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Título del texto editado:
Torre del Templo Panegírico de don Fernando de la Torre Farfán. Escudo quinto
Autor del texto editado:
Torre Farfán, Fernando de la (1609-1677)
Título de la obra:
Torre del Templo Panegírico de D. Fernando de la Torre Farfán
Autor de la obra:
Torre Farfán, Fernando de la (1609-1677)
Edición:
Sanlúcar de Barrameda: s. e., 1663


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Dase luz en común del árbol de Apolo a los que se andan por las ramas.

Escudo 5º


En la orla del retrato dicen malas lenguas que no hicieron buenas sombras las ramas de un laurel. ¿Quién tal pensara de aquel árbol tan agradable al sol? El sabio, empero, vio las pestañas de la calumnia desveladas contra la ingenuidad de las luces. Mucho ha que pregonaron la guerra las tinieblas a sus resplandores. Así, Platón los vio siempre opuestos con distintas armas. El gran Basilio, empero, cantó la victoria por la parte de la claridad: «con el sonido de la palabra de Dios –dice– prorrumpió el ampo de la luz; desde aquel instante abandonó las obscuridades». Adagio hay que mofa esta batalla. Teócrito reía la brutalidad del marrano desafiando los desvelos de Minerva. Esta es aquella tela donde a tanto que se corre y no se cansa el torpe de porfiar contra la paciencia del estudioso. Campo aplazado del aullido de la ignorancia al mérito de la modestia, negará hasta ruidoso, mas no pasará de molesto. Es de muchos en número, pero pocos en precio; solo distingue en ellos el traje cuanto conforma la brutalidad. Plutarco refirió la oración de Tito Quincio a los aqueos cuando Antíoco le presentó a Grecia armadas las copias de los asirios. Era la multitud variada de distintas lucientes armas, aunque sobrepuestas en unos mismos flacos individuos. Peleaba la turba en la admiración de los griegos más que merecía el valor de los orientales; la diversidad de armas fingía fuerza de alientos. Reconvino el cónsul, entonces, tanta confusión con solo un ejemplar. Dijo que, cenando en Cálcide, se le ostentaron, dos veces, admirables las mesas: la una con la multitud de platos; la otra con la distinción de los condimentos. Lo primero difícil a la comprensión de la vista; lo segundo provocable para la variedad del gusto. Conociole el huésped la admiración y sellole en la boca lo que se había asomado por las palabras. Díjole, pues: «Quincio, aunque muchas las formas, una es la instancia eso que ofrece tanta variedad; todo es carne de puercos, a cuya rudeza ya se llegó su san Martín». Parece que antevía el romano la multitud de brutos en diferencia de pieles que se han armado contra la veneración del Templo. Empero ¿qué importa la pluralidad distinta en disonancia de trajes si es toda una armonía de juicios? Los ignorantes tienen el alma tan sin ejercicio racional que les sirve solo de sal, como a los marranos, para que no se les corrompa el cuerpo. Cicerón lo tomó de Crisipo para significar la rudeza de los animales.

Esta ignorancia ruidosa tiene rápido el torrente de las voces y secos los manantiales del entendimiento. La definición se le debe a Estobeo. Llamola: «río con muchas lenguas de agua, sin gota de razón». Difícil es que produzcan a sus orillas salobres los verdores sagrados del laurel.

Calumniáronse aquellas hojas por corona del autor, siendo jeroglífico de distintos triunfos. Mirose mal de un solo oficio cuando alcanzaba bien a insignia de tantos aparatos. Era nota de Apolo para honores ajenos, solicitando agradecidos, y vituperose por jactancia vana al dueño haciendo delincuentes. El lugar que ocupaba tan determinado mereciera explicar su intento más bien prevenido. Si no pasaba de la orla ya manifestaba hasta donde llegaba su determinación. No le ha tomado una mano a Plinio, quien no se dejó llevar de la suya hacia esta noticia.

Dice del laurel que ofrece las ramas desde su raíz, fáciles a formar cercos. Esta aptitud le ferió aquel lugar. Ya se ve que pasa a vanidad de nadie, pues se queda en la necesidad de aquel oficio. El mesmo Plinio convida con la propiedad deste árbol. Desde su inclinación a la gloria de los triunfos, lo destinó al adorno de los umbrales pontificios y por la cultura de las puertas cesáreas. Eso proprio obraba a la entrada de un libro que, llamándose Templo, cumplía con ambos motivos. Séneca le enseñaba esa erudición a Polibio cuando le prevenía los atrevimientos de la fortuna, flechándose aun contra las puertas laureadas de los templos. Tanto a que se disparan las ignorancias contra esta costumbre. Nunca les valió el color de su verdad, para no ser blanco de la mentira.

Más bien que otras, pues pudieron estas puertas usar los laureles, la mansión fue de Apolo y este árbol prensa debida a su nombre. Por eso Plinio le dio el imperio de las plantas. Ese honor le antepuso aun a su eterna juventud y a las banderas que tremola pacíficas. El hallarse eminente en el Parnaso la destinó para amable a la deidad. Si es suyo el árbol, ¿dónde más bien plantado que en jardín que es suyo? También Virgilio le conoce el dominio entresacado de obras acreedores a las deudas de otras plantas, haciendo esta propio feudo del sol, a cuyos oficios poéticos siempre tributa sus dispuestas fecundidades.

Virg. Ecclog.

Populus Alcidae gratissima, vitis Iaccho
Formosa Myrtus veneri sua laurea Phebo

Agradabilísimo el olmo
a Alcides, la vid a Baco,
el mirto a la hermosa Venus,
y para Apolo su lauro.


Garcilaso le bebió esta erudición al poeta. Felicidad sospechó el hallar las pruebas tan corrientes para las aguachirles que se pretenden concluir.

Garcil. Eglog. 3

El álamo de Alcides escogido
fue siempre, y el laurel del rojo Apolo;
de la hermosa Venus fue tenido
en precio y en estima el mirto solo.


Ausonio, quizá por parecer más poeta que otro, dejó los demás por arrimarse solo a este árbol. Juzgó que en su tiempo le daría mejor sombra que la que hace al presente. Sentenció, tan debido este honor a Apolo, que si se lo negase la calumnia se lo pleitearía la notoriedad.

Aus. Gal. Epig. 101

Invide cur properas cortex operire puellam?
Laurea debetur Phœbo si virgo negatur

¿Por qué, corteza invidiosa,
la Dafne encubres apriesa?
El laurel se debe a Apolo
árbol viva o virgen muera.


Y antes, otra vez Plinio le tenía adjudicada esta deuda a Apolo, desde cuando las deidades se poseyeron del fruto de los árboles. Entonces la gentilidad agradó a Júpiter con la solidez de la encina; acarició a Minerva en la fecundidad de la oliva; galanteó a Venus de la amenidad del mirto; armó a Hércules por la proceridad del olmo; y coronó a Apolo con la majestad del laurel.

Sobre tan digna Antigüedad pisaba esta costumbre, ¿cómo pudo ser atrevimiento vano lo que merece alcanzar a imitación loable? Si se coronaba el libro, fue valerse de sus insignias; si se orlaba el retrato, fue ostentar la profesión. En cualquiera de ambas acciones estaba como preciso y en la primera parece que se manifestaba expreso. Allí se inclinaba a los ingenios que habían contendido en la justa cuyas obras cantó el volumen, bien los expresaban los instrumentos que pendían de aquellos ramos. En las cítaras se explicaron los ritmos graves y a cargo de las flautillas se cedió el de los festivos. Baste Elías Vineto para noticia desta tradición (entonces comentaba a Ausonio): a diversas contiendas repartió distintos honores, empero todas coronas. El aliento que contendía en honor de Júpiter de acebuche dice que rodeaba la frente; esta corona se llamaba olímpica. El calor que se encendía a gloria de Apolo en laurel anegaba las ondas del cabello; esta guirnalda se diferenciaba pitia. Quien persuadiere que incurren estas imitaciones, debe probar que erraron aquellas Antigüedades. Allá se lo haya con el Máximo de los Valerios el que debe ser mínimo de los sacristanes. Dice que basta para asentar bien el pie el seguir las huellas aún menos señaladas en el ínclito polvo de los pasados siglos.

Aun antes de llegar al intento particular, restan obras comunes; ya que no se respeten, váyase considerando cuántos usos lograron los laureles de oficio excusados todos de vanidad.

La elegancia romana deseó, tal vez, que dijese una ceremonia elocuente lo que embarazarían muchas voces superfluas. Roma, que adoraba la noticia de sus victorias, antes que las cartas dijesen las de sus escritos, dispuso que lo explicasen los laureles con que se rodeaban. Livio refiere uno de los actos en que el orbe veneró esta significación. Fue gozando Cayo Licinio una de las dos insignias consulares. Entonces, mostró al pueblo laureadas las cartas de Paulo Emilio en que le daba a Roma la victoria de Perseo, rey de Macedonia. Esto no se atribuye a jactancia, sino a costumbre. Eso mismo ofreció Lampridio desde su diligencia hasta nuestra noticia. Fue al tiempo que Alejandro Severo sobrepuso al apellido de Pérsico el nombre de Póntico. Entonces, le trajeron tres laureles, implicados a tres misivas, otras tantas victorias; así sonaron mejor antes en sus ojos, que se vieran después por sus oídos. Coronolas, desde Mauritania, hasta su agrado Furio Celso; adornolas, desde el Ilírico, para su estimación Vario Macrino; y laureolas, desde la Armenia, a su conocimiento Junio Palmato. Ovidio supo acordarse desta ceremonia bien elegante:

Ovid. Amor. Tb. 1 Eleg. 11

Non ego victrices lauro redimire tabellas
Nec Venus media ponere in aede morer

Yo no excuso coronar,
con el laurel victoriosas
las cartas, ni colocarlas
en el templo de la diosa.


Si aquel libro pudiera haberse disculpado con esta propria razón, dígalo su oficio. Particular obligación de su cargo fue referir la contienda de las poesías y en ellas las que consiguieron llamarse victoriosas. No es delito que se prefiera una señal prevenida a lo que han de razonar muchas líneas dilatadas. Dirá alguno que no quiere como pisto de enfermo lo que apetece como pasto de bestias. ¿Cuántos aborrecen la cultura breve del jardín por el desaliño agreste del prado? Es impertinente melindre coger la flor con dos dedos cuando se puede segar la yerba a cuatro pies.

Débasele a Ausonio que aun para contar edades felices coronó los años de laurel. Eso parece que denota en el tiempo de Tito insinuar con ese honor las frentes de Jano, deidad que miraba los años futuros y pretéritos.

Auson. Gal. Induob. Cesaribo.

Ter dominante Tito, cingit nova laurea Janum.

Tres veces felice,
el trifonte Jano,
dominando Tito,
ciñe nuevos lauros.


Con esta piedra pudo también calcularse el volumen; entonces fuera más que nunca blanca. En él se contienen aquellas edades dichosas en que el ministerio purísimo ha conseguido algún favor apostólico. Los años tiernos que le han tributado algún obsequio limpio hasta (por esto solo) el siglo feliz nuestro en que logró la deseada bula de N. S. Alejandro VII, cuyo sacro pie logre, postradas, cuantas ceguedades caminan torpes sin el báculo de la fe católica.

Aún de más remedios pudieran servir los laureles sin el frenesí de ponérseles a algunos en la cabeza que se habían subido a la del autor; bien que, aún encendidos de esos ardores, se limpiarían de la calentura. Váyase hacia Pomponio Leto el lector achacoso de noticia; hallará las armas victoriosas coronadas de laurel. Quien había lidiado con fortuna las usaba después por insignia. Iban, entonces, ostentándose premio del contendiente sin que se asomase a jactancia del coronista. El triunfante llevaba aquel honor desde sus sienes al Capitolio; deponíalo allí de la frente al regazo de Júpiter. Tampoco le ocurrió al lerdo el seguir el fácil camino desta metáfora tan llana. Los que en la justa merecieron honores o consiguieron premios no sería impropio insinuarlos de triunfantes; fuerte cosa que en metáfora que tiene tan poco de duro se descalabrasen tantos, que se han de disculpar con los tontos. Aquellos, pues, mejor que al Capitolio llevaron el laurel al Templo; si allá se humillaba al obsequio del rey de las fábulas, aquí se rendía al agrado de la emperatriz de las eternidades.

El uso del laurel sobre la crencha victoriosa del Diocleciano acaba de persuadir que se quedaba en insignia, sin adelantarse a soberbia; que denotaba oficio, antes que dijese vanidad.

Cuando le trajo a Roma el triunfo de la mayor parte del orbe, y en su pompa el despojo caro de tantas naciones: el oro, como desconocido, en los ejes de los carros; las piedras, sangre mejor de las venas del Oriente, derramadas en la multitud de los tellices; los caballos, que litigaban el color con la nieve, perdido el pleito por el soborno de los diamantes; tiranizado el lugar a todo, solo se le guardó justicia al laurel restituido a la cabeza. Conoció el triunfante que sería más adorno el que significaba que el que enriquecía. Por eso Pomponio dice que fue uso de los monarcas antecedentes, no por esterilidad de coronas para tanto ministerio, sino en circunstancia de tan propria significación para aquel aparato.

Esto que ha sembrado la oportunidad será pasto necesario para algunos, para muchos manjar desconocido. Así, gustos que desprecian el color pajizo en la solidez del oro, cuanto les brilla rústico en la flexibilidad de la paja. Heráclito lo usó como refrán para que Aristóteles lo predicase como doctrina; y aun prefiere en esta ciencia el instinto de los asnos al estudio de los hombres.

Aún más fuerza reservada le queda al valor de los laureles, hasta aquí ha luchado con armas comunes; restan ahora las particulares. Llegó a conveniente; subirá hasta forzoso.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera