Información sobre el texto

Título del texto editado:
«Introducción. Artículo segundo. De nuestra poesía hasta el tiempo de Garcilaso.»
Autor del texto editado:
Quintana, Manuel José, 1772-1857
Título de la obra:
Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días. Tomo I.
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Gómez Fuentenebro y Compañía, 1807


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ARTÍCULO II

De nuestra Poesía hasta el tiempo de Garcilaso.


Uno y otro [el lenguaje y el arte] se presentan ya más formados y vigorosos en los versos escritos por los poetas del siglo XV; y no es de extrañar este progreso, si se atiende a la muchedumbre de circunstancias que entonces concurrieron para favorecer a la poesía. Los juegos florales establecidos en Tolosa a mediados del siglo anterior y traídos por los reyes de Aragón a sus estados en fines del mismo, el concurso de ingenios que contendían por ganar los premios señalados en estas solemnidades, las ceremonias observadas en ellas, la consistencia y consideración dada al arte de trovar, la afición de los príncipes, los libros antiguos más generalmente conocidos, las luces que ya brotaban por todas partes y deshacían la caliginosa niebla de tantos siglos bárbaros, la imitación de la Italia que más feliz y más pronta se había ilustrado primero; todo contribuyó poderosamente a la acogida que logró esta arte, la primera que se cultiva cuando los pueblos se acercan a su civilización. Así al echar la vista a los antiguos cancioneros, donde están recogidas las poesías de esta época, lo primero que se admira es la muchedumbre de autores, y lo segundo su calidad. Juan el II, que se complacía mucho en oír los decires rimados, y a veces también rimaba, introdujo este gusto en su corte, y casi todos los grandes a imitación suya, o le protegían, o le cultivaban. Coplas hacía el condestable don Álvaro, coplas el duque de Arjona, coplas el célebre d. Enrique de Villena, coplas el marqués de Santillana, coplas, en fin, otros ciento tanto o más ilustres que ellos.

La forma que se había dado a la versificación era mucho menos imperfecta que la da los siglos anteriores. Prevalecían las coplas de arte mayor y los versos octosílabos sobre la pesadez fastidiosa del alejandrino: las rimas cruzadas herían más agradablemente el oído y no le aturdían con las groseras martilladas del sonsonete cuadruplicado, y el periodo poético más despejado y rotundo venía de cuando en cuando al espíritu con las pretensiones de la gracia y la elegancia. Suavizóse un poco el austero semblante que el arte tenía, y dejando los largos poemas, las leyendas de devoción y la serie pesada y fastidiosa de preceptos áridos y secas sentencias, se dedicó a argumentos más proporcionados a sus fuerzas, y la pintura del amor, y el tono de la elegía eran lo que más comúnmente se sentía en sus acentos. En fin, la lectura de los escritores latinos, más generalizada ya, les enseñaba unas veces el modo de imitar, otras les proporcionaba alusiones, símiles y exornaciones con que engalanar sus versos.

Entre el crecido número de poetas que entonces florecieron, el que más descuella sobre todos por el talento, saber y dignidad de sus escritos es Juan de Mena. Este elevó en su Laberinto el monumento más interesante de nuestra poesía en aquel siglo, y con él dejó muy lejos de sí a los otros escritores. El poeta en esta obra se supone con el intento de cantar las vicisitudes de la Fortuna, y al tiempo que teme las dificultades de la empresa se le aparece la Providencia, que le introduce en el palacio de aquella divinidad y le sirve de guía y de maestra. Allí primeramente ve la Tierra, cuya descripción geográfica hace, y después se descubren las tres grandes ruedas de la Fortuna, donde voltean los tiempos pasados, presentes y venideros. Cada rueda se compone de siete círculos, emblemas alegóricos del influjo que los siete planetas tienen en la suerte de los hombres por las inclinaciones que les dan, y en cada uno hay gentes innumerables que tuvieron la disposición del planeta a quien el círculo pertenece: los castos a la Luna, los guerreros a Marte, los sabios a Febo, y así de los demás. La rueda del tiempo presente está en movimiento; las otras, dos paradas; y a la de lo futuro cubre un velo de tal modo, que, aunque aparecen formas e imágenes de hombres, no deja distinguirlos bien. Concebida la obra bajo este plan, se divide naturalmente en siete órdenes, y el poeta describiendo lo que ve o, conversando con la Providencia, pinta todos los personajes importantes de que tiene noticia; cuenta los hechos célebres, asigna sus causas, manifiesta cuanto sabe en historia mitología, y filosofía natural, moral y política, y deduce de cuando en cuando preceptos y máximas excelentes para la conducta de la vida y gobierno de los pueblos. Así, el Laberinto, lejos de ser una colección de coplas frívolas o insignificantes, donde a lo más que hay que atender es al artificio del estilo y de los versos; debe ser mirado como la producción de un hombre docto en toda la extensión que aquel tiempo permitía, y como el depósito de todo lo que se sabía entonces.

Si la invención de este cuadro, que sin duda tiene grandiosidad y filosofía, perteneciese exclusivamente a nuestro poeta, su mérito seria infinitamente mayor, y no se le pudiera negar el don del genio en una parte tan principal. Pero siendo ya conocidas entre nosotros las terribles visiones de Dante y los triunfos de Petrarca, el esfuerzo de espíritu necesario para crear el plan y argumento del Laberinto aparece mucho menor, no habiendo hecho Mena más que imitar a estos escritores, variando el sitio de la escena en que coloca su mundo alegórico. Los pensamientos son nobles y grandes, las miras justas y honestas. Se le ve tomar fuerzas de su asunto, y apostrofar aquí al monarca castellano, advirtiéndole que sus leyes no sean telas de araña y que deben contener igualmente a los grandes que a los pequeños; en otra parte pedirle que reprima el horror que iba introduciéndose en los lares domésticos de envenenarse los esposos; ya indignarse de la barbarie con que se habían quemado los libros de Don Enrique de Villena 1 , ya mostrar los estragos y desordenes de Castilla, como castigo del reposo en que los grandes dejaban a los infieles, por atender solamente a su ambición y a su codicia.

Los pedazos que van al frente de esta colección manifestarán el carácter de su fantasía, de su versificación, de su estilo y su lenguaje. Él se expresa generalmente con más fuerza y energía que gracia y delicadeza: su marcha es desigual; sus versos a veces valientes y numerosos decaen otras por falta de cadencia y de medida; su estilo animado, vivo y natural en partes, de cuando en cuando toca en hinchado o en trivial… en fin, la lengua en sus manos es una esclava que tiene que obedecerle y seguir de grado o fuerza el impulso que la da el poeta. Ninguno ha manifestado en esta parte mayor osadía ni pretensiones más altas: él suprime sílabas, modifica la frase a su arbitrio; alarga o acorta las palabras, y cuando en su lengua no halla las voces o los modos de decir que necesita, acude a buscarlos en el latín, en el francés, en el italiano, en donde puede. Aun no acabado de formar el idioma, prestaba ocasión y oportunidad para estas licencias, que se hubieran convertido en privilegios de la lengua poética, si hubieran sido mayores los talentos de aquel escritor y más permanente su crédito. Los poetas de la edad siguiente, puliendo la rudeza de la dicción, haciendo una innovación en los metros y en los asuntos de sus composiciones, no conservaron la noble libertad y las adquisiciones que en favor de la lengua habían hecho sus antecesores. Si en esto los hubieran seguido, el lenguaje castellano, y sobre todo el lenguaje poético, tan numeroso, tan vario, tan majestuoso y elegante, no envidiaría flexibilidad y riqueza a otro ninguno.

El Laberinto ha tenido la suerte de todas las obras que, saliendo de la esfera común, forman época en un arte. Se ha impreso y reimpreso diferentes veces, muchos le han imitado, y algunos críticos respetables le comentaron, entre ellos el Brocense. Así ha pasado hasta nosotros, si no leído en su totalidad con placer por la rudeza del lenguaje y monotonía de la versificación, por lo menos registrado con gusto, citado con oportunidad, y mentado siempre con estimación. Mayor respeto se hubiera conciliado, si el autor al tiempo de imponerse la obligación de escribir de las cosas del tiempo, se hubiera alejado del centro de los disturbios y maquinaciones que entonces había en Castilla. Este era el medio de verlas mejor, y de juzgarlas con independencia. Tomó Juan de Mena sobre sí una obligación que un cortesano no podía satisfacer, y su vigoroso espíritu no empleando más que la mitad de su fuerza por obsequio a las circunstancias, se quedó lejos de la dignidad y altura a que con más osadía pudo fácilmente elevarse.

Los otros poetas más distinguidos de este siglo fueron el marqués de Santillana, uno de los caballeros más generosos y valientes que hubo en él, hombre docto, y poeta fácil y dulce en los amores, cuerdo y grave en las sentencias ; Jorge Manrique que floreció después, y que en sus Coplas a la muerte de su padre dejó el trozo de poesía más regular y puramente escrito de aquel tiempo; Garci Sánchez de Badajoz, que escribió coplas con mucho calor y agudeza; en fin, Macías anterior a todos, autor de solas cuatro canciones, pero que no será olvidado jamás por sus amores y muerte deplorable 2 .

Se engañaría cualquiera que buscase en los cancioneros antiguos una poesía constantemente animada, interesante y agradable. Después de haber visto tal cual composición, en que la indulgencia con que se lee suple a las veces por el mérito que en gran parte le falta, el libro se cae de las manos y no se vuelve a coger con facilidad. Es cierto que frecuentemente se encuentra un pensamiento ingenioso, una imagen oportuna, y una copla bien construida, pero allí mismo se tropieza al instante con puerilidades, bajezas, trivialidades, versos informes, rimas indeterminadas. Se ve luchar al escritor con la rudeza de la lengua, con la pesadez de la versificación, y a pesar de los esfuerzos que hace, vencido de la dificultad, no atinar ni con la verdadera expresión ni con la bella armonía. Conocían y manejaban a Virgilio, Horacio, Ovidio, Lucano y demás poetas antiguos, pero si a veces se servían de ellos con oportunidad, más frecuentemente sacaban de estas fuentes incoherentes alusiones y una erudición que degenera en impertinente y pueril pedantería 3 . No acertaban a imitar de ellos la sencillez de sus planes, y el admirable artificio con que en sus composiciones sabían desenvolver y vigorizar un pensamiento, y sostener y graduar el efecto desde el principio hasta el fin. Por último, los versos aunque más tolerables que los del tiempo antiguo, tenían el gran inconveniente de la monotonía y de no poderse acomodar a la variedad, elevación y grandeza que deben tener los periodos poéticos según las imágenes, afectos y pensamientos que encierran.





1. Otra y aun otra vegada yo lloro / porque Castilla perdió tal tesoro / no conocido delante la gente. / Perdió los tus libros sin ser conocidos, / y como en exequias te fueron ya luego / unos metidos al ávido fuego / y otros sin orden no bien repartidos: / cierto en Atenas los libros fingidos / que de Protágoras se reprobaron, / con ceremonia mayor se quemaron / cuando al senado le fueron leídos.
2. Macías era gentilhombre del maestre don Enrique de Villena. Entre las damas que servían a este señor, había una de quien se prendó el poeta y de cuyo amor no pudieron arrancarle ni el verla casada con otro, ni las reprensiones del maestre, ni en fin la prisión en que este le mandó custodiar. El esposo lleno de celos se concertó con el alcaide de la torre en que estaba su rival, y halló modo de arrojarle por una ventana la lanza que llevaba y atravesarle con ella. Cantaba entonces Macías una de las canciones que había hecho a su dama, y así espiró con el nombre de ella y del amor en los labios. Las dos calidades de trovador y de amante unidas en él le hicieron un objeto solemne y casi religioso entre los poetas del tiempo. Los más de ellos le celebraron y su nombre, a que se unió el dictado de enamorado, quedó como proverbial para designar la fineza de los amantes. No disgustará a los lectores ver aquí las coplas que Mena le destino en el Laberinto. Tanto anduvimos el cerco mirando / a que nos hallamos con nuestro Macías, / y vimos que estaba llorando los días / en que de su vida tomó fin amando: / llegué más acerca turbado yo cuando / vi ser un tal hombre de nuestra nación, / y vi que decía tal triste canción, / en elegíaco verso cantando. / Amores me dieron corona de amores / para que mi nombre por más bocas ande, / entonces no era mi mal menos grande / cuando me daban placer sus dolores: / vencen el seso sus dulces errores, / mas no duran siempre según luego aplacen, / y pues me hicieron del mal que vos hacen / sabed al amor desamar amadores. / Huid un peligro tan apasionado, / sabed ser alegres, dejad de ser tristes, / sabed deservir a quien tanto servistes, / a otro que a amores dad vuestro cuidado: / los cuales si fuesen por un igual grado / sus pocos placeres según su dolor, / no se quejaría ningún amador / ni desesperara ningún desamado. / Bien como cuando algún malhechor / al tiempo que hacen de otro justicia, / temor de la pena le pone cobdicia / de allí en adelante vivir ya mejor, / mas desque pasado por aquel temor / vuelve a sus vicios como de primero; / así me volvieron a do desespero / amores, que quieren que muera amador.
3. Esta canción de Santillana, no desprovista enteramente ni de afecto ni de gracia, puede ser ejemplo de cómo estos escritores se aprovechaban de la instrucción. Antes el rodante cielo / tornará manso e quieto, / e será piadosa Alero, / e pavoroso Metelo / que yo jamás olvidase / tu virtud, / vida mía, y mi salud, / nin te dexase. / El César afortunado / cesará de combatir, / e hicieran desdecir / al Priámides armado; / antes que yo te dexara, / ídola mía, / ni la tu folosomía / olvidara. / Sinón se tornará mudo / e Tarsides virtuoso, / Sandanápalo animoso, / torpe Salomón e rudo; / en aquel tiempo que yo, / gentil criatura, / olvidase tu figura / cuyo so. / Ethiopía tornará / úmeda, fría e nevosa, / ardiente Scitia e fogosa, / e Scila reposará; / antes que el ánimo mío, / se partiese / del tu mando e señorío, / nin pudiese. / Las fieras tigres harán / antes paz con todo armento, / habrán las arenas cuento, / los mares se agotarán; / que me haga la fortuna / si non tuyo, / nin me pueda llamar suya / otra alguna. / Ca tú eres caramida, / e yo so fierro, señora, / e me tiras toda hora / con voluntad non fingida. / Pero non es maravilla, / ca tú eres / espejo de las mujeres / de Castilla.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera