuestras Mercedes y de sus lenguas, mejor mucho que de los demonios, pues la propia significación de este vocablo, «maligno», es ser mal intencionado, tener malas intenciones, de aquí viene secundariamente a tomarse por «hombres y mujeres maliciosas», pues quien tiene ruin intención, por bueno que sea lo dicho, siempre lo tuerce a su mal propósito, al menos no al bueno, que valdría tomase también «maligno» por una cosa mal inclinada. Así, es muy común cosa decir a un muchacho: ¡Oh, qué maligno rapaz! Allí no quiere decir «malicioso» ni «mal intencionado», sino «dañino, mal inclinado». Usamos de este nombre muchas veces en conversación, y entre cortesanos ingenios es muy familiar decir (cuando uno adrede, conversando en graciosa conversación, tuerce todo lo que su dama le dice a otro sentido y a lo que ella no pretendió), llamarle ella «maligno». Es esto tan sabido y tan usado que ignorarlo es nunca haber tratado con gentes. Donde este vocablo es más usado es entre rústicos, y uno de sus mayores requiebros, cuando sus zagalas les hacen algún desfavor, es llamarlas «malignas». De esto están llenas todas cuantas farsas pastoriles hay en España.

Pues díganme agora estos señores: en un soneto pastoril, cual este, y en boca de un pastor, ¿hay cosa que mejor parezca que lo muy usado entre ellos? Si guardar el decoro de las cosas es que hable Dalio como un criado bajo y Simo como un viejo rencilloso, Thais como ramera profana, Pánfilo con un modo muy enamorado, ¿por qué ha de parecer mal que un pastor use de los términos más familiares a su persona y trato?

Pues el encarecer de la objeción estuvo donoso, diciendo «sí que». . . . a una dama es mal dicho. Bien estoy que se diga a una dama, pero ¿no ven que se lo dije como pastora y yo en traje de pastor? ¿A una dama dijérale yo en un soneto cortesano «injusta, cruel, perversa, maligna», como allí le dije? Es lo bueno que, diciendo el señor que reprendía esto, en 49 un soneto suyo pastoril, fingiendo un pastor que iba desesperado de cierta sentencia (no me acuerdo los versos):

«Iré por peñas, por abrojos, por espinas
y por plantas espinosas»,


riéndome yo de que dijo «por plantas espinosas», él no supo cómo excusarlo, sino diciendo: -Señor, habéis de entender que lo dice un pastor necio que no sabe más. Dije yo entonces: -Pues, señor, si vuestro pastor necio pudo decir esa necedad, mi pastor cuerdo bien pudo decir esta cordura, que está muy bien dicha y muy propia, tanto que en todo mi soneto no hay cosa más galana que aquella palabra «maligna».

Pregunto yo: Si este señor, comenzando a loar a Salomón en un soneto suyo comienza diciendo:

«Si Salomón, que fue tan avisado»,


¿por qué no diré yo en un soneto pastoril, vituperando:

«Ingrata Galatea, cruel, maligna»,


tan propio, tan galano y tan bien dicho? ¿Cómo, señor, así se había de loar Salomón, padre de todo el saber humano, el más sabio hombre, después de Adán acá, de los nacidos, padre de la sabiduría humana, que recibió el saber por gracia, alumbrado del Espíritu Santo? ¿Un hombre tal, había de entrar loándole Vuestra Merced con llamarle «avisado», cosa que de un triste paje se dice, cosa de que ya no se precia un niño recién nacido, sino que pasan a mucho más que a parecer avisados?

Riéndome yo de esto, como tenía razón, truje el lugar de donde reprende Ovidio semejantemente 50 o muy bajamente a Ulises en aquel versecillo:

«Non formosus erat, sed erat facundus Ulysses»


diciendo:

«No era Ulises hermoso, pero era elocuente».


Dijo aquel señor poeta cuando yo le truje este lugar:

-¿Qué tiene esto que ver con esto otro, pues las comparaciones han de ser de un mismo género?

Porque vean las gentes quiénes tratan de reprender, quiénes se meten en cuenta de poetas, quiénes quieren parecer doctores en lo que hacen, ingeniosos en cuanto dicen. Miren cuán bien entendió este señor el lugar que yo truje contra él y cuán bien entendió el que él alegó para escaparse. Porque vean: si Ulises y Salomón, siendo hombres; el soneto loando a Salomón, el verso a Ulises; poeta Ovidio, presumiendo este otro señor de poeta. Miren, por Dios, si era 51 la comparación eridens generis. (No piense ninguno que es cuento fingido, pues pasó en la librería pública, delante de más de diez o doce testigos, con un poeta de los nueve de la Fama).

Con estas cosas y otras infinitas semejantes he disimulado yo muchos días ha, diciendo de todo bien, loando cuanto todos hacen y dicen, viviendo tan ajeno como todo el mundo sabe de me hacer juez de cosas ajenas, no porque me falte ingenio para mal decir, ni entendimiento para entender las cosas mal dichas, pues, si yo entendiéndolo hago y digo algunas buenas, no hay por qué me falte conocimiento de las malas, siendo como es una misma facultad y de un mismo artífice el bien y el mal decir. Pero helo notado siempre viendo que cada uno hace lo que sabe, y donde las fuerzas del ingenio obligan a los buenos deseos, es de loar el propósito de tan virtuoso trabajo; por donde me persuado yo, no sé si con razón, que en cualquiera cosa de ingenio hay lugar al favor, cuando no sea la obra, siquiera por el deseo. Y como muy bien dice Cicerón, no todos pueden ser tales que sean sumamente loados, ni por faltar de muy buenos merecen ser reprendidos, pues en las más cosas unos son loados, otros aprobados y los demás no deben ser desanimados, siendo tan común cosa de un ingenio rústico y mal labrado, con el importuno trabajo, con el uso y porfía surtir, andando el tiempo, maravillosos efectos, suavísimos frutos, muy honrosos y loables trabajos: tanto puede un ánimo no cansado, confiado en su trabajo. Vense de estos tantos ejemplos cada día que no hay cosa más sabida entre gentes de ingenio que ver grandes habilidades perdidas y muchas no tales ganadas.

Por esto yo jamás huelgo decir mal de cosa, ni reprender trabajos ajenos, sino aquellos ya de todos muy reprobados, o cuando son de hombres muy confiados de sí mismos con tan poca razón como Vuestras Mercedes. Aun en los tales, si no provocado, jamás holgué de poner lengua en sus trabajos, ni dejo de reprender cosas ajenas, por excusar de esta manera la reprensión de las mías, pues cuando son de tales ingenios yo las estimo muy poco, por lo poco que me pueden quitar ni poner. Y cuando mis cosas son notadas por no tales de buenos ingenios, huelgo en tal caso corregirlas tomando buenamente cualquiera ingenioso parecer en ellos, cuando es de hombre en quien yo reconozco juicio y doctrina.

Esto he dicho para que vean Vuestras Mercedes la poca razón que tuvieron en poner lengua en mis sonetos, haciendo fiesta de ellos, siendo de un hombre que jamás de sus cosas dijo ni pensó decir de las de otros ningunos, estando yo tan ajeno de dar ocasión de mal decir a persona, haciendo las cosas que hago. Si algunas son por mi solo contento, algunas (y las más) a forzosas ocasiones, no porque lo tenga por oficio, pues no hay hombre en el mundo tan ajeno de poesía, por ser tan dado a la prosa y juntarse estos dos estudios tan mal entre sí, que como dice una cartilla de La amorosa visión de Juan Bocacio, nunca buen poeta tal orador, ni orador excelente jamás buen poeta. Bien sea verdad que me precio que los versos salidos de mi mano ninguno de Vuestras Mercedes los sabrá entender, cuanto más tratar de reprenderlos; pero siendo ellos tales y de un hombre tan apartado de ser poeta, tan libre de traer sus cosas a vender ni competir con ninguno otro que más de esto se precie, no debieran, como digo, señores míos, tan de veras y con tanto cuidado poner sus ingenios todos en decir mal de tan inocentes sonetos, pues era vivo su dueño, con tal lengua y pluma que, incitado con semejante razón, sabría volver por sus cosas, sin temor de todos los detractores de este pueblo que más guerra le presuman hacer. Y cuando algo quisieran notar de mis versos, hallarán, no lo quiero negar, muchas cosas dignas de emienda si las supieran entender, sin las que acusaron con tan poca razón, por estar todas a mi pobre juicio no solo buenas, pero muy galanas y muy acertadas. Pues, ¿cómo no me tengo yo de reír de hombres que reprenden «cabellos de oro rojos», porque el «rojos» había de convenir con el oro y no con los cabellos? Y si eran de oro y (...) rojos, no hubo para qué decirlo, cuanto más [...] se [...]a en otra parte que dije yo: «cabellos de oro finos». ¿Cómo salieran, si este versecillo fue a decir Petrarca, a defenderlo? ¿Cómo lo entendieran? ¿Cuán bien entendieran el de Virgilio?

«ibant obscuri sola sub nocte per umbras».


El mismo:

«solidoque adamante columnae»,


y tantos otros millones de ejemplos que hay de la hipálage entre los latinos.

Declarando yo esta figura de que usé en aquel verso, y en los demás semejantes, a un señor que pertinazmente, sin entenderlo, por solo su parecer lo reprendía, confundido de mis razones, otro día, refiriendo un soneto suyo, dijo una cosa que a mí se me antojó reprender como mal dicha. Era el verso

«sentidos, dad a todo mal espanto»,


donde su intento fue decir: no sintáis de sí más ningún mal, cosa que es tan dura, y tan impropiamente dijo. Acusando yo la dureza, la impropiedad de semejante término de hablar, aprobando harto más de lo que es, otro día (aunque oído de mí) respondió:

-Señor, aquella es hipálage.

Mirá el señor poeta, cuán bien entendía la figura y el artificio. Pareciole que era lo mismo «dad a todo mal espanto» 52 que decir «Date classibus aequores, date uelis uentos».

Vale





1. Ed.: añidiendo
2. Ed.: afecto
3. Ed.: dio
4. Ed.: angosto
5. Ed.: acendente
6. Ed.: Blibia
7. Ed.: Juanis
8. Ed.: llegada
9. Ed.: Galaz
10. Ed.: que dejarlos
11. Ed.: spars virginum mos et est gestare uritian
12. Ed.: Et tua virginis ora drame
13. Ed.: censuras
14. Ed.: Fortissimi gentes.
15. Ed.: Fortissima Tindarido.
16. Ed.: energia
17. Ed.: oculis subjetio
18. Es lectura claramente errónea.
19. Ed.: videban
20. Otra lectura claramente errónea.
21. Ed.: bajaran
22. Ed.: Geronimus
23. Ed.: yniquiis
24. Ed.: fieres
25. Ed.: acina
26. Ed.: algunos
27. Ed.: terra
28. Ed.: Quaque … puta
29. Ed.: Siquit … dulze … vmquam
30. Otra lectura errónea.
31. Ed.: soneto dicho
32. Ed.: Summus
33. Ed.: ello
34. Ed.: a lo menos mal
35. Ed.: canto
36. Ed.: ésta
37. Ed.: llega
38. Otra lectura errónea del copista.
39. Ed.: taptología
40. Ed.: Taptología
41. Ed.: Phantus
42. Ed.: parte
43. Ed.: amo
44. Ed.: om.
45. Ed.: verso
46. Ed.: Y oiré
47. Ed.: ya
48. Ed.: cibdad
49. Ed.: om.
50. Ed.: semejante me […]
51. Ed.: eran
52. Ed.: espanta

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera