Título del texto editado:
Torre del Templo Panegírico de don Fernando de la Torre Farfán. Escudo cuarto
Descúbrese
la
viga
en los ojos que vieron la paja en los ajenos.
Escudo 4º
No sé si le guardarán el decoro a las prendas conocidas de la razón estos cortos de vista para las partes autorizadas de la verdad, empero doy por hierro sin disculpa de todos lo que es obediencia con circunstancia de cualquiera. Pase, pues, por asentado como culpa, lo que parece queda absuelto de pecado. Siendo así, se viene armando una duda desde el astillero de una queja y
esfuerza
que se oponga la pregunta húmeda y fría de un
dictamen
a la cólera caliente y seca de un enojo.
Si el parecer
autor
del sudor propio (con razón sudor propio) es delito, ¿por qué siente un
religioso
que su trabajo (y bien trabajó) se quite de su cargo para onerar otra culpa? Ya se
sabe
que se exhaló una imprudencia quejosa por una hora de horno descomedida; resollaba las llamas de un sentimiento imprudente por un volcán de oprobios desatados; pedía por hurto precioso los doblecillos de unos papeles mendigos. Déjase, entonces, recrear la memoria con la frescura de un
chiste.
Fue, pues, el delirio de un viejo de los del hospital de San Bernardo. Clamaba una noche cuando aquella
ancianidad
se poseía del sueño. Repetía que toda la casa era cueva de ladrones. Preguntósele de qué lo infería; replicó que le habían hurtado cinco prestiños que tenía guardados en la faltriquera. ¿Por cuatro o cinco jeroglíficos, como cuatro o cinco buñuelos, nos fríen en aceite? Ya me persuado que tiene ingenio el escribir hallullas, pues
obliga
a que se queje uno de los padres conscriptos de que le usurpe el saber doblar hojuelas y tender hojarascas.
Culpaba
Cicerón
en Bíbulo que buscase
gloria
de mucho con armas afiladas en trances que no pasaban de poco. Tenía aquel casi perfeccionado el discrimen de una guerra en Asia y venía entonces este a remendar su
laurel
con los cortos pedazos que restaban por añedírsele. Esta jactancia, solicitada a tan leve costa del valor, se debe aplicar a cosas adquiridas a tan poco esfuerzo del arte. La frase con que se
explicó
el
orador
es de rara
energía:
dijo que Bíbulo buscaba el laurel
in mustaceo.
Calepino
(digno
es su nombre donde quiera)
siente
de este término que es buscar alabanzas
superiores
donde solo hay materiales
inútiles.
Catón,
gran
médico
de curar ignorantes, dejó amplia una receta de componer este bendito emplasto. Parece que había visto las tortas y pan pintado, de los que el padre llama jeroglíficos. Componíase este, que se parece a los otros, de cierto celemín de harina que, ayudado de los ingredientes que van al margen y desdoblado sobre hojas de laurel para entregarlo al horno, era hojaldre parecida a aquellas ingeniosidades; repulgo más a menos. Mofa, pues, que se ostente otro artífice de templos loables y queréllase porque lo excusaron de autor de
sopaipillas
fritas. Estos son los que para la buena estofa de sus fábricas buscan lana en la piel del asno, ¿quién duda que cumplen con lo propio cuantas veces se quitaren la barba a sí mismos?
Con todo, confieso que tropezó la poca noticia deslumbrada, empero fue (séase cualquiera el dueño) por andar con respeto en tanta vulgaridad. Quien solo pudo
justificar
la queja fue el que se halló, sin culpa,
autor
de fábrica tan
despreciable.
Habilidad preciada de eminencia en dobleces es facultad graduada con borla para chismes; ciencia que estudia en prensar papeles, mejor que doctorar de ingeniosos, debe licenciar de dueñas. Por lo menos, mal calificará de
religioso
lo que cuando más acredita de jugador de manos. ¡Hay cosa como que el que se calza el grave coturno de la oración se
humille
a zapatero de lo viejo! Juicios vemos que, en topándose con labores mecánicas, piensan que se hallan la
horma
de su zapato. Engerir un hombre en árbol y transformar talque dama en calavera no pasa de
metamorfoseo
ridículo
o llega hasta tropelía de
saltambanco.
Saca un
vano
este artificio ocioso a la publicidad y, cuando juzga que ha de pasmar a milagros las maravillas de lo gentil, llega solo a enloquecerse de
presunciones
con las fantasías del pavón.
Pierio
dice de la soberbia de esta ave que echa el resto de su vanidad a las inutilidades de la cola: guarda doblada en ella, pluma sobre pluma, multitud varia de confusiones; descógelas, arrogante, al engaño de la publicidad;
desea
que pasen por el camino de la bobería a la admiración de la
ignorancia;
presume orear en el aire de las maravillas lo que aun no merece ser aventador de las moscas; lee escrito en la mofa de los semblantes lo que pretendía decorar con
exageración
en las cejas; entonces, convierte la máquina en abanicos que le enfríen la cólera indignada. Tanto monta las locuras de este avechucho presumido; ni pasan de ese precio aquellas labores
superficiales.
Esto solo se les pega a algunos de todo el jugo de las ciencias; hay habilidades de engreído, que parecen de hacia la cola. ¡Oh sentencia de
Séneca!
¡El buen capricho nadie lo merece prestado ni lo consigue vendido! Aun reduciéndolo a precio la posibilidad, lo encarecería de dueño la satisfacción. Empero, cuando se cierran las tiendas de los
estudios,
¡qué abiertos se ofrecen los almacenes de las necedades!
Eliano
refería las de Anníceres, tan desfrutadas de precio como las que ya vuelan con las plumas antecedentes.
Preciábase
el mecánico de
insigne
en ciertas acciones frívolas: era su nimiedad presumirse insigne en la destreza de gobernar un carro.
Apenas
llegaba su virtud a la fama de
buen
cochero. Arrastró esta habilidad mínima a la publicidad copiosa de una Academia. Presumió merecerle a Platón en alabanzas lo que de los demás había cobrado en admiraciones. Empero halló en
reprehensión
lo que buscaba en aplauso: «No puede
–dijo
el
filósofo–
volar fácil a lo
sublime
de lo celeste quien se abate pronto hacia lo
despreciable
de lo ratero». ¿Qué diría el sabio Séneca al padre con las manos en la masa para formar tortas, olvidado del
breviario
por cantar himnos?