Título del texto editado:
«Introducción. Artículo sexto. Reflexiones generales; restablecimiento del buen gusto»
ARTÍCULO VI.
Reflexiones generales; restablecimiento del buen gusto.
Si en este estado se echa una ojeada por los pasos que había dado el arte en poco más de un siglo que había tenido de vida, se verá que nada había dejado por intentar. Estaban
traducidos
todos, o buena parte de los autores antiguos, se habían hecho poemas
épicos
de todas clases, el
teatro
había tomado una extensión y presentaba una abundancia que tuvo para
comunicar
de sus riquezas a los extranjeros, la oda en fin en todas sus especies, la égloga, la epístola, la sátira, la poesía descriptiva, el madrigal, el epigrama, todo se había recorrido y cultivado.
Si esta extensión y variedad hacen honor a su flexibilidad, aplicación y osadía,
no
es igual la felicidad de su desempeño en todas partes. Ya en primer lugar las
traducciones
son casi todas malas o medianas. ¿Quién puede decir de buena fe que la de la
Odisea
por
Gonzalo
Pérez, la de la
Eneida
por Hernández de Velasco, la de los
Metamorfoseos
por Sigler, pueden suplir por el original? ¿Cuál es el hombre que teniendo algún gusto en el lenguaje
poético
y en la versificación, puede leer dos páginas de estas versiones en que los ingenios mayores de la antigüedad están convertidos en copleros
triviales
sin elegancia y sin armonía? Tenemos un buen número de poemas épicos, y aunque de ellos se pueden entresacar
algunos
trozos de buena poesía, no hay uno que se pueda mirar como una fábula bien
ordenada,
y que corresponda en su interés y
dignidad
a su título y argumento
1
. Es notorio que los defectos de nuestras comedias
sobrepujan
mucho a sus buenas dotes. Más
felices
en los géneros cortos, nuestras odas, elegías, sonetos, romances y letrillas se acercan más a la perfección. Pero aun en estos, ¡qué olvido de decoro, qué
desaliño
a veces; y a veces qué de pedantismo, y cuánto falso
gusto
no hay que disimular! En los mejores escritores, en las composiciones más esmeradas se ofende el espíritu de hallar frecuentemente junto a un acierto un
desbarro,
junto a una flor una espina.
Una cosa que se extraña en los buenos poetas del siglo
XVI
es que su genio poético no se alzase al nivel de las circunstancias que por todas partes los rodeaban. Las composiciones de
Virgilio
y de Horacio en Roma
correspondían
a la dignidad y majestad del imperio. Lucano después, aunque muy distante de la perfección de sus predecesores, conservó en su poema el tono fiero y arrojado
conveniente
al asunto que escribía, y al entusiasmo patriótico que le animaba.
Dante
en su extraño poema se muestra inspirado por todos los sentimientos que el rencor de la facción, las disensiones civiles y la exaltación de los ánimos daban de sí. Petrarca, si en sus amores sacrificó a la galantería de su tiempo, en sus triunfos está el nivel de la altura y de la ilustración a que ya iba
subiendo
entonces el espíritu humano.
No
así nuestros poetas. Los árabes arrojados de la península; el mundo desdoblado presentando un nuevo hemisferio a la fortuna española; nuestras flotas yendo de un extremo al otro del océano, acompañadas de terror y volviendo cargadas de las riquezas de oriente y occidente; la religión
cristiana
desgarrada por la facción de Lutero; Francia, Holanda, Alemania conmovidas y desoladas con la guerra civil y las disensiones religiosas; la potencia otomana arrollada en las aguas de Lepanto; Portugal cayendo en África para después unirse a Castilla; la espada española agitándolo todo en la tierra por espíritu de heroísmo, de religión, de ambición y de codicia; ¿qué tiempo hubo nunca más lleno de prodigios, ni más propio para exaltar la fantasía y el ingenio? Y, sin embargo, las musas castellanas sordas,
indiferentes
a esta agitación universal, apenas saben inspirar a sus favoritos otra cosa que moralidades vagas, imágenes campestres, amores y galantería
2
.
La
falta
de esta especie de grandeza se compensa en parte con una cualidad moral que distingue a aquellos poetas y los recomienda infinito. Ni en Garcilaso, ni en Luis de León, ni en Francisco de la Torre, ni en Herrera se hallan muestras ningunas de rencor y envidia literaria, de indecencia grosera, ni de adulación servil y descarada. Las alabanzas que alguna vez tributan al poder se contienen en aquel justo comedimiento y decoro que las hace tolerables. Hasta que se
corrompió
el gusto literario, no empezó a manifestarse esta degradación moral, compuesta de bajeza con los mayores, de
insolencia
con los iguales y de olvido de todo respecto hacia el público: vicios harto contagiosos por desgracia y que disfaman y destruyen la nobleza y dignidad de un arte que, por la naturaleza de su objeto y de sus medios, tiene algo de sobrehumano. No puede negarse a una buena parte de nuestros autores
talento
admirable, erudición extensa, y gran
manejo
en los clásicos antiguos; y, sin embargo,
no
es común en ellos la elegancia sostenida y la perfección de
gusto,
que
otros
autores modernos han bebido en las mismas fuentes. A esto contribuyeron muchas causas. Una de ellas es que estos poetas comunicaban poco entre sí; faltaba un centro común de urbanidad y de gusto, una
legislación
literaria que trazase la línea entre la
hinchazón
y la grandeza, la exageración y la fuerza, la afectación y la elegancia. Las universidades, donde había más conocimientos, no podían serlo por la naturaleza de sus estudios, más escolásticos que amenos. La corte, donde se perfecciona más pronto el espíritu de sociedad y de concurrencia, hubiera sido más a propósito; pero vagante con Carlos V, severa y melancólica con Felipe II, no dio hasta Felipe III al talento poético la atención necesaria para perfeccionarse, y ya entonces, y mucho más en tiempo de su sucesor, el gusto estaba
estragado
y la
protección
y afición de los príncipes y grandes no podía hacer otra cosa que autorizar la corrupción. En suma, faltó en España una corte
como
la de Augusto, la de León X, la de los duques de Ferrara, la de Luis XIV, donde la buena y delicada conversación, la afición a las musas, la cultura y elegancia y otras circunstancias felices contribuyeron poderosamente a la perfección de los grandes escritores que vivían en ellas.
Otra causa es el lugar secundario que tenía la poesía en muchos de los que la cultivaban. Hacían versos para
distraerse
de otras ocupaciones más serias, y el que hace versos para divertirse,
no
es por lo común muy cuidadoso de la elección de asunto, ni muy esmerado en la ejecución. ¡Suerte fatal, que ha cabido entre nosotros a la más bella y más difícil de todas las artes! La poesía que es una diversión y entretenimiento para los que la disfrutan, debe ser una ocupación muy seria y casi exclusiva para los que la profesan, si aspiran a tener un lugar distinguido en la reputación. Cuando se considera que
Homero,
Sófocles, Virgilio, Horacio, Taso, Racine, Pope y otros pocos más han sido los más
grandes
poetas y los más
laboriosos,
no debe extrañarse que se hayan que dado tan detrás de ellos los que, aun suponiéndoles igual
talento,
no los han igualado ni en aplicación ni en constancia.
A este mal se añadió otro peor, nacido en gran parte de la misma causa. Muy pocos de nuestros buenos poetas publicaron sus obras en vida.
Garcilaso,
Luis de León, Francisco de la Torre, Herrera, los Argensolas, Quevedo y otros han sido dados a luz después de su muerte por sus herederos y amigos, con más o menos inteligencia. ¡Cuánto no hubieran ellos desechado de lo que se publicó con su nombre, cuantas
correcciones
no hubieran hecho en lo escogido, y cuantos lunares de desaliño, de mal gusto y de obscuridad no hubieran hecho desaparecer!
Pero aun cuando por este motivo no les sea tan imputable la falta de perfección, no por eso deja de ser cierta. Ella ha dado motivo a la
contrariedad
de opiniones sobre el mérito de nuestros poetas antiguos, a quienes algunos reputan como modelos excelentes, mientras que otros los desprecian hasta el punto de creerlos indignos de leerse. En esto, como en todo, la parcialidad y las pasiones suelen llevar a los críticos más
allá
del término que prescriben la verdad y la justicia, y ensalzar o deprimir a los muertos, no viene a ser en ellos otra cosa que una manera indirecta de ensalzar o deprimir a los vivos. Mas aun prescindiendo de esta circunstancia, puede decirse que esta enorme diferencia nace del diverso punto que se toma para la comparación. Cotejados León, Garcilaso, Herrera, Rioja y otros pocos con las extravagancias
monstruosas
que Góngora y Quevedo introdujeron y autorizaron, no hay duda que los
primeros
deben parecer escritores clásicos,
perfectos,
dignos de imitarse y de seguirse, pero si a estos mismos se los
compara
con los grandes autores de la antigüedad, o con los pocos modernos que se han acercado a ellos, o los han excedido, viene ya a descubrirse la razón porque muchos los tratan con el excesivo rigor que se ha indicado. Yo, sin pretender dar por regla mi opinión particular, y juzgando por el efecto que en mí hace su lectura, diría que aunque contemplo nuestras poesías antiguas a bastante distancia de la perfección, todavía sin embargo producen en mi espíritu y en mi oído el placer
suficiente
para disimular en gracia suya los descuidos y lunares que encuentro. Me atrevería también a decir, que si nuestros poetas hubieran cultivado los géneros grandes de la poesía, la epopeya y el drama con el esmero y felicidad que la oda y demás géneros cortos, podríamos estar
contentos
del lote que nos cabía en esta amena parte de literatura. Añadiré, en fin, que a mi juicio es absolutamente necesario leer y estudiar a estos poetas para aprender la
pureza,
la propiedad y la índole de la lengua, y para formar el gusto y el oído en el número y fluidez de los versos, y en la estructura del periodo poético castellano. No sería difícil, ni quizá fuera de propósito, manifestar en nuestras composiciones modernas el influjo que ha tenido en sus autores la admiración exclusiva, o el desprecio exagerado de los
padres
de la poesía española, pero estas aplicaciones, necesariamente odiosas, no entran ni en mi carácter ni en mis principios.
Sepultada la poesía castellana entre las
ruinas
donde se hundieron las otras artes, las ciencias y el poder en los tiempos de Carlos II volvió a
renacer
hacia la mitad del siglo
pasado,
por los laudables esfuerzos de algunos literatos que se dedicaron todos al restablecimiento de los buenos estudios. La principal gloria de esta revolución feliz se debe a d. Ignacio de
Luzán,
que no contento con señalar la senda del buen gusto en su
Poética
publicada en 1737, dio también el ejemplo de marchar por ella con los buenos rasgos poéticos que se leen en las pocas composiciones que de él se han publicado. Su poesía, como la de todos los
preceptistas,
se recomienda más por la nobleza, la circunspección y el
decoro,
que por la
elevación
y la osadía, pero su memoria será para siempre respetable como la del restaurador de nuestro Parnaso. Siguiéronle otros ingenios en la misma carrera: el
conde
de Torrepalma, cuyo
Deucalión,
a pesar de algunos
resabios
de hinchazón y cultismo que conserva todavía, es uno de los trozos de poesía descriptiva más sostenidos y valientes que hay en castellano; d. José Porcel, autor de unas églogas venatorias muy alabadas de todos sus contemporáneos, pero que no he leído, ni sé si llegaron a publicarse; d. Agustín Montiano, hombre docto y de buen
gusto,
bien que
escaso
de imaginación y de ingenio; d. Nicolás de Moratín, poeta dotado de
fantasía
viva y flexible y de expresión original y robusta, que toda su vida estuvo luchando con infatigable ardor a favor de los principios y de las buenas
reglas
del componer; en fin, don José Cadalso, en quien revivió la anacreóntica al cabo de siglo y medio que estaba enterrada con Villegas. En este escritor festivo y
ameno
es en quien se terminan los ensayos y esfuerzos para
restablecer
el arte. Desde entonces empieza una nueva época en la poesía castellana con otro fondo, otro carácter, otros principios, y aun puede decirse que con otros
modelos,
época cuya descripción y juicio no pertenecen a mi plan y que la posteridad sabrá hacer con más justicia, autoridad y decoro, que el que se supone generalmente en un contemporáneo.
1. Los dos poemas épicos castellanos que tienen mejor disposición y están escritos más correctamente son
La Gatomaquia
y
la Mosquea:
pero no me atrevo a decir si esto nos debe causar más satisfacción que vergüenza.
2. Tres canciones de Herrera y algún trozo poco importante no son más que una excepción de esta idea general. Ni el
Golfo Lepanto,
ni la
Carolea,
ni la
Austriada,
ni el
Carlo famoso
se acercan con mucho a su argumento. En la Araucana misma, si hay algo bien pintado, no son los españoles, son los indios.