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Título del texto editado:
Torre del Templo Panegírico de don Fernando de la Torre Farfán. Escudo primero
Autor del texto editado:
Torre Farfán, Fernando de la (1609-1677)
Título de la obra:
Torre del Templo Panegírico de D. Fernando de la Torre Farfán
Autor de la obra:
Torre Farfán, Fernando de la (1609-1677)
Edición:
Sanlúcar de Barrameda: s. e., 1663


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TORRE del Templo Panegírico de d. Fernando de la Torre Farfán de donde se registra la calumnia de don Joseph de la Torre Peralta y se descubre su ignorancia

Manifiéstase la detracción encerrada en el retiro de su celda, y se publica la murmuración escondida detrás de los tapices de un camarín.

Torre del Templo

Opónese la defensa a más eficaces

armas que las que usa la detracción.

Escudo primero


¡Qué antigua es la serie de la ignorancia! Su solar se deriva de los primeros peñascos, con estos rudos materiales a tantos siglos que labró su casa. Este edificio, aunque siempre ha subido hasta desvanecerse de soberbio, nunca ha llegado a merecer intitularse grande. Los blasones que le sobrescriben las puertas se manchan de sus odios, los guadarneses que le indignan los zaguanes se asombran con sus propias melancolías; tales armas le ayudan a conspirar contra los estudios. Por eso, su tumulto añadió al nombre de ignorante el apellido de perverso. No hay siglo que no le haya padecido el ceño delincuente, empero satisfecho siempre de los temores de todos, se ha alimentado nunca del respeto de alguno. ¡Qué sensible es decirlo! Solo parece que halla culto en la edad que padecemos. No hay lágrimas que basten a lavar tanta mancha que mucho si es de tinta no aprovechada en letras, sino derramada en borrones. No escribe, sino toma, empero una de las indignas plumas que desperdician este licor, amenaza con el que le queda en el tintero. Así lo protestó, desde la prisión de su celda, uno de los cómplices de este delito. ¿Quién duda que la tinta que una vez se pasó de malmirada correrá muchas con la misma torpeza? Empero si el desprecio aún más elocuente ha respondido a sus primeras manchas, también sabrá la modestia, otra vez irritada, no tiznarse en los segundos desaseos. Entiéndase que estas letras no van a su ruda lección, vuelven solo al deseo de más despierta claridad.

¿Qué dirá a esto aquella necedad tan obscura que anublando una religión bien resplandeciente presume de sí que se declina por sol, solis? Gramática bárbara la de estas luces, parecen del candil con que se alumbra. Platón definía el oficio de la luz, pero más limpio: ni el viento, aunque lo ocupa, le padece desaires, ni el agua, aunque la varía, se corre de sus descazones. La nubecilla que sube con ansia de mejorarse solo llega al peligro de deshacerse. Uno de los resplandecientes doctores curaba los achaques de esta ceguedad: desahuciole el amor propio a la malicia de estas tinieblas, nunca más perverso que cuando los hierros que le ofenden propios quiere dorarlos con el deslustre de la prenda ajena; cuando aspira, delincuente, por disimularse entre los que acusa de delincuentes. “¿Hasta cuándo”, así el sabio, “la imprudencia canina ha de ladrar hacia los estudios?” ¡O, torpeza lerda, la que no se aprovecha de la mano del castigo para llevarse hasta el escarmiento!

Este vicio es mitad de la invidia, alma de su vil cuerpo, sombra de su desavisada luz. El sabio recelaba las veredas, aunque mirase a la delicia, si se condenaba a compañero de sus costumbres. Contagiosa vecindad la del fuego indignado contra la materia que por más dócil es más dispuesta, su actividad tumultúa hacia lo sublime: es monstruosidad colérica para la dificultad del cielo. Por eso, cuantas veces sus armas conspiraren ambiciosas volverán fulminadas.

Muchas plumas hicieron más negra la tinta, mojadas con la obscuridad de sus costumbres. Aún las superiores aventuraron el riesgo de irritarlas por el mérito de corregirlas. Sacro el cartaginés le reconoció indigna la cualidad de árbol: percibió la sed de sus raíces, bebiendo las humedades más torpes de la tierra para alimentar las ramas de todas las maldades. Cualquiera ponzoña de otra malicia destina el tósigo a daño limitado, herbola el arpón a tiro prevenido; esta sola dispara a todo la pólvora de su vileza, antes de cargarla de razón, o esgrime, a cualquiera parte, la espada tan negra que no ha sabido aconsejarse de los preceptos de la racionalidad. Todo enojo, aún el sangriento, humedece las sequedades de la ira en las lágrimas opuestas a su indignación o desarruga las amenazas del ceño con los rendimientos descaecidos a su ferocidad. Este, empero, dilata el pecado de su odio hasta donde se infama de perpetuo; quémase el horror de su propia invidia en el agua donde se varían las ajenas felicidades. No tragando los horrores de alguno, trae el semblante indigesto de sus crudezas. Estas labores le aran la frente de surcos mal acondicionados, en cuyo terreno desabrido, espigan amenazas; las ajenas parvas doblan en sus dolores cuanto crecen en otras utilidades; las dichas extrañas firman en su rostro las indignaciones del corazón. No pronuncian sus labios palabras concebidas en el seno de la verdad, sino escupen afrentas espumadas de los hervores del interés. Atarea los dientes para carros de sus invidias donde el crujido de muy quejosos dice el dolor de mal untados. Roto además el cabestro de la lengua, corre su ira atropellando cuanto puede quejarse como sensible. Las acciones más amigas de sus manos son las que halla más vecinas de los delitos. Cuando la pereza del ánimo no le ministra aceros, le hurta a la cautela las armas que no se atrevió a pedirle prestadas al valor. ¡Rara bestia! Multiplicándose las cabezas, todas exceden el adjetivo de malas, tanta monstruosidad le emparentó el nombre con los horrores de la hidra. La sucesión de sus venenos se cuenta por sudor el más caro de Hércules, el que se resistió con distintas dudas a triunfo de su clava, no merecido por la gloria de fuerte, sino logrado con el peligro de venenoso. Cada cuello producía nueva ponzoña y otra garganta peleaba con otra infición. Aún parece que porfía a renacer esta monstruosidad, solo se distingue en la vileza del tósigo. El desprecio solo merecerá coronarse de su Alcides. Una emblema supo aconsejar esta doctrina, el desaire del desdén juzgó más glorioso que el golpe de la clava. Sea ahora una ficción azote de muchas necedades.

Alciat. In detract. Emb. 163
Audent flagriferi matulae, stupidique magistri
bilem in me impuri pectoris evomere

Unos maestros se atreven,
necios, torpes, ferularios
a echar de su pecho impuro
la hiel, contra mí, a pedazos.

Quid faciam? Reddam ne vices? Sed nonne cicadam
Ala una obstreperam corripuisse ferar?

¿Qué haré? ¿Volveré a vengarme?
¿Mas, no será empeño vano
a la cigarra parlera
una ala prender graznando?

Quid prodest muscas operosis pellere flabris?
Negligere est satius, perdere quod nequeas

¿Qué aprovecha que las moscas
quite con el aventallo?
Lo incapaz, aun del enojo,
más cordura es despreciarlo.


No obstante, Mercurio, por ocioso, calzará los talares, no a toda diligencia elegirá esas plumas para deponer otras espuelas, empero es el Pegaso a quien las aplica, no para correr otras bestias vulgares que trotan por su propia indignidad, esta generosidad nos distingue de las de su especie. ¡O elegancia del ánimo concluiré de los argumentos de la razón! No el doblez de dos coces a la sencillez de una chanza. Toda la escuela de los sentidos no basta para enseñar a saber ser hombres; la distribución sola de los afectos examina de racionales. ¿Cuántas veces ambas luces del rostro no alumbran bien […] obrar un entendimiento? Con esta claridad juzgó Claudiano que podía la humanidad brillar con lo divino.

Claud. D. Consu. Mal. Theod. Paneg.
Diis proximus ille est
quem ratio non ira movet: quif acta reprendens
consilio punire potest. Mucrone cruento
se iactent alii, studeant que feritate timere

Inmediato a los genios sublimados
está el que la razón y no la ira
le dicta la intención; aquel que puede,
los hechos ponderados,
consejo castigar, con sabia mira.
Otros en quien la cólera se excede
préciense del estoque, enfurecidos,
y estudien, ambiciosos, los temidos.


Curio dijo que el mejor estambre para la tela de cualquier vida se teje con el hilo de la razón. También Séneca la estimó senda que sube hasta las deidades, línea la más distante de la brutalidad. Todos los otros oficios de lo humano consienten el parentesco de los irracionales, este solo ha litigado la ejecutoria que desciende de lo divino. Por eso no sirve a los sentidos, sino los gobierna. Tanta causa le enseñó a armarse de la distribución, no solo por escudo con que socorrer las necesidades propias, empero para arnés con que evitar los temores ajenos. Aun en los trances donde la dureza del convite pide las armas a prueba del plomo de la necedad, persuadió el temple del acero de ese coselete, Manilio se halló entre sus Astros pieza tan importante:

M. Manil. tb. 2. Astron.
Nam neque decipitur ratio, nec decipit unquam.

La razón verás
con tan noble manía,
que ni allá se engaña,
ni engaña famas.


Tales causas amistaron la pluma con este motivo. Quisiera la verdad vestirse las armas que merezcan defenderla, sin valerse de las que lleguen a santiguarla. Solo dejan la modestia a templarle las municiones a la indignación; dejarele siempre a la justicia al mejor lado a la misericordia. Dejaría, empero, que quien se togare de juez de lo que se dijere no deje la silla para lo que se tallare. Cierto es que dice la tinta todo lo que dicta el tintero mucho callaran las letras que los algodones quisieran que se cantase. Sea pues testigo de la modestia a lo que se calla la verdad de lo que se dice. Si esto que va a la luz, se obscureciere de la mentira, condeno a la ignorancia cuanto se deja infetar del silencio. ¡O dolor, que ofrezca el suceso los contrarios tan despreciables que todos sus despojos no alcanzan a hacer honesta una victoria! Primero que a tener sus iras desarmadas obligan a recelar las indignaciones propias: no piden batalla, sino suplicio. Viles armas las que antes que vencerse deben castigarse.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera