Información sobre el texto

Título del texto editado:
«Introducción. Artículo quinto. De Góngora y Quevedo y sus imitadores»
Autor del texto editado:
Quintana, Manuel José, 1772-1857
Título de la obra:
Poesías selectas castellanas, desde el tiempo de Juan de Mena hasta nuestros días. Tomo I
Autor de la obra:
Edición:
Madrid: Gómez Fuentenebro y Compañía, 1807


Más información



Fuentes
Información técnica





ARTÍCULO V

De Góngora y Quevedo y sus imitadores.


Para dar a la poesía castellana el tono y el vigor que la iban faltando, apenas fueran suficientes Horacio y Virgilio con la grandeza de su ingenio, la perfección de su gusto, y la alta protección que disfrutaron. Dos hombres se aplicaron entre nosotros a esta empresa, los dos de gran talento, pero de un gusto depravado y de diferentes estudios. Sus vicios, que participan alguna vez de sus buenas prendas, tuvieron la propiedad de un contagio y produjeron consecuencias más fatales que el mal mismo que intentaron remediar.

El primero fue d. Luis de Góngora, padre y fundador de la secta llamada de los cultos. Todos saben que después de un siglo de adoraciones que logró en los secuaces de su estilo, Luzán y los demás humanistas que restablecieron el buen gusto se aplicaron a destruir la secta desacreditando a su fundador, y para ellos Góngora y poeta detestable fue todo uno. Mas esto era injusto y deben distinguirse siempre en este autor el poeta brillante, ameno y lozano del novador extravagante y caprichoso. Su genio independiente era incapaz de seguir ni de imitar a nadie, su imaginación en extremo fogosa y viva no veía las cosas de un modo común, y el colorido débil y pálido de los otros poetas no puede sufrir comparación con la bizarría, si así puede decirse, de su expresión y su estilo. ¿En cuál de ellos se encontrarán periodos poéticos iguales que, en riqueza de lenguaje, en lozanía y en número, puedan competir con los siguientes?

Rey de los otros ríos caudaloso
que en fama claro, en aguas cristalino,
tosca guirnalda de robusto pino
ciñe tu frente y tu cabello ondoso.
……………………………………… [5]
Raya, dorado sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre,
sigue con apacible mansedumbre
el rojo paso de la blanca aurora:
suelta las riendas a Fabonio y Flora… [10]


¿En cuál imágenes más delicadas, más oportunas y más naturalmente expresadas que estas?

La dulce boca que a gustar convida […]
Amantes, no toquéis si queréis vida,
que entre el un labio y otro colorada
Amor está de su veneno armado,
cual entre flor y flor sierpe escondida. [5]
………………………………………
Dormid, que el dios alado
de vuestras almas dueño
con el dedo en la boca os guarda el sueño.
……………………………………… [10]
Ondeábale el viento que corría
el oro fino con error galano,
cual verde hoja de álamo lozano
se mueve al rojo despuntar del día.


No hay en todo Anacreonte un pensamiento tan gentil como el de aquella canción en que, presentando unas flores a su amada, la pide tantos besos como heridas le habían dado las abejas que las guardaban. Si de la poesía italiana se pasa al romance castellano y a las letrillas, Góngora es el rey de este género, que de nadie ha recibido tanta gracia, tantas galas, tanta poesía. Su mérito es tal en esta parte, y los buenos ejemplos tan comunes, que no dejan para demostrarlo otro trabajo que el de escoger. Este trozo bastará al intento, sacado del romance de Angélica y Medoro:

Todo es gala el africano,
su vestido espira olores.
El lunado arco suspende,
y el corvo alfanje depone.
Tórtolas enamoradas [5]
son sus roncos alambores,
y los volantes de Venus
sus bien seguidos pendones.
Desnuda el pecho anda ella,
vuela el cabello sin orden, [10]
si lo abrocha es con claveles,
con jazmines si lo coge […]
Todo sirve a los amantes,
plumas les baten veloces
airecillos lisonjeros, [15]
si no son murmuradores.
Los campos les dan alfombras,
los árboles pabellones,
la apacible fuente sueño,
música los ruiseñores, [20]
los troncos les dan cortezas
en que se guarden sus nombres
mejor que en tablas de mármol
o que en láminas de bronce.
No hay verde fresno sin letra, [25]
no hay blanco chopo sin mote,
si un valle Angélica suena,
otro Angélica responde.


¿Cómo un hombre que poseía esta fuerza y esta abundancia pudo después abandonarse a los delirios lastimosos que le perdieron sin que le quedase ni una sombra de sus excelentes disposiciones? Creyendo que el lenguaje de la poesía se enervaba, y reputando la naturalidad por pobreza, la pureza por sujeción, y la facilidad por abandono, aspiró a extender los límites de la lengua y de la poesía, y diose a inventar un nuevo dialecto que remontase el arte de la llaneza rastrera a que según él estaba reducido. Este dialecto se había de distinguir por la novedad de las palabras o de su aplicación, por la extrañeza y la dislocación de la frase, por la osadía y abundancia de las figuras, y no solo compuso en él sus Soledades y su Polifemo, sino que afeó del mismo modo casi todos sus sonetos y canciones, salpicando también con él bastantes pasajes de sus romances y letrillas.

Si Góngora a las excelentes disposiciones que tenía hubiese juntado la instrucción y el buen gusto que le faltaban, si hubiera hecho de su lengua el estudio profundo que Herrera y meditado sobre los recursos que presentaba el idioma, atendidos su carácter, su caudal y su armonía, tal vez consiguiera lo que deseaba y tendría la gloria de ser un restaurador del arte, y no el oprobio de haberle corrompido. Pero le sucedió lo que a todos los que quieren levantar un edificio sin cimientos: dio consigo en un abismo de extravagancias y delirios, en una jerigonza detestable, tan opuesta a la verdad como a la belleza, y que al paso que fue seguida de una muchedumbre de ignorantes, fue reprobada de cuantos conservaban todavía un poco de juicio y sensatez.

«Quiso, — dice Lope de Vega, — enriquecer el arte y aun la lengua con tales exornaciones y figuras, cuales nunca fueron imaginadas, ni hasta su tiempo vistas […] Bien consiguió lo que intentó a mi juicio, si aquello era lo que intentaba, la dificultad está en recibirlo[…] A muchos ha llevado la novedad hacia este género de poesía, y no se han engañado, pues en el estilo antiguo en su vida llegaron a ser poetas, y en el moderno lo son en el mismo día; porque con aquellas transposiciones, cuatro preceptos y seis voces latinas o frases enfáticas, se hallan levantados adonde ellos mismos no se conocen, ni sé si se entienden, Lipsio escribió aquel nuevo latín, de que dicen los que le saben que se han reído Cicerón y Quintiliano en el otro mundo […] Todo el fundamento de este edificio es el trasponer, y lo que le hace más duro es el apartar tanto los substantivos de los adjuntos donde es imposible el paréntesis […] esto es una composición llena de tropos y figuras, un rostro colorado a manera de los ángeles de la trompeta del juicio, o de los vientos de los mapas […] Las voces sonoras, las figuras esmaltan la oración, pues si el esmalte cubriese todo el oro, no sería gracia de la joya, sino fealdad notable.» Y en otra parte dice: «Sin andar a buscar tantas metáforas de metáforas, gastando en afeites lo que falta de facciones, y enflaqueciendo el alma con el peso de tan excesivo cuerpo. Cosa que ha destruido gran parte de los ingenios de España, con tan lastimoso ejemplo que poeta insigne, que escribiendo en sus fuerzas naturales y lengua propia fue leído con general aplauso, después que se pasó al culteranismo lo perdió todo».

No contento con estas demostraciones de severidad este hombre apacible que apenas conocía la malignidad ni la hiel, creyó que debía perseguir aquel contagio a sangre y fuego, y en sus comedias, en las poesías burlescas de Burguillos, en el Laurel de Apolo, y en otras mil partes burló y maldijo semejante poesía, que él caracterizaba de «invención odiosa para hacer bárbara la lengua». Auxiliáronle en esta guerra Jáuregui, Quevedo y algún otro, pero sus esfuerzos fueron inútiles, y ellos mismos al fin se vieron precisados a ceder al contagio. Pues, aunque no se los pueda llamar cultos en todo rigor, adoptaron algunos de los elementos que componían el dialecto, como fueron las transposiciones violentas, las hipérboles extravagantes, y las figuras incoherentes. Góngora entre tanto, que no había conocido jamás ni sujeción ni freno alguno, vomitaba contra sus adversarios los dicterios groseros que su mordacidad le sugería, y fiero y orgulloso con el aplauso de los ignorantes, gozaba en su interior de toda la gloria de un triunfo. A esto se añadió la recomendación que daban a su partido el célebre predicador fr. Hortensio Paravicino por el influjo grande que tenía con los teólogos y oradores sagrados, y el malogrado conde de Villamediana, por el favor secreto y poderoso con que se le suponía en palacio. Les dos imitaron a Góngora, y arrastraron consigo a otros escritores de menor crédito, propagándose así este bárbaro lenguaje hasta mediados del siglo pasado, en que Luzán y los demás buenos críticos lograron al cabo desterrarle enteramente.

Al mismo tiempo que los cultos vinieron los conceptistas, los equivoquistas, y los fríamente sentenciosos, entre quienes descuella d. Francisco de Quevedo, así por su mérito como por el influjo en el nacimiento y progresos de estas sectas diversas. Quevedo para algunos es el padre de la risa, el tesoro de los chistes, la fuente de las sales, el inventor de tantas frases y refranes felices; en una palabra, el maestro de la agudeza y de la jocosidad. Para otros, al contrario, es un hombre ominoso a la belleza y decoro del ingenio, su espíritu, dicen, en vez de ser festivo, es chocarrero; él ha empobrecido la lengua, privándola de infinitos modos de decir que, antes nobles y decentes, son ya por culpa suya bajos e indecorosos, y si alguna vez divierte es por la extravagancia original de sus delirios. Estos dos juicios tan encontrados son al mismo tiempo verdaderos, y considerando atentamente el carácter de este escritor, se ve cuanto fundamento tienen unos y otros para sus críticas y sus aplausos. Quevedo era extremado, de la misma manera que nadie, en lo serio ostenta una gravedad tan seca, y una moral tan austera, nadie en lo jocoso muestra un humor tan festivo, tan libre y tan abandonado. La elección de sus asuntos se resiente también de esta contrariedad. Alguaciles, escribanos, terceras, maridos fáciles, rufianes y mujercillas componen generalmente el fondo de sus bufonadas, y es preciso confesar que muchas veces los zahiere maestramente. Teólogo y estoico por otra parte, traduce a Epicteto, comenta a Séneca, interpreta la Escritura y se enreda en vanos laberintos de metafísica; trabajos perdidos, que en su mayor parte ya no se leen, y que apenas tienen otro mérito que el de su erudición inmensa.

De esta contradicción nace tal vez el esfuerzo y la violencia con que procede en los dos géneros. Su estilo en prosa como en verso, en lo serio como en lo jocoso, es siempre cortado, sin trabazón ninguna, sin progresión, y sacrificando casi siempre la naturaleza y la verdad a la exageración y a la hipérbole. Su imaginación era vivísima y brillante, pero superficial y descuidada, y el genio poético que le anima centellea y no inflama, sorprende y no conmueve, salta con ímpetu y con fuerza, pero no vuela ni toma nunca una elevación sostenida. La manía, o más bien la rabia de expresar las cosas con novedad, le hará llamar «ley de arena» a la orilla del mar, al amor «guerra civil de los nacidos», «rústico libro escrito en esmeralda» a los troncos donde están grabadas las cifras de los amantes. En los versos burlescos amontonará las alusiones forzadas, los equívocos y los despropósitos. Un jaque para denotar cuan sentida ha sido su desgracia, dirá que le han llorado «soga a soga», y no hilo a hilo, dirá que ha tenido «más grillos que el verano, más guardas que el monumento, más registros que el misal». Yo bien sé que Quevedo se divierte frecuentemente con lo que escribe, y delira porque quiere, sé que los equívocos tienen su lugar propio en estas composiciones, y que nadie los ha usado con más felicidad que él. Pero todo tiene su término, y amontonados con semejante prodigalidad, en vez de agradar causan fastidio.

La misma incorrección y mal gusto que hay en su estilo, compuesto de frases y voces altas y nobles, unidas a otras triviales y bajas, se halla en sus imágenes y pensamientos, los cuales se ven mezclados unos con otros sin economía, sin juicio y sin decoro. El soneto siguiente hará ver esta miserable confusión mejor que descripción ninguna.

Falleció César fortunado y fuerte:
ignoran la piedad y el escarmiento,
señas de su glorioso monumento,
porque también para el sepulcro hay muerte.

Muere la vida, y de la misma suerte [5]
muere el entierro rico y opulento,
la hora con oculto movimiento
acalla el grito que la fama vierte.

Devanan sol y luna, noche y día
del mundo la robusta vida; ¿y lloras [10]
las advertencias que la edad te envía?

Risueña enfermedad son las Auroras,
lima de la salud es su alegría,
Licas, sepultureros son las horas.


A pesar de estos defectos, que sin duda alguna son grandes, Quevedo será leído con estimación y admirado justamente en muchos pasajes. En primer lugar, sus versos son de ordinario llenos y sonoros, sus rimas ricas y fáciles. Y aunque este mérito, el primero que debe tener un poeta no sea el principal, nuestro escritor sabe acompañarle de muchos rasgos, excelentes unos por la viveza de los colores, otros por la robustez y el vigor. Su poesía nerviosa y fuerte va impetuosamente a su fin, y si sus movimientos se resienten demasiado de los esfuerzos, afectación y mal gusto del escritor; se la ve marchar no pocas veces con una fiereza, una audacia, y una singularidad que sorprende. Sus versos de cuando en cuando salen del fondo general, y sin necesidad del auxilio de los otros vienen a herir el oído con su vibración fuerte y sonora, o a grabarse en la mente por la profundidad de la sentencia que contienen, o por la novedad y energía de la expresión. De nadie se pueden citar tantos bellos versos aislados como de él, de nadie periodos poéticos más pomposos y valientes:

Todas matronas y ninguna dama.
…………………………………
Joya era la virtud pura y ardiente.
…………………………………
Fatigó su furor el hemisferio. [5]
…………………………………
Faltar pudo su patria al grande Osuna.
…………………………………
Vencida de la edad sentí mi espada.
……………………………… [10]
De amenazas del ponto rodeado,
y de enojos del viento sacudido,
tu pompa es la borrasca, y su gemido
más aplauso te da que no cuidado.
Reynas con majestad, escollo osado, [15]
en las iras del mar.
…………………………………
De estéril osas acusar al suelo
porque a los gritos tuyos no se mueve,
presumes, necio, de mandar la nieve [20]
y al invierno, tasar quieres el hielo?
…………………………………
Y antes que los desórdenes del vientre
satisfagan sus ímpetus violentos,
yermos han de quedar los elementos [25]
para que el orbe en sus angustias entre.


Al encontrar en sus obras estos pasajes brillantes, después de tributarles la justa admiración que se les debe, no puede menos de sentirse un movimiento de indignación, viendo el lastimoso abuso que Quevedo ha hecho de sus talentos y empleados en equilibrios vanos y suertes de volteador, los vigorosos músculos y fuerzas de un Alcides.

Amigo de Quevedo fue d. Francisco Manuel Melo, portugués, y escritor tan infatigable como activo político y guerrero. Manejaba con igual facilidad el idioma castellano que el suyo nativo, y poeta, historiador, moralista, autor político, militar, y aun ascético; es sobresaliente en algunos de estos ramos, y en ninguno despreciable. El libro de sus versos es rarísimo, y aunque algunos le han hecho imitador de Góngora, tiene más puntos de semejanza con Quevedo. El mismo gusto en versificar, la misma austeridad de principios, la misma afectación de sentencias, la misma copia de doctrina. Tiene además con Quevedo la conformidad de haber publicado sus versos distribuidos por musas, bien que tres de ellas están en portugués. Hay en el español colores más brillantes y rasgos más valientes, en Melo más sobriedad y menos extravagancias. Su estilo, aunque elegante y culto, apenas tiene poesía, y sus versos amatorios carecen de ternura y de fuego como sus odas de entusiasmo y de elevación. Tampoco tenía índole para los muchos versos burlescos de que está lleno el gran volumen de sus poesías, mas cuando la materia es seria y grave, entonces su filosofía y su doctrina le sostienen, y su expresión iguala a sus ideas. Naturalmente inclinado a las máximas y a las sentencias, era más a propósito para las poesías morales, para la epístola principalmente, en que la fuerza y la severidad del pensamiento se combinan mejor con una fantasía templada y poco profunda. En este género, si no es siempre un gran pintor, es por lo menos castigado y severo en el lenguaje y estilo, sonoro en los versos, grave y elevado en los pensamientos, moralista respetable en el carácter y en los principios. Sin embargo de estas prendas, los títulos de su gloria como escritor están más bien afianzados en sus obras prosaicas: en el Eco político, por ejemplo, en su Aula militar, y sobre todo en la Historia de las alteraciones de Cataluña; la producción más sobresaliente de su pluma, y quizá la mejor obra de su clase que hay en castellano.

La poesía entre tanto agonizaba: martirizada por estos energúmenos no podía recobrar su belleza y su frescura con el auxilio de algunos pocos que todavía componían con circunspección y escribían con más pureza. Rebolledo no tenía fuerza ni fantasía, y sus escritos no son otra cosa que una prosa rimada; Esquilache, aunque con alguna más gracia en los romances, lamido y amanerado, carecía también del espíritu y nervio necesario para composiciones más altas. Ulloa nada hizo bueno sino su Raquel; Solís en fin que se mostró alguna vez poeta en sus comedias y frecuentemente en su historia, no es más que un coplero en sus poesías líricas, que ya nadie lee. ¿Cómo pudieran las endebles fuerzas de estos escritores eunucos levantar el arte del abismo en que se hallaba? Ya no era posible. El mal gusto estaba sancionado y reducido a teoría en la obra extravagante y singular de Gracián Agudeza y Arte de ingenio, que es un arte de escribir en prosa y verso, fundado en los principios más absurdos, y apoyado con ejemplos buenos y malos, confundidos entre sí de la manera más repugnante. Este mismo Gracián es el que compuso un poema descriptivo sobre las estaciones con el título de Selvas del año; el primero según creo que se ha escrito en Europa sobre este asunto, y sin duda alguna el peor. Para muestra de su estilo y de la risible degradación a que había llegado la poesía, bastarán los versos siguientes sacados de la entrada del «Estío».

Después que en el celeste anfiteatro
el jinete del día
sobre Flegonte toreó valiente
al luminoso toro,
vibrando por rejones rayos de oro, [5]
aplaudiendo sus suertes
el hermoso espectáculo de estrellas,
turba de damas bellas,
que a gozar de su talle alegre mora
encima los balcones de la aurora; [10]
después que en singular metamorfosi
con talones de pluma
y con cresta de fuego,
a la gran multitud de astros lucientes,
gallinas de los campos celestiales, [15]
presidió gallo el boquirrubio Febo,
entre los pollos del tindario huevo.


No hay más que ver, ni más que decir: todo el poema está escrito de este modo bárbaro y ridículo, y es una prueba tan evidente como triste de que ya no quedaban principios ningunos de imitación ni vestigios de elocuencia. Los ornatos propios del madrigal y del epigrama pasaron a los géneros mayores, y todo se volvió conceptos, retruécanos, equívocos y antítesis. Así acabó la poesía castellana: en su juventud más tierna la bastaron para adorno las flores del campo con que la había engalanado Garcilaso; en las buenas composiciones de Herrera y de Rioja se presenta con la ostentación de una hermosa dama ricamente ataviada; en Balbuena, Jáuregui y Lope de Vega, aunque con alguna libertad y abandono, conserva todavía gentileza y hermosura; pero desfiguradas sus formas con las contorsiones a que la obligan Góngora y Quevedo, se abandona después a la turba de bárbaros que acaban de corromperla. Desde entonces sus movimientos son convulsiones, sus colores postizos, sus joyas piedras falsas y oropel grosero; y vieja y decrépita no hace más que delirar puerilmente, secarse y perecer.





GRUPO PASO (HUM-241)

FFI2014-54367-C2-1-R FFI2014-54367-C2-2-R

2018M Luisa Díez, Paloma Centenera