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Título del texto editado:
“Revista de teatros. Mes de noviembre. Coliseo de la Cruz. El perro del hortelano, de Lope Vega Carpio”
Autor del texto editado:
Olive, Pedro María de]
Título de la obra:
Minerva o El revisor general, t.I V, nº 101
Autor de la obra:
Olive, Pedro María de (dir.)
Edición:
Madrid: Imprenta de Vega y Compañía, 1806


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REVISTA DE TEATROS

Mes de noviembre


De las comedias representadas en el mes de octubre solo dos han fijado nuestra atención por nuevas, que son El deber y la Naturaleza y El juez de su delito; las demás son o de las modernas representadas otras veces o de las antiguas.

Nos proponemos repasar estas, hacer juicio de las principales, aunque breve, por no fastidiar, y también entresacaremos de ellas algunos trozos de los que nos parezcan mejores, pues es bien cierto que nuestro teatro antiguo en medio de su confusa hojarasca contiene suavísimas flores y sabrosísimos frutos.

En este mes ha venido a suceder lo que en el anterior, siendo aún mayor el número de comedias antiguas que en él se han representado, de lo que se infiere que aún gusta el público de las diversiones nacionales, a pesar de cuanto el necio escuadrón de traductores e imitadores de las piececitas francesas hacen por formarle a la extranjera y corromper de más en más su gusto y aun su moral; pues, aunque estamos hartos de saber que nuestras comedias antiguas son de mal gusto, y aun muchas veces de mala moral, no lo son tanto como los dramas modernos, y en ellas hay siempre bastante bueno que imitar y aprender. Por lo tanto, o hágase de una vez una buena reforma, o volvamos a lo antiguo.

COLISEO DE LA CRUZ.

El Perro del Hortelano, de Lope Vega Carpio.


Diana, condesa de Belfor, pero condesa de rompe y rasga y de pelo en pecho, como veremos pronto, está en la opinión de incasable, cuanto hermosa; oye una noche ruido en su habitación, y llega a averiguar que quien lo ha causado es su secretario Teodoro, que está enamorado de su criada Marcela, aunque con el honesto fin de casarse con ella.

Enterada de todo Diana, y viendo que Marcela le corresponde, se resuelve a casarlos.

Desde la primera escena tuviéramos acabada la comedia, si al quedarse sola Diana no nos dijera:

Mil veces he advertido en la belleza,
gracia y entendimiento de Teodoro
que, a no ser desigual a mi decoro,
estimara su ingenio y gentileza.

Es el amor común naturaleza,
mas yo tengo mi honor por más tesoro,
que los respetos de quien soy adoro,
y aun el pensarlo tengo por bajeza.

La envidia bien sé yo que ha de quedarme,
que si la suelen dar bienes ajenos,
bien tengo de que pueda lamentarme.

Porque quisiera yo que por lo menos
Teodoro fuera más para lamentarme,
o yo para igualarle fuera menos.


Y con esto ya se nos prepara un gracioso enredo con el ama y la criada, enamoradas de uno mismo. Para dar Diana principio a sus amores inventa un cuento de un papel y de una amiga, explicándose con tal desenvoltura, que más que dama parece galán, y aun de los más resueltos; pero estas liviandades son harto comunes en nuestras comedias; no es extraño, pues, que lo entienda bien a las claras Teodoro, y aun que diga…

¿Quién pensó jamás
de mujer tan noble y cuerda
esto, arrojarse tan presto
a dar su amor a entender? [sic]

Lo que veo y lo que escucho
yo lo juzgo, o estoy loco,
para de verdades poco,
y para de burlas mucho.


Estando él a solas recapacitando sobre el caso, viene Marcela diciéndole con mil piropos y no menos desenvoltura que su ama, que le quiere y le adora, y que la condesa dispone casarlos.

Lo extraña Teodoro, y dice aparte:

Mi ignorancia me engañó.
¡Qué necio pensaba yo
que hablaba en mí la condesa!

De haber pensado me pesa
que pudo tenerme amor,
que nunca tan alto azor
se humilla a tan baja presa.


¡Cuán bien vendría aquí el tal azor a dar tras de su humilde presa, ni cómo es posible lo omita el discreto autor! Hete aquí, pues, la condesa, la cual, viendo que el casamiento va de veras, dispone que mientras se verifica esté Marcela encerrada en su aposento, y ella se queda sola con Teodoro, tomándole cuentas que vienen a parar en que quiere, por un exceso de modestia y honestidad, que Teodoro la requiebre cara a cara para ver cómo los hombres requiebran a las mujeres; échala él mucho de corales y de perlas; parece todo celestial a Diana, que, enamorada y celosa, dejándose de rodeos dice que Marcela es una puerca y que tiene más defectos que gracias, aunque no quiere desenamorar a Teodoro; pero sí que, pues se precia de amador, la dé un consejo para aquella amiga

Que ha días que no sosiega
de amores a un hombre humilde
porque si en quererle piensa,
ofende su autoridad,
y si de quererle deja
pierde el juicio de celos,
que el hombre que no sospecha
tanto amor anda cobarde,
aunque es discreto con ella.


No puede explicarse con más claridad mi señora la condesa; bien la entiende el bribonzuelo de Teodoro; y así la responde acorde, dando a entender que no quiere a Marcela, y que solo la tomó una mano, que la volvió luego, aunque besada por templar la boca

con nieve y con azucenas,


emplasto que la inocentísima condesa se huelga mucho de saber temple el corazón. Aconséjala lo conveniente Teodoro; ella contesta, y en estas y las otras cae la enamorada condesa, no sé si adrede o a fuerza de turbación y trastorno, o más bien por uno y otro; y dice con ejemplarísima modestia al pajezuelo que llegue y la dé la mano, y que no se la ofrezca con capa, que es graciosa grosería. A esto replica él:

Así cuando vas a misa
te la da Octavio.


Y Diana;

Es aquella
mano que yo no la pido,
y debe de haber setenta
años que fue mano,
y viene amortajada por muerta.


Con estas y otras dulzuras se despide Diana, diciéndole que tenga secreta aquella caída, si levantarse desea.

Aparece en la segunda jornada Teodoro explicándose en una greguería culterana, de la que nadie puede entender más que el que le desvanece la dicha de verse amado de la condesa; por lo tanto, no es extraño que rompa un papel que Tristán, su criado, le trae de Marcela, pero el buen gracioso le encaja una porción de latines macarrónicos, y por último el siguiente consejo, que no viene muy mal en la ocasión.

Cesar llamaron, señor,
a aquel duque que traía
escrito por gran blasón:
Cesar o nada; y en fin
tuvo tan contrario el fin,
que al fin de su pretensión
escribió una pluma airada:
“Cesar o nada dijiste,
y todo Cesar lo fuiste,
pues fuiste Cesar y nada”.


Llega Marcela en esto, recíbela fría y aun groseramente Teodoro, y la dice sin más rodeos que ha rasgado su papel, y que allí acaba de los dos el amor, pues no quiere dar más enojos a la condesa.

En seguida aparece esta, echa de allí a Marcela, y luego dice a Anarda que está enamorada de un hombre que puede infamar su honor-, pero esta, como buena confidenta, la cita a Pasife, que quiso a un toro, y Semíramis, a un caballo, por lo que concluye muy acertadamente que no puede haber ofensa en querer a un hombre, sea quien fuese.

Aquí ahora la condesa y Teodoro a cual más necios, la una pidiéndole consejo sobre con quien se ha de casar, porque quiere le agrade el dueño que ha de tener; y el otro, dándoselos para que se case con el marqués, su primo; y en extremo necio el tal Teodoro creyendo que todo va de veras, precisamente cuando la condesa parece más perdida de amores por él.

Pero aquí está Marcela para suplefaltas, aunque se hace un poco de rogar; y con esto ya se va enredando un muy bonito juego de escondite. Vuelva la condesa al paño, y ande Teodoro de una en otra como dominguillo, ya quiero, ya no quiero, ya me quieren, ya me desprecian; hay celos y enfados a lo niño, y el gracioso que procura avenirlos, y lo hace tan bien, que concluyen por abrazarse y decir que la Condesa es fea, necia y bachillera, y aun diría más si esta no saliese hecha un basilisco. Para explicar sus celos hace al mismo Teodoro que escriba un papel, viniendo a decir en él que el que no estima su fortuna se quede para necio, y este papel es para el mismo Teodoro, que vuelve a sus antiguas esperanzas, a su orgullo y a despreciar a Marcela.

Nuevos desprecios, nuevos celos y nuevas necedades de parte de la condesa, por lo que tiene Teodoro razón de decir:

Cierto que vueseñoría,
perdóneme si me atrevo,
tiene en el juicio a veces,
que no en el entendimiento,
mil lucidos intervalos,
¿Para qué puede ser bueno
haberme dado esperanzas
que en tal estado me han puesto,
pues del peso de mis dichas
caí, como sabe, enfermo,
casi un mes en una cama,
luego qué tratamos de esto?
Si cuando ve que me enfrío
se abrasa en un vivo fuego;
y cuando ve que me abraso
se hiela de puro hielo,
dejárame con Marcela,
mas viénela bien el cuento
del perro del hortelano:
no quiere, abrasada en celos
que me case con Marcela,
y en viendo que no la quiero
vuelve a quitarme el juïcio
y a despertarme si duermo;
pues coma o deje comer,
de esperanzas tan cansadas,
que, si no, desde aquí vuelvo
a querer donde me quieren.


Conviene la condesa en que se case, pero no con Marcela; obstinase él en que sí; empérrase la amabilísima condesa, le llama sucio y grosero y, pasando de las palabras a las obras, le abofetea de tan buena gana, que le baña el rostro en sangre.

Cosas son estas, dice el gracioso, más propias de gente de pandero, medias de cordellate y zapato frailesco que de tan gran señora. Y a lo que se queja Teodoro de que la condesa le está adorando y aborreciendo y que no quiere sea suyo ni ajeno, y que es propiamente el perro del hortelano, le responde con este chistoso cuento:

Contáronme que un doctor,
catedrático y maestro
tenía un ama y un mozo,
que siempre andaban riñendo;
reñían a la comida,
a la cena, y hasta el sueño
le quitaban con sus voces,
que estudiar no había remedio.
Estando en lición un día,
fuele forzoso corriendo
volver a casa, y, entrando
de improviso en su aposento,
vio el ama y mozo acostados
con amorosos requiebros,
y dijo: “Gracias A Dios,
que una vez en paz os veo”.
Y esto imagino de entrambos,
aunque siempre estáis riñendo.


Vuelve la Condesa con sus necios y desenvueltos amores, los cuales se hacen en tales términos manifiestos, que los distinguidos caballeros que la pretenden disponen dar muerte a Teodoro por evitar tal deshonra; ellos, no menos necios que los demás personajes lo yerran de medio a medio, valiéndose del primer bravo que encuentran, sin conocerle, el cual es precisamente el mismo Tristán, quien les hace una buena burla, sacándoles a cuenta mucho dinero y alhajas: por otra parte, Teodoro y Marcela disponen dejar a la condesa y pasarse a España, pero Tristán inventa un ridículo cuento, por el que resulta que Teodoro es hijo del conde Ludovico, persona de igual clase a la de la condesa; créenlo todos, y aún más el padre, y, con esto no habiendo impedimento alguno, dispone la condesa el casamiento; pero Teodoro la descubre al instante que es hijo de la tierra y que no ha conocido padre alguno más que su ingenio, las letras y la pluma, y, así, no queriéndola engañar, la vuelve a pedir licencia para irse a España; pero ella no lo consiente y quiere se lleve a efecto el matrimonio, como así se hace, y ,para no ser sola, casa a Marcela y otra criada, concluyéndose de este modo con tres bodas.

Se advierte que la invención de esta comedia es ingeniosa y muy agradable en todas sus partes, y así se prueba por lo mucho que ha durado su representación; son chistosos los lances y tienen novedad, el amor está muy bien pintado, aunque con demasiada naturalidad, que peca en desenvoltura; el lenguaje, aunque no carece de defectos, tiene también mil bellezas, como que es de uno de los mayores ingenios de España.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera