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Título del texto editado:
«Introducción. Artículo cuarto. De los Argensolas y otros poetas hasta Góngora»
Autor del texto editado:
Quintana, Manuel José, 1772-1857
Título de la obra:
Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días. Tomo I
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Gómez Fuentenebro y Compañía, 1807


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ARTÍCULO IV.

De los Argensolas y otros poetas hasta Góngora.


Ninguno de los autores de este tiempo igualó a los Argensolas en circunspección y en cordura, en facilidad de rimar y en corrección y propiedad de lenguaje. Son tan sobresalientes en esta última parte, que Lope de Vega decía de ellos que habían venido a Castilla desde Aragón a enseñar la lengua castellana. Su erudición, la severidad de su doctrina, sus conexiones, la grande protección que les dispensó el conde de Lemos, fueron las causas de aquella especie de magisterio que ejercieron sobre sus contemporáneos, y de aquella superioridad reconocida y confirmada por las alabanzas que de todas partes se les prodigaban. Dióseles el título de Horacios españoles y siempre se les reputó como poetas de primer orden, conservando una opinión casi tan intacta como la del mismo Garcilaso.

Sin intentar disminuir la justa estimación que se les debe, ni contender con sus muchos apasionados, yo diría que su fama me parece mucho mayor que su mérito y, que si la lengua les debe mucho por el esmero y la propiedad con que la escribían, la poesía no tanto, donde su reputación está al parecer más afianzada en los vicios que les faltan, que en las virtudes que poseen. En el género lírico son fáciles, cultos, ingeniosos; pero generalmente desnudos de entusiasmo, de grandiosidad, de fantasía. Tampoco en los amores tienen la gracia y la ternura que la poesía erótica pide, y si se exceptúa algún otro soneto de Lupercio, no puede citarse en esta parte composición ninguna de ellos que merezca llamar la atención y encomendarse a la memoria de los amantes. No hablaré de la Isabela y la Alejandra, porque todos convienen, hasta los menos doctos, que estas composiciones no tienen de tragedias más que el nombre y las muertes fríamente atroces con que se terminan. Su carácter sesudo, la índole de su espíritu más ingenioso y discreto que florido y expansivo, la sal y el gracejo que a veces sabían esparcir tenían más cabida en la poesía satírica y moral, donde realmente han sido más felices. Hay en ellos infinidad de rasgos, preciosos algunos por la profundidad y valentía, y muchos por aquella ingeniosidad de pensamiento, aquella facilidad y propiedad de expresión que los constituye proverbiales.

Y el vulgo dice bien que es desatino
el que tiene de vidrio su tejado
estar apedreando al del vecino.
……………………………………

La grave autoridad de la moneda [5]
del áspero desdén nunca ofendida,
porque jamás oyó respuesta aceda.

……………………………………
Los lechos conyugales y aun las cunas
mancilla vuestra industria o las abrasa. [10]

El agraz virginal de las alumnas
en las prensas arroja aun no maduro
sin aguardar tardanzas importunas.

Descoyunta el candado, humilla el muro,
en la familia toda infunde sueño. [15]
……………………………………

Así tal vez fiada en su hermosura
la adúltera gentil con los fingidos
celos de su consorte se asegura.

Ya se desmaya y turba los sentidos, [20]
dentro del pecho desleal suspira
los ojos a llorar apercibidos.

Culpa a los siervos con la limpia ira
de los celos legítimos bramando;
su noble esposo crédulo la mira [25]

enternecido y obligado, y dando
satisfacción inútil a su aleve,
la abraza y pide el corazón más blando.

Y con los labios abrasados bebe
di su Porcia las lágrimas atroces [30]
que de los ojos bien mandados llueve.

Cuyo llanto, oh marido, cuyas voces,
te dirá su escritorio, si son fieles,
si con curiosidad lo reconoces.

¡Oh santo Dios! ¡Qué trazas, qué papeles [35]
pérfidos has de hallar!
…………………………………….

Y si es de plata, o nïelado el jarro,
con el rostro de un sátiro en el pico;
¡aplacarte ha la sed más que el de barro! [40]

Pues la seguridad con que lo aplico
a la sedienta boca de agua lleno.
¿Darámela en palacio un vaso rico?

En el oro mezclaban el veneno
los tiranos de Grecia. [45]


Estos pasajes sacados de varias sátiras de Bartolomé, y otros muchos de mérito igual o superior que pudieran citarse, así de él como de Lupercio, prueban su feliz disposición para esta clase de poesía. Se los ha comparado a Horacio, y sin duda tienen con él más semejanza, sin embargo de la preferencia que Bartolomé daba a Juvenal 1 . ¡Pero a cuánta distancia no están de él! La vivacidad, la soltura, la variedad, la concisión, la mezcla exquisita y delicada de censura y de alabanza, el abandono amable, y la efusión amistosa que encantan y desesperan en su admirable modelo: todas les faltan y acusan la condescendencia excesiva o el defecto de gusto con que sus contemporáneos les dieron el título de Horacio. La facilidad de rimar les hacía encadenar tercetos sin fin en que, si no se encuentran ripios de palabras, hay muchos de pensamientos. Esto hace que sus sátiras y epístolas parezcan frecuentemente prolijas y aun a veces cansadas. Horacio hubiera aconsejado a Lupercio que abreviase la entrada de su «Sátira a la Marquesilla» y muchos de los cuentos que hay en ella; a Bartolomé, que suprimiese en la «Fábula del Águila y la Golondrina» la larga enumeración de las aves, inútil e importuna para un poeta, superficial y escasa para un naturalista; hubiera, en fin, advertido a uno y otro que los rasgos satíricos, semejantes a las flechas, deben llevar plumas y volar para herir con ímpetu y certeza. Es triste por otra parte ver que no salgan jamás de aquel tono desabrido y desengañado que una vez toman, sin que la indignación hacia el vicio los exalte, ni la amistad o admiración les arranque un sentimiento ni un aplauso. Elige uno amigos entre los autores que lee, como entre los hombres que trata; yo confieso que no lo soy de estos poetas que, a juzgar por sus versos, parece que nunca amaron ni estimaron a nadie.

Discípulo del menor Argensola fue Villegas, que si al talento natural hubiera hermanado alguna parte del juicio y sensatez de su maestro, nada dejara que desear en los géneros que cultivó. Él fue el primero que hizo conocer la anacreóntica entre nosotros y, a pesar de sus defectos, sus cantinelas y monostrofes se leen todavía con agrado, y quedan grabadas en la memoria de la juventud. La causa de esto es que en ellas hay vivacidad, ligereza, gracia, cadencia, que son las prendas características del género a que pertenecen, y halagan a un tiempo la imaginación y el oído. Sus versos grandes no han tenido la misma aceptación y es que la facilidad, el número y la erudición no compensan en ellos el desagrado que causan la afectación, la pedantería, la falta de calor y de entusiasmo, las trasposiciones violentas, las locuciones viciosas, en fin, los retruécanos, y antítesis pueriles de que abundan 2 .

Otra novedad intentó que pedía para arraigarse más fuerzas que las suyas. Probóse a componer sáficos, hexámetros y dísticos castellanos, y aunque las muestras que publicó no sean del todo infelices, especialmente en los sáficos por su analogía con nuestro endecasílabo, no ha tenido después quien le siga en esta empresa. Pide el hexámetro una prosodia más determinada y fija que la que tiene nuestra lengua para contentar el oído, y por lo mismo su imitación es tanto más difícil, por no decir imposible. Sin duda hubiera ganado el arte en el establecimiento de esta novedad, pero para ello se necesitaba que hubiese estado entonces en sus principios, que la lengua dócil y flexible se prestase a la voluntad del poeta y que este tuviese un genio colosal que subyugase a los otros y les hiciese una ley de versificar como él. Era mal tiempo de introducir otros ritmos aquel en que se conocían tan bellos versos endecasílabos de Garcilaso, León y Herrera, y la consistencia y fijación que tenían la lengua y la poesía no las permitían retroceder a su infancia, como era preciso para adestrarse en el manejo de la versificación latina.

La reputación de este poeta no correspondió entonces a las esperanzas orgullosas de que se alimentaba cuando publicó su libro. En él insultó a Cervantes, motejó a Góngora, se burló de Lope de Vega y, creyéndose un astro superior que iba a eclipsar a sus contemporáneos, se representó al frente de sus Eróticas como sol naciente que amortigua con sus rayos a las estrellas, llevando el arrogante lema: "Sicut sol matutinus: ¿Me surgente, quid istae?" Aun cuando hubiera reunido en sí los talentos de Horacio, Píndaro y Anacreonte en toda su extensión y pureza, de lo que estaba muy lejos, siempre era imperdonable esta jactancia, que ni aun puede disculparse con sus pocos años. El público es siempre mayor que cualquiera escritor por grande que sea y es preciso presentarse delante de él con modestia, a menos de querer pasar o por loco o por necio. Villegas pues irritó impertinentemente a sus iguales, no hizo sensación ninguna en el público, y se atrajo los sarcasmos groseros y mordaces de Góngora, y la reprensión justa y moderada de Lope 3 . Sepultado en olvido hasta la aparición del Parnaso español, en cuya colección tuvo gran lugar, fue reimpreso por aquel tiempo con un discurso al frente en que d. Vicente de los Ríos, hombre de una erudición vasta, y de un gusto exquisito, pero excesivamente condescendiente entonces, le atribuyó la palma de nuestra poesía lírica, que una crítica más severa y más justa no le ha conservado después.

Habían cultivado nuestros poetas hasta este tiempo casi todas las especies de versificación italiana. La octava numerosa y rotunda, el terceto exacto y laborioso, el artificioso soneto, la impertinente sextina, la canción en sus infinitas combinaciones, el verso suelto, aunque por lo común pésimamente manejado 4 , eran los instrumentos de sus composiciones todas, las cuales venían a ser reflejos más o menos luminosos de la poesía antigua y la toscana. Algunas coplas y trovas se hacían, bien que poquísimas, en que duraba el gusto anterior a Garcilaso, pero cuando el uso del asonante se generalizó en el último tercio del mismo siglo XVI, el gusto y afición a los romances se generalizó también y con ellos se continuó, y como que vino a perpetuarse la antigua poesía castellana 5 .

Desnudos verdaderamente del artificio y violencia a que precisaba la imitación en los otros géneros, cuidándose poco sus autores de que se pareciesen a odas de Horacio o a canciones de Petrarca, y componiéndose más bien por instinto que por arte, los romances no podían tener el aparato y la elevación de las odas de León, Herrera y Rioja. Pero ellos eran propiamente nuestra poesía lírica, en ellos empleaba la música sus acentos, ellos eran los que se oían por la noche en los estrados y en las calles al son del arpa o la vihuela, servían de vehículo y de incentivo a los amores, de flechas a la sátira y a la venganza, pintaban felizmente las costumbres moriscas y las pastoriles, y conservaban en la memoria del vulgo las proezas del Cid y otros campeones. En fin, más flexibles que los otros géneros se plegaban a toda clase de asuntos, se valían de un lenguaje rico y natural, se vestían de una media tinta amable y suave, y presentaban por todas partes aquella facilidad, aquella frescura propias solamente de un carácter original que procede sin violencia y sin estudio.

Hay en ellos más expresiones bellas y enérgicas, más rasgos delicados e ingeniosos que en todo lo demás de nuestra poesía. Los romances moriscos principalmente están escritos con un vigor y una lozanía de estilo que encantan. Aquellas costumbres en que se unían tan bellamente el esfuerzo y el amor, aquellos moros tan bizarros y tan tiernos, aquel país tan bello y delicioso, aquellos nombres tan sonorosos y tan dulces, todo contribuye a dar novedad y poesía a las composiciones en que se pintan. Los poetas después se cansaron de disfrazar las galanterías con el traje morisco y se acogieron al pastoril. Entonces a los desafíos, cabalgatas y divisas sucedieron los campos, los arroyos, las flores, las cifras en los árboles, y lo que con esta mudanza perdieron en vigor los romances, lo ganaron en amenidad y sencillez.

La invención en unos y en otros es bellísima y admira ver con cuán poco esfuerzo, y con qué brevedad describen el sitio, el personaje y los sentimientos que le agitan. Aquí es el alcaide de Molina que entra alarmando a los moros contra los cristianos que les talan los campos; allá es el malogrado Aliatar, que en medio de la pompa fúnebre que le trae entra sangriento y difunto por la misma puerta que el día anterior le vio salir lleno de lozanía; ya es una simplecilla que, habiendo perdido los zarzillos que le dio su amante, se aflige pensando en las reconvenciones que la esperan; o bien es un pastor, que solo y desdeñado, se ofende de ver que dos tórtolas, se besen en un álamo, y las espanta a pedradas.

Los defectos de estas composiciones nacen de la misma fuente que sus buenas prendas o, por mejor decir, son el exceso o el abuso de ellas mismas. Su facilidad y soltura se convierten muchas veces en abandono y desaliño, su ingeniosidad en afectación; los equívocos, los conceptos, las falsas flores, se introdujeron en ellos con tanta mayor libertad, cuanto más ayudaban tales juguetes a la galantería que las tenía por discreciones; y porque parecían más disimulables en unas obras que se hacían como jugando. No pueden determinarse fijamente los autores principales de esta poesía, pero la buena época de los romances es aquella en que Lope de Vega, Liaño y otros mil desconocidos aún no se habían acabado de corromper con el pésimo gusto que después lo ahogó todo, comprende la juventud de Góngora y de Quevedo, y termina en el príncipe de Esquilache, que fue el único que desde ellos acertó a dar a los romances el colorido, la gracia y ligereza que antes tuvieron. Pero este gusto, si por una parte contribuyó a popularizar la poesía, a darla mayor amenidad y soltura, y a sacarla de los límites de la imitación a que los anteriores poetas la habían reducido, influyó también para descorregirla y desaliñarla, convidando a este abandono la misma facilidad de su composición. Así es que los poetas que florecieron a fines del siglo XVI y principios del siguiente, más numerosos, más fáciles, más amenos y, sobre todo, más originales que los anteriores, serán al mismo tiempo más descuidados y tendrán menos artificio, menos esmero, y menos poma y corrección en su dicción y en su estilo.

Vivían en este tiempo los tres poetas que más amenidad, más abundancia y facilidad han poseído. El primero es Balbuena, nacido en la Mancha, educado en México, y autor del Siglo de oro, y del Bernardo. Nadie desde Garcilaso ha dominado como él la lengua, la versificación y la rima, y nadie al mismo tiempo es más desaliñado y desigual. Su poema, semejante al nuevo mundo donde el autor vivía, es un país inmenso y dilatado, tan feraz como inculto, donde las espinas se hallan confundidas con las flores, los tesoros con la escasez, los páramos y pantanos con los montes y selvas más sublimes y frondosas. Si a veces sorprende por la soltura del verso, por la novedad y viveza de la expresión, por el gran talento de describir en que no conoce igual, y aun tal vez por la osadía y profundidad de la sentencia, más frecuentemente ofende por su prodigalidad importuna y por su inconcebible descuido. El mayor defecto del Bernardo es su extensión excesiva, siendo moralmente imposible dar a una obra de cinco mil octavas la igualdad y elegancia continuada que son precisas para agradar. Las églogas del Siglo de oro no tienen los defectos de composición que el poema, y gozan en la estimación pública el lugar más próximo a las de Garcilaso. Sin duda le merecen, atendida la propiedad del estilo, la facilidad de los versos, la oportunidad y frescura de las imágenes, y la sencillez de la invención. Si sus pastores no fueran a veces tan rudos, si hubiera tenido un cuidado más constante con la elegancia en la dicción y con la belleza en los incidentes, si pusiera en fin más variedad en la versificación, reducida casi enteramente a tercetos, no dudo que el buen gusto le concediera en esta parte una absoluta primacía.

El segundo de estos poetas es Jáuregui, célebre por su traducción del Aminta, poeta florido, versificador elegante y numeroso. Este escritor es el que con más facilidad y cultura ha expresado sus pensamientos en verso, pero tenía poco nervio y espíritu, y era también escaso en la invención. Su gusto en sus primeros tiempos fue muy puro, como sus Rimas lo manifiestan. Mas después de haber sido uno de los más acérrimos impugnadores del cultismo, se dejó al fin arrastrar de la corriente, y en su traducción de la Farsalia y en su Orfeo se abandonó a todas las extravagancias de que antes se burlaba.

Pero el hombre que recibió de la naturaleza más dones de poeta, y el que más abusó de ellos fue sin duda Lope de Vega. Don de escribir su lengua con pureza, con claridad suma y con elegancia, don de inventar, don de pintar, don de versificar de la manera que quería, flexibilidad de fantasía y de espíritu para acomodarse a todos los géneros y a todos los tonos, una afluencia que jamás conocía estorbo o escasez, memoria enriquecida con una vasta lectura, aplicación infatigable que aumentaba la facilidad que naturalmente tenía. Con estas armas se presentó en la arena, no conociendo en su ambiciosa osadía, ni límites ni freno. Desde el madrigal hasta la oda, desde la égloga hasta la comedia, desde la novela hasta la epopeya, todo lo recorrió, todos los géneros cultivó, y en todos dejó señales de desolación y talento.

Avasalló el teatro, llamó a sí la atención universal, los poetas de su tiempo fueron nada delante de él. Su nombre era el sello de aprobación para todo; las gentes le seguían en las calles, los extranjeros le buscaban como un objeto extraordinario, los monarcas paraban su atención a contemplarle. Hubo críticos que alzaron el grito contra su culpable abandono, envidiosos que le murmuraban, infames que le calumniaron. Ejemplo triste, añadido a los otros muchos que prueban que la envidia y la calumnia nacen con el mérito y la celebridad, puesto que ni la amable cortesanía del poeta, ni la apacibilidad de su genio, ni el gusto con que se prestaba a alabar a los otros pudieron desarmar a sus detractores, ni templar su malignidad. Pero ninguno de ellos pudo arrebatarle el cetro que tenía en sus manos, ni la consideración que tantos y tan célebres trabajos le habían adquirido. Su muerte fue un luto público, su entierro una concurrencia universal, hay un libro de poesías españolas hechas a su muerte, otro de italianas; y viviendo y muriendo, siempre estuvo oyendo alabanzas, siempre cogiendo laureles, admirado como un portento y aclamado Fénix de los ingenios.

¿Qué queda al cabo de dos siglos de toda aquella pompa, de aquellos ruidosos aplausos que entonces fatigaron los ecos de la fama? Al ver que de tantas poesías y poemas como compuso es muy raro, quizá ninguno, el que puede leerse entero, sin que a cada paso choque por su repugnancia, que su obra más estudiada y querida, su Jerusalén 6 ; es un compuesto de absurdos, donde lo poco bueno que se encuentra hace todavía más deplorable el abuso de su talento; que de tantos centenares de comedias apenas habrá una que pueda llamarse buena; en fin, que de tantos millares de versos como su incansable vena produjo, son tan pocos los que han quedado grabados en las tablas del buen gusto, no puede menos de exclamarse: ¿dónde están pues los cimientos de aquel edificio de gloria levantado en obsequio de un hombre solo por el siglo en que vivía y que asombra y da envidia a la imaginación que lo contempla desde lejos?

No era posible que tuviesen otro resultado trabajos hechos con tal precipitación, con semejante olvido de todos los buenos principios y de todos los grandes modelos: sin plan, sin preparación, sin estudio ni atención a la naturaleza. La necesidad de escribir precipitadamente para el teatro, donde él había acostumbrado al público a novedades casi diarias, descompuso y como que relajó todos los resortes de su ingenio, llevando la misma priesa y el mismo abandono a todos sus demás escritos 7 . Así es que, a excepción de algunas poesías cortas en que la buena inspiración del momento podía aprovecharse en él, en todas las otras hay faltas imperdonables de invención, de composición y de estilo. ¡Facilidad fatal que corrompió en él todo cuanto bueno había! Ella le hizo deslucir la claridad, el número, la elegancia, la sencillez, la afluencia y aun la fuerza de que también estaba dotado, dando lugar a figuras impropias, a alusiones históricas o fabulosas pedantescas e importunas, a explicaciones frías y prolijas de lo mismo que ya ha dicho, en fin, a la flojedad, a la llaneza, a la falta de tono insufrible, en que degeneran la rica abundancia y la candidez amable de su dicción y sus versos.

Era pues bárbaro, se dirá, el siglo que consentía tales extravíos, y que daba tanto aplauso a un escritor tan defectuoso. No era bárbaro, aunque sí condescendiente con exceso. Hubo entonces muchos buenos ingenios que deploraban este desorden, pero no podían contrastar al aura popular que la clase de trabajos de Lope se llevaba consigo, y que en algún modo su talento autorizaba. La general dulzura y fluidez de su poesía, la claridad de su expresión inteligible casi siempre al menos docto, el lenguaje de la galantería fina y culta que él inventó y puso en uso en las comedias, el decoro y aparato con que autorizó la escena 8 , los rasgos de sensibilidad viva y delicada que de cuando en cuando presenta, el papel sobresaliente y brillante que las mujeres hacen generalmente en sus obras, en fin, su imperio absoluto en el teatro donde los aplausos tienen más solemnidad y energía, todas son circunstancias que concurren a disculpar al público de entonces, el cual no era injusto en admirar más a quien más placer le daba 9 .





1. Pero cuando a escribir sátiras llegues, / a ningún irritado cartapacio / sino al del cauto Juvenal te entregues. / Porque nadie a los gustos de palacio / tomó el pulso jamás con tanto acierto, / con permisión de nuestro insigne Horacio.
2. ¿Pues qué diré del ganadero Anquises? / pregúntalo a Venus Citerea / quien es el hortelano de sus lises. / O el pincel en el Ida de sus ideas: / ¿agrícola de mares no era Ulises, / pues como de Calipso gozo dea? ¡Qué ridícula jerigonza! ¿Podrá nadie creer que estos versos son del mismo autor y de la composición misma donde se hallan estos otros? Ven pues, serrana, ven y no te escondas, / serás, con ser esposa de este río, / Tetis feliz de las mejores ondas, / que bajan a dar lustre al mar sombrío; / mira que es justo que al amor respondas / con dulce agradecer, no con desvío.
3. Anacreonte español, no hay quien os tope / que no diga con mucha cortesía, / que ya que vuestros pies son de elegía, / que vuestras suavidades son de arrope […] / Con cuidado especial vuestros antojos / dicen que quieren traducir del griego, / no habiéndolo mirado vuestros ojos. GÓNGORA. Aunque dijo que todos se escondiesen, / cuando los rayos de su ingenio viesen. LOPE
4. La égloga de Tirsi de Figueroa, y la traducción del Aminta por Jáuregui son las únicas excepciones de esta decisión general, y los únicos ejemplares que pueden citarse entre nuestros antiguos poetas de versos sueltos bien construidos.
5. Este juicio de nuestros romances ha sido publicado ya por el colector en otro opúsculo suyo; así como el de Quevedo, que sigue más adelante, aunque con alguna alteración.
6. Mientras que llega el fiador que obligó / de la Jerusalén de aquel poema, / que escribo, imito, y con rigor castigo. EPÍSTOLA A GASPAR DE BARRIONUEVO. ¿Qué ideas pues tenía de gusto, de corrección, de orden, de elegancia, el hombre que con tanto estudio y esmero produce una obra tan desatinada?
7. Si no me embarazara el libre cuello / de la necesidad el fiero yugo / por lo que al cielo plugo; / yo viera en mi cabello / algún honor que a la virtud se debe, / que diera verde lustre a tanta nieve. / Del vulgo vil solicité la risa / siempre ocupado en fábulas de amores: 7 Así grandes pintores / manchan la tabla aprisa. LOPE: ÉGLOGA A CLAUDIO.
8. Pintar las iras del armado Aquiles, / guardar a los palacios el decoro / iluminados de oro / y de lisonjas viles, / la furia del amante sin consejo, / la hermosa dama y el sentencioso viejo, / ¿a quién se debe, Claudio?
9. Muerto él, Calderón, Moreto y otros que en vida suya se hubieran contentado con el título de sus discípulos, le obscurecieron en la escena, sin embargo de que su nombre fue siempre respetado como escritor. Este respeto se iba disminuyendo mucho con la observación más atenta de los buenos principios y de los grandes modelos, hasta que últimamente algunas de sus comedias representadas con aplauso y concurrencia general han vuelto a restablecer su reputación vacilante. En francés se ha hecho en estos últimos años una muy buena traducción de algunas poesías suyas por el señor marqués de Aguilar; y en Inglaterra, un hombre tan respetable por su dignidad y carácter, como por su erudición, filosofía y buen gusto (Milord Holland) ha publicado una disertación excelente sobre su vida y sus obras. Alternativa por cierto bien extraña, y que prueba a lo menos, que aun cuando Lope sea un escritor muy imperfecto, está sin embargo muy lejos de ser un objeto poco interesante en la historia de nuestras letras.

GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera