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Título del texto editado:
“De la moderna escuela sevillana de literatura”
Autor del texto editado:
Lista y Aragón, Alberto 1775-1848
Título de la obra:
Revista de Madrid, I
Autor de la obra:
Lista y Aragón, Alberto 1775-1848
Edición:
Madrid: Oficina de Don Tomás Jordán, 1838


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Conviene dar una idea del origen y progresos de esta escuela, ya que algunos escritores de nuestros días han hablado de ella, y aun la han juzgado sin conocerla. Pero antes es necesario describir la situación en la que se hallaba la literatura en la patria de los Herreras y Riojas en el último tercio del siglo XVIII.

Nadie ignora cuán grande fue la decadencia de nuestra literatura en el siglo XVIII. Sevilla participó así como Madrid de los delirios del gongorismo, del culteranismo, del contagio de los equívocos, y de los demás vicios comprendidos bajo la denominación de gerundiadas. Así pasó una gran parte del siglo XVIII. La Academia de Buenas Letras no pudo corregir estos defectos, ya porque sus individuos dirigieron principalmente sus especulaciones al estudio de las antigüedades de nuestra patria, ya en fin, porque para el primer fervor, propio de todos los cuerpos recientemente establecidos, el título de académico lo fue de honor, y no de trabajo, hasta que en nuestros días se ha renovado su celo de una manera admirable y muy gloriosa para sus restauradores.

El gusto dominante por los años 1770 y 1780 era el de la poesía prosaica o coplera. Había desaparecido hasta el gongorismo, que supone por lo menos cierto tono sublime, cierta profundidad de pensamientos. Sólo se querían coplas, atestadas de equívocos, con más o menos chispa, con más o menos decencia. Gerardo Lobo, Montoro, León Marchante y Benegasi eran los maestros y modelos de este género.

La administración ilustrada del asistente de Sevilla D. Pablo de Olavide, y la coincidencia de ser nombrado por entonces ministro de aquella Real Audiencia el ilustre Jovellanos, debieron dar esperanzas de la mejora de la literatura hispalense. Pero en vano fueron los esfuerzos de Olavide, que carecía de genio, y cuyo gusto no era muy seguro, como puede conocerse por su traducción de la Fedra de Racine, para corregir el teatro; en vano Jovellanos escribió en la misma Sevilla su Delincuente honrado. Los copleros ridiculizaron el buen gusto, y quedaron triunfantes. No fue dado ni al poder ni a la sabiduría lograr la empresa que después llevaron a cabo algunos estudiantes oscuros, sin nombre ni influencia.

Olavide cayó de una manera que debió aterrar, y aterró en efecto, a todos los partícipes de sus ideas en todos los géneros, y la causa del buen gusto pareció perdida para siempre. Sin embargo, algunas vislumbres, aunque muy tenues, de juicio empezaban a manifestarse. Los estudios de la Universidad se hacían con mejor gusto que antes. Reconociose ya la necesidad de las lenguas orientales y de la historia sagrada y profana para la teología. Exigíase de los alumnos y de los profesores un latín superior al lenguaje bárbaro del escolasticismo, para lo cual era necesario consultar con frecuencia los autores del siglo de Augusto. Admitíase ya la necesidad de las ciencias exactas para el estudio de la filosofía. Leíase casi por todos el Gerundio del P. Isla, pues aunque prohibido por la Inquisición, esta daba comúnmente licencia para leerlo aun a las mujeres; la oratoria sagrada se purgó de gran parte de sus defectos, pues aunque se introdujo el de traducir sermones franceses y predicarlos, esto sólo probaba que nuestros predicadores no eran Cicerones, pero a lo menos dejaron muchos de ser ridículos. La rivalidad entre la Universidad y los estudios de los tomistas inclinó la primera hacia el método de enseñanza de los jesuitas recién extinguidos, que siempre fueron superiores a sus adversarios en materias de amena literatura.

La caída de Olavide no la destruyó tanto que no quedasen algunas reliquias: pero más bien en la parte de erudición y filosofía que en la de oratoria o poética, y mucho menos en la filosofía de estas artes, desconocida absolutamente por entonces en Sevilla. Pudiéramos citar a varios sujetos muy instruidos de aquella época. Nos contentaremos con nombrar al célebre P. Gil, de los clérigos menores, hombre de vasta erudición y de gran talento, aunque de más imaginación que juicio; Don Francisco de Bruna, muy hábil en la ciencia de las antigüedades; Don Pedro Prieto, el oráculo de la Universidad, gran teólogo y humanista, pero que carecía de genio, y Don Ignacio de Arjona, capellán de la Real de S. Fernando, superior a todos en buen gusto, pero modesto y que se complacía en vivir desconocido.

Nuestros literatos podían compararse entonces, no sin propiedad, a los que son llamados en la misma Sevilla militares de Semana Santa, porque perteneciendo a las clases industriales, sólo se ponen casaca y espadín para asistir a las procesiones de aquellos días. No faltaban riquezas de erudición, no faltaban conocimientos, no faltaban vestidos ni adornos, pero se los ponían mal y sin arte, porque eran desconocidos el mérito de la dicción y las gracias del estilo. Ignorábase absolutamente la ciencia de la elocución.

Y por desgracia, era más profundamente ignorada esta ciencia en la profesión que más necesita de ella, en la profesión de la poesía, que vive del estilo y del lenguaje. Hemos dicho profesión, porque lo era en efecto. Llamábanse poetas los que hacían versos en cualquier fiesta pública o privada, ya con el vaso en la mano, ya con el objeto de imprimirlos. Pues para esta profesión, repetimos, no se hacía ningún estudio, ni aun se creía que fuese necesario hacerlo; y en efecto, bastaba para las producciones de aquella época la Silva de Rengifo.

Nosotros hemos conocido y tratado dos de estos poetas. Don Antonio López Girón, médico, y Don Antonio de León; el primero dotado de un genio singular para la sátira, el segundo para la lírica. Ni uno ni otro salieron nunca de la clase de copleros, aunque siempre se conocía su superioridad sobre los demás coplistas. Fueron dos grandes talentos perdidos para la literatura. León estaba singularmente infatuado contra el estudio de las humanidades, y no perdía ocasión alguna de ridiculizarlo.

Es verdad que el movimiento literario de la época no era a propósito para abandonar el carril del mal gusto. Todo se reducía a las disputas y a la rivalidad entre los de la Universidad y los tomistas, y esta emulación se extendió hasta a las fiestas que se hicieron en 1789 con motivo de la jura de Carlos IV. Inundase la ciudad de papeletes en prosa y verso, ya impresos, ya manuscritos, zahiriéndose y ridiculizándose mutuamente unos a otros, a veces con alguna gracia y chispa, pero siempre con pésimo gusto.

Otra mies, sumamente amplia para los poetas, era la vacante de una prebenda de oposición de la catedral. No había hijo de buen padre que no describiese las prendas sobresalientes del candidato que le había merecido la preferencia. Armábase entonces una terrible cachetina de versos, a cuál más malos, que divertía mucho a los lectores, pero desgraciadamente cesaba cuando se proveía la prebenda.

Si a estos insignes monumentos de la literatura sevillana en aquella época se agregan los villancicos que se cantaban en las festividades eclesiásticas, y las décimas que se consagraban a los misacantanos y a las religiosas en el acto de su profesión, décimas en las cuales era de ley nombrar y elogiar al padrino, al predicador, y a los padres, hermanos y tíos del protagonista, habremos concluido el cuadro de los asuntos poéticos de aquel tiempo feliz, y lo llamamos así, porque no eran necesarios grandes esfuerzos para ceñirse los laureles de Apolo.

Existían entonces en Sevilla dos jóvenes de diferente índole y capacidad, y que después se dieron a conocer ventajosamente en la literatura de aquella ciudad. Uno era Don Manuel de Arjona, sobrino y en cierto modo discípulo del capellán real que hemos citado; hombre de extraordinario talento, a quien eran familiares todas las formas de buena poesía, y dotado de inteligencia y facilidad para los estudios de humanidades y de erudición. El segundo, D. Justino Matute y Gaviria, sobresalía más en los conocimientos de historia literaria y de los escritores del siglo XVI. Reunidos por su afición a las musas, y penetrados por sentimiento y convicción de los vicios que dominaban en nuestra literatura, se propusieron corregirlos, y para ello, con el auxilio del director de la biblioteca pública de la ciudad, erigieron en este local una Academia.

Dos cosas contribuyeron al mal éxito de esta empresa. La primera fue su publicidad misma. Ni los nombres oscuros de sus autores, ni su falta de influencia social e intelectual, ni el mérito mismo de aquellos jóvenes, escaso todavía, podían tolerar la luz pública. La segunda fue el plan que se propusieron, y que indicaba suficientemente cuán pequeñas eran sus fuerzas para el empeño en que se habían metido, y bajo qué punto de vista tan poco elevado lo habían concebido. Dieron a su academia el nombre de Horaciana, porque se proponían explicar los preceptos poéticos de Horacio, y examinar los modelos de poesía lírica y didáctica que nos ha dejado aquel insigne poeta latino. Pero la extirpación del mal gusto no podía remediarse con una enseñanza tan parcial. Era preciso subir a la fuente de la ciencia de las humanidades, y esto es lo que entonces eran incapaces de hacer los horacianos. El mismo título que tomaron los desacreditó entre la turba estudiantina, ignorante y burlona; y la Academia horaciana nació casi muerta.

No mucho después se formó, con más cautela y menos arrogancia, la Academia particular de Letras Humanas, que vino a ser en pocos años la verdadera escuela sevillana de humanidades. Pero antes de formar su historia, no debemos omitir un fenómeno extraordinario que presentaba entonces la literatura sagrada. Don Teodomiro Díaz de la Vega, prepósito de la congregación de San Felipe Neri, orador estimable y de mérito cuando predicaba al pueblo, desplegó tal unión y vehemencia en las exhortaciones que hacía en los ejercicios espirituales de aquella casa, que no es posible explicar su efecto sin haberle oído. El predicador que a la vista del público parecía contener su natural fogosidad era un hombre nuevo cuando se hallaba rodeado de los ejercitantes; esto es, de hombres que trataban seriamente de seguir el sendero de la virtud. Allí revelaba con admirable sagacidad las miserias y dobleces del corazón humano, allí lanzaba los rayos de la justicia divina, allí presentaba abierto el asilo de la misericordia, con una verdad, con un calor, que confundía, aterraba y hacía suyos los ánimos y corazones de los oyentes. Sus doctrinas eran puras, sencillas, conformes con el espíritu de la religión, pero poseía el talento de presentarlas dramáticamente, y de obligar al hombre a fijar los ojos de su ánimo en el Dios que le crió, le redimió y le ha de juzgar.

El P. Vega había hecho muy buenos estudios en teología y en las ciencias auxiliares de ella, mas no en humanidades. Su talento oratorio, limitado a la capilla de ejercicios, no fue debido a su instrucción en el arte, sino a su genio. Nos parece que una edición de sus meditaciones y exhortaciones sería, prescindiendo de su utilidad moral, un monumento literario de mucho mérito, y sólo en su género, de la época de que vamos hablando.

Vengamos ya a la Academia de Letras Humanas. En sus principios se compuso casi exclusivamente de cursantes en teología; así no es de extrañar que entre las primeras disertaciones que se leyeron en ella, hubiese algunas relativas a la historia eclesiástica. También se incluyó bajo el título de letras humanas, a lo menos por algún tiempo, la geografía y la historia, y aun entre las explicaciones académicas, de que hablaremos después, se contó tal vez la geografía antigua. Pero estas aberraciones del espíritu y carácter de una academia de humanidades, además de que duraron poco, contribuían a aumentar el caudal de erudición que tan necesario es para el poeta y el orador, y siempre la oratoria y la poesía se miraron como el objeto principal de su instituto.

La riqueza de conocimientos que poseían los primeros académicos consistía: l.º en una completa inteligencia de la lengua latina y de sus escritores clásicos; y aún hubo individuos que siguieron correspondencia epistolar en este idioma digna de ponerse al lado de las de Vives y Mureto; 2.º los principios de Retórica de Quintiliano, explicados por el P. Colonia; 3.º los principios de poética de Luzán, que como es notorio, comentó a Aristóteles y a Horacio; 4.º la lectura de Granada, León, Herrera y demás clásicos del siglo XVI, ya bastante conocidos por las ediciones nuevas que de ellos se hicieron en el reinado de Carlos III, por el Parnaso español de Sedano y por la edición mejor entendida que la de este último literato, que estaba publicando a la sazón Don Ramón Fernández; 5.º la lectura del primer tomo de las poesías de Meléndez, en las cuales descubrieron los jóvenes académicos las centellas del genio que animara a los Horacios, Tibulos y Herreras; 6.º y último, un estudio profundo y no interrumpido del idioma patrio. Este se debió al celo del secretario perpetuo de la Academia, que no cesó de inspirar a los demás la necesidad de conocer bien el instrumento de que se valen la elocuencia y la poesía para producir sus efectos. Eran bien conocidos los mejores poetas italianos. Con este caudal comenzó la Academia, sus adquisiciones posteriores son debidas a estos principios.

Algunos mirarán como inútil y aun perniciosa una sociedad literaria que comienza por los elementos clásicos, como empezó indudablemente el instituto de que hablamos. La anarquía intelectual de la época presente desconoce toda regla y desprecia toda imitación. Pero nosotros no podemos concebir que exista arte sin preceptos, y la experiencia demuestra que el artista que no imite, nunca merecerá ser imitado. Virgilio imitó a Homero, y a ninguno de esos genios presuntuosos, que quieren ser siempre originales, se le podrá asegurar la gloria ni la inmortalidad del cantor de Eneas.

Por otra parte cuando se quiere estudiar una profesión, es menester comenzar por sus primeros rudimentos, y estos en las bellas letras son indudablemente los de la escuela clásica, pues sus adversarios no han presentado ningunos. Semejantes a los filósofos y políticos del siglo XVIII, procuran destruir, pero no saben edificar.

Además, aun cuando los preceptos de Quintiliano y Aristóteles no estuviesen fundados sobre la naturaleza misma de las artes; aun cuando debiesen recibir modificaciones en la aplicación, siempre sería necesario empezar por ellos. Para no equivocarse en las excepciones es necesario conocer bien la regla general. Nosotros atribuimos los progresos y los triunfos de la Academia a los buenos cimientos que eligió para su edificio.

La composición de este cuerpo fue muy sencilla y exenta de toda presunción. Un secretario perpetuo, que fue siempre el alma de la Academia, y un presidente y un censor anuales, nombrados por todos los individuos, fueron sus únicas magistraturas. El destino de censor se suprimió, cuando creciendo excesivamente el número de obras presentadas, no se creyó oportuno gravar a un solo individuo con el trabajo de censurarlas todas. La censura de cada obra se dio por comisión al académico que nombrara el presidente.

La lectura de las obras que se presentaban a la Academia, la de sus censuras, y las discusiones permitidas entre el autor y el censor, llenaban parte de las sesiones que eran dos por semana, de a hora cada una. Otra parte se ocupaba en la explicación de la retórica y de la poética, y en la lectura, con observaciones, de obras clásicas. Hubo también certámenes y premios.

Detengámonos un poco en esta primera edad de la Academia, y reconoceremos el buen instinto que desde el principio la guió. Nunca se miró en ella como una obligación de sus individuos hacer composiciones poéticas: presentábanlas los que querían, y que si no nos engaña nuestra memoria, en los primeros años sólo fueron dos: uno de ellos Don José Roldán, cura después de San Marcos de Jerez, y últimamente de San Andrés de Sevilla, robado antes de tiempo por la muerte de las letras, a los estudios eclesiásticos en que sobresalió, a la amistad y a la virtud. Sólo eran obligatorios los discursos y disertaciones en prosa sobre asuntos de humanidades, que se fijaron en el número de dos al año para cada individuo.

Esta economía era excelente, y anunciaba ya el reconocimiento de un gran principio, a saber, que "para ser poeta no es suficiente el buen gusto sin el genio: " principio que arrojaba del Parnaso la turba petulante de los copleros, que careciendo por lo común de ambas calidades, se metían a versificar. Reconociose, pues, que no debía exigirse el genio a quien no lo hubiese recibido de la naturaleza; reconociose también que el estudio no podía darlo, y se miró como objeto primario de la Academia propagar las nociones del buen gusto, porque estas nociones impiden los extravíos del genio poético en los que lo tienen, y al que no, enseñan a juzgar sanamente de las producciones ajenas: cosa necesaria a todo hombre que pertenezca a la sociedad culta, principalmente en las carreras literarias. Por otra parte nadie está obligado a hacer versos, pero todos los que poseen cierto grado de cultura, deben escribir con pureza, corrección y lógica; y para acostumbrar a esto a los académicos, eran muy a propósito los discursos y disertaciones sobre materias de literatura.

Los que conocen el íntimo enlace que tiene el arte de pensar con el de expresar convenientemente los pensamientos, se convencerán de la utilidad de aquellos trabajos, en los cuales se aprendía prácticamente a coordinar las ideas y a describirlas en un lenguaje correcto de modo que produjesen el mejor efecto posible. Perfeccionábase en gran manera esta instrucción por medio de la censura, que siempre fue severa; pero acre ni una sola vez, sea dicho en elogio de aquel cuerpo, donde nunca se conoció ni la mezquina rivalidad, ni la presunción ambiciosa, ni el deseo de la celebridad propia a costa de la humillación ajena. La única pasión dominante en todos sus individuos era la de propagar el buen gusto y los verdaderos principios literarios.

A esto contribuían principalmente las explicaciones, hechas por individuos de nombramiento académico. Un curso era de los principios de la oratoria, para cuyo texto se tomó Quintiliano, y otro de poética. Completábase esta instrucción con el estudio y análisis de los modelos de Cicerón, de Horacio, de Virgilio y de las mejores composiciones poéticas castellanas del siglo XVI. Esta comisión se daba también por la Academia. Servía de tipo para los análisis la excelente obra de Rollin.

Parece imposible que unos jóvenes, sin principios de la ciencia de las humanidades, educados en una ciudad donde el gusto se halla tan pervertido, resueltos, a pesar de tantos obstáculos, a reformarlo, hubiesen, sin más guía que su buen juicio y sus buenos deseos, atinado con los medios más eficaces para llevar al cabo su para ellos colosal empresa. Es verdad también que tuvieron por auxiliares los rápidos progresos que hizo en Madrid la buena literatura en la última decena del siglo XVIII.

La Academia yacía en la más completa oscuridad; pero esta no duró largo tiempo. Personas, que ya tenían alguna consistencia literaria en la ciudad, y que eran amigos o condiscípulos de los académicos, fueron admitidos en su seno. Uno de ellos fue Don Manuel Arjona, colegial ya del mayor de Sevilla, poco después doctoral de la capilla real, y últimamente penitenciario de la catedral de Córdoba. Este y Don Justino Matute, que habían sucumbido en la empresa de la Academia Horaciana, se agregaron sucesivamente a los trabajos del nuevo instituto, como también Don Joaquín María Sotelo, hombre de juicio rectísimo, de gusto delicado, a quien después vimos magistrado integérrimo, era entonces colegial mayor. Casi todos los individuos de este cuerpo entraron en la Academia por amistad con los ya citados, mucho más cuando sus sesiones, que hasta entonces se habían celebrado en las casas de algunos de sus miembros, se transfirieron a dicho colegio. Agregáronse sucesivamente a ella un profesor de matemáticas, otro de filosofía de la universidad, y varias personas ya conocidas en Sevilla tanto por su instrucción y su amor a la literatura, como por su posición en la sociedad, de las cuales sólo citaremos al señor Álvarez Santullano, canónigo de la iglesia metropolitana y que había sido rector de la universidad literaria, en cuya casa estuvo la Academia antes de trasladarse al colegio.

La adquisición de nuevos individuos, que habían salido ya de la clase de cursantes de la universidad, y que pertenecían a diferentes profesiones literarias, aumentó el caudal de ideas y conocimientos de la Academia, y perfeccionó los que ya poseía (Empezaron a estudiarse en ella el carácter de la poesía inglesa, cuyo idioma sabían algunos académicos y el de la italiana; tuvo términos de comparación literaria, y se profundizó más en la ciencia de humanidades. Al fin fueron conocidas y leídas la obra de Batteux de las Bellas artes reducidas a un mismo principio, la del P. André Sobre lo bello, y otros escritos filosóficos acerca de la elocuencia y la poesía. Entonces empezó, por decirlo así, la segunda edad de la Academia, porque ya no creían sus individuos que era suficiente conocer los preceptos del arte, si no se llegaba a los principios en que estaban fundados. Y como la historia prestaba en gran parte los materiales de este nuevo estudio, se dedicaron a ella con ardor.

De este progreso muy notable que hubo en el modo de contemplar las bellas letras, resultó que se agregase a los dos cursos de oratoria y poética que se habían sucedido constantemente desde la erección de la Academia, otro de principios generales del buen gusto , en el cual se explicaban los caracteres de la belleza, del genio, de la facultad de juzgar en las bellas artes, de lo sublime, de las diferencias con respecto al gusto de las diversas naciones, producidas por la diversidad de sus ideas habituales y de sus sentimientos característicos, del estilo, de sus diversas clases, y del lenguaje, cuya distinción del estilo se llegó a apurar en la Academia más filosóficamente que hayamos visto en ningún escritor de humanidades.

Contribuyó mucho a los adelantamientos hallarse entonces en Sevilla, de fiscal de su audiencia, Don Juan Pablo Forner, literato distinguido en aquella época, y que aceptó el nombramiento que hizo en él la Academia de juez de las composiciones destinadas a los certámenes. Esto prueba la consistencia que ya tenía aquel cuerpo, y que ya se miraba como una reunión de hombres, pues un magistrado no se desdeñó de alentar sus trabajos y de asociarse a ellos en cierto modo. Pero pronto volvió a Madrid habiendo ascendido a fiscal del Consejo, y privó a la Academia de un apoyo que le era entonces necesario, como diremos después. Desde esta época las obras presentadas a los premios mayores fueron juzgadas por la misma Academia; y las que aspiraban a los menores, por un académico, nombrado por ella misma para cada certamen particular.

Este cuerpo tenía ya nombre y celebridad en Sevilla, y no contribuyó poco a aumentarla las relaciones que existían entre los académicos y el señor Forner. Mientras este permaneció en aquella ciudad, nadie se atrevió a acometerla ni defraudarla de la fama que merecían sus útiles tareas, y el carácter estimable de sus individuos. Pero apenas se volvió a Madrid aquel literato, empezó la envidia y la ridícula emulación a afilar sus garras. Prelúdiase con un folleto despreciable, al cual se prometió respuesta, y se dio en efecto la mejor que podía darse.

Hasta entonces no había visto el público ninguna producción académica. Algunos de sus individuos hacían composiciones poéticas, las leían en las sesiones, y eran censuradas. Algunas de ellas habían obtenido premio en los certámenes. Creyose, pues, que la mejor respuesta a las ridículas observaciones de los detractores sería dar a luz una colección de las mejores composiciones que existían en el archivo, después de corregidas por sus autores, precedida de una apología de la Academia, que escribió Don Eduardo Vaquer, joven apreciable, a quien arrebató la muerte cuando se esperaban de él los frutos debidos a su aplicación y talento.

Esta colección produjo excelente efecto en la clase ilustrada de la sociedad, porque fue la primera, desde el siglo de Rioja, en que se había observado el tono de la buena poesía.

Exceptuadas algunas anacreónticas, una elegía a la muerte de Forner, que acaeció por entonces, y una epístola, las composiciones pertenecían al género lírico grave, severo. Muchos de los asuntos eran religiosos, correspondientes a la profesión de sus autores y al carácter que tuvo la Academia desde su erección; algunos literarios, otros filosóficos.

Alguno de los autores de esta colección, cuando ha publicado después la de sus poesías, ha tenido que refundir en gran parte las que se hallaban ya impresas por la Academia, y que creyó a propósito conservar, otras hubo de desecharlas enteramente. Lo mismo harían en igual caso sus compañeros, y esto es muy natural. Rara vez perdona el genio en una edad más adelantada las producciones que fueron primicias de su juventud, porque no es posible dar a estas primeras flores la consistencia de los frutos. Los progresos que la razón hace con los años, el estudio y la experiencia, no los puede suplir ni el talento ni la fantasía.

Pero concediendo que faltase en las composiciones de aquella colección la madurez de una razón perfeccionada, no se puede negar que se encuentran en ellas las formas propias del arte: armonía sostenida, escogimiento de palabras, pensamientos bien elegidos, aunque no fuesen muy originales, y presentados bajo la forma de imágenes; era todo lo que se podía exigir, y más de lo que se podía esperar, de unos jóvenes que se habían formado a sí mismos y que comenzaban entonces su carrera. Estaban en el buen camino, esto era lo esencial. La perfección debía ser obra del tiempo.

La Academia poseía en su archivo otras muchas composiciones poéticas; mas tuvo la prudencia y la severidad necesaria para suprimir todas las que faltasen a las condiciones esenciales de la buena poesía. El público no podía conocer tanto como ella el mérito de esta elección, pero se convenció fácilmente por la muestra que se presentaba, de la utilidad de sus tareas.

Hízose una verdadera revolución en el gusto y en las ideas de la sociedad culta de Sevilla acerca de las bellas letras. Los que las cultivaban aceptaron el sistema que les presentó la Academia. Los que sentían en su pecho la llama y aspiraban al lauro de la poesía, imitaron el tono, la armonía y el giro de las de la colección. A los ridículos villancicos y a las detestables décimas sucedieron composiciones dignas del templo donde se cantaban, o de los objetos sagrados a que se dedicaban. A las aleluyas de las profesiones religiosas sucedieron odas llenas de dignidad, de fuego y de entusiasmo. En las corporaciones, donde como en la Sociedad de Amigos del País, era costumbre leer composiciones poéticas en las juntas públicas, en vez de rapsodias prosaicas y desmayadas, se presentaron verdaderos cantos; y Sevilla tuvo la felicidad de volver a ser la patria de Herrera y de Rioja, merced a la propagación del buen gusto, procurada y conseguida por la Academia.

Es verdad que fue auxiliada notablemente en esta empresa por la publicación que se hizo sucesivamente de las poesías de Meléndez, Quintana y Cienfuegos, los tres líricos más célebres de fines del siglo XVIII, y del Café de Moratín, que fijó el gusto y las ideas acerca del poema cómico, tan pervertido como los demás géneros de literatura. Los progresos de las buenas ideas en la capital de la monarquía coadyuvaban en gran manera a las mejoras que la Academia de Letras Humanas se había propuesto conseguir en la del Guadalquivir.

Permítasenos hacer una digresión en esta época que se extendió desde 1795 hasta el fin del siglo, para pintar el género de vida y las costumbres de los académicos, porque esta descripción, que parecerá a primera vista carecer de interés que no sea individual, está ligada a los progresos que hicieron cada uno en su profesión, y a la propagación de los buenos principios literarios. Las sesiones de la Academia eran solamente dos por semana, y cada una duraba sólo una hora; pero puede decirse que todos los momentos libres que tenían los académicos, estaban dedicados a la amistad fundada sobre las comunicaciones literarias.

El grande vínculo que a todos los unía entre sí, era el deseo de consagrarse a los progresos del saber y a los buenos principios en todas las facultades, señaladamente en la de las letras humanas, y como cada uno sobresalía en algún ramo, desconocido a los demás o poco cultivado por ellos, procuraba satisfacer el ansia de adquirir y transmitir conocimientos que animaba a todos. De aquí nació que se formasen entre los académicos varias reuniones, todas dirigidas a aumentar el caudal de las luces. Ya se juntaban dos o tres para leer nuestros clásicos y hacer observaciones sobre el lenguaje; unos suplicaban a un compañero que sabía matemáticas, que los iniciase en esta ciencia; en otra parte se formaba otra reunión para tratar de teología, cánones y jurisprudencia, despojadas estas ciencias de la barbarie escolástica: allá, mientras se daba un paseo, explicaba otro los principios de la geografía a la vista de los astros, o si era de día, se leían, haciendo reflexiones sobre ellas, algunas piezas de nuestro teatro. Comparábanse en conversaciones particulares a Calderón, Lope y Moreto con los padres del teatro francés, y se disputaba amigablemente sobre su mérito respectivo; alguno se dedicó al estudio de la lengua y literatura inglesa, valido de la oportunidad de haber un académico que las conocía. En fin, no se hacía más que ser aplicados, virtuosos y felices dando y recibiendo instrucción.

Eran desconocidas las pasiones viles y mezquinas de la envidia y de la ambición, porque la primera hubiera acabado con la Academia en su nacer, y para la segunda, por fortuna de los académicos no era buen teatro la ciudad donde moraban. Ninguno de ellos trabajaba más que por el noble deseo de saber, sin previsión alguna de las ventajas que pudieran proporcionarle los conocimientos que adquiriesen. Eran jóvenes y entusiastas por todo lo que es grande y virtuoso, y el estudio y la amistad bastaban para su felicidad recíproca. Esta amistad era verdadera. Viose muchas veces reprenderse unos a otros sus defectos morales; y lo que es más importante, corregirse el reprendido. Muchos años y revoluciones han pasado desde aquella época, pero en cualesquiera partes donde aún existen individuos de la Academia de Letras Humanas, saben que son amigos, y sin necesidad de juramentos ni de ceremonias misteriosas, cuentan con un vínculo que sólo romperá la muerte.

¡Venturosa época de la vida, que no volverá pero que será siempre el recuerdo más agradable de los que gozaron de ella! El tiempo que otra parte de la juventud emplea generalmente en satisfacer pasiones nocivas e inmorales, o cuando mejor, en entretenimientos peligrosos, se distribuía por los académicos en el cumplimiento exacto de sus deberes, en el estudio, en la perfección de su inteligencia, en la propagación de las buenas ideas literarias y de los conocimientos que poseían, y en cultivar el sentimiento sagrado de la amistad, nunca más firme que cuando se apoya en la correspondencia científica. Respiraban, por decirlo así, en la atmósfera de la belleza ideal, que conocían por los modelos que procuraban reproducir en sus cantos, y así sus sensaciones morales eran dulces y severas al mismo tiempo, y sus ideas religiosas participaban de aquella poesía sublime, que ha descrito después Chateaubriand, y que ellos mismos sentían, como lo prueba el gran número de composiciones sagradas que escribieron. Séanos lícito hacer mención de nuestro amigo Don Francisco Núñez, ya difunto, en quien España hubiera tenido el Píndaro del cristianismo, si su genio sublime y vehemente hubiese podido sujetarse al fastidioso, pero necesario trabajo de la corrección.

No había secreto alguno entre los académicos; y esto era tan así, que los aspirantes a un mismo premio en los certámenes solían comunicarse sus composiciones; y aun indicar algunas correcciones importantes en el trabajo de su adversario. No se conocían partidos; la divergencia en algunas opiniones particulares no destruía, por decirlo así, la unidad de creencia literaria. Consultábanse unos a otros en sus tareas, y el consultado trabajaba en ellas como si fuesen suyas propias. No había sentimiento de gloria individual, esta se procuraba siempre refundir en la de la Academia, y todos tenían tanto interés, como el mismo autor, en que su composición fuese la más perfecta posible.

Los principios morales y religiosos de los académicos los preservaban de toda calumnia, la superioridad de su inteligencia llegó a ser generalmente reconocida, y dominaron la sociedad literaria. El coplerismo acabó, porque si tal vez aparecía alguna composición de su cosecha, o era recibida con silbos, o condenada al desprecio y al olvido. Los individuos más sobresalientes de la Academia eran mirados con grande aprecio, y Capmany, que ya tenía un nombre célebre en la literatura, no se desdeñó, en un viaje que hizo a Sevilla por estos tiempos, de asistir a sus sesiones.

Llegó en fin la época más brillante de la Academia. Trasladada al colegio mayor de Santa María de Jesús de Sevilla, participaba en cierta manera del carácter público de este cuerpo; y pudo celebrar sesiones en que se convidaban los sujetos de la ciudad que más se distinguían en la literatura, para la adjudicación de los premios en sus certámenes. Ya las empresas eran todas arduas y se desempeñaban con más acierto. Pero entonces empezó a conocerse el mal de que estaba amenazada y que acabó con ella. Acaso su mismo mérito fue la causa de su ruina.

La mayor parte de los académicos que fundaron este cuerpo y lo llevaron al grado de esplendor que tuvo últimamente eran jóvenes que con el tiempo habrían de tener obligaciones domésticas o públicas que desempeñar. Este tiempo llegó sin haberse previsto, porque en la época del fervor nada se veía sino el objeto principal del establecimiento. Algunos académicos salieron acomodados para fuera de Sevilla, otros lo fueron en esta ciudad, y casi todos los que formaban, por decirlo así, el núcleo principal, contrajeron obligaciones harto severas e importantes para que fuese incompatible con la solicitud de las tareas anteriores, y mucho menos con la solicitud continua y casi exclusiva por la prosperidad del cuerpo.

Sólo llegó a hacerse sensible este inconveniente cuando comenzaron a desaparecer los académicos. Entonces se procuró obviarlo por un medio infalible a haberse adoptado cuatro o seis años antes. Este fue el de admitir en calidad de discípulos a algunos adolescentes, que asistiendo a las sesiones del cuerpo y oyendo las explicaciones, se hallasen con el gusto ya formado cuando llegasen a la juventud y pudiesen ocupar el lugar de sus maestros. Pero ya era tarde. Aunque los primeros alumnos que se admitieron fueron elegidos con tanto tino como la experiencia probó en el talento y las virtudes que han desplegado después, la Academia pereció de inanición antes que sus futuros individuos llegasen a la edad de la pubertad.

Murió, pero murió como cae la flor, dejando el fruto que le sobrevive. Cesaron las sesiones académicas; pero el mismo espíritu que había animado a sus individuos, el mismo amor a la bella literatura los siguió y acompañó a todas partes, adonde la suerte y las revoluciones del siglo los arrojaron. En ninguna fortuna, en ninguna situación social abjuraron el culto de las musas, que había sido la deliciosa ocupación de su juventud. La mayor parte de los académicos, admitidos ya en la Sociedad de Amigos del País, inspiraron a esta sabia corporación el proyecto que ellos mismos sentían haber adoptado demasiado tarde, y se fundó bajo sus auspicios una cátedra de humanidades que sirvieron sucesivamente tres individuos de la difunta Academia. A ella perteneció un profesor de literatura española en el Ateneo de Madrid, que ha concluido en este ilustrado y benemérito instituto un curso completo de poesía castellana. Podemos decir sin temor de ser desmentidos, que cuanto ha progresado en Sevilla desde aquella época en materias literarias se debió a la Academia. Individuo suyo fue el actual Director de la Academia de Buenas Letras, inerte y cadavérica entonces, y que animada y rejuvenecida, sigue con ardor los pasos de la de Letras Humanas, si hemos de juzgar por lo que hemos visto de sus tareas. También lo fue el juez de sus composiciones que eligió una academia particular fundada en Cádiz a principios del siglo por jóvenes estudiosos y amantes de la bella literatura, así como el que nombró para director suyo otra reunión de la misma especie fundada en esta corte en 1824, compuesta de individuos que se distinguen en el día así en humanidades como en otras carreras. Cuando por el plan de estudios de 1807 se introdujo en las universidades el estudio de la retórica y bellas letras, sirvieron sucesivamente esta cátedra en la de Sevilla dos miembros de la academia de letras humanas. Parece que el hado de esta corporación ha sido aun después de muerta propagar los principios del buen gusto, durante la vida de sus individuos, que han dejado esparcidas sus doctrinas por medio de la enseñanza, ya pública, ya privada, en Andalucía, en la corte, en las provincias del Norte, en Francia, y hasta en la misma Inglaterra. Tan portentosos son los efectos del entusiasmo juvenil cuando está dirigido por un sentimiento tan virtuoso como el amor de las ciencias y de la civilización.

Ni queremos atribuir solamente a ellos los adelantamientos que se han hecho en la ciencia de las humanidades. No. Las obras de otros literatos insignes, y de las corporaciones sabias de la capital, han contribuido poderosamente a perfeccionar estos estudios. Pero nadie quitará a la Academia de Letras Humanas de Sevilla la gloria de haber cultivado un terreno donde era mayor la maleza, con menos recursos y con igual fruto.

Viniendo ya a las obras que ha producido la Academia durante el periodo de su existencia, debemos decir que fueron numerosas; y aunque no todas de igual mérito, ninguna por lo menos dejó de ser conforme a los principios del buen gusto que en ellas se discutían o aplicaban. Unas han visto la luz pública y otras no. Haremos enumeración de las primeras, acerca de las cuales el público instruido ha formado ya su opinión, y hablaremos más detenidamente de las principales que pertenecen a la clase de inéditas.

Explicamos ya los motivos que tuvo la Academia para imprimir su Colección de poesías escogidas, de la influencia que ejerció en la mejora del gusto en Sevilla, y de su mérito, considerada aisladamente y sin relación a las circunstancias en que se publicó. Varias de aquellas composiciones, casi refundidas, y otras muchas, compuestas posteriormente por individuos de la Academia, salieron a luz ya en la colección que ha impreso alguno de ellos de sus obras poéticas, ya en la segunda edición de la de Poesías castellanas del Sr. Quintana, donde se insertaron obras de los académicos D. José Roldán, D. Manuel María de Arjona y D. Francisco de Paula Castro; ya en fin, en el Garreo literario de Sevilla, periódico que publicó el Académico D. Justino Matute en los primeros años de este siglo, con buena crítica y elección, y en el cual tuvieron lugar muchas composiciones muy bien escritas de los poetas que entonces comenzaban a distinguirse, y no pocas de nuestros poetas del siglo XVI y XVII inéditas hasta entonces.

Todas estas poesías, pertenecientes al género lírico, así como otras muchas que se guardan en el archivo de la extinguida Academia, conservan, a pesar de la diferencia de los genios de sus autores, el carácter y tipo principal de la escuela sevillana moderna, cuyo objeto fue resucitar la antigua de los Herreras, Riojas y Jáureguis. Nos ha parecido conveniente desenvolver con alguna extensión esta idea primordial de los fundadores de la Academia, adoptada y desenvuelta en toda su plenitud por los individuos que más se distinguieron en aquel cuerpo, porque este pensamiento fecundo fue el norte de sus trabajos, así como su feliz éxito les sirvió de premio.

El hombre que no ha recibido de la naturaleza el don sobrehumano de la poesía, a lo más que puede aspirar es a poseer el gusto de esta divina arte y a gozar de la lectura de los verdaderos poetas. Para él el estudio de las humanidades será una fuente de placeres y de inteligencia; no hará, si se quiere, versos que enardezcan a la edad presente y a la posteridad, pero sabrá discernir y juzgar con acierto, y a lo menos adquirirá el hábito de una elocución fácil y correcta, elemento necesario de instrucción en la sociedad culta.

Pero el don de la poesía no es uno e indivisible. Se ven hombres capaces de inspiración, diestros en el arte de pintar, de riquísima fantasía; pero por más que se afanen, no les es posible encerrar, por decirlo así, en los estrechos marcos de la rima y de la versificación, los variados y hermosos cuadros que han creado. Tenemos un insigne ejemplo de esta verdad en el inmortal estropeado de Lepanto, superior a todo su siglo (y nos quedamos cortos) en las prendas que constituyen el verdadero genio poético: flexibilidad y variedad de expresión, que comunicó al idioma castellano, fuerza de pincel, capacidad para crear, armonía en la sentencia, tacto exquisito para darle el giro correspondiente al género que trataba, y en fin, una afición invencible a hacer versos, a pesar de la convicción íntima que tenía de que no era aquella su misión, como se dice ahora. ¿Qué le faltaba pues? Sólo el talento de la versificación. Su prosa vale más que la mayor parte de los versos que se han hecho en castellano. Góngora era un pigmeo colocado junto a él, y sin embargo Góngora es un gran poeta, porque supo versificar; y Cervantes careció de este título harto debido a las prendas relevantes que poseía, porque nunca pudo dar a sus pensamientos ya grandes, ya festivos, ese colorido, esa magia inexplicable y misteriosa que produce la buena versificación. Lo que dicho en prosa por él era animado, gracioso, brillante, cuando lo ponía en verso quedaba sin lustre y desmayado. Los que quieren que todo el talento de poeta esté exclusivamente en el pensamiento y desestiman el estudio de las formas pueden mirarse en este ejemplar.

El verdadero poeta siente la inspiración, sin la cual nada es, y canta; pero vaciando el metal liquidado y ardiente que recibe en moldes conocidos y estudiados de antemano; porque así y sólo así producirá obras inmortales. La razón ideológica de esta doctrina es muy obvia. El pensamiento que se le presenta, la imagen que ha creado en su fantasía, está completa; pero como su instrumento es el lenguaje, tiene que analizar uno y otro al escribirlo, y ¡cuánto peligro corre de que en este análisis intelectual desaparezcan todas las bellezas! Aquí, aquí está la grande dificultad del artista. Si bastase concebir un excelente cuadro, todos seríamos grandes pintores. Pero es necesario después presentar analizado, por medio de los colores, lo que se ha concebido, de modo que se reproduzca el todo que formarnos en nuestra fantasía. Concluyamos, pues, que la inspiración sola no forma los grandes poetas, y que es necesario además, como en las otras artes, el estudio de las formas y de los modelos. Ya esto lo había dicho Horacio, pero estamos en un siglo presuntuoso, en el cual es necesario volver a demostrar todas las verdades que reconocieron por instinto los sabios de la antigüedad.

La inspiración no se estudia ni se imita; pero sí las formas de elocución, el lenguaje, la organización de los versos. Pues ahora bien, todo lo mejor que hay en esta parte, lo poseíamos ya en nuestros buenos poetas del siglo XVI, y la escuela sevillana no hizo más que imitar el espíritu de las de Cadalso en Salamanca y de Luzán en Madrid, las cuales produjeron a Meléndez y a Moratín, esto es, al primer lírico y al primer dramático del siglo XVIII. Se inclinó al género de Arguijo, Herrera, Rioja y Jáuregui, no por ser poetas de su patria, también se estudiaba y analizaba a Garcilaso, a los Argensolas, a León, y aun a Lope y a Góngora en sus buenas composiciones. La predilección a favor de la antigua escuela sevillana del siglo XVI procedió de que su elocución era más correcta, más severa, y sobre todo más lírica.

Es un fenómeno literario muy digno de observación, que habiéndose distinguido tanto los poetas andaluces en varios géneros, han quedado, sin embargo, muy inferiores a los de Madrid y de otros puntos de España en la poesía dramática. Aquella provincia, tan fecunda en poetas líricos, nada tiene que oponer, no ya a Lope, Calderón, Moreto y Moratín, pero ni aun a la Raquel de Huerta. ¿Provendrá esto de que el drama necesita para su perfección del espectáculo de una Corte, centro siempre de las vicisitudes del poder y de la fortuna, de grandes vicios, de sublimes virtudes, del tono de la buena sociedad en todo su refinamiento, en fin, de las ridiculeces de la humanidad? ¿O bien esta pobreza de genio dramático procederá del carácter poético de los andaluces, heredado de los árabes, más propio para sentir y para expresar sus propias ideas y pasiones, que para fingirlas en otros personajes? El hecho es cierto, nuestros lectores adoptarán la explicación que les parezca más exacta.

Muchos individuos de la Academia escribieron versos, con más o menos felicidad; pero todos en el género lírico, sublime, filosófico o amatorio. No hubo entre todos uno solo a quien ocurriese la idea de componer una tragedia o una comedia; y cuando uno de ellos arrostró por complacer a personas que se lo pidieron, esta empresa, escribió con el nombre de tragedia una rapsodia, llena de versos que merecieron aplausos, pero sin acción sin colorido trágico, sin talento teatral. Felizmente para el público tenía no más que tres actos.

Tampoco se dedicaron al género satírico. Algún ensayo que se hizo, de esta especie salió pésimo, y se renunció a él para siempre. Más felices fueron en el género epistolar elevado y filosófico y de esta clase quedaron muy buenas composiciones en el archivo, y las mejores no han visto aún la luz pública. Pero la principal especie de poesía, la predilecta, era la lírica, principalmente la sagrada y la filosófica, y la pastoril, que es el canto lírico de los pueblos cuyas sensaciones son dulces y tranquilas. En este género escribió un drama, intitulado Los amantes generosos, uno de los individuos de la Academia; esta composición se imprimió y fue muy bien recibida del público. Otro intitulado Danilo, escrito en bellísimos versos por Don José María Roldán, se conserva inédito entre los papeles de la Academia.

No pasaremos adelante sin advertir con cuánta injusticia se quiere actualmente desterrar de la poesía el género bucólico, cultivado con tan feliz éxito por los griegos, por los romanos, por los italianos modernos y por los españoles. El padre de nuestro Parnaso fue un poeta casi exclusivamente pastoril. ¿Qué le falta a este género para ser eminentemente poético? ¿No pertenece a un mundo ideal, a la edad de oro? ¿No se combina en él la descripción de las pasiones humanas con una situación posible, cual es la tranquila vida del campo, y el cuadro de las escenas y objetos más bellos de la naturaleza? ¿No refresca y fecunda nuestra imaginación, apartándola, aun cuando sólo sea por un momento, del prosaísmo social, que es el cáncer del presente siglo? Salomón, Augusto, los reyes de Siracusa, León X, y Felipe II, a pesar del poder y magnificencia que los rodeaba, y acaso fastidiándose ella (de Salomón consta por las divinas letras) ¿no se complacían en esta clase de poesía sencilla que recuerda a los pueblos su primitivo origen?

Nada prueba mejor la depravación del gusto actual que la preferencia dada sobre los Tirsis, Amintas y Dametas de nuestros bucólicos del siglo XVI, al Carlos V del Hernani, hecho un badulaque, a la severa María Tudor, convertida en una mujer galante, por no decir otra cosa, al puro, al religioso León, haciendo el pisaverde, al Felipe II de Alfieri o de Schiller, pérfido, inhumano y parricida, y las princesas de la sangre real de Francia, asesinando a la aurora los amantes con quienes habían pasado la noche. Semejantes monstruosidades no sólo pervierten el gusto, sino también el corazón y la moral. El mundo ideal que se adopte para la poesía, debe ser más bello que el existente, y el de los dramas actuales es el non plus ultra de la deformidad moral. Calderón desfiguró la historia y convirtió sus personajes en caballeros españoles, que por lo menos valieron tanto como los héroes de Grecia y Roma. Ahora se hace lo mismo, pero con el objeto de degradar la naturaleza humana y de hacerla descender a un grado imposible de perversidad.

Los franceses han sido poco felices en la égloga, que en su Parnaso o fue grosera, o demasiado ingeniosa como la de Fontenelle; y como tienen tacto muy fino para conocer lo que interesa a su gloria, principalmente a la literaria, introdujeron últimamente la moda de ridiculizar este género. Nuestros estúpidos imitadores, auxiliados en esta parte por el prosaísmo de las costumbres y del siglo positivo, renunciaron gratuitamente a una gran parte de los laureles del siglo XVI. Todo se puede ridiculizar, y hartas y muy fuertes pruebas tenemos de ello; pero la razón y el buen gusto sobreviven siempre a la moda y a las frases. Samaniego se burló de las composiciones pastoriles; pero Samaniego se extasiaba ante la musa de Iriarte. Volvamos a nuestro propósito.

La única composición del género épico, presentada a la Academia, fue el poema de la Inocencia perdida de nuestros primeros padres, en dos cantos, que consiguió el premio en uno de los certámenes mayores; su autor fue Don Félix José Reinoso, secretario del cuerpo y uno de sus fundadores. Nada diremos de esta composición, que fue altamente elogiada en las Variedades literarias, periódico que entonces se escribía en Madrid por los humanistas más célebres de esta capital. La primera edición desapareció en breve, y los amantes de la buena poesía desean con ansia que su autor publique la segunda. La fama de esta obra y de la Academia de Letras Humanas era ya tan ventajosa en la corte, que se hizo del poema una edición furtiva antes que se publicase la genuina.

Este género, en el cual han sido infelices igualmente los franceses y los españoles, los primeros por su demasiada sumisión a las reglas clásicas y aun más por los defectos esenciales de su lenguaje poético y de su versificación, y los segundos por haber traspasado con demasiada libertad los límites del arte, aunque tuviesen una poesía muy a propósito para las inspiraciones épicas; este género, repetimos, es otro de los anatematizados por la moda actual. Este desprecio anuncia una sociedad que nada admira y nada cree, y cuyos sentimientos sólo se versan acerca de objetos positivos y tangibles. Esta moda pasará, porque las ilusiones poéticas son un parte muy verdadera y real de la felicidad humana.

Réstanos hablar de las composiciones, inéditas hasta ahora y que existen en el archivo de la Academia. Estas se dividen en dos clases: las obras poéticas, casi todas del género lírico, y que son en gran número, y las memorias y disertaciones sobre diferentes cuestiones de oratoria y poética. Citaremos de unas y otras las que nos parezcan más dignas de recuerdo.

Y empezando por las poéticas, además de varias composiciones que optaron a los premios menores, hay entre ellas una traducción de la excelente égloga de Pope, intitulada el Mesías, otra, de la Dunciad, poema satírico del mismo autor, pero acomodada a los vicios y malos escritores de la literatura castellana, varios idilios de Gesner, un poema original en el género didáctico, cuyo título es la Belleza, una epístola admirable sobre los vicios de la sociedad política, y el canto de la Inocencia perdida, que mereció el accésit en el certamen donde fue premiado el poema del Sr. Reinoso.

No queremos dejar de mencionar aquí las composiciones de Don Francisco Núñez, a quien ya hemos citado. Sus obras, aunque llenas de incorrección, lo están también de pensamientos e imágenes atrevidas y originales. Era tenido en la Academia por el primer poeta lírico de ella en cuanto al estro y la inspiración, y el público instruido se convencería fácilmente de la exactitud de este juicio, si se diesen a luz sus poesías.

De las obras en prosa citaremos una novela moral, escrita por Don Francisco de Paula Castro, y dos elogios que obtuvieron premio en los certámenes, de Pelayo, primer rey de Asturias, y de Fernando III el santo, uno y otro modelo en su género de corrección y elocuencia. De las disertaciones pudieran citarse muchas dignas de figurar en un tratado filosófico de bellas letras. Estas memorias eran el principal trabajo de la Academia, pues como ya hemos dicho, su objeto primordial fue propagar las ideas del buen gusto evitar al genio los escollos en que puede estrellarse.

La de más mérito, en nuestra opinión, por ser la materia más difícil menos explicada en los autores, y muy sutil por sí misma, es la que trata de las diferencias entre el estilo y el lenguaje, voces que suelen confundir muchos, y cuya teoría llegó a conocerse en la Academia con toda perfección por medio de este luminoso principio: "el estilo consiste en los pensamientos y el lenguaje en las palabras." Así se estableció la diversidad de los estilos en las calidades variadas de los pensamientos subordinados, con los cuales se expresa una misma idea principal, y la del lenguaje por su pureza, por su propiedad, por las figuras gramaticales, y por su conveniencia con el género.

Sigue a esta en mérito otra disertación en que se comparó el estilo puro y sencillo en las oraciones sagradas, usado por los santos Padres, con la magnificencia de expresión y riqueza de imágenes, propia de los célebres predicadores franceses. Esta obra obtuvo un premio mayor en la Academia.

En el estudio de la retórica, que se hizo con más filosofía que la que aparece en la mayor parte de los elementaristas, se notaban, tomadas de los antiguos, dos teorías falsas e incompletas. Tales eran la distinción de los géneros demostrativo, deliberativo y judicial, y la doctrina de los tópicos. Uno de los académicos, que vive, se propuso demostrar la falsedad e inutilidad de esta enseñanza, y lo consiguió felizmente en dos disertaciones. Por las censuras y explicaciones se propagan todas estas ideas, y los preceptos, así de oratoria como de poética, no se adoptaban sino después de examinar filosóficamente sus fundamentos y sus excepciones.

Hemos tejido la historia de la moderna escuela sevillana, hecho enumeración de sus trabajos y demostrado la influencia que ha tenido en la mejora de los estudios de humanidades en España y la parte de gloria que le cabe en este importante acontecimiento; pequeña, si se compara con la que debe tributarse a otros genios más sublimes, a otros cooperadores más sabios; pero realmente muy grande si se atiende a la exigüidad de sus medios, y a la esfera parcial reducida en que los desenvolvió.

LISTA






GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera