Información sobre el texto

Título del texto editado:
«Introducción. Artículo tercero. Desde Garcilaso hasta los Argensolas.»
Autor del texto editado:
Quintana, Manuel José, 1772-1857
Título de la obra:
Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días. Tomo I.
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Gómez Fuentenebro y Compañía, 1807


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ARTÍCULO III.

Desde Garcilaso hasta los Argensolas.


Se atribuye generalmente a Juan Boscán la introducción en nuestra poesía de los endecasílabos y artificio de la versificación italiana. Andrés Navagero, embajador de Venecia en España, aconsejó a Boscán esta novedad que, empezada por él y seguida de Garcilaso, Mendoza, Acuña, Cetina y otros buenos ingenios, hizo enteramente mudar de semblante al arte. No porque ya no se conociesen antes de él los endecasílabos en Castilla. Hay algunos en el Conde Lucanor, escrito en el siglo XIV, y el marqués de Santillana en el XV compuso muchos sonetos al modo que los italianos. Pero estos ensayos no habían tenido consecuencia; y solo al tiempo de Boscán fue cuando se dedicaron generalmente a esta clase de versificación. Y si bien yo creo que más influjo tuvo en esto la relación íntima que ya por aquel tiempo había entre las dos naciones que la autoridad de un poeta mediano como Boscán, todavía sin embargo es muy glorioso para él haber sido autor de tan feliz revolución, y contribuir con su ejemplo y sus esfuerzos a establecerla.

Pero los que se hallaban bien con la versificación antigua levantaron al instante el grito contra la innovación, y trataron a sus fautores como reos de lesa poesía y alevosos a la patria. Al frente de ellos Cristóbal de Castillejo en las sátiras que escribía contra los petrarquistas (que así los llamaban) comparaba esta novedad a las que Lutero introducía entonces en la fe y, haciendo comparecer en el otro mundo a Boscán y Garcilaso ante el tribunal de Juan de Mena, Jorge Manrique y otros trovadores del tiempo anterior, ponía en su boca el juicio y condenación de las nuevas rimas. A este fin supone que Boscán dice un soneto y Garcilaso una octava delante de sus jueces, y luego añade:

Juan de Mena como oyó
la nueva trova pulida,
contentamiento mostró,
caso que se sonrió
como de cosa sabida [5]
y dijo: «Según la prueba,
once sílabas por pie,
no halló causa porque
se tenga por cosa nueva,
pues yo también las usé». [10]

Don Jorge dijo: «No veo
necesidad ni razón
de vestir nuestro deseo
de coplas, que por rodeo
van diciendo su intención. [15]
Nuestra lengua es muy devota
de la clara brevedad,
y esta trova a la verdad,
por el contrario denota
oscura prolijidad» […] [20]

Cartagena dijo luego,
como práctico en amores,
«Con la fuerza de este fuego
no nos ganarán el juego
estos nuevos trovadores. [25]
Muy melancólicas son
estas trovas a mi ver,
enfadosas de leer,
tardías de relación,
y enemigas de placer». [30]


Si Juan de Mena y Manrique hubieran podido manifestar entonces algún sentimiento, fuera el de no hallar establecida ya la versificación nueva cuando escribieron. El genio fogoso y atrevido del uno, el grave y sesudo del otro, habrían hallado para la expresión de sus pensamientos y pinturas un instrumento a propósito en el endecasílabo. Hubieran conocido al instante que las coplas de arte mayor reducidas a sus elementos eran una combinación continua y cansada de versos de seis sílabas, que los octosílabos aconsonantados servían más para el epigrama y el madrigal que para la grande poesía y que las coplas de pie quebrado, esencialmente opuestas a toda armonía y a todo placer, no debían sostenerse. Esto no lo podía conocer Castillejo, escribía, sí, la lengua castellana con propiedad, facilidad y pureza, pero el numen, la invención, las imágenes altas y animadas, la fuerza del pensamiento, el calor de los afectos, la variedad, la armonía: todas estas dotes sin las cuales, o a lo menos sin muchas de ellas, nadie es considerado poeta, todas le faltaban. Así no es de extrañar que encastillado en sus coplas, suficientes para la expresión de los pensamientos agudos e ingeniosos en que abundaba, desconociese la necesidad que tenía nuestra poesía de la versificación nueva para salir de su infancia. Esta tenía más libertad y soltura, daba oportunidad para variar las pausas y las cesuras, y presentaba a la infinita variedad de formas que tiene la imitación, la muchedumbre de combinaciones que puede recibir la colocación de los versos largos y cortos. Tales ventajas se lograban con el nuevo sistema, y todas fueron reconocidas por los nuevos ingenios que las adoptaron; pero para ello era preciso tener la calidad de poeta y Castillejo, rigorosamente hablando, no la tenía.

Esta circunstancia era para la disputa mucho más necesaria de lo que parece, pues aunque no hubiese la grande diferencia que existía entre unos y otros metros, siempre llevaría la palma aquel partido que pusiese en su favor mejores versos y composiciones más agradables. En tal posición el solo talento de Garcilaso debía anonadar, como lo hizo, y convertir en polvo a todos los copleros. ¡Cosa verdaderamente extraña, por no decir admirable!, un joven que muere a la edad de treinta y tres años, entregado a la carrera de las armas, sin estudios conocidos, con solo su particular talento auxiliado de su aplicación y buen gusto, saca de repente a nuestra poesía de su infancia, la encamina felizmente por las huellas de los antiguos y de los más célebres modernos que entonces se conocían y, rivalizando a veces con ellos, la engalana con arreos y sentimientos propios, y la hace hablar un lenguaje puro, armonioso, dulce y elegante. Su genio, más delicado y tierno que fuerte y elevado, se inclinó de preferencia a las imágenes dulces del campo y a los sentimientos propios de la égloga y la elegía. Tenía una fantasía viva y amena, un modo de pensar decoroso y noble, una sensibilidad exquisita; y este feliz natural, ayudado del estudio de los antiguos, y de la comunicación con los italianos, produjo aquellas composiciones, que aunque tan pocas, se conciliaron al instante una estimación y un respeto, que los tiempos siguientes no han cesado de confirmar.

Desearan algunos que se hubiese abandonado más a sus propias ideas y sentimientos; que estudiando igualmente a los antiguos no se dejase llevar tanto del gusto de traducirlos, y que no abandonase las imágenes y afectos que su excelente talento le sugería por las imágenes y afectos ajenos; que ya que en la mayor parte es un modelo de cultura y de elegancia, hubiera hecho desaparecer algunos rastros que tiene de la rudeza y desaliño antiguo; por último, quisieran que la disposición de sus églogas tuviese más unidad, y hubiese más conexión entre las personas y objetos que intervienen en ellas. Pero estos defectos no pueden contrapesar las muchas bellezas que aquellas poesías contienen; y es privilegio concedido a todos los que abren una nueva carrera el poder errar sin que su gloria padezca. Garcilaso es el primero que dio a nuestra poesía alas, gentileza y gracia, y para esto se necesitaban más talento y más fuerza, sin comparación alguna, que para evitar las faltas en que la necesidad, su juventud, y la flaqueza indispensable en la naturaleza humana le hicieron caer.

A las prendas sobresalientes que tiene como poeta se añade la de ser el escritor castellano, que manejó en aquel tiempo la lengua con más propiedad y acierto. Muchas voces y frases de sus contemporáneos, muchas de otros autores posteriores, han envejecido ya y desaparecido; el lenguaje de Garcilaso al contrario, si se exceptúan algunos italianismos que su continuo trato con aquella nación le hizo contraer, está vivo y floreciente aún, y apenas hay modo de decir suyo que no se pueda usar oportuna mente hoy día.

Tantas especies de mérito reunidas en un hombre solo excitaron la admiración de su siglo, que le dio al instante el título de príncipe de los poetas castellanos: los extranjeros le llaman el Petrarca español, tres escritores célebres le han ilustrado y comentado, infinitas veces se ha impreso y todos los partidos y sectas poéticas le han respetado. Sus bellos pasajes corren de boca en boca por todos los que gustan de pensamientos tiernos y de imágenes apacibles; y si no es el más grande poeta castellano, es el más clásico a lo menos, el que se ha conciliado más aplauso y más votos, aquel cuya reputación se ha mantenido más intacta y que probablemente no perecerá mientras haya lengua y poesía castellana.

El impulso dado por Garcilaso fue seguido de algunos buenos ingenios de su tiempo, que fueron d. Hernando de Acuña, Gutierre de Cetina, d. Luis de Haro, d. Diego de Mendoza y otros pocos, pero todos muy desiguales a él; y para encontrar un escritor en que el arte hiciese algún progreso es preciso buscarle en fr. Luis de León. Este hombre doctísimo, versado en toda clase de erudición, inteligente en las lenguas antiguas, enlazado con relaciones de amistad a todos los sabios de su tiempo, fue uno de los escritores a quienes la lengua castellana debió más por el nervio y propiedad con que la escribía; y el que dio a nuestra poesía un carácter no conocido hasta él. Las canciones y sonetos de Garcilaso estaban escritos en el tono elegíaco y sentimental de Petrarca, y sola su Flor de Gnido era la composición en que se acercó más al carácter de la poesía lírica antigua. Luis de León, lleno de Horacio a quien constantemente estudiaba, tomó de él la marcha, el entusiasmo y el fuego de la oda; y en una dicción natural y sin aparato supo manifestar elevación, fuerza y majestad. Su profesión y su genio le inclinaban más al género lírico moral que al heroico, sin embargo de que su Profecía del Tajo manifieste lo que hubiera podido hacer en este último; pero en aquel dejó unas cuantas odas excelentes, que se acercan mucho, si no igualan, a los modelos que se propuso imitar. Su principal mérito y su carácter en ellas es el de producir pensamientos majestuosos y fuertes, imágenes grandes, sentencias profundas, sin que le cuesten ningún esfuerzo, y con la mayor sencillez. La dicción y el estilo son animados, puros y abundantes como que salen de un manantial rico y limpio. No es tan feliz en la verificación: aunque dulce, fluido y gracioso en ella, carece de gravedad, y desmaya no pocas veces por falta de número y plenitud. A este defecto se añade otro, mayor todavía en mi dictamen, que es el de que nadie tiene menos poesía cuando el calor le abandona: lánguido entonces y prosaico ni toca, ni mueve, ni enajena; y solo le queda el mérito de su dicción y su estilo, que son sanos siempre y puros, aun cuando no tengan vida ni color.

A este mismo tiempo pertenecen en mi opinión las poesías de Francisco de la Torre, publicadas por Quevedo en 1631. Nadie dudó entonces que estas obras fuesen de un poeta anterior al editor; pero casi en nuestros días un hombre de mucho mérito (d. Luis Velázquez) las reimprimió con un discurso al frente en que aseguró eran una producción de Quevedo, el cual había querido publicar con nombre ajeno sus versos amatorios. La absoluta ignorancia en que se está de la calidad y circunstancias del tal Francisco de la Torre, el ejemplar de Lope de Vega que había publicado con el nombre de Burguillos poesías conocidamente suyas, la semejanza de estilo que creía ver Velázquez entre estos versos y los de Quevedo, con otras razones menos importantes fueron los fundamentos de esta opinión, que por entonces se siguió sin contradicción alguna.

Pero estas pruebas no pasan de meras conjeturas, que además de no afianzarse en hecho ninguno positivo, quedan desvanecidas al instante que se examinan la naturaleza y carácter de aquellas poesías. El que no sepa distinguir los versos de Quevedo de los de Garcilaso, u otro cualquiera poeta de la época anterior, ese solo podrá confundir con él a Francisco de la Torre. No son bastante prueba de semejanza unos cuantos versos rebuscados en las obras de uno y otro, sacados de su lugar, confundidos entre sí, y que ni aun de este modo tienen, si bien se miran, la semejanza de estilo que se supone. Para saber si las poesías de Francisco de la Torre pueden ser o no de Quevedo, es preciso después de leer las primeras, buscar en la Erato o Euterpe del segundo las poesías que allí se dan por pastoriles; entonces es cuando se palpa la enorme diferencia que hay entre uno y otro, ya se mire la dicción, ya el estilo, ya los versos, ya las imágenes, ya la composición, ya el todo. No es posible equivocarlos, como no es posible equivocar jamás a las mujeres que son bellas naturalmente con las que se martirizan para parecerlo 1 .

Con efecto estas poesías de Francisco de la Torre son de los frutos más exquisitos que dio entonces nuestro Parnaso. Todas pastoriles, sus imágenes, sus pensamientos y su estilo no desdicen nunca de este carácter, y guardan la propiedad más rigurosa con él. Sus dotes más eminentes son la sencillez de la expresión, la viveza y ternura de los afectos, la lozanía y amenidad risueña de la fantasía. Ningún poeta castellano ha sabido como él sacar de los objetos campestres tantos sentimientos tiernos y melancólicos: una tórtola, una cierva, un tronco derribado, una yedra caída le sorprenden, le conmueven y excitan su entusiasmo y su ternura. Las imitaciones de los antiguos en que estas poesías abundan están refundidas tan naturalmente en su carácter y estilo, que se identifican enteramente con él. Es lástima que a la pureza de su lenguaje no añadiese mayor cuidado en la elegancia, que a veces padece por expresiones y voces triviales y prosaicas. A veces también la locución se manifiesta oscura por dislocaciones u omisiones de expresión, acaso hijas del descuido y corrupción de los manuscritos. Por último, se echa de menos en sus églogas variedad, conocimiento del arte del diálogo, oposición y contraste entre las situaciones de los interlocutores, el poeta que pinta y siente con tanta delicadeza y fuego cuando habla por sí mismo, no acierta a hacer hablar a los otros, y se pierde en descripciones uniformes y prolijas, que al fin cansan y fastidian.

Hasta ahora la poesía conservaba las galas naturales y sencillas que había tomado de Garcilaso, y si bien Luis de León la dio alguna elevación y grandeza, se inclinaba más a los argumentos que piden un estilo medio, como son los que presenta la naturaleza campestre. Tenía ornamentos de gusto, pero sin ostentación ni riqueza, y su lenguaje era más puro y gracioso que majestuoso y brillante. Mantenedores de este carácter natural modesto y sencillo fueron Francisco de Figueroa, que en su égloga de Tirsi dio el primer ejemplo de buenos versos sueltos castellanos; Jorge de Montemayor, que con su Diana introdujo el gusto y la afición por las novelas pastorales; y Gil Polo uno de sus continuadores que, menos feliz que él en la invención, le aventajó mucho en los versos, y casi llegó a oscurecerle. Pero pasando de estos escritores a los andaluces 2 ya se ve al arte mudar de gusto, tomar un tono más elevado y vehemente, enriquecer y engalanar la dicción, y manifestar la intención de sorprender y arrebatar; en suma, aspirar al "mens divinior atque os magna sonaturum," por donde Horacio caracteriza la verdadera poesía.

Al frente de estos autores debe sin disputa nombrarse a Femando de Herrera, hombre a quien la elocución poética debe más que a ninguno. Su talento era igual a su estudio y, familiarizado con las lenguas latina, griega y hebrea, se dedicó, a imitación de los grandes escritores antiguos, a formar un lenguaje poético que compitiese en pompa y riqueza con el que ellos usaron en sus versos. Es verdad que ya no estaba él en la situación de Juan de Mena, y que no tenía facultades para suprimir sílabas, sincopar frases, mudar terminaciones. Esta parte física de la lengua estaba ya fijada por Garcilaso y sus imitadores, y no podía sufrir alteración. Pero la parte pintoresca podía recibir, y de hecho recibió de él grandes mejoras: valióse mucho de las palabras compuestas que ya había, introdujo otras nuevas, restableció muchos adjetivos olvidados a que dio nuevo vigor y frescura por la oportunidad con que los aplicó, y usó en fin de más frases y modos de decir separados de la lengua usual y común que ningún otro poeta. A este esmero añadió otro no menos esencial, que fue el cuidado de pintar al oído por medio de la armonía imitativa, haciendo que los sonidos tuviesen analogía con la imagen. Él los rompe o los suspende, los arrastra penosamente, o los precipita de golpe, ya los hace rozarse con aspereza, ya tocarse con blandura; en fin, unas veces corren fluidos y fáciles, otras penetran el oído con sosegada y apacible melodía. Estas dotes que tienen los versos de Herrera en el mecanismo de su lenguaje, los hacen distinguir de la prosa en tal manera que, descompuestos y rotos, perdida su medida y su cadencia, son los que más conservan el carácter pintoresco y divino que les dio el poeta.

Si de las formas exteriores se pasa a las dotes esenciales, puede decirse que nadie sobrepuja a Herrera en fuerza y osadía de imaginación, muy pocos en el calor y vivacidad de los afectos, y ninguno le iguala, si se exceptúa a Rioja, en dignidad y en decoro. La mayor, parte de sus poesías se reducen a elegías, canciones y sonetos en el gusto de Petrarca. Fue este poeta el primero que separándose del modo con que los antiguos habían pintado al amor, dio a esta pasión un tono más ideal y más sublime. El la acrisoló de la flaqueza de los sentidos, convirtiéndola en una especie de religión, y redujo su actividad a estar continuamente admirando y adorando las perfecciones de la cosa amada, a complacerse en sus penas y martirios, y a contar los sacrificios y privaciones por otros tantos placeres. Herrera, apasionado toda su vida por la condesa de Gelves, dio a su amor el heroísmo del amor platónico, y con los nombres de Luz, de Sol, de Estrella y de Eliodora, la consagró una pasión fogosa, tierna y constante, pero acompañada de tal respeto y tal decoro, que el pudor no podía alarmarse de ella, ni la virtud ofenderse. En todos los versos que dedicó a este objeto hay más adoraciones, más enajenación de sí mismo, que esperanzas y deseos. Tiene este gusto un inconveniente, que es dar en una metafísica nada inteligible, en un alambicamiento de penas, dolores y martirios muy distante de la verdad y de la naturaleza, y que por lo mismo ni interesa ni conmueve. A este mal, que de cuando en cuando se deja notar en Herrera, se añade que su dicción demasiado estudiada y esmerada peca casi siempre por afectación, y no pocas veces por obscuridad. El estilo y lenguaje del amor quieren ir más descargados y ligeros para ser graciosos y delicados. Así Herrera, que sin duda amaba con vehemencia y con ternura, parece al decir sus sentimientos más ocupado del modo de expresarlos, que del deseo de interesar con ellos, y a esto debe atribuirse que sea de nuestros poetas el que menos versos amorosos ha hecho propios para andar en boca de las gentes.

Pero en donde esta dicción rica y poética luce a la par que su imaginación ardiente y vigorosa, es en la oda elevada, donde Herrera, feliz imitador de la poesía griega, hebrea y latina, supo llenarse de su fuego, y rivalizar con ella. Este género en su origen estaba muy distante de las ideas ordinarias. El poeta poseído de una exaltación que no estaba en su mano ni moderar ni regir, cantaba sus versos junto a las aras de los templos, en los teatros públicos, al frente de los ejércitos, en las grandes solemnidades nacionales. El numen que le inspiraba le hacía volar entonces a otras regiones, y ver cosas escondidas al común de los hombres. Desde allí en un lenguaje de fuego y por todas sus circunstancias maravilloso, hacía descender la verdad de lo alto en grandes y fuertes lecciones para los pueblos; abría las puertas del destino, y anunciaba lo futuro; entonaba himnos de gratitud y de alabanza a los dioses y los héroes; o llenando de furor patriótico y guerrero a los escuadrones armados, los llamaba a los combates y a la victoria. En tal posición el poeta lírico no debía parecer un hombre como los demás: su agitación, su lenguaje, los números a que le reducía la música con que le cantaba, la audacia de sus figuras, la grandeza de sus pensamientos, todo debía contribuir a considerarle en aquellos momentos de entusiasmo como un ser sobrenatural, un intérprete de la divinidad, una sibila, un profeta.

Tal fue en la antigüedad el carácter de la oda, que después las naciones modernas han introducido con más o menos buen éxito en su poesía. Pero despojada del canto y alejada de las solemnidades y concurrencias numerosas, no ha sido más que un débil reflejo de la inspiración primera. Los grandes poetas modernos han creído que para restituirle el carácter exaltado y divino que tuvo en su origen, era preciso trasplantarla otra vez al país en que nació y llenarla de las ideas, imágenes, y aun frases antiguas. Fue Herrera el primero que la concibió así entre nosotros, y Horacio habría adoptado con gusto su canción a don Juan de Austria: el himno por la batalla de Lepanto respira en todas partes aquel fogoso entusiasmo y está adornado de las imágenes ricas y frases atrevidas que caracterizan la poesía hebraica; y la canción elegíaca al rey don Sebastián, animada del mismo espíritu que el himno, pero mucho más bella, está llena de la melancolía y agitación que debía producir en una imaginación viva aquella catástrofe miserable. Hasta en canciones poco interesantes por su asunto y su composición se hallan vuelos osados y dignos de Píndaro, sobresaliendo siempre aquel esmero en la dicción, aquella poesía de estilo, por la cual jamás podrán con fundirse tres versos suyos con los de otro ningún poeta. Servirán de muestra en esta parte los siguientes sacados de su canción a San Fernando, que no es de las mejores.

Cubrió el sagrado Betis de florida
púrpura, y blandas esmeraldas llena,
y tiernas perlas la ribera ondosa,
y al cielo alzó la barba revestida
de verde musgo, y removió en la arena [5]
el movible cristal de la sombrosa
gruta, y la faz honrosa
de juncos, cañas y coral ornada,
tendió los cuernos húmidos, creciendo
la abundosa corriente dilatada, [10]
su imperio en el océano extendiendo.


Al citar Lope de Vega estos versos como un modelo de locución poética, tan opuesta a las extravagancias del culteranismo, lleno de entusiasmo exclamaba: «Aquí no excede ninguna lengua a la nuestra, perdonen la griega y latina. Nunca se me aparta de los ojos Fernando de Herrera».

Sus paisanos le dieron el renombre de Divino, y de todos los poetas castellanos a quienes se dio este título, ninguno le mereció sino él. A pesar de esta gloria, y de las alabanzas de Lope, su estilo y sus principios tuvieron pocos imitadores entonces; y hasta el restablecimiento del buen gusto en nuestro tiempo no se ha conocido bien el mérito eminente de su poesía, y la necesidad de seguir sus huellas para elevar la lengua poética sobre la lengua vulgar. Imitóle Don Juan de Arguijo en sus sonetos, descargando un poco el estilo del excesivo ornato que tiene en Herrera, pero quien le mejoró infinitamente más fue Francisco de Rioja, sevillano también como los otros dos, y discípulo de la misma escuela, aunque floreció bastantes años después.

Igual en talento a Herrera y superior en gusto, Rioja hubiera fijado sin duda los verdaderos límites entre la lengua prosaica y la poética si hubiese escrito más, o se conservasen sus composiciones. ¿Cómo es posible que un hombre de tan grande ingenio y que vivió tantos años, no escribiese más que una canción, una epístola, trece silvas, y unos cuantos sonetos? Más fácil de creer es que sus escritos se perdiesen en las diferentes vicisitudes que tuvo su vida, o que yazcan olvidados entre los muchos monumentos literarios que entre nosotros luchan todavía con el polvo y los gusanos. Lo poco suyo que ha quedado es suficiente sin embargo a darnos idea de su carácter poético, sobresaliente entre los otros por la nobleza y severidad de la sentencia, por la novedad y elección de los asuntos, por la fuerza y vehemencia de su entusiasmo y su fantasía, y por la excelencia del estilo que es siempre culto sin afectación, elegante sin nimiedad, sin hinchazón grandioso, y adornado y rico sin ostentación ni aparato. Un mérito que le distingue particularmente es el acierto con que construye sus periodos, los cuales ni dan en secos por la brevedad, ni se arrastran penosamente por lo prolijos, defecto frecuente y grande en los más de nuestros poetas, cuyas cláusulas no bien distribuidas fatigan el aliento cuando se recitan. Bien sé que aun en estas pocas composiciones hay resabios del prosaísmo de los poetas del siglo XVI y del falso oropel de los del siguiente, pero además de que son rarísimos, debe tenerse presente que no limó él ni dispuso estos versos para publicarlos, disculpa bastante de mayores yerros. Por mucha importancia que se las quiera dar no podrán quitar la primacía que gozan entre nuestros tesoros poéticos las delicadas silvas a las flores, la magnífica «Canción a las ruinas de Itálica», y la casi perfecta «Epístola moral a Fabio».

Al último tercio del siglo XVI corresponden otros Poetas, célebres entonces, pero de mérito y orden muy inferior a los nombrados: Juan de la Cueva, que más propiamente pertenece a la historia de la comedia, entre cuyos primeros corruptores se le cuenta; Vicente Espinel, a quien la música debe la introducción de la cuerda quinta en la vihuela y la poesía la combinación de rimas en los versos octosílabos a que se dio entonces el nombre de espinela, después más conocida con el de décima; Luis Barahona de Soto, autor de Las lágrimas de Angélica, poema muy célebre entonces y de nadie leído ahora; Pablo de Céspedes, escultor, pintor y poeta, en cuyo poema didáctico sobre la pintura respira a veces el estilo vigoroso y pintoresco de Virgilio; Pedro de Padilla, que algunos aprecian mucho por la pureza de la dicción y fluidez de los versos, pero pobre de imaginación y de fuego; otros, en fin, menos señalados, que cultivaron el arte, y que si no consiguieron grande reputación en él, contribuyeron como los demás a dar a los versos y al estilo más facilidad, número y abundancia.





1. Estas indicaciones creo yo que basten para el intento. El que quiera todavía más pruebas puede comparar la oda de Torre que empieza «Sale de la sagrada̲» con las dos canciones de Quevedo «Pues quitas primavera al año el ceño», y «Dulce señora mía», puestas en la Euterpe, de donde Velázquez tomó los versos que cita mezclados en su discurso para probar su semejanza. Puede hacer más, y es buscar en la Melpómene la silva funeral de la Tórtola, y cotejarla con la bellísima canción de Torre, a la misma avecilla. ¡Qué ingeniosidad tan importuna; cuánta exageración, cuánta hipérbole, cuánta frialdad en la primera; cuánta melancolía, ternura y sentimiento en la segunda! Es imposible de toda posibilidad, que un mismo objeto pueda producir inspiración tan diversa en una misma fantasía. Se cita el ejemplo de Lope en las poesías de Burguillos, pero la semejanza real y efectiva que hay entre los versos y dicción de Lope y de Burguillos, sin embargo de la diversidad de asuntos y carácter, las insinuaciones del mismo Lope, la de Quevedo en su aprobación a aquellas poesías, la autoridad terminante de Montalbán y Antonio de León, amigos y contemporáneos de Lope que se las atribuyen, hacen tan evidente la identidad de Lope con Burguillos, como las razones antes alegadas la diversidad de Francisco de la Torre y de Quevedo.
2. Luis de León, aunque natural de Granada, se formó y vivió en Salamanca, y por consiguiente no contradice a esta observación general.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera