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Título del texto editado:
[Sección III, Capítulo IV] Diferencias esenciales entre la literatura antigua y la moderna. Clasicismo. Romanticismo
Autor del texto editado:
Gil y Zárate, Antonio (1793-1861)
Título de la obra:
Manual de literatura: principios generales de Poética y Retórica. Parte primera
Autor de la obra:
Gil y Zárate, Antonio (1793-1861)
Edición:
Madrid: D. Ignacio Boix, 1844


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CAPÍTULO IV

Diferencias esenciales entre la literatura antigua y la moderna. Clasicismo. Romanticismo


Cuando atendemos a la enorme diferencia que existe entre la civilización antigua y la civilización moderna; a la revolución tan portentosa y completa que ha tenido lugar desde unos tiempos a otros en religión, gobiernos, usos e ideas, podemos asegurar que los antiguos y los modernos han vivido en dos mundos enteramente distintos. Los hechos recogidos por la observación en ambos mundos han debido ser, por consiguiente, de todo punto diversos, y la memoria de unos y otros pueblos se ha poblado de recuerdos que por la mayor parte no tenían entre sí relación alguna. La imaginación, pues, al sacar de la memoria semejantes recuerdos para crear sus concepciones, ha debido producir obras de naturaleza totalmente distintas; y la parte variable del gusto dependiente de estos recuerdos, de estos elementos contrarios de belleza, ha tenido que dar al gusto de los pueblos, bajo ambas civilizaciones, un carácter especial con notables diferencias.

El olvido casi absoluto en que durante muchos siglos estuvieron la mayor parte de las obras de la antigüedad arraigó fuertemente el nuevo gusto en Europa, y creó una literatura. Cuando aquellas obras se desenterraron esparciéndose por todas partes fueron estudiadas y comprendidas las bellezas que encerraban, unidas al peso de la autoridad que llevaba consigo todo cuanto procedía de una era de esplendor y gloria, hubieron de dar origen a una reacción; y el entendimiento vacilante entre los hechos antiguos y los modernos dudó en conceder la victoria a uno de los dos gustos, emprendiendo una obra larga de comparaciones y combinaciones nuevas para fijar definitivamente el tipo de la belleza. Hubo pueblos e individuos que se decidieron por las formas de la literatura antigua, aunque cediendo siempre en algo al influjo de las modernas ideas: hubo otros que persistieron en el camino nuevamente abierto, y se lanzaron de un modo resuelto en él para crear con fecundidad portentosas obras que en nada se parecían a las que los primeros admiraban: hubo, en fin, luchas entre ambos sistemas en los cuales alternativamente llevaron uno y otro lo mejor de la batalla; mas por último, reconocidos todos los campos, analizadas las causas y los efectos, el entendimiento ha venido a decidir que ambos sistemas pueden ser legítimos; que, producto de diferentes civilizaciones, los elementos de belleza que cada una de estas ha suministrado, aunque de diversa naturaleza, son igualmente aceptables, porque los últimos, por nuevos, no eran malos; resultando de aquí dos géneros de belleza a la par admirables y que no se excluyen el uno al otro: así como el que sea una rosa bella no se opone a que un clavel también lo parezca.

Para aclarar nuestro pensamiento, necesitamos entrar en algunos pormenores sobre la civilización antigua y moderna y dar una idea de las causas que establecen entre ellas tan profunda diferencia. Al hablar de los antiguos nos referiremos solo a los griegos, porque su literatura es la que más conocemos fuera de la latina, la cual no es más que un reflejo de aquella, y, por decirlo así, una misma literatura traducida a distinta lengua.

Los griegos vivían en medio de una sociedad primitiva, y eran por consiguiente muy poco variados los elementos de su civilización: así es que la sencillez fue el carácter predominante en todas sus obras. Cercanos todavía a la naturaleza, se hallaban identificados con ella, y la reproducían con una verdad admirable. Presentándose a sus ojos en toda su hermosura, sin que los caprichos del hombre la hubiesen desfigurado, tenían la más perfecta idea de la belleza exterior y de las formas; pero esta idea jamás se separó de la sencillez: antes bien, se consideraban las dos tan íntimamente unidas, que lo sencillo era requisito indispensable de lo bello. Por lo mismo que eran los primeros observadores de la naturaleza, se pararon solo en las formas exteriores, reproduciendo los fenómenos visibles sin indagar sus causas. En su pintura se proponían únicamente imitar sus galas; y cuando retrataban al hombre, tampoco cuidaban más que del hombre exterior, sin profundizar en sus afectos interiores. Cierto es también que estos se limitaban a los ímpetus naturales del corazón humano, no moderados todavía por una civilización avanzada, sin más freno que la fuerza. En presencia del individuo, solo el temor los contenía; en presencia de la sociedad solo una ley opresora los hacía enmudecer; en presencia de la divinidad, solo un destino inflexible determinaba su curso. Fatalismo en la religión, abnegación de sí mismo en política, materialismo en las ideas, amor de lo bello y sencillez en todo; tales fueron los caracteres del pueblo griego, tales los que se reprodujeron en su literatura, particularmente en la dramática que es siempre el reflejo más fiel de la civilización de un pueblo. Su fatalismo hacía que los dioses intervinieran en la trama y desenlace de los dramas, hasta en las pasiones que animaban a los personajes y en el lenguaje con que se producían. Como esclavos de la sociedad, casi todas las tragedias y comedias tenían un fin político. Por el materialismo que los dominaba, jamás había lucha de afectos, sino la expresión sin rebozo de pasiones vehementes. Su sencillez les hacía huir de toda complicación en los argumentos; y su pasión por lo bello no permitía sino formas regulares, aunque se pecase por frialdad y monotonía. Todo su sistema literario está, por decirlo así, personificado en la estatua griega. Desnuda de adornos superfluos y aislada, buscaba solo la sencillez y la regularidad en las formas; y así como en un principio no se esculpían grupos, los cuales solo fueron ya conocidos tarde, así puede decirse que en literatura y en todas las artes no se conocían tampoco, presentándose los objetos como en los bajos relieves, sin combinación, sin complicación de ninguna especie. De estas condiciones indispensables de aquella civilización especial se llegaron a deducir todas las reglas de su sistema literario, reglas que fueron formuladas en los códigos que al efecto nos ha dejado la antigüedad; pero que por lo mismo no han podido ser todos aplicables a otros sistemas nacidos en medio de civilizaciones muy distintas.

Con efecto: si de los pueblos antiguos pasamos a los modernos, advertimos desde luego entre ellos una diferencia esencialísima, la cual es la diversidad de elementos que han entrado a componer la sociedad de unos y otros. Pocos y uniformes en los primeros, son muchos y contradictorios en los segundos. Por esta razón la sociedad antigua llegó en breve a su mayor perfección, y la moderna ha tardado muchos siglos en organizarse, no pudiendo decirse aún que haya llegado al resultado final que promete la combinación de aquellos elementos. De aquí mayor complicación en las relaciones sociales, más variedad en los afectos y caracteres, más oscuridad en los hechos, más dificultad en conocerlos y explicarlos. De aquí desterrada la sencillez primitiva para dar lugar a la confusión intrincada. De aquí la necesidad de más tiempo y más espacio para desarrollarse los hechos y darse a conocer los hombres. Pocas palabras bastaban para pintar al impetuoso Aquiles, al soberbio Agamenon: acaso es preciso un libro entero para revelar los arcanos del corazón de un Cromwell o un Felipe II.

El primer elemento que entró a combatir y modificar la sociedad antigua fue la sustitución del cristianismo a la religión anteriormente establecida; novedad que solo ella debía ser causa de una revolución asombrosa en todas las cosas, y principalmente en la literatura. Con la religión cristiana quedó destruido el materialismo que predominaba en todas las obras antiguas reemplazándole aquel espiritualismo que, sin cuidarse de las formas exteriores, penetra en las causas de los fenómenos, las estudia y las explica y, despreciador de la belleza corporal, solo estima la del alma. Con ella dejó de ser el fatalismo la única norma de las acciones humanas; el libre albedrío permitió que estas fuesen buenas o malas, según la intención que las ocasionaba, y, admitido el freno de la voluntad propia, hubo lucha y contraste de afectos y diversidad de la conducta de los hombres. Con ella, en fin, se ennoblecieron ciertas pasiones, y, adquiriendo una importancia que antes no tenían, crearon situaciones, engendraron vicios y virtudes que no se conocían, y que contribuyeron a la complicación asombrosa del nuevo estado del hombre. Entre estas pasiones nuevas, aunque parezca paradoja el decirlo, fue la principal el amor. El amor que tanto papel hace en la literatura moderna, se muestra apenas en la griega, ni aún en el teatro donde más papel ha hecho siempre. Solo una tragedia griega, Fedra, se funda en él; y aún allí no se presenta como una pasión natural, propia del hombre, sino como un castigo impuesto por el cielo. Mas, ¿cómo era posible que el amor se presentase en la literatura, cuando no existía en la sociedad? Para que haya amor en la sociedad es preciso que haya objeto en quien recaiga; y entonces, por decirlo así, la mujer no existía. Los griegos pusieron, a la verdad, entre sus dioses a Cupido; pero Cupido no es el amor verdadero; es solo el deseo, el apetito, única cosa que los antiguos conocían. La mujer no ha existido para el amor sino desde el momento en que ha sido emancipada. Para hacer otra cosa más que desearla, para amarla realmente, era preciso ennoblecerla, hacerla igual al hombre: y la mujer entre los antiguos fue siempre un ser muy próximo al esclavo. No les inspiraba más afecto que el que produce la contemplación de la belleza: la amaban como la más bella entre las cosas bellas, pero la amaban como amaban una bella estatua, como amaban un hermoso templo, como amaban un pensil ameno, cual un objeto destinado solo a procurar deleites. La emancipación de la mujer es debida al cristianismo: de esclava pasó a ser igual al hombre; después por una especie de reacción sublime, llegó hasta ser objeto de adoraciones; y a par de la más ardiente devoción, se vio la más noble galantería y la cortesanía más refinada.

Otra emancipación que verificó el cristianismo fue la de los esclavos. ¿Sobre qué bases estaba fundada esta religión divina? Sobre la fraternidad de todos los hombres en la fe de Jesucristo, y sobre la igualdad de todos los hombres ante Dios. Jesucristo vino al mundo para todos los hombres, se ha dirigido a todos, se ha sacrificado por todos: luego todos tienen igual derecho a sus ojos para salvarse y ser admitidos en su seno. De aquí nació el dogma de la fraternidad y de la igualdad, aún en este mundo, que los primeros cristianos empezaron a poner en práctica. La esclavitud quedó poco a poco abolida, y se establecieron nuevas relaciones sociales y nuevos hábitos en el pueblo.

En el orden moral, contribuyó el cristianismo del modo más eficaz a la mejora de las costumbres: procuraba inspirar a los magnates de la tierra sentimientos más suaves, más justicia en sus relaciones con los débiles; y en estos infundió sentimientos y esperanzas superiores a aquellas a que su destino diario les condenaba.

En el orden intelectual comunicó una actividad asombrosa a los espíritus, promoviendo cuestiones, sembrando doctrinas y preceptos mucho más sublimes que cuanto la antigüedad había conocido, y dando al desarrollo del entendimiento humano una extensión, una variedad hasta entonces ignoradas.

Por consiguiente, mientras el politeísmo de los griegos era favorable a los vuelos de la imaginación, la cual se espaciaba con deleite en el campo de la naturaleza, poblando la tierra, el cielo, el mar, el aire mismo, de mil seres fantásticos que animaban el universo; los rígidos y severos principios del cristianismo alejaban al hombre de la tierra, le reconcentraban más y más dentro de sí mismo, le hacían más grave, mas melancólico, más inclinado a sondear su propio corazón, como quien tiene que dar cuenta algún día de sus acciones, de sus palabras, hasta del más leve pensamiento.

Otro elemento poderoso de revolución en la sociedad y por lo mismo en la literatura, fue la invasión de los pueblos septentrionales que destruyeron el Imperio romano. Trajeron aquellos pueblos un carácter enérgico que contrastaba con la indiferencia y apatía a que habían llegado las caducas razas del vasto coloso que se desmoronaba por todos lados, más bien en fuerza de la disolución interior que le corroía que a los golpes de los bárbaros conquistadores.

Trajeron además nuevos principios de gobierno, nuevos gérmenes de movimiento y vida a naciones degeneradas. Al ponerse en contacto dos civilizaciones tan opuestas, la una ruda, áspera, violenta y salvaje, pero enérgica y llena de vida y porvenir; culta la otra, adelantada, pero muelle en su refinamiento, y sin vigor por su misma vetustez; al tenerse que combinar, por la fuerza de los acontecimientos, tan opuestos principios, tan encontrados intereses, el estremecimiento fue terrible; y el resultado de tan tremendo choque fue proporcionado a su magnitud. La Europa cambio de faz, de leyes, de costumbres, de organización política y social; y en medio de estos trastornos; y por el efecto del roce continuo de vencedores y vencidos, el estado intelectual y moral de unos y otros padeció necesariamente profundas y notables alteraciones. Los germanos perdieron parte de su barbarie: y del modo que fue posible, adoptaron la lengua, las artes y las instituciones de los vencidos: los habitantes antiguos se contagiaron con la rudeza de los conquistadores, adquirieron sucesivamente parte de su energía y fiereza, y adoptaron muchos de sus hábitos, leyes y costumbres. Los dos pueblos se fueron de esta manera lentamente aproximando, hasta que borrada la línea divisoria que los separaba, llegaron a formar una sola nación, una sola raza, en cada una de las monarquías que brotaron cuando la destrucción del imperio.

El cristianismo, que sirvió maravillosamente para verificar esta fusión, adquirió por lo tanto una influencia inmensa, y sus principios se desarrollaron con más vigor por donde quiera.

Con la mezcla del heroísmo grosero, pero fiel, de los conquistadores septentrionales, y los sentimientos del cristianismo, nació la caballería; aquella hermosa institución que tenía por objeto encadenar con votos sagrados a unos guerreros todavía feroces, alejando así del espíritu militar el bárbaro abuso de la fuerza, a que por desgracia se siente demasiado propenso. Bajo la salvaguardia de la virtud caballeresca, el amor, como ya hemos dicho, tomó otro carácter más puro y sagrado; y llegó a ser un sublime homenaje hacia seres que, en la naturaleza humana, parecían destinados a acercarse más que ninguno a la naturaleza de los ángeles. La misma religión consagraba, por decirlo así, semejante culto, presentando bajo una forma divina a la veneración de los mortales, lo más puro y tierno que existe en la tierra, que son la inocencia de una virgen y el amor de una madre.

Como el cristianismo no se contentaba, cual le sucedía al culto de los falsos dioses, con ceremonias vanas, sino que se dirigía al corazón del hombre y a sus mas ocultos afectos, para enseñorearse de ellos; el sentimiento enérgico de la libertad interior, la noble independencia del alma que se niega a doblar la rodilla ante el yugo de las leyes positivas, se refugiaron en los dominios del honor. La moral que resulta del honor, aunque mundana, pretende marchar de frente con la moral religiosa, y aún se atreve algunas veces a ponerse en contradicción con ella; sin embargo las reúne un rasgo de semejanza muy pronunciado. La religión, lo mismo que el honor, jamás calcula las consecuencias de las acciones; y ambas han consagrado principios absolutos, haciéndolos superiores a todos los embates y argumentos de la razón calculadora.

La caballería, el amor y el honor, he aquí, pues, los objetos de la poesía que naturalmente brotó entre las nuevas naciones a principios de la Edad Media, derramando por Europa sus producciones con increíble abundancia. Aquella época tiene también su mitología fundada en las leyendas y la caballería; pero el heroísmo y lo maravilloso de ella son de un género totalmente opuesto al heroísmo y lo maravilloso de la antigua mitología. Esta, conservando eterna juventud y lozanía, sonríe a la imaginación, y no tiene rival cuando trata de materializarlo todo: la de los siglos medios, melancólica y fantástica, que todo lo espiritualiza; templa algún tanto su lloroso semblante o la intensidad de su pasión con ficciones orientales. Aquella tiene sus dioses, sus faunos, sus ninfas, su jardín de las Hespérides: esta presenta los malintencionados gigantes, los generosos caballeros, los magos favorables y adversos, las cuevas encantadas, y los palacios de Alcina. La religión sensual de los griegos no prometía sino bienes exteriores y temporales; la inmortalidad, aun cuando llegaron a creer en ella, no se presentaba a sus ojos sino en lontananza, como una sombra, como un sueño ligero, reflejo de la vida ante cuya luz brillante desaparecía. La mira del cristiano es precisamente inversa: la contemplación de lo infinito ha revelado la nada de cuantas cosas tienen límites: la vida presente se sepulta en la noche, y no brilla con una existencia real sino más allá de la tumba. Semejante religión despierta todos los presentimientos que dormitan en el fondo del alma y los pone en evidencia: confirmando aquella voz secreta que nos dice que aspiramos a una felicidad inasequible en este mundo, donde ningún objeto perecedero puede llenar el vacío de nuestro corazón, y donde todo goce no es más que una ilusión fugitiva. Así es como la poesía de los antiguos era la de los goces, y la nuestra es la del deseo: aquella se fijaba en lo presente; la otra se mece entre los recuerdos de lo pasado y los presentimientos del porvenir.

Y no se crea que la melancolía de que está impregnada la literatura moderna se exhala siempre en quejas monótonas. Así como la tragedia griega ha sido con frecuencia enérgica y terrible a pesar del aspecto sereno bajo el cual aquellos pueblos contemplaban la vida, así la poesía moderna, tal cual acabamos de pintarla, puede recorrer todos los tonos, desde la tristeza hasta la alegría; pero algo se encuentra siempre en ella de vago que descubre su origen: los afectos son más íntimos, la imaginación menos sensual, el pensamiento más reflexivo. Sin embargo, en la realidad los límites se confunden algunas veces; y los objetos no se muestran siempre enteramente desprendidos unos de otros y cual necesitamos verlos para formar de ellos una idea clara y distinta.

Este baño de melancolía, esta vaguedad indefinible, no se muestra, a la hora de la verdad, en igual grado en todas las modernas literaturas europeas. Predomina más en las naciones del norte donde el hombre es más inclinado a la contemplación, donde el aspecto de la naturaleza predispone más a la melancolía, donde en largas horas de aislamiento el hombre busca en la meditación y el estudio los placeres que le niega la vista de la naturaleza. Otras naciones, ya por efecto de su clima, ya por la influencia de extrañas literaturas, como la antigua y la oriental, según diremos en su lugar, participan de otros caracteres que las distinguen.

Como quiera que sea, y tomados en consideración únicamente los caracteres generales y más distintivos de las dos literaturas, los antiguos veían lo ideal de la naturaleza humana en la feliz proporción de sus facultades, y en su armónica concordancia: los modernos al contrario, tienen el sentimiento profundo de una desunión interior, de una doble naturaleza en el hombre, que hace aquel ideal imposible de realización. Su literatura aspira sin cesar a conciliar, a unir íntimamente los dos mundos entre los cuales nos sentimos divididos, el de los sentidos y el del alma. Se complace igualmente en santificar las impresiones sensuales con la idea del lazo misterioso que las adhiere a sentimientos más elevados, y en manifestar a los sentidos los movimientos más inexplicables de nuestro corazón. En una palabra, da un alma a las sensaciones, y un cuerpo al pensamiento.

No debe extrañarse, por último, que los griegos nos hayan dejado en todos los géneros modelos más acabados. Tendían hacia una perfección determinada, y hallaron la solución del problema que se propusieron: al contrario, los modernos, cuyo pensamiento se pierde en las inmensidades de lo infinito, no pueden nunca quedar satisfechos de sí mismos, y a sus obras más sublimes les queda siempre alguna imperfección que las expone a que su mérito real no sea bien conocido.

Confesamos que en las reflexiones anteriores hay bastante de abstracto y metafísico; pero así era preciso, porque no de otro modo se puede explicar la diferencia entre dos sistemas, de los cuales, el uno es todo material y el otro espiritual en sumo grado. Era forzoso además entrar en estos pormenores, porque tampoco de otro modo se puede resolver la tan debatida cuestión entre clásicos y románticos; cuestión que por la importancia que se le ha dado, no podíamos pasar en silencio. Por lo dicho se conocerá que nosotros entendemos por clásicas la literatura de los tiempos antiguos y las que tienen pretensiones de modelarse por ella; y es romántica la que nació en la Edad Media como producto de la nueva civilización que brotó y se arraigó en Europa después de la caída del Imperio romano: siendo asimismo románticas cuantas se fundan en los mismos principios. Se conocerá igualmente que no damos la preferencia a ninguno de los dos sistemas, teniéndolos entrambos por buenos, siempre que sean espontáneos y naturales. Como tan distintos uno de otro, no pueden sujetarse a las mismas reglas; fuera de aquellas que dicta el buen sentido y la sana razón para dos tiempos y todas naciones; y siendo las reglas que generalmente se han dado para los diferentes géneros de composiciones literarios sacadas del análisis de las obras debidas al primer sistema, no pueden aplicarse todas ciegamente a las composiciones del segundo. Estas reglas tienen que sujetarse a un nuevo análisis, para ver cuáles son o no aplicables ahora, y hacer la separación conveniente. Asimismo, el análisis de las obras que ha producido el sistema moderno debería sugerir preceptos nuevos, que unidos a los antiguos subsistentes, formarían la nueva teoría literaria adaptable a las naciones modernas. Desde luego y aplicando a ellas nuestra teoría del gusto, se ve que quedarían desechadas muchas de las que proceden de los elementos variables suministrados por la civilización, y subsistirían las que se apoyan en las facultades eternas e inmutables de nuestra inteligencia. Este trabajo prolijo y difícil no es en una obra de esta clase donde conviene intentarlo: bástanos con estas indicaciones.

Hemos dicho más arriba que la literatura antigua quedó olvidada en los siglos medios; pero esto debe entenderse solo respecto del pueblo; porque al contrario, aquella literatura, sobre todo la latina, aún existía y se cultivaba entre cierta clase de gentes, casi todas monjes, los cuales en el fondo de sus claustros conservaban algunos restos de la luz que había alumbrado al mundo. Para estos lo verdaderamente desconocido era lo que pasaba alrededor suyo: vivían con los padres de la Iglesia cuya educación había sido antigua, y con los grandes autores latinos que conservaban y leían cuidadosamente: de suerte que un monje de la Edad Media se parecía más en sus ideas a Cicerón y Séneca que a los guerreros cubiertos de hierro que las más veces no sabían ni leer siquiera.

Así, pues, en la Edad Media existían a la par dos lenguas en Europa: la una vulgar, hablada por el común de las gentes, la cual áspera e informe todavía era despreciada de la gente culta; la otra sabia, que conservaba parte del depósito del antiguo saber, aunque degenerada de su primitiva pureza: se hablaba esta en el fondo de los conventos, cual lengua usual y corriente; en las escuelas, con frecuencia en el púlpito; y era la que servía para los documentos públicos y transacciones diplomáticas. Este fenómeno se observaba en todos los países de Europa sin excepción alguna.

De aquí resultaron dos clases de literatura: la primera erudita, que bebía en las fuentes antiguas, que tomaba por modelos los autores latinos, procurando imitarlos; y que por lo tanto, falta de inspiración y espontaneidad, se distinguía por su carácter pedantesco e intolerante. La otra literatura era la popular que nacía espontáneamente entre las clases no ilustradas, sin lazo alguno con la Antigüedad, sin ser imitadora de nada más que de lo que veía en torno suyo, reproduciendo los hechos, las ideas, las costumbres contemporáneas, acomodada en fin a las necesidades de la época. En todos los tiempos, aun en los más bárbaros, han existido canciones populares. Todo pueblo, así que posee un idioma cualquiera, por rústico y grosero que sea, lo emplea en cantar sus alegrías o sus pesares, en conservar la memoria de los hechos más notables, y en celebrar sus prohombres, si quiera sean ilustres guerreros o forajidos, y esto sucedió con efecto desde que corrompiéndose el latín, y dejando de ser la lengua del pueblo, aparecieron, toscos todavía, los idiomas modernos.

No quedan sino muy pocos restos de estas lenguas primitivas; pero la transición no dejó de ser bastante rápida, cuando por el siglo X ya existía en el mediodía de Europa una lengua rica, sonora, flexible, capaz de acomodarse a todas las inspiraciones poéticas, y que en breve se hizo célebre por el abundante torrente de poesía que produjo. Esta fue la lengua provenzal y de los trovadores, que se hablaba en el vasto país comprendido entre el Loira, el Po y el Ebro.

Los trovadores eran ya príncipes soberanos que se sentaban en un trono, ya poderosos señores, ya meros caballeros y aun oscuros vasallos servidores de aquellos. Muchos de ellos no sabían ni siquiera leer, y sin embargo componían trovas y las cantaban ellos mismos. Ignorantes de la literatura antigua, nada tenían que ver sus composiciones con los poemas latinos, y no llevaban más objeto que cantar sus amores o los hechos guerreros. Esta literatura fue, pues, totalmente original y la primera en que se reflejaron las ideas y sentimientos modernos.

Sin embargo, su originalidad no llegó a tal punto que no bebiese algo en dos fuentes extrañas. Fue la primera la misma poesía latina que aunque ignorada por la generalidad de los trovadores, no lo era de todos; y que al cabo, como literatura que existía simultáneamente en cierta clase de la sociedad, a la sazón muy influyente, no podía menos de infiltrarse en la nueva y dejar algunos rastros. No obstante, estos fueron escasos, y más debe la poesía provenzal a la literatura de los árabes, que entonces gozaban de gran poder y esplendor, y cuyos conocimientos penetraron en Europa, ya por España donde dominaban, ya por medio de las Cruzadas. La poesía de estos pueblos era apasionada, guerrera y galante; enemiga de largas relaciones, se mostraba exclusivamente lírica: usando poco del diálogo, el drama le era desconocido, y se complacía sobre todo en las ficciones, en la alegoría y en lo maravilloso. Tal fue también la poesía provenzal; la cual tomó acaso de la árabe la rima y lo artificioso de las diferentes combinaciones métricas que empleaba.

No correspondiéndonos entrar en más detalles, diremos solo que el espíritu de esta poesía se generalizó en Francia, en España, en Italia, y en esta inspiró y dio origen a los dos grandes poetas Dante y Petrarca, si bien ya en estos se conoce el influjo de la literatura antigua que por entonces revivía nuevamente, y saliendo de los conventos, se vulgarizaba más aspirando otra vez a un dominio exclusivo. La fundación de infinitas universidades, el descubrimiento de muchas obras perdidas, la caída del Imperio griego que trajo a Europa gran copia de sabios y de obras desconocidas, el prodigioso movimiento intelectual que se desarrolló por todas partes; todo contribuyó al triunfo de una literatura ya muerta, y al desprecio de la moderna, particularmente entre las gentes doctas e ilustradas.

Pero el pueblo no abandonaba ni podía abandonar sus trovas, ni era dable que se apasionase por cosas que no entendía. Continuó pues la división entre poesía sabia y poesía popular, y se entabló una lucha sobre cuál de las dos había de quedar dueña del campo.

La Italia, que era la cuna de la poesía latina, debió conservar mayores restos de ella, y quedar más que otro país alguno sujeto a su influencia.

Así sucedió; pero no tanto, que el espíritu moderno dejase de modificar en gran manera algunos ramos de la literatura. El poema épico tuvo esta suerte, y la Italia produjo en esta parte obras admirables. El teatro fue el que se empeñó en seguir las huellas de los antiguos; y como el teatro vive de actualidad más que otro género de poesía, permaneció infecundo en Italia.

Francia que empezó más tarde a tener una literatura, se sujetó aún más, quizá por esta razón, a seguir los modelos antiguos. La poesía allí no fue popular sino erudita, y ha conservado constantemente este carácter. Venció completamente la literatura exótica, y la del país careció de originalidad.

En España existieron también los dos sistemas. Hubo poesía erudita y poesía popular; las dos han producido igualmente obras de gran valor, según se verá en el resumen de la literatura española, que comprenderá la segunda parte de esta obra.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera