PAPEL
QUE ESCRIBIÓ UN SEÑOR DE ESTOS REINOS A LOPE DE VEGA CARPIO, EN RAZÓN DE LA NUEVA POESÍA.
Con mucho gusto he
leído
los dos
poemas
de ese caballero, solicitando entenderle con algún estudio de la lengua latina, en que he pasado los poetas que en ella tienen más opinión, y de la toscana, que aprendí en mis tiernos años, cuando el Duque, mi señor, asistió en Roma. Pero habiéndome enviado un amigo este
discurso
contra ellos, he quedado dudoso, aunque no por eso he perdido el gusto de muchas partes que hay en estos dos poemas, dignos del nombre de su auctor. Mas confieso a vuesa merced, señor Lope, que querría que me dijese lo que siente de esta novedad, y si le estará bien a nuestra lengua lo que hasta agora no habemos visto; porque si en esta
frasi
se escriben libros, será necesario que salgan la primera vez con sus comentos, y, éstos, pienso yo que se hacen para declarar después de muchos años las dificultades que en otras lenguas o fueron sucesos de aquella edad o costumbres de su provincia; que en lo que es historia y fábula, ya tenemos muchos, y pienso que los que ahora comentan no hacen más de hacer otras cosas a propósito por ostentación de sus ingenios. Esto deseo saber del que en vuesa merced es tan conocido; no lo rehúse, que este advertimiento es porque le conozco, y porque yo fío de su modestia que a nadie le parecerá mal su
censura,
y yo le quedaré en mucha obligación. Dios guarde a vuesa merced como deseo.
RESPUESTA DE LOPE DE VEGA CARPIO.
Mándame vuestra excelencia que le diga mi
opinión
a cerca de esta nueva poesía, como si concurrieran en mí las calidades necesarias a su censura, de que me siento confuso y atajado; porque, por una parte, me fuerza su imperio, en mis obligaciones ley precisa; y por otra, me desanima mi
ignorancia,
y aun por ventura el peligro que me amenaza si este papel se copia, en el cual ni querría dar gusto a los que esta novedad agrada, ni pesadumbre a los que la vituperan, sino sólo descubrir mi sentimiento, bien diferente de lo que muchos piensan, que, dando crédito a sus imaginaciones, son intérpretes equívocos de los pensamientos ajenos.
Discurso
era éste para mayor espacio del que permite un papel que responde a un príncipe en término preciso, y más en esta ocasión, y donde tantos están a la mira del arco, «como si el más diestro tirador —como Horacio dijo— pudiese dar siempre al blanco»; y así, procuraré con la mayor brevedad que me sea posible
decir
lo que siento, que pues
Aristóteles
en el libro primero de sus
Tópicos
dejó advertido que los filósofos, por la verdad,
«debent etiam sibi contradicere»,
bien puede el arte de hacer versos, pues todo su fundamento es la filosofía —como consta de los antiguos—, no sin afrenta de muchos de los modernos, con el debido respeto a tanto varón, no digo contradecir, pero dar licencia a un hombre para decir lo que siente. Mas hay algunos que a las cosas del ingenio responden con sátiras a la honra, valiéndose de la ira donde les falta la ciencia, y quieren más mostrarse ignorantes y desvergonzados negando lo que escriben, que doctos y nobles en lo que defienden. En las
academias
de Italia no se halla libertad ni insolencia, sino reprehensión y deseo de apurar la verdad; si ésta lo es, ¿qué pierde porque se apure, ni qué tiene que ver el soneto deslenguado con la oposición scientífica? No lo hizo ansí el Taso, reprehendido en la Crusca, por la defensa del Ariosto; no así el Castelvetro por la de Aníbal Caro; pero, en efeto, España ha de hacer lo que dicen los extranjeros, como se ve por el ejemplo de
Antonio
Juliano, de quien se rieron los griegos en aquel convite:
«Tanquam
barbarum et agrestem, qui ortus terra Hispaniae foret».
Yo, señor, responderé a lo que vuestra excelencia me manda, con las más llanas razones y de más cándidas entrañas, porque realmente —y consta de mis escritos— más se aplica este corto ingenio mío a la alabanza que a la reprehensión, porque alabar, bien puede el ignorante, mas no reprehender el que no fuere docto y tenido en esta opinión generalmente; aunque en esta infelicísima edad vemos hombres anotar y
reprehender
cuando fuera justo que comenzaran a aprender; pero atájales la
soberbia
el camino de conseguir las ciencias con la humildad y contemplación; porque si todos los artes —como los antiguos dijeron—
«in meditatione consistunt»,
quien toma los libros para burlarse con arrogancia, y no para inquirir con humildad lo que enseñan, claro está que se hallará
burlado
y mal quisto, justo premio de su locura. Cuán diferente juicio sea el de los hombres sabios díjolo muy bien
Hermolao
Bárbaro por estas palabras:
«Faciunt
hoc alba, et —ut graeci dicunt— bene nata ingenia: quorum summa et certa propietas est, nunquam docere, doceri semper velle, iudicium odisse, amare silentium, quibus duobus tota Pythagoricorum et Academicorum continetur praeceptio».
De éstos refiere Aulo
Gelio
que callaban dos años; pues ¿de quién son
discípulos
éstos que siempre hablan? Bien dijo Plutarco del callar:
«Nescio
quid egregium Socraticum, aut potius Herculeum praesefert».
No es buena manera de disputa la calumnia, sino la animadversión, que,
«Si vita nostra in remissionem et studium est divisa»,
no lo dijo
Falereo
por la educación de estos hombres, que no es éste el estudio que se distingue de la remisión.
Presupuestos, pues, estos principios como infalibles, y dando por ninguna la objeción de los que dicen que no se deben poner a las
novedades,
de que una facultad recibe aumento, porque
«omnium rerum principia parva fiunt, sed suis progressionibus usa augentur»,
¿cuál hombre será tan fuerte, como
César
dijo, que
«non
rei novitate perturbetur»,
y atienda a penetrar la causa de que nació la filosofía? Y si una de las tres partes en que
Cicerón
la divide es:
«De
diserendo, et quid verum, et quid falsum, quid rectum in oratione, quid pravum, quid consentiens, quid repugnet iudicando»;
ésta es mejor manera de hablar que responder con desatinos en consonantes, que más parecen libelos de
infamia
que apologías de hombres doctos. Finalmente, yo pienso decir mi sentimiento, tengan el que quisieren los que
obliquis oculis
miran la verdad impedidos de la pasión, porque,
«Minime
profecto fraudi esse debet
—como
Turnebo
dice—
iuvandi studium, quod amplexi, obtrectatores contemnimus».
De cuyos ingenios no puede temer ofensa quien desea la verdad con honestas palabras.
El ingenio de este caballero, desde que le conocí, que ha más de veinte y ocho años, en mi opinión —dejo la de muchos— es el más raro y
peregrino
que he conocido en aquella provincia, y tal que ni a Séneca ni a Lucano, nacidos en su patria, le hallo diferente, ni a ella por él menos gloriosa que por ellos. De sus estudios me dijo mucho Pedro Liñán de Riaza, contemporáneo suyo en Salamanca; de suerte que
non indoctus pari facundia, et ingenio praeditus
rindió mi voluntad a su inclinación, continuada con su vista y conversación, pasando a la Andalucía, y me pareció siempre que me favorecía y amaba con alguna más estimación que mis ignorancias merecían. Concurrieron en aquel tiempo en aquel género de letras algunos
insignes
hombres, que quien tuviere noticia de sus escritos sabrá que merecieron este nombre: Pedro Laýnez, el excelentísimo señor Marqués de Tarifa, Hernando de Herrera, Gálvez Montalvo, Pedro de Mendoza, Marco Antonio de la Vega, doctor Garay, Vicente Espinel, Liñán de Riaza, Pedro Padilla, don Luis de Vargas Manrique, los dos Lupercios y otros, entre los cuales se hizo este caballero tan gran lugar, que igualmente decía de él la Fama lo que el oráculo de Sócrates. Escribió en todos estilos con elegancia, y en las cosas festivas, a que se inclinaba mucho, fueron sus sales no menos celebradas que las de Marcial y mucho más honestas. Tenemos singulares obras suyas en aquel estilo
puro,
continuadas por la mayor parte de su edad, de que aprendimos todos
erudición
y dulzura, dos partes de que debe de constar este arte; que aquí no es ocasión de revolver Tasos, Danielos, Vidas y Horacios, fundados todos en aquellos
aforismos
de Aristóteles. Mas no contento con haber hallado en aquella blandura y suavidad el último grado de la fama, quiso —a lo que siempre he creído, con buena y sana intención, y no con arrogancia, como muchos que no le son afectos han pensado— enriquecer el arte y aun la lengua con tales
exornaciones
y figuras, cuales nunca fueron
imaginadas
ni hasta su tiempo vistas, aunque algo asombradas de un poeta en idioma toscano, que, por ser de nación ginovés, no alcanzó el verdadero dialecto de aquella lengua, donde hay tantas insignes obras intelligibles a la primera vista de los hombres doctos y aun casi de los ignorantes. Bien consiguió este caballero lo que intentó, a mi juicio, si aquello era lo que intentaba; la
dificultad
está en el recebirlo, de que han nacido tantas, que dudo que cesen si la causa no cesa. Pienso que la
escuridad
y ambigüidad de las palabras debe de darla a
muchos:
«verbis uti
—dijo
Aulo
Gelio—
nimis obsoletis exulcatis quae, aut insolentibus, novitatis quae durae et illepidae, par esse delictum videtur»;
pero más molesta y culpable cosa,
«verba nova, incognita et inaudita dicere»,
etc. Y, hablando de la
Onomatopoeia,
Cipriano
en su
Rétorica
dice:
«At nunc raro, et cum magno iudicio hoc genere utendum est, ne novi verbi assiduitas odium pariat; sed si commodo quis eo utatur et raro, non ostendet novitatem, sed etiam exornabit orationem».
Pero Fabio
Quintiliano
lo dijo todo en una palabra:
«Usitatis tutius utimur: nova non sine quodam periculo fingimus».
Y más adelante, en el capítulo sexto:
«Consuetudo vero certissima loquendi magistra: utendumque plane sermone, ut numo, cui publica forma est».
Y aunque en él se puede ver tratada esta materia abundantemente, no puedo dejar de citar un aforismo suyo, que lo incluye todo, pues la autoridad de
Quintiliano
carece de réplica:
«Oratio, cuius summa virtus est perspicuitas, quae sit vitiosa, si egeat interprete».
Y cuando en el libro 8. concede alguna licencia, es con esta limitación:
«Sed ita demum si non appareat affectatio».
En las materias graves y filosóficas confieso la breve
escuridad
de las sentencias, como lo disputa
admirablemente
Pico
Mirandulano
a Hermolao Bárbaro:
«Vulgo non scripsimus, sed tibi et tuis similibus».
Y acuérdase de los silenos de Alcibíades:
«Erant enim simulachra»,
por lo exterior fiera y hórrida; pero con deidad intrínseca, y donde Heráclito dijo «que estaba escondida la verdad». Pero si por aquellas cosas que Platón llamaba «teatrales» desterró los poetas de su república, el medio tendrá pacíficos los dos extremos para que no esté tan enervada la dulzura que carezca de ornamento, ni él tan frío que no tenga la dulzura que le compete. Creo que muchas veces la falta del
natural
es causa de valerse de tan estupendas máquinas el
arte;
pero
«arte non conceditur, quod naturaliter denegatur. L. ubi repugnantia, §. I, De regulis iur».
No se admire Vuestra Excelencia, señor, si en esta parte me dilato, por ser tan alta materia el hablar, que de ella dijo Mercurio
Trimegisto
en el
Pimandro,
que «sólo al hombre había Dios concedido la habla y la mente, cosas que se juzgaban del mismo valor que la inmortalidad». Pero, volviendo al propósito, a muchos ha llevado la
novedad
a este género de
poesía,
y no se han engañado, pues en el estilo
antiguo
en su vida llegaron a ser poetas, y en el
moderno
lo son el mismo día; porque con aquellas trasposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas o frasis enfáticas se hallan levantados a donde ellos mismos no se
conocen,
ni aun sé si se entienden. Lipso escribió aquel nuevo latín, de que dicen los que le saben que se han reído Cicerón y Quintiliano en el otro mundo; y siendo tan doctos los que le han imitado, se han perdido; y yo
conozco
alguno que ha inventado otra lengua y estilo tan diferente del que Lipso enseña, que podía hacer un diccionario, como los ciegos a la jerigonza. Y así, los que
imitan
a este caballero producen partos
monstruosos
que salen de generación, pues piensan que han de llegar a su
ingenio
por
imitar
su estilo. Mas pluguiera a Dios que ellos le imitaran en la parte que es tan digno de serlo, pues no habrá ninguno tan mal afecto a su ingenio que no conozca que hay muchas
dignas
de veneración, como otras que la singularidad ha envuelto en tantas
tinieblas,
que he visto desconfiar de entenderlas
gravísimos
hombres que no temieron comentar a
Virgilio
ni a Tertuliano. Puédese decir por él en esta parte lo que san
Agustín
dice de la elocuencia, que no siempre persuade la verdad:
«Non est facultas ipsa culpabilis, sed ea male utentium perversitas».
Otros hay que tienen este nuevo
estilo
por una fábrica portentosa, y se atreven a tantas letras y partes dignas de sumo respecto en su dueño, porque dijo el antiguo poeta
Lucio
que
«multa hominum portenta in Homero versificata monstra putant».
Ello, por lo menos, tiene pocos que aprueben y muchos que contradigan; no sé lo que crea, pero diré con
Aristóteles:
«Quaedam delectant nova, quae postea similiter non faciunt».
Todo el fundamento de este edificio es el
trasponer,
y lo que le hace más duro es el apartar tanto los adjuntos de los substantivos, donde es imposible el paréntesis, que lo que en todos causa dificultad la sentencia, aquí la lengua; y como esto en los que
imitan
es con más
dureza
y menos gracia, cuando ellos fueran Virgilios, hallaran algún
Séneca
que les dijera, por la
novedad
que quiso usar con los vocablos de Ennio —aunque Gelio se ría de esta
censura—:
«Virgilius quoque noster non ex alia causa duros quosdam versus et enormes, et aliquid super mensuram trahentis interposuit».
Los
tropos
y figuras se hicieron para hermosura de la oración. Éstas mismas Aftonio, Sánchez Brocense y los demás las hallan
viciosas,
como los plenasmos y amfibologías, y tantas maneras de encarecer, siendo su naturaleza adornar; y si no, lean a Cicerón
Ad Herenium,
y verán lo que siente de los dialécticos, después de haber dicho:
«Cognitionem amphiboliarum eam quae a dialecticis profertur, non modo nullo adiumento esse, sed potius maximo impedimento»,
etc. Y engáñase quien piensa que los colores retóricos son enigmas, que es lo que los griegos llaman
scirpos.
Perdónenme
los que le saben, pues que son pocos, que hasta una palabra bien podemos traerla siendo a propósito. Pues hacer toda la composición figuras es tan
vicioso
y indigno, como si una mujer que se afeita, habiéndose de poner la color en las mejillas, lugar tan propio, se la pusiese en la nariz, en la frente y en las orejas. Pues esto, señor excelentísimo, es una composición llena de estos tropos y figuras: un rostro colorado a manera de los ángeles de la trompeta del Juicio o de los vientos de los mapas, sin dejar campos al blanco, al cándido, al cristalino, a las venas, a los realces, a lo que los pintores llaman «encarnación», que es donde se mezcla blandamente lo que
Garcilaso
dijo, tomándolo de Horacio: «En tanto que de rosa y azucena».
La objeción común a Séneca es que todas sus obras son sentencias, a cuyo edificio faltan los materiales, y por cuyo defecto dijo Cicerón que hay muchos hombres a quien, sobrando la doctrina, falta la elocuencia. Las voces sonoras nadie las ha negado, ni las bellezas —como arriba digo— que esmaltan la oración, propio efecto de ella; pues si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, antes fealdad notable. Bien están las alegorías y traslaciones, bien la similitud por la traslación, bien la parte por el todo, la materia por la forma y, al contrario, lo general por lo particular, lo que contiene por lo contenido, el número menor por el mayor, el efecto por la ocasión, la ocasión por el efecto, el inventor por la invención y el acidente del que padece a la parte que le causa; así las demás figuras, agnominaciones, apóstrofes, superlaciones, reticencias, dubitaciones, amplificaciones, etc., que de todas hay tan comunes ejemplos; mas esto raras veces, y según la calidad de la materia y del estilo, como escribe
Bernardino
Danielo en su
Poética.
Verdad es que muchos las usan sin arte, y es causa de que yerren en ellas, porque la retórica quiere una cierta diferencia de ingenio, de quien san
Agustín
dijo, tomándolo de Cicerón, en el lib.
De orat.:
«Nisi quis cito possit, numquam omnino possit perdiscere».
El ejemplo para todo esto sea la
trasposición
o
trasportamento,
como los
italianos
le llaman, que todo es uno, pues ésta es la más culpada en este
nuevo
género de
poesía,
la cual no hay poeta que no la haya usado; pero no familiarmente, ni asiéndose todos los versos unos a otros en ella, con que le sucede la fealdad y
escuridad
que decimos, si bien es más fácil manera de componer, pues pasa el
consonante
y aun la razón donde quiere el dueño, por falta de trabajo para ablandarla y seguirla con lisura y facilidad. Juan de Mena dijo: «A la moderna volviéndome rüeda», «Divina me puedes llamar Providencia».
Boscán:
«Aquel de amor tan poderoso engaño».
Garcilaso:
«Una extraña y no vista al mundo idea». Y Hernando de
Herrera,
que casi nunca usó de esta figura, en la elegía tercera: «Y le digo señora dulce mía». Y el
insigne
poeta por quien habló
Virgilio
en lengua castellana, en la
tradución
del
Parto de la Virgen,
del Sanazaro: «Tú sola conducir, diva María». Y así los
italianos,
de que serían
impertinentes
los ejemplos. Esto, como digo, es dulcísimo usado con templanza y con hermosura del verso,
no
diciendo: «En los de muros», etc. Porque casi parece al poeta que refiere
Patón
en su
Elocuencia,
cuando dijo: «Elegante hablastes mente», figura viciosa que él allí llama
cacosíndeton.
Finalmente, de las cosas escuras y ambiguas, y cuánto se deben huir, vea Vuestra Excelencia a
S. Aug.,
en el li. 4.
De dotrina christiana;
porque pienso que su opinión ninguno será tan atrevido que la contradiga.
Platón
dijo que todas las ciencias humanas y divinas se incluyeron en el poema de Homero. Puede ser que aquí suceda lo mismo, y que, de faltar Platones, no se ha entendido el secreto de este divino estilo, si ya no decimos de él lo que Augustino del
Apocalipsi,
en el lib. 20.
De Civit. Dei,
a Marcelino:
«In hoc quidem libro, cuius nomen est Apocalipsis, obscure multa dicuntur, ut mentem legentis exerceant».
Mas viniendo a una verdad infalible, no deja de causar lástima que lo que los ingenios doctos han procurado ennoblecer en nuestra lengua desde el tiempo del rey don Juan el Segundo hasta nuestra edad del santo rey Filipo Tercero, ahora vuelva a aquel principio; y suplico a Vuestra Excelencia humildísimamente, pues está desapasionado, juzgue si es esto así por estas palabras de la prosa que se hablaba entonces, que con ejemplos no le quiero cansar, pues el de Juan de
Mena,
autor tan conocido, basta en el comento que hizo a su
Coronación,
donde dice así, hablando de la fama del gran marqués de Santillana, don Íñigo López de Mendoza: «Y no quiere cesar ni cesa de volar fasta pasar el Cáucaso monte, que es en las sumidades y en los de Etiopía fines, allende del cual la fama del romano pueblo se falla no traspasase, según en el
De Consolación,
Boecio; pues ¿cómo podrá conmigo más la pereza que no la gloria del dulce trabajo? ¿O por qué yo no posporné aquésta por las cosas otras, es a saber, por colaudar, recontar y escribir la gloria del tanto señor como aquéste? Mas esforzándome en aquella de Séneca palabra, que escribe en una de las epístolas por él a Lucilo enderezadas», etc.
¿Puede negarse una cosa tan evidente? Pues certifico a Vuestra Excelencia que le pudiera traer infinitos ejemplos, como decir: «Por la de la buena fama gloria», y «por ende las conmemoradas acatando causas», y «láctea emanante», «temblante mano» y «peregrinante principio»; cosas que tanto embarazan la
frasis
de nuestra lengua, que las sufrió entonces por la
imitación
latina, cuando era esclava, y que ahora que se ve señora, tanto las
desprecia
y
aborrece.
Decía el doctor
Garay,
poeta
laureado
por la
Universidad
de Alcalá, como él dijo en aquella canción,
Tengo una honrada frente
de laurel coronada,
de muchos envidiada, etc.,
que la poesía
había
de costar grande trabajo al que la escribiese y poco al que la leyese, esto es, sin duda, infalible dilema, y que no ofende al divino ingenio de este caballero, sino a la opinión de esta lengua que desea introducir. Mas, sea lo que fuere, yo le he de
estimar
y amar tomando de él lo que entendiere con humildad, y admirando lo que no entendiere con veneración; pero a los
demás
que le
imitan
con alas de cera en plumas tan desiguales, jamás les seré afecto, porque comienzan ellos por donde él acaba. A quien dijera yo lo que
Escala
a Politiano, dudando el estilo de una
epístola
suya:
«Non
sapit salem tuum,
multa
miscet, omnia confundit, nihil probat».
La dureza es imposible que no ofenda la poesía, pues no deleita, habiéndose hecho para escribir deleitando. Memoria hace Crinito de la que tuvo Atilio, trágico, y que no menos que de Cicerón fue llamado
«ferreus poeta»,
aunque no sé si les viene bien el apellido de poetas de
hierro,
pues ningunos en el mundo tanto oro gastan, tanto cristal y perlas. Las
voces
latinas que se trasladan quieren la misma
templanza.
Juan de
Mena
usó muchas,
verbi gratia:
«el amor es ficto, vaniloco, pigro», y «Luego resurgen tan magnos clarores». Como en este caballero: «Fulgores arrogándose presiente», que es todo meramente
latino.
No digo que las locuciones y voces sean bajas, como en un insigne poeta de nuestros tiempos: «Retoza ufano el juguetón novillo», pero que con la misma lengua se levante la alteza de la sentencia puramente a una locución heroica, sea ejemplo el divino
Herrera:
Breve
será la venturosa historia
de mi favor, que es breve la alegría
que tiene algún lugar en mi memoria.
Cuando del claro cielo se desvía
del sol ardiente el alto carro a pena,
y casi igual espacio muestra el día,
con blanda voz, que entre las perlas suena,
teñido el rostro de color de rosa,
de honesto miedo y de amor tierno llena,
me dijo así la bella desdeñosa, etc.
Ésta es
elegancia,
ésta es
blandura
y
hermosura
digna de
imitar
y de
admirar:
que no es enriquecer la lengua dejar lo que ella tiene propio por lo extranjero, sino despreciar la propia mujer por la ramera hermosa. Pues si queremos
subirlo
más de punto, léase la canción a la
traslación
del cuerpo del señor rey don Fernando, que por sus virtudes fue llamado el Santo, y entre sus estancias, ésta:
Cubrió
el sagrado Betis, de florida
púrpura y blandas esmeraldas llena,
y tiernas perlas, la ribera undosa,
y al cielo alzó la barba revestida
de verde musgo, y removió en la arena
el movible cristal de la sombrosa
gruta, y la faz honrosa,
de juncos, cañas y coral ornada;
tendió los cuernos húmidos, creciendo
la abundosa corriente dilatada,
su imperio en el océano extendiendo.
Aquí no excede ninguna lengua a la nuestra, perdonen la griega y latina, pero dejándola para sus ocasiones, podrá el poeta usar de ella con la
templanza
que quien pide a otro lo que no tiene, si no es que las voces latinas las disculpemos con ser a España tan propias como su original lengua, y que la quieran volver al estado en que nos la dejaron los romanos, y prueba con tantos ejemplos el doctísimo Bernardo de Alderete en su
Origen de la lengua castellana.
Yo por algunas razones no querría discurrir en esto, que tal vez he usado alguna, pero adonde me ha faltado, y puede haber sido sonora y
intelegible.
Por cuento de donaire se escribía y se imprimía no ha muchos años el estilo de aquel cura que hablaba con su ama esta misma lengua, pidiendo el «ansarino cálamo», y diciéndole que «no subministraba el etiópico licor el cornerino vaso». No quiero cansar más a Vuestra Excelencia y a los que no saben mi buena intención, sino acabar este papel con decir que nunca se aparta de mis ojos
Fernando
de Herrera, por tantas causas divino; sus sonetos y canciones son el más
verdadero
arte de poesía. El que quisiere saber su verdad,
imítele
y léale; que de
Garcilaso
no pienso hablar palabra, pues han llegado
algunos
a tanta libertad, que llaman poetas mecánicos los que le imitan; cosa tan
lastimosa
que, por locura declarada, carece de respuesta. Harto más bien lo sintió el divino Herrera, cuando dijo en aquella
elegía
que comienza: «Si el grave mal que el corazón me parte»; que a
juicio
de los hombres doctos había de estar escrita con letras de oro:
Por
esta senda sube al alto
asiento
Laso, gloria inmortal de toda España.
Muchas cosas se pudieran decir acerca de la
claridad
que los versos quieren para
deleitar,
si alguien no dijese que también deleita el ajedrez y es estudio importuno del entendimiento. Yo hallo esta
novedad
como la liga que se echa al oro, que le dilata y aumenta, pero con
menos
valor, pues quita de la sentencia lo que añade de dificultad. Con esto, Vuestra Excelencia, señor, crea que lo que he dicho es cosa increíble a mi
humildad
y modestia; y si no es violencia en mí, plegue a Dios que yo llegue a tanta desdicha por necesidad, que
traduzga
libros de italiano en castellano, que para mi consideración es más delito que pasar caballos a Francia; o a tanta soberbia, por falta de entendimiento, que haga reprehensiones a los libros a quien todos los hombres doctos han hecho tan singulares alabanzas. Y para que mejor Vuestra Excelencia entienda que hablo de la
mala
imitación, y que a su primero dueño
reverencio,
doy fin a este
discurso
con este
soneto
que hice en
alabanza
de este caballero, cuando a sus dos
insignes
poemas
no respondió igual la
fama
de su misma patria:
Canta,
cisne andaluz, que el verde coro
del Tajo escucha tu divino acento,
si, ingrato, el Betis no responde atento
al aplauso que debe a tu decoro.
Más de tu
Soledad
el eco adoro
que el alma y voz del lírico portento,
pues tú solo pusiste al instrumento,
sobre trastes de plata, cuerdas de oro.
Huya con pies de nieve Galatea
—gigante del Parnaso—, que en tu llama,
sacra ninfa inmortal, arder desea.
Que como —si la envidia te desama—
en ondas de cristal la lira orfea,
en círculos de sol irá tu fama.
DEL MISMO SEÑOR A LOPE DE VEGA.
He visto este
papel
de Vuestra Merced, y no puedo encarecerle la que me ha hecho con haber, a mi juicio docta y cortésmente, desengañado a muchos, que aunque Vuestra Merced, por su
humildad,
no desea comunicarle, no permitirán sus amigos que no salga en público. Sólo quisiera, si he de confesar todas mis dudas, ver alguna cosa que no fuera de Vuestra Merced, de otro ingenio en el estilo
antiguo;
antiguo digo, en el que parece que fue de Garcilaso y de Hernando de Herrera, hombres en
aplauso
común, luces eficaces en esta facultad a todo castellano
ejemplo,
con que si fuese obra digna de la aprobación de Vuestra Merced se viese la diferencia. En pago del estudio que esto habrá costado, envío a Vuestra Merced todas las obras de Lipso, de la mejor impresión que han venido a España, y encuadernadas a mi gusto, y ese librito que llamó Arias Montano
Humanae salutis monumenta,
cuyos versos no deben nada a cuantos están escritos, la Antigüedad perdone. Dios guarde a Vuestra Merced como deseo.
LA RESPUESTA.
Con temor grande envié a Vuestra Excelencia, señor, este papel; pero ya le he perdido con su aprobación, seguro de su ingenio y letras, y del gusto y conocimiento que tiene de esta ciencia, que hablando de la sabiduría dijo san
Agustín:
«quae nullus sine illa bene iudicat».
Creo que hallé algo de la verdad con mi inorancia, y aunque es señal de la
ciencia
poder enseñar, como lo siente Aristóteles en el primero de su
Metafísica,
aquí no se trata sino de sólo advertir, o, por lo menos, decir lo que se siente. Finalmente, señor, está bien dicho de
Lactancio
Firmiano que «no es ciencia, sino opinión, la que es por causa de los ingenios inconstante y varia». Muchos siguen esta manera escura y poco sentenciosa. El modo de saber se ha de inquirir primero que la ciencia, que no fue opinión menos que de san Bernardo. Presto, como dije en este papel, se hallan poetas muchos, pero no les queda para la segunda composición cosa
nueva
que decir, respeto de haber imaginado que se incluye en tres locuciones toda esta
novedad,
y que con decirlas y reiterarlas infinitas veces ha de hallar armonía el que los lee, ni gusto el que los oye. «Muchos estudian más las cosas altas, que saber las que les convienen». Obedeciendo a Vuestra Excelencia, y en prueba de esta verdad, le envío esa
égloga
de
Pedro
de Medina Medinilla, un
hidalgo
que conocí en
servicio
de don Diego de Toledo, aquel caballero gallardo y desgraciado que mató el toro, y hermano del excelentísimo señor
duque
de Alba. Esto sólo hallé de lo que escribió de edad de
20
años. Pasó a la India Oriental, inclinado a ver más mundo que la estrecheza de la patria, donde por necesidad servía con algo de marcial y belicoso ingenio. Perdiose en él el mejor de aquella edad, aunque a muchos de ésta no lo parezca la rusticidad de esta égloga, que ni han visto a Teócrito, ni saben qué preceptos se deben a su género. Todo poema tiene tres:
«Aut enarrantium, aut activum, aut mixtum; omnium vero harum specierum mixtura quaedam est bucolicum».
Y por esta
varia
elocución, gracioso y
agradable
a todos, como se ve
en
Tito Calfurnio, Olimpo Nemesiano, Petrarca, Pomponio Gáurico y el Sanazaro. Busqué algunas obras de Pedro de Mendoza, ayo y maestro del duque de Alba, que conocí en sus postreros años, de Pedro Laýnez, Marco Antonio y otros, y aunque las hallé, no tan corregidas como ésta, porque estaba de propia mano y escrita a la muerte de prenda tan mía y tan amada como doña Isabel de Urbina. Vuestra Excelencia la lea, que yo pienso que la he pasado más veces que tiene letras, digan lo que quisieren los que no atienden a la sentencia y grandeza del
estilo,
sino a la
novedad
de los
exquisitos
modos de decir, en que ni hay verdad ni
propiedad
ni aumento de nuestra lengua, sino una odiosa invención para hacerla bárbara,
mal
imitada, de quien sólo pudo ser Lipso de los poetas y
veneración
justa de su patria. Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años, como deseo.