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Título del texto editado:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo I. Prólogo del traductor
Autor del texto editado:
Figueroa, José Lorenzo
Título de la obra:
Historia de la literatura española desde mediados del siglo XII hasta nuestros días, tomo I
Autor de la obra:
Sismondi, Jean Charles Léonard Simonde de (1773-1842)
Edición:
Sevilla: Imprenta de Álvarez y Compañía, 1841


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Prólogo del Traductor


El estudio de una literatura, especialmente si es la nacional, es muy útil y deleitable para todos los que desean tener una instrucción sólida de la historia, costumbres y carácter de su nación, y mucho más para la juventud estudiosa que, anteponiendo la gloria al descanso y bienestar que proporcionan otras ocupaciones más productoras de ventajas materiales, sigue las huellas de los grandes escritores de los pasados tiempos.

A nadie es este estudio más provechoso que a esa juventud en cuyos esfuerzos libra la literatura todas sus esperanzas del porvenir, porque ¿quién puede dudar que los modelos de nuestros antepasados, y sus graneles inspiraciones conmueven el alma, arrebatan la fantasía, cultivan el entendimiento, y levantan el ánimo a las ideas nobles y sublimes? Deben, pues, los ingenios de una época cultivar el gusto y la razón con el estudio de las obras literarias de sus mayores, porque solo así podrán aumentar el depósito de los adelantos que han recibido de ellos, siendo la literatura, como todo el saber humano, para las generaciones una herencia sagrada que cada cual debe dejar con creces a sus sucesoras. De otro modo la literatura permanecería inmóvil y estadiza, sin salir nunca de su infancia y primitiva barbarie. Y si las obras de los ingenios de la edad moderna son superiores en muchos conceptos a la de las antiguas, debe atribuirse su superioridad a la ventaja de añadir a los conocimientos de esta sus propios adelantos y de aprovecharse así de las verdades que descubrió, como de los errores en que ha incidido.

No hay por consiguiente ninguna obra que más pueda contribuir a los adelantos literarios de una nación que la historia crítica de su literatura. Es muy conveniente que el ingenio humano, antes de continuar en sus trabajos intelectuales, extienda de tiempo en tiempo su vista hacia las pasadas épocas y examine sus aciertos y sus errores, sus grandezas y sus miserias, semejante al viajero que después de haber caminado en la obscuridad de la noche se detiene a observar a la luz del día antes de emprender de nuevo su ruta los precipicios en que ha corrido riesgos y los lugares en que asentó sus pasos con firmeza y seguridad.

En dos opiniones, ambas exageradas y por consiguiente falsas, se han dividido los literatos sobre esta cuestión que tiene por objeto averiguar si los ingenios de una época deben hacer imitaciones de las obras de sus antepasados.

Inducidos los unos por un ciego y supersticioso amor de toda antigüedad, sostienen que no es posible adelantar un paso más allá de las concepciones de los grandes maestros antiguos; que es indispensable imitar servilmente, optando entre Ariosto y Tasso, entre Shakespeare y Racine, entre Molière y Calderón, y que la musa moderna está condenada a repetir los ecos de la antigua. ¡Como si el ingenio humano fuese tan pobre e infecundo que después de hacer un esfuerzo intelectual, quedase como enervado, y agotadas sus fuerzas para perfeccionar la obra de sus mayores o dirigir sus pasos por rumbos desconocidos en las pasadas edades! ¡Como si la naturaleza, siempre rica y constante en sus producciones físicas, fuese tan débil en su energía moral que después de un periodo pasajero de esplendor y de gloria quedase condenada a una esterilidad eterna! ¡Como si fuese posible que la Providencia diese una predilección caprichosa e injusta a determinados siglos, colmándolos de todas las riquezas y tesoros, productos del ingenio humano, y guardase su indiferencia para otros, negándoles el mayor don que recibe la tierra del cielo, el privilegio del genio y de la energía intelectual!

Llevados otros por un insensato y exclusivo deseo de un porvenir desconocido, pretenden que toda literatura antigua cae en el abismo en que perecen la civilización y las costumbres de la época en que florecía; que no se aviene en nada con los sentimientos, costumbres y creencias de la época que le sucede; y que los modernos deben desentenderse absolutamente de lo pasado, y esforzarse por crear una literatura nueva. ¡Como si fuera posible crear alguna cosa dejándose dirigir por ese insensato vértigo de la novedad que condenando lo pasado, corrompe el presente y devora hasta las esperanzas del porvenir!

Conviene, pues, no dar asenso a ninguna de estas opiniones exageradas y absurdas, porque ni es cierto que toda literatura antigua sea tan perecedera como los hombres que la cultivaron, ni tampoco que un siglo pueda agotar todas las fuerzas del ingenio, hasta el punto de no dejar a sus sucesores otro destino que el de admirarle. La energía del espíritu humano es la misma en todas las épocas. Si en el curso de las revoluciones que experimenta brilla unas veces con todo el resplandor de un hermoso día, y otras parece que se eclipsa por grados hasta perderse en la obscuridad de la noche, estas alternativas proceden de causas naturales, que debe investigar y dar a conocer la historia literaria y comparativa de las diversas épocas.

Es cierto que toda literatura es la expresión de las ideas, sentimientos y costumbres de la era en que ha florecido, pero entre esas ideas y sentimientos hay que distinguir aquellos que toman origen de la naturaleza humana, y que son invariables como ella, de los que nacen de las costumbres y carácter peculiar de un pueblo. Los unos viven siempre porque son de todas las épocas y de todos los lugares, y porque el hombre que se modifica en el transcurso de los tiempos no varía nunca esencialmente. Los otros desaparecen, porque siendo hijos de una causa efímera, de costumbres especiales, mueren con la civilización, y los hábitos que los engendraron.

He aquí por qué es absurdo imitar en un todo las obras de los antiguos, y por qué lo es también prescindir absolutamente de ellas. Lo primero es pretender que sea eterno lo que es por su naturaleza variable y efímero. Lo segundo que lo que es inmutable sea transitorio, y varíe a la merced de los caprichos e inestabilidad de los gustos de los hombres.

Pero como todas estas son generalidades y nada es más fácil ni está más en moda que asentar principios generales sin entenderlos ni hacerlos comprender, haremos aplicaciones a casos prácticos.

Entre los antiguos griegos era una creencia el fatalismo, y así nunca presentaban al hombre en esa luchado la pasión con el deber, fuente inagotable de bellezas y de emociones. Por el contrario, se le ofrecía siempre como a Edipo y como a Ifigenia, víctima involuntaria de un destino inexorable, de un hado ciego o de una deidad caprichosa. ¿Deben hoy los poetas imitar en esto a los griegos? No: porque al principio del fatalismo ha sucedido en nuestras sociedades la creencia cristiana y según ella son compatibles la providencia de Dios y el libre albedrío del hombre, la fatalidad divina y la voluntad humana. No debemos presentarle sino como un agente libre, árbitro de decidirse por el bien o por el mal, dueño de su destino.

Pero otras veces nos describen los griegos en sus tragedias a Fedra luchando con un amor ilegítimo y criminal, a Andrómaca despedazada del temor de ver morir a su hijo, y a Hermione agitada por los remordimientos de su conciencia. ¿Podemos imitar estas bellezas? Sí, porque los sentimientos y pasiones expresadas en este caso por Eurípides son eternas e invariables en la humanidad, y no han perecido con la civilización y costumbres de los atenienses.

Pero no queremos comprender en la palabra antigüedad solo la propiamente llamada así, es decir la griega y romana, sino todos los tiempos pasados, aunque no sean muy remotos.

La época en que florecía nuestro celebre Calderón era caballeresca y galante. La mayor parte de sus comedias abundan en galanteos, en disfraces, en desafíos, en encuentros y aventuras nocturnas. ¿Será conveniente imitar a este poeta en toda esta máquina y resortes de teatro? No, porque eran hijos de costumbres peculiares de una época, y no se avendrían hoy con los nuevos hábitos y estado social de la España. Es ahora el carácter de los españoles menos caballeresco. Les domina hoy poco aquel hábito de la galantería. Todo es más material y positivo en las sociedades modernas, hasta los vicios.

Del mismo modo las imaginaciones de nuestros padres estaban más dispuestas a dejarse sorprender de lo maravilloso: y así cautivaban la atención de un concurso escogido las maravillas de los autos sacramentales de aquel ingenio tan lozano y fecundo. Ahora no agradarían en el teatro semejantes ficciones: al don de fingir quimeras se ha sustituido el de pintar las realidades tales como son, o cuando más el de hermosearlas. Hase extinguido o debilitado al menos el entusiasmo: solo sentimos el calor de una imaginación cuerdamente exaltada, de un alma profundamente conmovida.

Por el contrario, Calderón en su comedia A secreto agravio, secreta venganza nos pinta a Lope de Almeida arrebatado por el amor y los celos, ofendido con la certidumbre de su afrenta, solícito de preparar los medios de vengarse de su esposa y de su rival de un modo que oculte a los ojos de todos su deshonra y su agravio. He aquí lo que podemos imitar de este poeta, porque en este caso y otros muchos no expresa sentimientos y costumbres peculiares de la época en que vivió, sino pasiones inherentes a la naturaleza humana o inseparables de ella.

Las reflexiones que preceden prueban que no pueden prescindir los ingenios de hoy de las producciones de sus mayores, y por consiguiente que es útil y fructuoso el estudio de la literatura nacional. Prueban también que no se puede imitar en un todo la literatura de una época que pasó, sino que debe imitarse en unas cosas, y desecharse en otras; y esto supone que la historia de la literatura ha de ser crítica para ser útil.

Es preciso que aplique un análisis y crítica severas a las obras de que trata; que haga sentir las bellezas, y censure los defectos. Creemos que es muy perjudicial ese sistema de elogiarlo todo, porque conviene enseñar a distinguir a los jóvenes lo bueno de lo malo, lo bello de lo monstruoso, cultivando su gusto y formando su razón.

Los escritores extranjeros que se han ocupado de nuestra literatura y especialmente los alemanes adolecen de este defecto. Según ellos Calderón es siempre sublime, Moreto siempre culto y ameno. No es este el modo de tratar la literatura. No hay cosa más fácil que decir que todo es bueno o que todo es malo, y hablar así prueba siempre o que no se distingue lo uno de lo otro, o que se juzga con pasión. El historiador de la literatura debe ser crítico, debe elogiar las bellezas y censurar los defectos: debe admirar las sublimes inspiraciones del genio y reconocer sus extravíos, culpando al autor de los que ha cometido por falta de estudio o de ciencia, y lamentándose por los que son involuntarios de la naturaleza humana, a quien no es posible la perfección. Porque el genio sufre también sus calamidades como goza de sus privilegios y a veces una fantasía creadora sirve solo al hombre para caer en el ridículo cuando intenta remontarse a lo sublime, semejante a un cuerpo muy pesado que por su misma gravedad se precipita con más rapidez a un abismo.

Si ha de ser crítico el historiador; de la literatura es claro que debe tener ideas fijas, sistema, reglas a cuya luz examine las obras de los escritores. Y aquí nos resbalamos como sin sentirlo a una cuestión de que es casi imposible prescindir en el día, la tan decantada controversia entre clásicos y románticos.

Con estas dos palabras ha sucedido lo que de ordinario acontece con las que sirven menos para expresar la razón como cada uno la comprende que para dar respiro a las pasiones de bandería, a saber, que en vez de aclarar, obscurecen las ideas.

En varios sentidos se ha tomado hasta el día la voz romántico. Algunos pretenden explicar con ella el desprecio absoluto de todos los preceptos del arte, la licencia más desenfrenada de la imaginación. En este sentido, claro es que el romanticismo es absurdo hasta el punto de no merecer que se pierda el tiempo en impugnarlo.

En el sistema moral, en el mecanismo físico del hombre, en toda la naturaleza observamos leyes eternas e inmutables. Si prestamos nuestra atención a los fenómenos del pensamiento, de la sensibilidad y de la voluntad humanas vemos que están sometidos por la Providencia a las mismas leyes. Fijando los ojos en el orden del universo, ora los bajemos a la tierra, o los elevemos al cielo, por todas partes las encontramos y causan nuestra admiración, ¿Y solo el buen gusto carecería de ellas? ¿Y solo el sentimiento tendría el privilegio exclusivo de eximirse de esta ley general? No es posible: tiene sus reglas como todas las cosas, y solo puede ponerse en controversia si las que hasta ahora han pasado por esenciales lo son realmente y hasta qué punto se puede tolerar su infracción. Esto es lo único que merece el honor del examen; porque ¿cómo creer que todas las reglas que han dado Aristóteles, Horacio y Boileau son falsas y arbitrarias sin exceptuar una? Que le dé a un romántico la humorada de hacer alguna obra infringiendo todas las que han recomendado esos preceptistas y veremos si consigue producir más que despropósitos.

Otros toman la palabra romanticismo para expresar la literatura de la Europa de los siglos medios y la de clasicismo para comprender bajo esta denominación la de la antigüedad griega y romana. Bajo este punto de vista, la cuestión se engrandece y exige las reflexiones del historiador y del filósofo.

Los pueblos de la antigüedad se diferenciaban mucho de los de la Edad Media, y por consiguiente también sus literaturas, expresión fiel de sus ideas, costumbres y sentimientos. La religión de los primeros era material: se dirigía a la imaginación y a los sentidos. Su vida era pública: pasaba en el foro y en las fiestas religiosas y profanas. Así su literatura debía ser la de las imágenes, la de la naturaleza material. Debía pintar al hombre en lucha con sus semejantes y con los dioses, con el mundo exterior.

Por el contrario, la religión de la Edad Media era el cristianismo, que reconoce un ser supremo, sabio, justo, infinito e inmenso. Era una religión puramente moral que predicaba la justicia, la piedad, la fraternidad; que separaba al hombre de las sensaciones, invitándole a concentrarse en su conciencia y a cultivar los más sublimes deberes. Por otra parte, su vida era privada: los goces y dolores silenciosos del hogar doméstico sucedieron al tumulto y agitación de las plazas públicas. Así la literatura de esta época debía ser la del sentimiento, la de las penas y secretos íntimos del alma. Debía pintar al hombre en lucha consigo mismo, con sus pasiones, con sus remordimientos, con sus temores. He aquí por qué le presentaba en ese combate de la pasión y el deber en que tan sublime descuella el terrible bardo del norte y de que no nos han dejado ningún ejemplo los poetas griegos, ni romanos. En este último sentido somos románticos, porque nos parece mejor en este punto la manera de pintar las pasiones de la Edad Media y opinamos que es más conforme a las ideas y estado social de la Europa moderna.

No creemos sin embargo que la diferencia entre estas escuelas rivales consista en el modo de describir el corazón humano. Shakespeare es romántico y le concibe y expresa en sus dramas como en la Edad Media, pero Racine es clásico y ofrece en sus tragedias ejemplos de ese combate interior del alma. Alejandro Dumas es romántico y casi siempre nos presenta al hombre sin esa lucha de la pasión y el deber. Ni Antony, ni Buridán, ni Alfredo ni cuasi ninguno de sus héroes sienten los tormentos del corazón que esa lucha produce. Dumas pinta al hombre fisiológico sometido al yugo de las pasiones, sin albedrío para combatirlas ni poder para triunfar de ellas: describe solo al hombre ciego instrumento de sus apetitos, subyugado a un destino fatal como lo pintaban los clásicos de Grecia y de Roma. Solo se diferencian entre sí en esta parte en que la fatalidad de Sófocles y Eurípides es la de los dioses del paganismo y la de Dumas la de las pasiones y de los apetitos. Aquella es divina y por consiguiente grande, esta es humana y material y por consiguiente mezquina.

No se funda, pues, el romanticismo en pintar las pasiones como en la literatura de la Edad Media, puesto que hay románticos que la adoptan como Shakespeare y románticos que la desechan como Dumas. Y mucho más cuando conocemos clásicos que convienen con el primero en presentar al hombre en esa lucha de la pasión y el deber, en ese combate entre los deseos criminales y la voluntad humana que pugna por sofocarlos dirigida por la razón y la conciencia.

El principal motivo de disenso entre ambas escuelas consiste en una cuestión de arte, en las unidades de acción, de tiempo y de lugar. Consiste en si el objeto del drama es pintar una acción, o describir un carácter en diferentes tiempos, en variadas situaciones, en todas las épocas de la vida del protagonista y demás personas del poema. A nosotros nos parece que es más propio del drama lo primero; porque si hay muchas acciones no interesa ninguna.

Cuando el pensamiento humano se ocupa de un objeto, se absorbe en él todo, desatendiendo los demás. En este hecho de la naturaleza humana confirmado por la experiencia se funda el precepto de la unidad de acción tan locamente combatido, como si fuese una convención arbitrarla. Además, una tragedia o comedia es una representación de dos horas, ¿y cómo en tan breve espacio de tiempo se podrán describir bien y de una manera que interese al espectador muchas acciones distintas?

Respectos las unidades de tiempo y de lugar somos más indulgentes, y aunque nos parece más perfecto el drama que las observa, perdonamos al genio alguna infracción en esta parte en gracia de que nos haga sentir emociones profundas que no podría expresar, observando rigorosamente preceptos que no deben entenderse de un modo absoluto.

Pero el poeta ha de ser sobrio en estas infracciones, teniendo en cuenta que indirectamente producen también la de la unidad de la acción, siendo imposible que pasado mucho tiempo, o trasladada la escena a remotas regiones continúe una misma acción ya empezada.

En una palabra, nosotros creemos que el arte vale mucho, pero que raya más alto ese genio creador e inspirado que todo lo ve, que todo lo adivina, que hace sentir deliciosas y terribles emociones y que alzando su vuelo a una altura adonde no puede encumbrarse el vulgo de los hombres, conmueve nuestro corazón y sorprende nuestra fantasía con esas maravillas y rasgos sublimes que parecen más bien una emanación de la divinidad que el producto de las facultades del espíritu humano.

Creemos que el arte pertenece a la tierra y que el genio desciende del cielo; y que así como la naturaleza se ostenta a veces a nuestra vista más grande y hermosa cuando deja de obedecer a ciertas leyes que la Providencia le ha impuesto, así también un genio creador y privilegiado puede arrancar del alma humana un movimiento de sorpresa y de admiración cuando se exime de algunos preceptos que el arte prescribe.

Pero nos es imposible tratar en un prólogo esta y otras cuestiones literarias con la extensión que requieren y así aplacándolas para el discurso de la obra cuya primera entrega damos al público y volviendo a la que nos ocupó al principio que es la utilidad de la historia de la literatura, podemos asegurar que no omitiremos trabajo ni diligencia para que la que anunciamos llene cumplidamente el objeto a que se destina.

Empezamos por la poesía desde los orígenes más remotos del habla castellana. Analizaremos el poema del Cid, el de Alejandro y las poesías de Berceo, admirando los esfuerzos del genio que pugna por dominar y hacer flexible un idioma inculto, bárbaro e informe. Le veremos más tarde crecer, regularizarse y cobrar más gala y propiedad en tiempo del Arcipreste de Hita y principalmente en el de los poetas del siglo XV.

No olvidaremos tampoco al atrevido Juan de Mena que acometió y en parte dio cima a la ardua empresa de crear un lenguaje y elocución poética exclusivos y que distinguiesen la versificación de la prosa en algo más que en la rima.

Llegaremos a los tiempos del célebre Garcilaso reformador y puede decirse creador del lenguaje poético y del idioma. Después recorreremos los de su decadencia hasta mediados del siglo XVIII, los de su restauración a fines del mismo siglo y principios del actual, intentada por Luzán, Moratín padre e hijo, Meléndez, Jovellanos, Reinoso, Lista, Blanco y otros.

Por último, examinaremos el estado actual de la poesía, del habla y de toda la literatura española, analizando las obras de los autores que hayan fallecido.

No queremos decir con esto que la obra será perfecta. Contendrá errores de mucha consideración, porque el original tiene algunos vacíos, y nuestro escaso saber no alcanza a llenarlos dignamente.

Sin embargo, haremos todos los esfuerzos posibles para que la obra sea lo útil que deseamos y supliremos la ignorancia propia con la ciencia ajena, valiéndonos de los escritos de algunos sabios españoles que no ha conocido M. Sismonde de Sismondi, ni sus maestros los alemanes .

Al fin de cada lección irán notas y apéndices del traductor que completen y corrijan el trabajo del original. Y cuando este omita alguna época o autor literario cuyo conocimiento no deba omitirse en la historia de nuestra literatura, supliremos esta falta con lecciones originales.

Admitiremos con gusto todas las observaciones que se dignen hacer los literatos sobre nuestro trabajo, corrigiendo con el debido examen todos los errores en que se nos pruebe haber incidido en una obra tan voluminosa y difícil; para lo cual publicaremos gratis un apéndice general.

También publicaremos en sus respectivas lecciones varias poesías inéditas de Arguijo, Baltasar del Alcázar y Herrera, como asimismo algunos escritos en prosa de este último, cuyos originales debemos a la laboriosidad, celo e inteligencia de nuestro apreciable amigo el bibliógrafo D. Juan Colom.





GRUPO PASO (HUM-241)

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2018M Luisa Díez, Paloma Centenera