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Título del texto editado:
Discurso preliminar. Resumen. Primera observación
Autor del texto editado:
Silvela, Manuel, 1781-1832; Mendíbil, Pablo de 1788-1832
Título de la obra:
Biblioteca selecta de literatura española o modelos de elocuencia y poesía
Autor de la obra:
Silvela, Manuel, 1781-1832; Mendíbil, Pablo de 1788-1832
Edición:
Burdeos: Lawalle Joven y Sobrino, 1819


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RESUMEN.


Consultando las tres épocas generales en que hemos dividido nuestra poesía, hallaremos en los caracteres que hemos asignado a cada una de ellas, sus bellezas y sus defectos propios. Es en la infancia expresiva, natural y sencilla; pero ruda, pobre y trivial. Hácese después grave, docta y sonora, hasta degenerar en afectada, pedantesca y enigmática. Es al fin grande, majestuosa y sublime, armoniosa y dulce, y acaba por hinchada, estrepitosa y sutil. Su última restauración es el impulso existente, no bien fijado todavía, y cuyos caracteres por consecuencia no pueden ser determinados.

Primera Observación.


Los extranjeros nos acusan de hinchazón y desarreglo. No negamos que hasta cierto punto esta acusación puede ser justa. Con efecto, de cualquiera manera que nos examinemos, parece que se descubre en nosotros una cierta disposición a la exageración y a la hipérbole, cierta tendencia a dar a los objetos proporciones gigantescas y colosales, y si en las producciones del espíritu nada nos gusta en su verdadero tamaño, en las empresas del ánimo nada nos tienta sino lo que es desmesurado e inconcebible. Así es como un puñado de hombres, tristes poseedores de un reducido rincón de áridas breñas y de escarpadas rocas, casi sin más medios que su desesperación y sus manos, concibieron el proyecto de lanzar de nuestro suelo las invencibles legiones de Emeso y de Caleis, de Irak y de Siria, de Palestina y de Damasco, y dieron realizado este imposible por una lucha de ochocientos años. Así es como en 1492 acogimos a un hombre arrojado de todas las cortes por un visionario, protegimos un proyecto reputado por un delirio, y descubrimos la segunda mitad del planeta que habitamos. Así fue como enseguida, sobre este nuevo hemisferio, un pequeño número de hombres, que estaban con sus enemigos en la proporción de uno a centenares de miles, derrocaron los vastos imperios de Moctezuma y de los Incas, y parecieron sobre la cordillera de los Andes como para intimar al mundo atónito, que se preparase a respetar sus leyes; y se diría que si no se las hicimos reconocer después, es porque una vez demostrada la posibilidad de hacerlo, el verificarlo entraba ya en la clase de los sucesos comunes. El día que Cortés incendiando sus naves privó a los hombres que le acompañaban de los recursos ordinarios en caso de resistencia o adversa fortuna, y convirtió su empresa de atrevida en imposible y frenética, aquel día dio resuelto el problema de la conquista de América. Solo reconociendo esta disposición, pueden explicarse en nuestra historia una porción de fenómenos extraordinarios. Se nos ha visto sucumbir a males o proyectos que para resistidos no pedían sino esfuerzos comunes, y levantarnos en seguida del seno de la nada, de la impotencia y de la degradación misma, para asombrar al universo; y todo esto, abandonándonos a movimientos sin cálculo, sin ninguna razón de utilidad, acaso alguna vez para forjar nuestras propias cadenas y aumentar nuestras desgracias, y solo como seducidos por la grandeza y la imposibilidad de la obra; viniendo a su ceder que la misma disposición, el mismo principio que ha llevado la pluma de un poeta a una metáfora atrevida, a una desmedida hipérbole (de que tal vez habrá quien diga que se resiente también aun alguno de los rasgos de esta página) es el que en las situaciones más críticas, sobre nuestros intereses más preciosos ha decidido de todo. Tan cierto es que existen en el hombre disposiciones primitivas y determinantes, o efectos de las variedades de nuestra organización o resultados de la naturaleza de las impresiones constantes de los objetos que nos rodean, disposiciones que la influencia de los hábitos morales puede templar o corregir pero no extinguir, pues que las vemos parecer por intervalos, y explicar su preponderancia cuando menos lo esperábamos.

Mas después de convenir en esta especie de disposición, sobre cuya verdadera naturaleza no nos equivocamos tampoco, pues sabemos que puede conducir a lo más bueno y lo más malo, ¿hay en la acusación toda la verdad que creen los que la intentan? En general ¿pueden ser los extranjeros justos apreciadores del punto en donde verdaderamente empieza esa decantada hinchazón y desarreglo? Reflexionemos.

La hinchazón en el estilo resulta de la desproporción entre la grandeza de las palabras o los pensamientos, y el verdadero tamaño de los objetos o de las cosas. Tiene pues por medida la magnitud misma de las cosas u objetos, que varía inmensamente en la naturaleza. El Rin y el Danubio, el Ródano y el Sena, el Támesis y el Humber, que para nosotros son mares, podrían con dificultad merecer el nombre de ríos a los ojos de un americano familiarizado con el espectáculo asombroso que presentan el San Lorenzo y el Misisipí, el Marañón o el Orinoco; y en general, cuando la América produzca oradores y poetas, sus descripciones que no harán sino pintar la grandeza de los objetos que hieren sus sentidos, parecerán a los habitantes de la mezquina Europa abultadas hipérboles. ¿Podrán pintar con los mismos colores la refulgencia del astro del día el Escita o el Sármata, como el Cordobés o el Granadino, los que con pie seguro conculcan las heladas márgenes del Oby, o los que beben las templadas aguas del Betis o del Turia? Aun más: la magnitud de los objetos para nosotros es la de su impresión, y sobre esta pueden influir, hasta diferenciarla notablemente, las variedades de nuestra organización, sobre todo en cuanto diga relación con nuestros afectos, con nuestras pasiones. Dependientes estas de nuestra sensibilidad, o no siendo por mejor decir sino las modificaciones de ella, deben presentar en el lenguaje que sirve a su expresión la inmensa diferencia que hay desde el apuesto, ardiente e impetuoso Africano, hasta el encogido e inerte Lapón. Apenas hay metáfora que parezca atrevida, apenas pensamientos ni palabras que alcancen a expresar todo lo que siente el primero; las expresiones más desmayadas y débiles sobran para pintar la apática indiferencia del segundo. La imaginación de los habitantes de una atmósfera húmeda, de un sol dulce, de una inmensa y monótona llanura, cederá más dócilmente al imperio del juicio, se resentirá siempre de aquel estado de uniforme inalterabilidad a que la reduce su delicioso clima: será más regular, pero menos variada y poética; no hablará de los objetos sino después de haber medido con el compás sus contornos. Mientras que el habitante de un suelo donde la naturaleza presenta un espectáculo alternado, que respira una atmósfera seca, y recibe la inquieta influencia de un sol encendido y ardiente, se abandona a toda la ilusión óptica de sus sentidos, y a la diferencia de los objetos viene a unirse la disposición animada, o si se quiere exaltada de sus órganos. Las diferencias que caracterizan el genio de las lenguas, no son sino el producto de estas variedades, reunidas a la influencia de mil otras causas físicas que se sustraen a nuestras observaciones, y de la combinación de las causas morales que vienen a favorecer o corregir su imperio, a variar su intensidad, su carácter de mil y mil maneras. Únase a esto que identificada nuestra facultad de pensar con el sistema de los signos, que sirven a la expresión del pensamiento hasta el punto de que no nos es dado pensar sino por ellos; estos, por una reacción moral, vienen a ejercer una influencia casi despótica sobre nuestra facultad de sentir, a darle determinaciones casi exclusivas, que, sobre todo cuando las lenguas han llegado a fijarse, cegándonos por una parte sobre la extravagancia absurda de muchas de nuestras locuciones, de nuestras metáforas y de nuestras hipérboles, nos inspiran una prevención fuerte contra todo lo que no es nuestro. ¿Cómo pues podrán tener una medida común hombres a quienes la naturaleza se presenta bajo un aspecto diferente, en quienes ha variado la fuerza y la energía de sus órganos, y a quienes en la expresión de sus ideas diferencia un diverso sistema de signos? ¿Cuantas veces no se expondrá a declarar por hinchado lo que no hace sino presentar estas variedades, el crítico que esclavizado tal vez por una lengua de demasiada regularidad, y aun acaso hasta esencialmente anti-poética, se permite aventurar un juicio sobre las bellezas de otra lengua cuyo genio es enteramente opuesto? ¡Españoles!, no nos olvidemos en el interior de nuestra familia de la necesidad de corregir el defecto que nos vemos forzados a confesar. Extranjeros cuando por el contacto que hemos tenido, la utilidad o la necesidad del estudio comparativo de nuestra literatura os ponga en la precisión de juzgarla, pesad en la balanza de la filosofía y la justicia la fuerza de estas reflexiones; tal vez se templará mucho la severidad de vuestra crítica, y por ser indulgentes con los otros no perderá nada la gloria de vuestros triunfos.

En cuanto al desarreglo, aunque los principios que deben consultarse en este punto dependen más directamente del juicio, no nos olvidemos de que la imaginación no puede nunca dejar de ejercer su imperio cuando se trata de buenas letras y bellas artes, y que por consiguiente aun en esta materia la regla cuya transgresión produce el desarreglo, más o menos, no puede dejar de estar siempre sometida a la influencia de aquellas variedades. No se crea que autorizamos por esto el desorden, ni que a título de diferencias locales queremos entronizar la confusión y el delirio; no nos proponemos sino excitar en los críticos que juzgan desde lejos, terrores saludables que los obliguen a ser circunspectos, y aun más todavía provocar entre los de casa este género de investigaciones en que debemos necesariamente encontrar los verdaderos principios, las verdaderas reglas hasta aquí formadas por una imitación, más de una vez infundada y servil. Cierto es que, para pensar como Sócrates o demostrar como Euclides, no nos queda a todos más recurso que repetir sus raciocinios. Homero y Virgilio, Píndaro y Horacio son los modelos que debemos consultar para formar nuestro gusto; mas no se crea que estos apuraron todos los modos de agradar, y que después de ellos nos veamos también precisados a repetirlos. La verdad y la belleza están en la misma relación que las dos líneas que las caracterizan, y que pudiéramos llamar la línea de la necesidad y la del placer; es infinito el número de curvas que pueden tirarse entre dos puntos dados, donde no puede haber lugar sino a una sola recta. Convenimos desde luego en aquellos principios que establecen en toda composición la unidad, o de la idea o de la acción, la distribución conveniente de las partes, la relación de ellas al todo; mas no nos olvidemos de este espectáculo asombroso que presenta la especie humana dividida en grupos, diferenciados por el genio de las lenguas, por una música, una pintura, una elocuencia y una poesía, cuyos caracteres particulares son el resultado de causas locales, que no nos permiten ni consienten que seamos enteramente Griegos, Romanos, Italianos ni Franceses. No nos esclavicemos por la imitación, ni juzguemos del desarreglo de los otros por la multiplicidad de las reglas caprichosas de insulsos preceptistas, o que tal vez pueden convenir a hombres determinados. Porque la acción de la Ilíada no dure sino cincuenta días y la de la Eneida un año, no establezcamos por principio que la duración del poema épico no debe pasar de un año ni bajar de cincuenta días. No quisiéramos que a fuerza de agarrotar el ingenio y de gritar con la verosimilitud y regularidad, el mundo hermoso e ideal de los poetas fuese sustituido por ese mundo melancólico de los filósofos. En el drama por ejemplo, ¿no pudiera darse mayor ensanche a esas decantadas unidades de lugar y de tiempo? Reflexionemos que no podemos nunca sustraerle a su verdadera naturaleza que es la de ser una ficción, en la que partimos ya de una infinidad de supuestos bien inverosímiles. Hacemos por ejemplo de un edificio, tal vez mezquino, el universo entero, y de un cómico y una cómica las Lucrecias y los Catones. En buen hora que la acción no dure doscientos años como la de los Siete Durmientes, y que no veamos salir un niño en mantillas en la primera es cena del primer acto, y en la segunda salir ya hecho hombre barbado, como dijo nuestro Cervantes 1 antes que Boileau; pero en la suposición de no creerse que debemos limitarnos en el tiempo a solo el de la duración del drama, ni en el lugar a aquel en que nos hallamos, ¿qué inconveniente habría en extender un poco el imperio de la ficción, y dar a los poetas la facultad de variar el lugar de la escena desde el campo de Marte al Capitolio, y en lugar de veinte y cuatro horas, el ensanche necesario para que no puedan hacerse ridículamente chocantes ni la duración ni las distancias, acomodando estas variedades a las divisiones o actos que pueda exigir el asunto del drama? Independientemente del interés que tenemos en atenuar el rigor de las reglas o reducir su número para disminuir el de las trasgresiones y debilitar la fuerza de la acusación, sin aprobar el exceso de los antiguos, desearíamos que los modernos fuesen más libres, no olvidando las diferencias indicadas que pueden hacer que, mientras que el poeta dramático de una nación exacta y lógica por el genio de su lengua, y al mismo tiempo naturalmente locuaz y decidora, puede estar seguro de agradar y sostenerse por la verdad de los caracteres y las bellezas solas del diálogo, una nación poética por la lengua, grave y taciturna por carácter, y que no puede sufrir largos razonamientos, quiere ser entretenida, conmovida y arrastrada a fuerza de situaciones y de invención. Lope de Vega y Shakespeare sintieron sin duda este principio, y no han hecho acaso sino abandonarse a él exclusivamente o con exceso.





1. Part. 1º., cap. 48 del Quijote.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera