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Título del texto editado:
«Introducción. Artículo primero. Del principio de nuestra poesía y sus progresos hasta Juan de Mena»
Autor del texto editado:
Quintana, Manuel José, 1772-1857
Título de la obra:
Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días. Tomo I
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Gómez Fuentenebro y Compañía, 1807


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ARTÍCULO PRIMERO.

Del principio de nuestra poesía, y sus progresos hasta Juan de Mena.


Se ha convenido generalmente en dar a la poesía el primer lugar entre las artes de imitación. Ya se mire la antigüedad de su origen, ya la extensión de los objetos que la ocupan, ya la duración y el agrado de sus impresiones, ya en fin las utilidades que produce, siempre resaltan su dignidad y su importancia, y la historia de sus progresos tiene que ir unida siempre a la de los otros ramos que componen la ilustración humana. Dícese que ella y la música han civilizado a los pueblos; y esta proposición, que en rigor es exagerada y aun falsa, manifiesta por lo menos el influjo que una y otra han tenido en la formación de las sociedades. Las lecciones que los primeros filósofos dieron a los hombres, las primeras leyes, los sistemas más antiguos todos se escribieron en verso, al paso que la fantasía de los poetas con el halago de sus pinturas y la pompa de las funciones que ideaban interrumpía con una distracción apacible y necesaria la fatiga de los trabajos campestres.

Es cierto que la poesía después no se presenta con la dignidad consiguiente al ejercicio absoluto y exclusivo de estos diversos ministerios, pero conserva todavía un influjo tan poderoso en nuestra instrucción, en nuestra perfección moral y en nuestros placeres que podemos considerarla como dispensadora de los mismos beneficios aunque bajo diferentes formas. Ella sirve de atractivo a la verdad para hacerla amable o de velo para defenderla, enseña a la infancia en las escuelas, despierta y dirige la sensibilidad en la juventud, ennoblece el espíritu con sus máximas, le engrandece con sus cuadros, siembra de flores el camino de la virtud y abre el templo de la gloria al heroísmo. Tantas ventajas unidas a tanto halago han excitado en los hombres una admiración y una gratitud eternas.

Su ocupación primaria y esencial es pintar a la naturaleza para agradar, como la de la filosofía explicar sus fenómenos para instruir. Así mientras que el filósofo observando los astros indaga sus proporciones, sus distancias y las reglas de su movimiento; el poeta los contempla y traslada a sus versos el efecto que en su imaginación y en sus sentidos hacen la luz con que brillan, la armonía que reina entre ellos, y los beneficios que dispensan a la tierra. La dificultad de llenar digna y debidamente el objeto de la poesía es enorme, aun cuando por la prontitud de sus progresos en algunos géneros no parezca tan grande a primera vista. Desde la máxima vaga o el cuento insípido, vigorizados con el halago de una rima incierta o de una medida informe, hasta la armonía y elegancia sostenida y los cuadros complicados y sublimes de la llíada o la Eneida; desde el carro y las heces de Tespis hasta el grande espectáculo que ofrecen la Ifigenia o el Tancredo, la distancia es inmensa, y solo pueden superarla los esfuerzos mayores de la aplicación y el ingenio.

Algunas naciones favorecidas del cielo la recorren con más prontitud y pasan ligeramente desde la flaqueza de los primeros ensayos al vigor de los pensamientos más grandes y combinaciones más acabadas. Tal fue la suerte de la Grecia, donde el genio de la poesía contando apenas algunos momentos de infancia crece y se eleva hasta el punto de producir los inmortales poemas de Homero. Tal, aunque con menos brillo y perfección, fue la de la Italia moderna, donde en medio de la noche de los siglos de barbarie sucedidos a la ilustración romana, parecen de repente Dante y Petrarca, trayendo consigo la aurora de las artes y el buen gusto. Otros pueblos menos dichosos luchan siglos enteros con la rudeza y la ignorancia, se hacen sensibles más tarde a los halagos de la elegancia y la armonía; y la perfección, en el modo que es dado a los hombres conseguirla, es conquistada por ellos solamente a fuerza de tiempo y de fatiga. Una gran parte de las naciones modernas se halla en este caso, y entre ellas es preciso contar también a nuestra España.

Precedió aquí, como en casi todas partes, el verso escrito a la prosa; siendo el Poema del Cid, hecho a mediados del siglo doce, el primer libro que se conoce en castellano, y al mismo tiempo la obra primera de poesía. Comenzaba ya entonces en medio de la confusión de lenguas, causada por la invasión de los bárbaros del norte, a tomar alguna forma aquel romance, que después había de presentarse con tanto brillo y majestad en los escritos de Garcilaso, Herrera, Rioja, Cervantes y Mariana. A considerar la obra por el argumento solo, pocas habría que la aventajasen, del mismo modo que pocos guerreros podrían disputar a Rodrigo de Vivar la palma de las proezas y el heroísmo. Su gloria, que eclipsó entonces la de todos los Reyes de su tiempo, ha pasado de siglo en siglo hasta ahora, por medio de la infinidad de fábulas que la admiración ignorante ha acumulado en su historia. Consignada en poemas, en tragedias, en comedias, en canciones populares; su memoria semejante a la de Aquiles ha tenido la suerte de herir fuertemente y ocupar la fantasía: mas el héroe castellano, superior sin duda al griego en esfuerzo y en virtudes, ha tenido la desgracia de no encontrar un Homero.

No era posible encontrarle al tiempo en que el rudo escritor de aquel poema se puso a componerle. Con una lengua informe todavía, dura en sus terminaciones, viciosa en su construcción, desnuda de toda cultura y armonía; con una versificación sin medida cierta, y sin consonancias marcadas; con un estilo lleno de pleonasmos viciosos y de puerilidades ridículas, falto de las galas con que la imaginación y la elegancia le adornan; ¿cómo era posible hacer una obra de verdadera poesía, en que se ocupasen dulcemente el espíritu y el oído? No está sin embargo tan falto de talento el escritor, que de cuando en cuando no manifieste alguna intención poética ya en la invención, ya en los pensamientos, y ya en las expresiones. Si como sospecha don Tomás Sánchez, editor de este y otros poemas anteriores al siglo XV, no faltan al del Cid más que algunos versos del principio, no deja de ser una muestra de juicio en el autor haber descargado su obra de todas las particularidades de la vida de su héroe anteriores al destierro que le intimó el Rey Alfonso VI. Entonces empieza la verdadera gloria de Rodrigo, y desde allí empieza el poema; contando después sus guerras con los moros y con el Conde de Barcelona, sus conquistas, la toma de Valencia, su reconciliación con el Rey, la afrenta hecha a sus hijas por los Infantes de Carrión, la solemne reparación y venganza que el Cid toma de ella, su enlace con las casas reales de Aragón y de Navarra, donde finaliza la obra, indicando ligeramente la época del fallecimiento del héroe. En la serie de su cuento no le faltan al escritor vivacidad e interés, usa mucho del diálogo que es la parte más a propósito para animar la narración; y a veces presenta cuadros, que no dejan de tener mérito en su composición y artificio. Tal es entre otros la despedida de Rodrigo y Jimena en San Pedro de Cardeña, cuando él parte a cumplir su destierro. Jimena postrada en las gradas del altar donde se celebra el oficio divino, hace al Eterno una oración pidiendo por su esposo, que concluye así:

Tú eres rey de los reyes e de todo el mundo padre:
a ti adoro e creo de toda voluntad
e ruego a San Peydro que me ayude a rogar
por mio Cid el Campeador, que Dios le curié de mal,
Quando hoy nos partimos, en vida nos faz yuntar. [5]
La oración fecha, la misa acabada la han:
salieron de la eglesia, ya quieren cavalgar.
El Cid a doña Ximena íbala abrazar,
doña Ximena al Cid la manol’ va a besar,
lorando de los ojos, que non sabe que se far. [10]
E él a las niñas tornólas a catar,
a Dios vos acomiendo fijas,
e a la mugier e al Padre spirital.
Agora nos partimos, Dios sabe el ayuntar:
lorando de los oios que non viestes a tal, [15]
asís’ parten unos d’otros como la uña de la carne.
Mio Cid con los sos vasallos pensó de cavalgar,
a todos esperando, la cabeza tornando va.
A tan grand sabor fabló Minaya Álvar Fánez:
¿Cid, dó son vuestros esfuerzos? [20]
En buen ora nasquiestes de madre:
pensemos de ir nuestra vía, esto sea de vagar.
Aun todos estos duelos en gozo se tornarán;
Dios, que nos dio las almas, consejo nos dará.


Hay sin duda gran distancia entre esta despedida y la de Héctor y Andrómaca en la Ilíada; pero es siempre grata la pintura de la sensibilidad de un héroe al tiempo que se separa de su familia, es bello aquel volver la cabeza alejándose, y que entonces le esfuercen y conhorten los mismos a quienes da él ejemplo del esfuerzo y la constancia en las batallas. Aún es mejor en mi dictamen, por su graduación dramática y su artificio, el acto de acusación que el Cid intenta a sus alevosos yernos delante de las Cortes congregadas a este fin. El choque primero de los Infantes y los campeones de Rodrigo en el palenque no deja de tener animación y aun estilo

Abrazan los escudos delant’ los corazones,
abaxan las lanzas abueltas con los pendones,
enclinaban las caras sobre los arzones,
batién los caballos con los espolones.
Tembrar querié la tierra dod’ eran movedores. [5]
[…]
Martín Antolínez mano metió al espada:
relumbra tod' el campo.


No ha quedado noticia de quién fue autor de este primer vagido de nuestra poesía. En el siglo siguiente florecieron dos escritores, en quienes se descubre ya el adelantamiento y progresos que habían hecho la versificación y la lengua. Una y otra tienen en los poemas sagrados de don Gonzalo de Berceo y en el de Alejandro de Juan Lorenzo más fluidez, más trabazón, y formas más determinadas. La marcha de estos autores, aunque penosa, no es tan arrastrada y seca como la del poema precedente. La diferencia que hay entre los dos poetas posteriores es que Berceo, por la naturaleza de sus argumentos, la mayor parte leyendas de santos, fuera de su narración, y de algunos consejos morales, consiguientes al estado que tenía, y a la materia que trataba, no presenta riqueza de erudición, ni variedad de conocimientos, ni fantasía en la invención. Juan Lorenzo al contrario, se eleva más con su asunto, y manifiesta una instrucción tan extensa en historia, mitología y filosofía moral, que hace de su obra la más importante de cuantas se escribieron en aquella época. Los versos siguientes sobre un objeto mismo pueden ser muestra del estilo de uno y otro.

Yo, maestro Gonzalo de Berceo nomnado
yendo en romería caecí en un prado
verde e bien sencido, de flores bien poblado,
logar cobdiciadvero para un home cansado.

Daban olor sobeio las flores bien olientes, [5]
refrescaban en home las caras e las mientes,
manaban cada canto fuentes claras, corrientes,
en verano bien frías, en ivierno calientes.


BERCEO

El mes era de mayo, un tiempo glorioso,
Quando facen las aves un solaz deleytoso,
son vestidos los prados de vestido fermoso,
da suspiros la duenna, la que non ha esposo.

Tiempo dolçe e sabroso por bastir casamientos, [5]
ca lo tempran las flores é los sabrosos vientos,
cantan las doncelletas, son muchas a convientos,
facen unas a otras buenos pronunciamientos.

Andan mozas e vieias cobiertas en amores,
van coger por la siesta a los prados las flores, [10]
dicen unas a otras: bonos son los amores,
y aquellos plus tiernos tiénense por meyores.


LORENZO


Reinaba entonces en Castilla Alfonso X, príncipe a quien la fortuna para completar su gloria debió dar mejores hijos y vasallos menos feroces. La posteridad le ha puesto el sobrenombre de Sabio; y sin duda alguna le merecía el hombre extraordinario, que en un siglo de tinieblas pudo reunir en sí las miras paternales y benéficas de legislador, las combinaciones profundas de matemático y astrónomo, el talento y conocimientos de historiador y los laureles de poeta. Él fue quien puso en el debido honor la lengua patria, cuando mandó que se extendiesen en ella los instrumentos públicos que antes se escribían en latín. Mariana, poco favorable a este rey, asegura que esta providencia fue la causa de la profunda ignorancia que se siguió después. ¿Pero qué se sabía antes? El latín de que se usaba era tanto y más bárbaro que el romance; los nuevos usos a que este se aplicaba por aquella resolución, la dignidad y autoridad que adquiría, era fuerza que influyesen en su cultura, pulimento y progresos. ¿Puede por ventura creerse que estas utilidades de la lengua no tuvieron influjo ninguno literario; o que hay ilustración y literatura nacional, cuando la lengua propia no se cultiva? Considérese pues la aserción de Mariana como hija de las preocupaciones un poco pedantescas del siglo en que vivía; y nosotros aun prescindiendo de la conveniencia política de dicha ley, mirémosla como una de las causas que, influyendo en la mejora de la lengua, debió también influir en el adelantamiento de nuestra poesía.

Hay un libro entero de cantigas o letras para cantarse, compuestas en dialecto gallego por este rey, de que pueden verse muestras en los Anales de Sevilla de Ortiz de Zúñiga; otro intitulado el Tesoro, que es un tratado de piedra filosofal, a lo que se cree, pues hasta ahora no se ha podido en gran parte descifrar, y también se le atribuye el de las Querellas, del cual no se conservan más que dos estancias. Uno y otro están escritos en versos de doce sílabas con los consonantes cruzados, versificación a que se dio el nombre de coplas de arte mayor y que fue un verdadero adelantamiento para la poesía, pues la marcha que tenía el verso alejandrino, usado por Berceo y por Lorenzo, era insufrible por su monotonía y pesadez. Cotéjense con los versos que van citados estas coplas con que empieza el libro del Tesoro.

Llegó pues la fama a los mis oídos
quen tierra de Egipto un sabio vivía,
e con su saber oí que facía
notos los casos que no son venidos:
los astros juzgaba, e aquestos movidos [5]
por disposición del cielo fallaba
los casos que el tiempo futuro ocultaba
bien fuesen antes por este entendidos.

Codicia del sabio movió mi afición,
mi pluma é mi lengua con grande homildad [10]
postrada la alteza de mi magestad,
ca tanto poder tiene una pasión.
Con ruegos le fiz la mi petición,
e se la mandé con mis mensageros,
averes fasciendas e muchos dineros [15]
allí le ofrecí con santa intención.

Repúsome el sabio con gran cortesía:
Maguer vos, señor, seáis un gran rey,
Non paro yo mientes en aquesta ley
de oro nin plata nin su gran valía. [20]
Serviros, señor, en gracia ternía,
ca non busco aquello que a mí me sobró,
e vuestros haberes vos fagan la pro
que vuestro siervo mais vos querría.

De las mis naves mandé la mejor, [25]
e llegada al puerto de Alexandría,
el físico astrólogo en ella salía,
e a mí fue llegado cortés con amor:
E habiendo sabido su grande primor
en los movimientos que face la esfera, [30]
siempre le tuve en grande manera,
ca siempre a los sabios se debe el honor.


Todavía son mejores en estilo, número, y elegancia las dos coplas con que empezaba el Libro de las Querellas.

A ti Diego Pérez Sarmiento, leal
cormano e amigo e firme vasallo,
Lo que a mios homes por cuita les callo
entiendo decir plañendo mi mal:
a ti que quitaste la tierra e cabdal [5]
por las mías faciendas en Roma e allende,
mi péndola vuela, escúchala dende,
ca grita doliente con fabla mortal.
¡Cómo yace solo el rey de Castilla
emperador de Alemana que foe, [10]
aquel que los reyes besaban el pie,
e reynas pedían limosna e mancilla!
El que de hueste mantuvo en Sevilla
diez de mil de a caballo e tres dobles peones,
el que acatado en lejanas naciones [15]
Foe por sus tablas, e por su cochilla.


Parece que hay la diferencia de un siglo entre versos y versos, entre lengua y lengua, y lo más raro es que para encontrar coplas de arte mayor que tengan igual mérito así en la dicción como en la cadencia, es preciso saltar casi otros dos siglos, y buscarlas en Juan de Mena 1 .

Si el movimiento que dio este gran rey a las letras hubiera sido auxiliado por sus sucesores, la ilustración española contando dos siglos de antelación, contaría también más grados de perfección y más riquezas. No lo consintió la naturaleza feroz de aquellos tiempos crueles. Empezó a arder la llama de la guerra civil en los últimos años de Alfonso con la desobediencia y alzamiento de su hijo, y siguió casi sin interrupción por un siglo entero, hasta que llegó al último grado de atrocidad y de horrores en el reinado borrascoso y terrible de Pedro. Los hombres de Castilla en esta miserable época parece que no tenían espíritu sino para aborrecer, ni brazos sino para destruir: ¿cómo era posible que en medio de la agitación de aquellas turbulencias pudiese lucir tranquilamente la antorcha del ingenio, ni oírse los cantos de las Musas? Así es que solo se cuenta en ella un cortísimo número de poetas; Juan Ruiz Arcipreste de Hita, el infante don Juan Manuel, autor de el Conde Lucanor, el judío don Santo, y Ayala el cronista. Los versos de estos escritores unos se han perdido, otros existen todavía inéditos, habiendo salido solamente a la luz pública los del Arcipreste, que por fortuna son tal vez los más dignos de conocerse.

El argumento de sus poesías es la historia de sus amores, interpolada con apólogos, alegorías, cuentos, sátiras, refranes, y aun devociones. Vencía este autor a todos los anteriores, y pocos le aventajaron después, en facultad de inventar, en vivacidad de fantasía y de ingenio, en abundancia de chistes y de sales; y si hubiera tenido cuenta con elegir o seguir metros más determinados y fijos, y su dicción fuera menos informe y pesada, esta obra sería uno de los monumentos más curiosos de la Edad Media. Pero la rudeza de las formas exteriores hace insufrible su lectura. Sean muestras de su versificación y estilo las coplas siguientes, en que el poeta pide a Venus que interponga su favor para con una dama a quien amaba, la cual era, según la pinta:

De talle muy apuesta, de gestos amorosa,
doneguil, muy lozana, plasentera et fermosa,
cortes et mesurada, falaguera, donosa,
graciosa e risueña, amor de toda cosa […]

Señora doña Venus, muger de don Amor, [5]
noble dueña, omíllome yo, vuestro servidor,
de todas cosas sodes vos el amor señor:
todos vos obedescen como a su facedor.

Reyes, duques et condes e toda criatura
vos temen e vos sirven como a vuestra fechura: [10]
complid los mios deseos, et dadme dicha e ventura;
non me seades escasa, nin esquiva nin dura […]

So ferido e llagado, de un dardo so perdido,
en el corazón lo trayo ençerrado e ascondido;
non oso mostrar la laga, matarme a si la olvido, [15]
e aun desir non oso el nombre de quien me ha ferido.

El color he perdido, mis sesos desfallescen,
la fuerza non la tengo, mis ojos non parescen;
si vos non me valedes, mis miembros desfallecen.


Venus entre otros consejos le dice:

Toda muger que mucho otea, o es risueña,
dil' sin miedo tus coitas non te embargue vergüeña;
apenas que de mil una te lo desprecie […]

Si la primera onda de la mar ayrada
espantase al marinero quando viene torbada, [5]
nunca en la mar entrarié con su nave ferrada:
non te espante la dueña la primera vegada.

Con arte se quebrantan los corazones duros,
tomanse las cibdades, derribanse los muros,
caen las torres altas, alzanse pesos duros, [10]
por arte juran muchos, por arte son perjuros.

Por arte los pescados se toman so las ondas, &c.


Podríanse citar otros trozos mucho más picantes, entre ellos la descripción del poder del dinero, que tiene una mordacidad y una libertad, de que difícilmente se hallarán ejemplos en otros escritores de dentro y fuera de España en aquel tiempo, aunque entrase en la comparación el independiente Dante; o la chistosa apología y alabanza de las mujeres chicas, que empieza:

Quiero vos abreviar la predicación;
que siempre me pagué de pequeño sermón
e de dueña pequeña, et de breve rasón,
ca de poco et bien dicho se afinca el corazón, &c.


pero bastan a mi propósito los ejemplos citados. Alguna vez el poeta, cansado acaso de la monotonía y pesadez, varía del metro que generalmente usa e introduce otra combinación de rimas en cantigas que mezcla con su narración; como por ejemplo la siguiente:

Cerca la tablada
la tierra pasada,
fallem con aldara
a la madrugada.

Encima del puerto, [5]
Coidé ser muerto
de nieve e de frío,
e de ese rocío
e de grand helada.

A la decida [10]
di una corrida,
fallé una serrana,
fermosa, lozana
e bien colorada.

Dixe yo a ella, [15]
Homíllome, bella, &c.


Don Tomás Antonio Sánchez ha publicado las obras de casi todos los autores mencionados, con ilustraciones excelentes así para dar noticia de ellos, como para la inteligencia del texto, que la ancianidad y rudeza del lenguaje, y los vicios de los códices han obscurecido a porfía. Allí están como en una armería estas venerables antiguallas: objetos preciosos de curiosidad para el erudito, de investigaciones para el gramático, de observación para el filósofo y el historiador, pero que el poeta sin gastar tiempo en estudiarlos, saluda con respeto, como a la cuna de su lengua y de su arte.





1. Algunos eruditos dudan de que estas dos obras pertenezcan al tiempo y autor a que se atribuyen; y el adelantamiento que presentan la versificación y el lenguaje forma una presunción muy fuerte a favor de esta opinión.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera