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Título del texto editado:
Literatura
Autor del texto editado:
Ochoa, Eugenio de (1815-1872)
Título de la obra:
El Artista, tomo I, nº8 (1835)
Autor de la obra:
VV. AA.
Edición:
Madrid: Imprenta de I. Sancha, 1835


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LITERATURA.

Eugenio de Ochoa


“Nosotros criticamos la literatura del siglo XIX porque es romántica. --¿Y por qué razón es romántica? --Porque es la literatura del siglo XIX.”

Víctor Hugo


El cisma introducido en la literatura de algunos años a esta parte, con motivo de la división que se ha hecho entre los autores en clásicos y románticos, nos parece en verdad una de las más extrañas desavenencias que ha podido suscitar el espíritu de controversia. Ya esta cuestión, gracias a Dios, va llegando a su término; y probablemente dentro de pocos años solo quedará de ella un recuerdo harto vergonzoso para los que le han dado una importancia que no merece, si continúan, como es de esperar, los notables progresos que van haciendo entre los hombres, la ilustración y la tolerancia.

"¿Qué es usted? —Yo, clásico. —¿Y usted? —Yo, romántico”, como pudiera decirse: yo católico, yo protestante; o bien, yo español, yo turco. Y dice el clásico: "los románticos son necios", a lo que responde el romántico: "necios son los clásicos".

¿Y por qué es usted clásico? —Porque los autores clásicos son los mejores. — ¿Qué entiende usted por autores clásicos? —Los que han escrito conformándose a las reglas de Aristóteles. — Luego no es clásico, y no entra por consiguiente entre los mejores el poeta Homero, pues que no existiendo en su tiempo esas reglas que usted dice, mal pudo conformarse a ellas. — Ya… si… pero… como…” A la otra puerta.

¿Por qué es usted romántico? — Porque los autores que no han observado las reglas de Aristóteles, como Homero, Dante, Calderón, Shakespeare, Milton y Byron son los mejores. —¿Mejores que Virgilio, Plauto, Terencio y Moratín? —Ya… sí… pero… como…” Y vuelve a atascarse el carro.

Este es, y seguramente no lo exageramos, el lenguaje de la mayor parte de los que siguen las banderas de una u otra escuela, movidos no por sus propias sensaciones, sino por una rutina escolástica o por el ridículo prurito de tener en la república de las letras, esto que se llama un color político-literario. Pero los que juzgan las obras de bellas artes por sus propias sensaciones, no dejándose llevar de autoridades escritas, saben muy bien que no hay más que dos géneros en el mundo, el bueno y el malo; y que los nombres de clásico y romántico no son más que apodos inventados por la medianía para embrollar las cuestiones y hacerlas ininteligibles. ¡Qué poco pensaron los grandes artistas del siglo XVI en establecer esta necia subdivisión! No había entonces, por cierto, ni clásicos ni románticos, sino grandes ingenios que imitaban la naturaleza como ellos la veían, no como la habían visto dos mil años antes otros hombres enteramente distintos de nosotros por sus costumbres y sobre todo por sus creencias. Enhorabuena suponga un poeta pagano que ve a Nereo levantarse en medio de las aguas para anunciar al robador de Elena los infortunios que acarreará a Troya su funesta pasión; pero no venga el católico Boileau a decirnos en el siglo XVII que en el paso del Rhin por las tropas francesas huyen tímidas las náyades delante de Luis XIV, por la gracia de Dios, rey de Francia y de Navarra.

Todavía no se ha definido con claridad lo que quieren decir los nombres clásico y romántico, porque no se ha querido disipar esa especie de horror misterioso en que van envueltos para los que no los entienden: porque se ha querido sustituir las pasiones a la razón. Pero es evidente que si por clásico se entiende "digno de ser estudiado'', clásicas son las obras de todos los grandes ingenios habidos y por haber; que si por romántico se entiende malo y monstruoso, románticos son aun los autores más clásicos o mejores en todas las ocasiones en que no anduvieron muy acertados, como les sucedió con harta frecuencia a Corneille y Voltaire en sus tragedias y a todos los autores del mundo, por aquello que dijo el profano de que

“Aliquando bonus dormitat Homerus”

Ahora bien, siendo clásico sinónimo de bueno, ¿no es una petulancia ridícula llamarse uno a sí mismo clásico? O por mejor decir, ¿no es una grosera superchería escudarse bajo este nombre respetable para insultar a los que no llevan la arrogancia hasta el punto de creerse iguales a los autores que la sanción de los siglos ha colocado en el rango de clásicos? Empecemos pues por fijar el sentido de las palabras y entendámonos: dese el nombre de clásicos a los autores antiguos que lo merecen y no sea ningún moderno asaz vano para apropiárselo por su autoridad privada. Crea cada cual allá entre sí que es un grande hombre, pero no exija que lo crean los demás y mucho menos que se lo llamen. Por esta razón, nunca llamaremos clásicos a los que componen el partido literario que se da a sí mismo esta denominación; y como esto no obstante, tenemos que llamarles de algún modo, puesto que existen, y hablan y escriben, como las personas, tendremos, con harto dolor de nuestro corazón, que llamarlos clasiquistas. Y si este nombre no les place por ser ridículo e inarmónico, inventen otro mejor, que pueda aplicárseles sin detrimento de la verdad. No se queje de nosotros el susodicho partido si con solo perder su nombre usurpado ha perdido todo su prestigio y se avergüenza de verse en un estado tan lastimoso; nosotros no hemos hecho más que quitar al grajo las plumas de pavo real con que se engalanaba. Llamarémoslos pues clasiquistas; pero para evitarles en lo posible el disgusto de escuchar este nombre fatal, alternaremos con otros dos que les son igualmente aplicables en rigurosa justicia. Así que, ya les diremos preceptistas , ya rutineros.

Dicen pues, estos señores, que ellos tienen por divisa respetar las reglas del buen gusto y que es romántico el que las traspasa o desprecia; pero esto equivale a decir que ellos son los buenos y los románticos los malos (en sentido literario), pues claro está que no puede ser buen autor el que no se sujeta a las reglas del buen gusto.

¿Pero quién determina cuales son las reglas del buen gusto? ¿Quién es el divino legislador enviado por la Providencia para fijar los límites de la inteligencia humana, y decirle al genio, como Dios al mar: "de aquí no pasarás"? Esta es la dificultad: aquí estriba, a nuestro parecer, todo el busilis de la cuestión, pues no hay más diferencia entre las opiniones de uno y otro partido, sino la de que los clasiquistas creen que están ya fijadas y escritas para in eternum, las reglas del buen gusto, cuyos apóstoles son Aristóteles, Horacio, Boileau , Mengs y Palomino; al paso que los románticos se imaginan que no solo no están fijados y previstos todos los casos, sino que es imposible hacerlo de un modo satisfactorio para nuestra época y para las que la sucedan por siempre jamás amén.

En todos tiempos las bellas artes han llevado el sello del siglo en que florecieron; así las vemos brillantes y magníficas en la antigua Grecia, terribles y grandiosas en los tiempos medios, aseaditas, perfiladas y palaciegas en el siglo de Luis XIV, è sempre béne porque siempre son la expresión de su época.

En la pulida corte de Luis XIV, llamaba un duque a su hijo, Señor Marqués, y por eso Racine hace que Pilades hablando con su amigo Orestes, le llame siempre Señor; 1 Calderón y Lope de Vega en sus comedias de capa y espada, retrataron en sus galanes a los caballeros españoles de entonces, idólatras del honor y la hermosura, capaces de arrostrar mil muertes por su rey y por su dama: la Biblia y los poemas de Homero son una verdadera historia de las costumbres y pasiones de los hombres en aquellos antiquísimos tiempos. ¿En qué se fundan pues los clasiquistas para exigir de nuestros pintores modernos que cubran sus lienzos con griegos y romanos; de nuestros poetas, que no presenten en la escena trágica más que togas viriles y coturnos? Tanto valdría obligarlos a escribir en griego, porque en esta lengua escribieron Sófocles y Eurípides.

Pero nosotros no exigimos nada de eso, responderán acaso algunos preceptistas; lo que queremos es, que se imiten los inimitables modelos que han dejado aquellos hombres privilegiados. Y ¿para qué los hemos de imitar, si son inimitables? ¿Nos contentaremos con repetir en nuestro idioma lo que ellos dijeron en el suyo? ¿Se ha dicho ya todo lo que hay que decir en este mundo? ¿Se ha acabado ya la raza de los ingenios creadores?

Dígase lo que se quiera acerca de los tan decantados preceptos de Aristóteles; para los hombres que, como antes dijimos, juzgan las bellas artes por sus propias sensaciones sin recurrir a los códigos para ver si han de elogiar o no, serán siempre un manantial de delicias las obras de Calderón y Shakespeare, a pesar de que todas sus comedias y tragedias duran más de las veinte y cuatro misteriosas horas, que como los antiguos signos cabalísticos tienen la virtud de hacer buena una comedia, que ¡oh poder de la magia blanca!, sería detestable si durara veinte y cuatro horas y tres minutos.

También mudaron estos autores en sus dramas el sitio de la escena bajo pretexto de que así lo exigían la naturaleza del asunto y la ilusión teatral; y con estos y otros crímenes tuvieron la desgracia de incurrir en la alta malevolencia de los rutineros.

Pero considerando la cuestión relativamente al arte en general, examinemos si es preferible para nuestra época la literatura de los antiguos a la de nuestros autores del siglo XVI: si debemos tomar por modelo a Píndaro o a fray Luis de León, a Aristófanes o a Moreto, a Eurípides o a Calderón.

El cristianismo ha acabado con la poesía de los sentidos, introduciendo la poesía del corazón: ha elevado a el hombre a una dignidad de que ni aun tenían idea los antiguos, porque ha hecho de él una imagen del Supremo Hacedor de todas cosas. En los tiempos antiguos, la religión fue hija de los poetas; los poetas modernos son hijos de la religión: aquella era una obra meramente humana; el cristianismo es esencialmente divino y es en efecto tan superior al paganismo como las obras de Dios a las de los hombres. A las almas cristianas no pueden ya bastarles los cantos de las liras del Pindo; necesitan los himnos de las harpas de Sion; desprecian la poesía de los sentidos, porque son capaces de comprender la poesía del alma; porque Venus con sus fáciles amores les causa desprecio y hastío a los que adoran a María, sublime realización del amor cristiano, hijo todo del alma e independiente de los sentidos.

He aquí por qué no basta en el día la tan decantada literatura del siglo de Luis XIV, porque como fundada en el paganismo, era hija del entendimiento, no del corazón; porque era más bien la expresión de una sociedad idólatra y democrática que no de una sociedad monárquica y cristiana, en una palabra, porque estaba fundada en el error. Por eso los filósofos en menos de un siglo lograron desterrar de la Francia una religión que no existía en los corazones sino en las cabezas.... ¡Oh! Si la causa de Dios hubiera sido defendida no solo por la virtud sino también por el genio, la filosofía de Voltaire y Diderot hubiera hallado un obstáculo invencible en las santas creencias del pueblo.... Pero los poetas paganos del siglo de Luis XIV prepararon la disolución de la sociedad.

El cristianismo, sin embargo, vivirá en el mundo, mientras viva la verdadera poesía, porque ella y él son inseparables como la azucena y su perfume, como el infortunio y el hombre; porque el cristianismo es una necesidad del corazón, y porque toda sociedad que no esté fundada sobre él, tiene que ser esencialmente esclava como lo eran las antiguas repúblicas de la Grecia.

Oigamos lo que sobre esta materia dice el poeta Nodier en su prólogo a las meditaciones de Lamartine.

“¡Véase sin embargo de qué modo tan admirable se van cumpliendo los destinos anunciados al cristianismo! Proscrito unas veces, otras abandonado por el poder, ya combatido con las armas de la dialéctica, ya entregado a los sarcasmos de desprecio con que intentaban destruirle los llamados filósofos en el siglo XVIII, parece que de mucho tiempo a esta parte solo existe a favor de la tolerancia que se le dispensa y de su indispensable necesidad. Parecería tal vez que iba a sucumbir bajo los epigramas de los incrédulos y las argucias de los sofistas, cuando repentinamente se eleva una escuela inspirada de las más sublimes ideas, y favorecida con los dones más preciosos del genio; una escuela que expresa los más elevados pensamientos, que representa la más cumplida perfección de la sociedad, en una época en que se ha recorrido ya el círculo entero de la civilización; y esta escuela es cristiana y no podía menos de serlo.

Porque, en efecto, ¿qué impresión podría producir en las almas desencantadas de los pueblos el fastidioso coro de aquellas divinidades paganas sobre quienes la naturaleza física tiene, por decirlo así, la ventaja de la novedad? El cielo, desierto y vacío como lo han imaginado los ateos, habla más al alma que Júpiter y Saturno; y no hay una ola que al romperse en la playa no dé más inspiraciones poéticas que la decrépita fábula de Neptuno y de su eterno acompañamiento. Las musas del Parnaso clásico, frías imágenes de algunas subdivisiones de las artes, de las ciencias y de la poesía, han perdido todos sus atractivos, aun para los estudiantes de latinidad y retórica, porque se ha presentado el cristianismo acompañado de tres musas inmortales que reinarán sobre todas las generaciones poéticas del porvenir: la Religión, el Amor y la Libertad. Estas son las verdaderas conquistas de una sociedad que ha llegado al más alto grado de su perfección, y que no tiene ya nada que ganar en mejoras políticas y literarias; porque no hay nada en el mundo superior a Dios, a la libertad y al amor. Si algunos poetas han resucitado la gloria de las musas mitológicas, hacia el fin de las edades clásicas de la Antigüedad, es porque habían adivinado estas musas nuevas, y les concedían instintivamente, un imperio involuntario sobre sus composiciones. El Polion de Virgilio era digno tal vez de dar por su parte alguna autoridad a las profecías; y el poeta que inventaba en el admirable episodio de Dido, toda la melancolía de los amores cristianos, no estaba muy lejos de elevarse como Sócrates a los más sublimes secretos de la revelación.”

En el sentido en que se toman en el día los nombres de romántico y clasiquista, el primero quiere decir inventor, el segundo imitador. Pongamos un ejemplo. Los arquitectos romanos que construyeron aquellos monumentos que aun después de tantos siglos son la admiración del mundo (los arcos triunfales de Septimio Severo, de Constantino y de Tito) representaron en las portadas de aquellos célebres monumentos soldados armados de cascos, escudos, astas y espadas, porque estas eran las armas con que los hijos de Rómulo acababan de vencer a los germanos, los partos y los judíos.

Cuando Luis XIV hizo construir el arco triunfal, conocido bajo el nombre de Puerta de San Dionisio, colocaron los arquitectos en un bajo relieve que está en la fachada que mira al Norte, una multitud de soldados franceses atacando los muros de una ciudad, y todos ellos están armados de cascos y de escudos, y cubiertos con sendas cotas de malla, como los soldados romanos.

Pues bien; en este caso, los artistas romanos fueron románticos, porque no imitaron a nadie más que a la naturaleza, madre de toda inspiración; y los escultores franceses de Luis XIV fueron clasiquistas, porque imitaron a los artistas romanos, no a la naturaleza que tenían delante de los ojos; los primeros representaron la verdad: los segundos representaron la mentira.

Pero lo más singular del caso, es la ridícula pretensión de los que actualmente se dan a sí mismos el nombre de clásicos de instituirse, nadie sabe por qué, ni cómo, ni bajo qué título, partícipes y herederos natos, directos, universales de la gloria de los antiguos escritores. ¿Qué tienen que ver las tragedias de Sófocles y Eurípides, con las narcóticas tragedias del moderno clasicismo? ¿En qué se parecen las obras de Racine a las de Chapelain? ¿En qué se parece la Eneida a la Henriada? En lo que se parece el hombre al mono. Porque es menester que no nos alucinemos; no basta respetar las reglas como las respetaba Racine para hacer tragedias como la Atalía; no basta ser ciego como Homero para hacer poemas como la Ilíada. Hay hombres que, bajo pretexto de que nunca nombran a Aristóteles sin quitarse el sombrero, se creen con derecho a pasar por literatos; y lo más extraño es que en efecto pasan por tales gracias a la mucha gravedad de sus individuos y al tono greco-dogmático con que repiten sus eternas vulgaridades; porque, ¿quién se ha de imaginar que debajo de tanta gravedad vaya a albergarse la estupidez?

No necesitan los románticos que nadie venga a decirles que en toda clase de composiciones deben observarse, no los caprichos de la moda, sino las reglas del buen gusto; saben muy bien que todo escritor debe estudiar las obras de los grandes ingenios de la Antigüedad; que debe respetarse la delicadeza pública, algo más de lo que a respetaron tal vez los poetas antiguos y los clasiquistas modernos. 2 Pero les causa desprecio e indignación el ver a algunos hombres que, conociéndose incapaces de producir nada de suyo, se contenían con poner trabas al genio y hacerse, por medio de esta ruin superchería, partícipes de la gloria que puedan adquirir los que con sobrada credulidad se conforman a sus opiniones. E. O.





1. Y no una vez sola, sino todas las que le habla. “Pil… Enfin…Vous ne m’en parliez plus,/Vous me trompiez , Seigneur....”y luego “Je vous abuserois si j'osais vous prometre /Que entre vos mains, Seigneur, il voutut remetre.” y más adelante “Hermione, Seigneur , au moins du apparence....” y, en fin “…Achevez , Seigneur , votre ambassade” (Andrómaca, acto 1º, escena 1ª). Es lo más extraño que siendo Pilades tan atento y respetuoso, lleve Orestes la mala crianza hasta el punto de tutear a quien siempre le llama de usted y le dice Señor arriba y Señor abajo. Si la "dignidad clásica" exigía el usted y el Señor que emplea Piladas, no debió tolerar en boca de Orestes el romántico y pedestre "tú".
2. Sin detenernos en los poetas griegos, ahí está Juvenal, Horacio y Claudiano cuyas obras abundan en expresiones e imágenes nauseabundas de puro obscenas; y Virgilio, el delicado Virgilio dijo: «Formosum pastor Corydon ardebat Alexim/ Delicias domini.» Nada diremos de los clasiquistas, pues no han hecho más que repetir los adulterios, incestos y horrorosos crímenes de las tragedias antiguas.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera